Premio Juan Rulfo

Resultado 2006
Convocatoria 2007
 
 

 

  

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Premio Juan RULFO 2006

COMUNICADO DE PRENSA

CONCURSO INTERNACIONAL JUAN RULFO 2006*

RFI - Instituto de México en París – Instituto Cervantes - Casa de América Latina - Unión Latina – Colegio de España en París y Le Monde Diplomatique (España)

Proclamación de los Premios el 11 de diciembre de 2006 a las 19h,

en la Casa de América latina de París .

 

En esta 23a edición, se recibieron 6853 candidaturas (130 de fotografía, 6137 de cuento y 586 de novela corta), procedentes de América Latina, España, Francia, Estados Unidos y otros países.

 

RESULTADOS

-                                              Premio de cuento atribuido a Miguel Barnet (Cuba) por su obra Fátima o el    Parque de la Fraternidad.

5 000 €

El humor ácido, la mirada compasiva e implacable y la riqueza de detalles desbordan la experiencia del narrador para evocar un mundo dominado por el desencanto, la fantasía y otras estrategias de adaptación a la dureza de la realidad.

 

-                                              Premio de novela corta atribuido a José Antonio López Hidalgo (España) por su obra El punto se desborda .

9 000 €

La visión de una vida sofocante de corrupción y subdesarrollo en un medio donde la miseria coexiste con los privilegios, las complicidades de una multinacional con una dictadura, surge con precisión y, muy probablemente, refleja una dolida y patética experiencia personal del autor.

 

      Premio de fotografía Unión latina-Martín Chambi atribuido a Julio Armando Estrada Nebreda (Venezuela) :

 

2 000 € y exposición de las obras en la galería Renoir del cine Le Latina, así como en la Casa de América Latina el día de la proclamación de los premios.

 

Por la extrema precisión de sus vistas panorámicas y la fuerza de sus imágenes en la verdad de sus formas, este fotógrafo venezolano capta en blanco y negro una atmósfera y nos  restituye escenas de la vida cotidiana en Turquía.

 

 Menciones especiales:

Ana María Castañeda Cano ( Perú) por su serie Depósito de mundos.

Jorge Alberto Sánchez Rodríguez ( México ) por su serie Ventanas al pasado.

 

COMMUNIQUÉ DE PRESSE

CONCOURS INTERNATIONAL JUAN RULFO 2006*

RFI - Institut du Mexique à Paris - Institut Cervantès – Maison de l’Amérique Latine - Union Latine – Colegio de España en Paris et Le Monde Diplomatique (Espagne)

Remise des Prix le 11 décembre 2006 à 19h,

à la Maison de l’Amérique latine de Paris (France)

 

A l’occasion de cette 23e édition, 6 853 candidatures ( 130 pour la photographie, 6137 pour la nouvelle et 586 pour le roman court) provenant d’Amérique Latine, d’Espagne, de France, des Etats-Unis, ainsi que d’autres pays, ont été reçues.

 

RESULTATS

 

-                      Prix de photographie Union latine-Martín Chambi attribué à Julio Armando Estrada Nebreda (Venezuela).:

                

2 000 € et exposition des photos à la galerie Renoir du cinéma Le Latina, et le jour de la proclamation des prix à la Maison de l’Amérique Latine.

 

Par des vues panoramiques d’une extrême précision, ce photographe vénézuélien saisit des scènes de la vie quotidienne en Turquie. La force de ces images en noir et blanc restitue une ambiance, des informations, dans la vérité des formes.

 

Mentions spéciales :

Ana María Castañeda Cano ( Pérou ) par sa série Depósito de mundos (Dépôt de mondes).

Jorge Alberto Sánchez Rodríguez ( Méxique ) par sa série Ventanas al pasado (Fenêtres sur le passé).

 

-                      Prix de la nouvelle attribué à Miguel Barnet (Cuba) pour son œuvre Fátima ou le Parque de la Fraternité.

5 000 €

L’humour acide, le regard épris de compassion et à la fois implacable émanent de ce narrateur expérimenté qui nous décrit un monde désabusé mais aussi envahi par la fantaisie et autres stratagèmes pour échapper à la dure réalité.

 

-                      Prix du roman court attribué à José Antonio López Hidalgo pour son œuvre Le point déborde:

9 000 €

La description d’une vie étouffée par la corruption et le sous-développement dans un milieu où la misère cohabite avec les privilèges, complicités entre une multinationale et une dictature, nous est transmise de façon si précise que très probablement elle nous révèle une douloureuse expérience vécue par l’auteur lui-même.

 

 

Les institutions qui organisent le concours Juan Rulfo ont entamé des pourparlers avec l’Association Rulfo afin d’établir sa future appellation.

 

 

EL PUNTO SE DESBORDA

Nota: En las últimas páginas aparece un glosario de voces locales que se recomienda visitar oportunamente.

Para empezar quiero dejarte claro que no me importa lo que pienses de lo que voy a contarte. No estoy dando mi versión de los hechos, eso es lo que tú me pides aparentemente. En realidad me concedo la ocasión de recordarme a mí mismo todo aquello que sucedió, allá y entonces. Desde que me expulsaron, por decirlo de una vez, se me cerró la memoria, como quien pierde las ganas de comer, y no creo que pueda achacárselo a un acto de la voluntad, o al menos yo no soy consciente de haberlo decidido. Ya sé que este mutismo confirmó mis pecados delante incluso de los pocos que todavía se empeñaban en no aceptar mi culpabilidad. Y, seamos sinceros, tú no eras uno de ellos. No me interesa la excusa de que acababas de llegar al país, sólo circulaban rumores en un sentido, y lo más oportuno consistía en dejarse llevar por la corriente para no ahogarse también. Porque, ya ves, al cabo de un tiempo a ti te ha tocado compartir el naufragio, uno tras otro vais cayendo de la nave, es la inercia del sistema, en esa travesía nunca han interesado ni la tripulación ni los viajeros, sólo el contenido de las bodegas que ni tú ni yo hemos sido llamados a conocer de verdad, sólo hemos percibido el olor cuando nos arrojaban por la borda. Pero la metáfora tampoco nos une, tú te has apoyado en cualquiera con tal de permanecer a flote un momento más, y lo entiendo: la Corporación paga generosamente y, si no te revuelves demasiado cuando se desprende de ti, te busca otro buen lugar, bien lejos, donde te pases el día rascándote las señales de su penúltima patada en el culo. Así que no busques mi complicidad. Te he dicho que se me cerró la memoria, no que evitara las noticias; de hecho no consigo apartar la vista de una información que contenga el nombre del país al que no regresaré jamás. Son las secuelas de la frustración, supongo. Por eso me fijé en lo ocurrido en el zoológico; el dato de que alguien robara un chimpancé resultaba anecdótico, pero que el chimpancé respondiera al nombre de Lucy y se lo hubiesen encontrado en la aduana a un pasajero del avión procedente de Malabo, me presentó la historia de otra manera. Supe enseguida que se trataba de Charli y no me extrañó que se liara a golpes con los agentes de aduanas para evitar que le arrebataran a Lucy; es como un padre pelearía por defender a su hijo en medio de una frontera que no comprenden. Un cazador que conocía la debilidad de Charli por los animales le había vendido a Lucy, una cría de chimpancé que apenas tenía un par de meses; para realizar ese negocio el cazador había matado antes a la madre, por supuesto. Los furtivos únicamente atrapan chimpancés para aliviar esa ansiedad que algunos europeos sienten hacia ellos, tú has estado allí para comprobarlo, todos queríamos alguna mascota, como niños grandes, ¿cuál era la tuya? ¿un loro, o un camaleón? Ninguno de nosotros había capturado sus animales: dependíamos de los nativos, ellos satisfacían nuestro lado caprichoso, y aprendieron muy pronto que matar peludas o mariposas de un tamaño y un colorido aceptables –para meterlas en una caja con una bola de alcanfor- significaba obtener algún dinero a cambio. Pero el vínculo de Charli con Lucy ya empezaba a parecerle antinatural al Administrador cuando yo todavía estaba allí, y este, sin duda, es el primer síntoma de la caída en desgracia. Nadie –nunca podríamos decir nada- dura para siempre en la Corporación, cualquier persona será sustituida en su cargo, y lo que importa es que el relevo no cause fracturas, que se acepte con la mejor de las sonrisas; rechazar esa provisionalidad, o no cumplir los años establecidos en el contrato, era el deshonor, y conmigo se puso en evidencia que aún cabían más grandes errores en la trayectoria laboral de un empleado de la Corporación. Charli era un tipo modélico. Representaba la eficacia con que nosotros, los nuevos civilizadores, deseábamos que se nos identificase, y él reparaba milagrosamente los defectos de la tecnología europea en medio del trópico, nuestra negligencia de hombres soberbios que no habían soportado antes la corrosión del harmatan ni las lluvias interminables de la estación húmeda. Todo se deshace en esas condiciones, también la voluntad del ser humano. Charli había creado una brigada de mantenimiento que superaba cualquier obstáculo y no tenía noción del desánimo, que es un producto importado al que no pueden acceder los nativos. Los miembros de la Corporación, que creen firmemente en la escasa aptitud de los negros para controlar la magia blanca de la electricidad y los motores contemporáneos, se asombraban de la simpleza con que los escogidos para la brigada de mantenimiento arreglaban alguno de los graves desvaríos de las máquinas en aquel clima saboteador. Charli les había enseñado a prescindir del artificio en las reparaciones, bastaba un alambre, una sobra de tanta perfección oxidada, para conseguir el prodigio. Pero jamás fueron invitados a las fiestas frecuentes que Charli celebraba en su casa. La primera vez que asistí a una de esas convenciones que reunía a la Corporación en pleno, para que unos no echasen en falta a otros, me tropecé en el porche, entre la nipa de la techumbre, con una pitón enorme que me examinaba como si calculara cuánto debería abrir la boca para devorarme, después de romperme todos los huesos, por supuesto. Me habría venido bien entonces intuir el mensaje del encuentro, a los pocos días de haber llegado al país y con la pose estirada como un primate necio que no acierta a descubrir a los predadores a su alrededor. Pero me habían puesto a vivir en el gueto de las caracolas, y en aquel ambiente hermético se distorsionaban las conductas, igual que en un cuartel. Tan semejante que en nuestra primera noche africana nos trataron como a reclutas novatos. Después de la cena patriótica –pinchos de tortilla de patata, jamón y paella- nos condujeron en fila india a través del Paseo de los Solitarios –una senda de cemento bordeada por setos de hibisco y de mimosas que se cerraban en cuanto pasabas la mano; los chapeadores mantenían inalterables las medidas del muro vegetal, lo que les obligaba a machetear por la mañana y por la tarde contra las exageraciones del bosque, otro de los lujos de la Corporación- hasta la playa privada de Carboneras, una postalita idílica con el rumor del oleaje atlántico. Había poca luna, y alguno más listo que los demás dijo que se veía la cruz del sur: para el caso tampoco iluminaba mucho, y teníamos que confiar en las buenas intenciones de nuestros compatriotas lazarillos, que no encontraron poste de piedra pero sí el tronco descomunal de una ceiba que el mar había varado allí. Aunque les resultó graciosa la torpeza con que nos fuímos descalabrando en aquella oscuridad sin pasado para nosotros, lo mejor del espectáculo no había llegado aún. Nos proporcionaron un guante y una pequeña linterna –sólo entonces- a cada uno para que atrapásemos cangrejos de bosque, grandes como mano de leñador, con unas pinzas que podían talarte un dedo al menor descuido. Tú te has cansado de verlos, y probablemente de comprarlos por ristras en los poblados, no niego que son muy sabrosos servidos en su propio caparazón, e inofensivos por tanto, pero no debes de hacerte idea de la impresión que nos provocaron esos bichos monstruosos esparcidos por la playa –el inicio de la lista de horrores africanos- y la tarea de capturarlos, de llevar un balde que no sabías cómo coger porque también intentaban cortar de un tajo la mano con que lo sujetabas. Los cangrejos de bosque acudían especialmente a un arroyuelo que atravesaba la arena y acababa en las olas. Sólo después, cuando habíamos terminado la caza y cierto olor parecía delatar el miedo, nos dimos cuenta de que se trataba de la cloaca, toda la Corporación evacuaba por ese conducto y nosotros acabábamos de revolcarnos en su trayecto más denso; otra metáfora para la que no estaba preparado. No alcanzaste esta novatada en concreto porque la cloaca era también morada favorita de los anófeles y fue tanta la frecuencia del paludismo entre los residentes del gueto de las caracolas que la Corporación decidió suprimir el lugar, demasiado costoso en bajas laborales. Sin embargo, habrás oído hablar de él; las caracolas eran contenedores con dos ventanas, una puerta y aire acondicionado; ahí dentro cabía una sala, una habitación pequeña, la cocina y el baño minúsculos, pero con nevera, lavadora y arcón congelador, lo que nos ha convertido desde siempre en privilegiados y hacía pensar a las chicas nativas que éramos hombres ricos e influyentes, suposición que las depositaba más fácilmente, tú ya lo sabes, en nuestras camas. Las caracolas habían sido construidas para un emplazamiento que la Corporación deseaba abrir en algún punto de la Arabia más árida, pero alguien se equivocó y las trajeron a Guinea, donde la estación húmeda, en complicidad con los numerosos animales de cualquier tipo, se  encargó de desmenuzarlas, a pesar de los parches con que lograron conservarlas durante tanto tiempo Charli y su brigada milagrosa. Hace un par de años Severiano me envió una foto en la que posaba sentado sobre los peldaños de cemento que condujeron a alguna de las caracolas; detrás, los cocoteros; ya no quedaba nada más. En esa imagen el rostro de Severiano no expresa ningún sentimiento, o yo no sé descubrírselo; en realidad parece que se hubiera detenido a descansar, no sirve ningún esfuerzo, el bosque se lo traga. Nunca me envió una carta, u otra fotografía menos histórica; así que tengo que mirar a Severiano sentado sobre los escalones a punto de resquebrajarse y buscar el significado con el que quiso que recogiera esta escena, fija e imposible para mí. Quizá tú consigas una respuesta al final de estas páginas.

Te contaré un episodio extremo para ilustrar la vida en las caracolas.  Ocurre en una mañana de la estación seca; un chapeador abandona su tarea y machete en mano entra en la caracola más cercana, sin pedir permiso, con una urgencia que asusta al hombre de la Corporación que la ocupa y por alguna razón todavía no se ha dirigido a su puesto de trabajo; puede haber muchos motivos por los que un chapeador se desahogue con un inquilino feliz de ese gueto, o ninguno, basta con el tremendo calor húmedo, el sol que cae a plomo sobre cualquier criatura viva que no se proteja, y eso es lo que ha debido de sentir la mamba verde al introducirse por la rendija de la puerta de la caracola, un sitio fresco donde quedarse,  enrollada en la pata de una silla o de la cama, pero el chapeador la ha visto, un brillo del bosque reptando a través de los escalones de cemento, y se ha apresurado, la tardanza costaría una vida, la del miembro de la Corporación, quien, una vez repuesto del susto y con la mamba troceada a sus pies, es todo gratitud, pero no sabe cómo encauzarla, conviene consultar antes de meterse en una decisión equivocada, él había pensado en una cantidad generosa de  dinero ¿cuánto vale su vida al fin y al cabo? Los vecinos y compañeros del gueto le disuaden, crearía un mal precedente entre los trabajadores nativos, el chapeador ha actuado así por obligación moral, porque lo tomó como parte de sus deberes, no hay que estropear esa virtud espontánea con una recompensa, incluso puede hacer la otra lectura: al librar de un riesgo grave a un miembro de la Corporación está defendiendo también su propio futuro laboral ¿qué empresa le contrataría si las mambas, y peligros semejantes, diezmaran a la comunidad extranjera, los únicos que realmente sacan adelante al país? Pero su salvador se encuentra descalzo, y no resulta cómodo darle las gracias a alguien que te mira y ve que hablas sobre un pequeño pedestal de goma. Le regala unos zapatos, más o menos tienen la misma medida, no se hable más. Pasa una semana y el miembro de la Corporación recién renacido echa en falta su mejor par de zapatos, unos mocasines italianos de marca, carísimos, que sólo utiliza para asistir a las celebraciones informales en casa del embajador. Sale al Paseo de los Solitarios y se tropieza con su héroe el chapeador, los pies embutidos toscamente en los magníficos mocasines italianos cuyo pedigrí empieza a resentirse con los arañazos de la hierba y el sudor recio, la piel correosa, de este bárbaro que sonríe como si ahora por fin hubiese alcanzado la felicidad. Despido fulminante, por supuesto. No se acepta la excusa de que estos zapatos le agradaban más que los otros y le pareció lógico cambiarlos, el buen gusto no le exime de la culpa, ha entrado en propiedad privada, ha rebuscado en la intimidad de un miembro de la Corporación, y ha robado. No había en esta ocasión una mamba que lo convirtiera en un acto honesto.

Pero no me fui del gueto de caracolas porque me escandalizara la prepotencia de mis vecinos, tampoco me empujó la vigilancia de mis compatriotas para que nadie traicionase el espíritu nacional. No me harté de las continuas grietas que aparecían en la pared de la habitación, por las que se colaban ciempiés blindados más grandes que mis dedos, y contra las cuales apenas lograban un remedio provisional las elaboradas estrategias de la brigada de mantenimiento. Ni siquiera me lo planteé como protesta cuando el Administrador se opuso a que los cayucos de los pescadores arribaran a nuestra playa, simplemente porque consideraba el aislamiento una muestra de poder, igual que la ciudad prohibida del Presidente de la República en Punta Fernanda, y su casa –no un contenedor como los nuestros, sino un edificio de ladrillo auténtico y tejado de chapa de Camerún- estaba situada justo sobre la playa, de cara al atardecer, entre palmeras que le habría gustado cortar por miedo a que una tormenta de la estación húmeda se las echara encima. Me trasladé porque no soportaba la conveniencia de reunirse en aquella ostentosa casa de la palabra y repetir los rituales de moda, según los vaivenes diplomáticos. En la época en que yo viví en las caracolas, la mujer del nuevo embajador había expresado su inclinación por las fiestas rocieras y similares; así que La Corte, compuesta por residentes españoles a la caza de méritos, negocios y permisos ambiguos, se exhibía por sevillanas manoteando el aire tórrido a los postres, con la tripa temblorosa, sin respiración ya a los primeros compases, empapados en un sudor denso y conscientes de que el corazón o la codicia acabarían claudicando. Los únicos nativos llenaban continuamente los platos y las copas, enfundados en una incómoda chaquetilla blanca, vacíos de expresión como una máscara, es lo que se les exigía para seguir contratados, útiles y nada molestos, pero alguna idea debía de crecer en sus cabezas, sospechaba yo, porque ese derroche al que parecían asistir con indiferencia superaba cualquier fantasía que pudieran tener sobre el lujo y la vida fácil en los países desarrollados. Mi cara entonces sí que me delataba porque una vez se me acercó uno de los invitados –nunca le había visto entre los miembros de la  Corporación- y me susurró no les interesamos; para ellos vivimos en otra dimensión, como los espíritus, y de inmediato se perdió entre los alrededores de la casa de la palabra. Supuse que se refería a aquella muesca de sabiduría colonial –los supervivientes a la independencia  la habían conservado a su manera, como las fincas de cacao, hasta que viniesen momentos oportunos- según la cual un guineano sólo presta atención a un europeo cuando cree que puede sacar algún provecho. De otro modo, pero casi en la misma dirección, Severiano había prescrito esa diferencia en cuanto encontró la oportunidad, es decir, mi primer día en Africa. Me esperaba en un extremo de los barracones del aeropuerto, con la misión de ayudarme a superar los trámites de entrada, pero no se hizo presente hasta que los obstáculos se volvieron insalvables y yo empezaba a temer que el país jamás se me abriría salvo para alojarme en una celda; todo en mi equipaje, en mi actitud, en mis explicaciones les resultaba sospechoso a los oráculos hostiles de la aduana. Y en esas apareció Severiano, repartió un par de bromas en la lengua apropiada y deslizó un billete en el apretón de manos con que solucionó el asunto con el policía de mayor rango; las primeras palabras que me dirigió, con una sonrisa afilada, fueron papeles, hay que tener papeles; tomó mis maletas y se dirigió al vehículo oficial sin darme ocasión de recuperar un resto de dudosa superioridad. Intenté imitar su enorme zancada, iba demasiado rápido entre la gente con la que yo tropezaba a continuación; no me atrevía a gritarle para que se detuviera y lo perdí. A punto de la desesperación recuperé su rostro frente a mí, con una mueca de asombro muy ensayada, como si hubiese permanecido a mi lado mientras yo me veía incapaz de reconocerle entre la muultitud. Dijo:

-¿Qué, jefe? ¿No me distingues entre los demás? ¿Los negros somos todos iguales?

No me lo pondría fácil. Advertí el tono sarcástico, tal vez desdeñoso, con que me llamaba jefe, y me derrumbé en el asiento trasero del todoterreno que me presentaba           -arrogante la divisa sobre las puertas y la parte delantera- como miembro de la Corporación. Parecía evidente que mi trabajo no podría recluirse en los límites de una oficina. En España, al firmar el contrato, se había establecido un voto de obediencia y se me había descrito este mundo como una clausura imprescindible dadas las circunstancias. Sin embargo en el avión ya se había encargado de adoctrinarme un compañero veterano, no les dejes que se salgan con la suya; demuéstrales siempre quién manda, y amablemente había compartido conmigo algunas mañas de inquisidor. Supuse que a Severiano le habrían hecho mucha gracia y no estaba dispuesto a dejarme catalogar tan pronto. Un par de kilómetros antes de llegar a la ciudad nos topamos con un grupo inquietante: soldados, guardias de circulación e individuos con el rostro pintado de blanco. No nos detuvieron. Suspiré con alivio, y Severiano captó enseguida el gesto.

-Ayer por la noche encontraron ahí dos cuerpos, hombre y mujer. Les habían arrancado los genitales, para hacer medicina. . . –vi el brillo de los ojos burlones en el espejo retrovisor- No te preocupes, jefe, los blancos no servís para nuestra brujería. No tengas miedo.

La diferencia. Este era el único edificio capaz de remontar todas las adversidades del trópico. Incluso Severiano lo había asumido con entusiasmo, o nos seguía el juego porque resultaba más complicado tender puentes, cada uno en su orilla, se evita la invasión y, mientras tanto, alguien se hará rico con el contrabando. La otra dimensión. Hubiese asegurado que aquel hombre también se refería a la diferencia; yo mismo aceptaba la pedagogía laboral de la Corporación, ellos y nosotros. Pero no se aceptaba que dentro del nosotros hubiese más variaciones que las impuestas por el escalafón. Y cuando me marché del gueto de caracolas por propia iniciativa, se removió la coraza feliz en cuyo interior se criaban los objetivos de la patria: un coche más caro, una casa más grande, unas vacaciones más espléndidas, un puesto más importante. . . No se removió mucho, no creas; no tardaron en acudir mis vecinos al botín de la despedida y se peleaban por cambiar mi nevera a su caracola, apelaban al rango antes que al orden de llegada para sustituir un televisor que ya ni la brigada de mantenimiento. . . esta fue la imagen última del gueto, y mi opinión no se marchó decepcionada. Aunque no se inició ahí el desencuentro, por llamarlo de un modo elegante; yo ya había mostrado mi negativa a desprenderme de Severiano cuando el tiempo de estancia me daba derecho       -prácticamente me imponía el deber de ejercerlo- a utilizar los servicios de un ayudante bubi, kombe o annobonés, más sumisos y leales según la tradición colonizadora, nuestra forma impecable de aprovechar el país. Severiano era un fang y, por tanto, proclive al desoden y a la rebeldía, y además, como caso muy particular, Severiano era irrespetuoso, altanero, petulante, y con un primo cercano al entorno de Presidencia, lo que le convertía en un posible chivato y en un elemento incómodo al que no se podía despedir ni siquiera con un motivo grave. Pero no se hablaba de su habilidad para deshacer los enredos de la burocracia guineana, a base de sobornos, falsificaciones y cierta complicidad viril -también podrías entenderlo como tribal- que acababa por repercutir en algún otro merodeador de oficinas, menos dotado para la astucia al estilo del país. Se trataba de una estrategia predadora, chocaba con mis escrúpulos, y me veía en la obligación de reprenderle cada vez que lograba saltarse todas las barreras. Se defendía:

-Mira, jefe, las cosas funcionan así. O te espabilas y haces que corran tus papeles, o se te pudre el asunto encima de una mesa –mi sentido de la eficacia se estremecía ante la imagen de las pilas de formularios amarillentos, roídos por la humedad y los hongos- No puedes cambiar nuestro sistema. No te entrometas. El Presidente dice que hay que trabajar por una Guinea mejor ¿te enteras? Mejor, no distinta –me guiñaba el ojo antes de concluir con su sentencia preferida- En el trópico, jefe, los hombres no necesitan estar muertos para corromperse.

Y yo era entonces administrativamente feliz. Con el papeleo resuelto y la conciencia tranquila porque había enarbolado mi reproche y me excusaba al fin la diferencia. Tenía a Severiano como colaborador, no como subordinado, y me hinchaba la vanidad de comportarme de manera tan justa en pleno corazón del subdesarrollo. Casi tomaba por un halago el murmullo de Cobiellas cuando nos cruzábamos en los pasillos del búnker de la Corporación, así el perro, así el amo.

 

Me fui, por tanto, de las caracolas para no diluirme en aquel grupo grotesco que había guardado un último resto de pasión para dedicárselo al lujo y al prestigio que les esperaría en algún punto de la patria, después de haber consumido frívolamente un par de años en la parrilla africana, vuelta y vuelta. Pensaba, por supuesto, que era mejor que ellos. Alquilé un pequeño chalet de aspecto colonial, con un encalado remoto, las contraventanas astilladas y las celosías recubiertas de líquenes y de nidos de avispas. Al lado –apenas con la frontera del jardín reducido a cañas indias, buganvillas y un viejo egombegombe- había una construcción similar, aunque más cuidada y con un aire de domicilio verdadero que codicié enseguida. Me recibió un enjambre de grandes moscas verdes que había tomado el porche por una prolongación de la carne muerta del mercado. Miré a Severiano; se encogió de hombros y, quiza  para demostrar su inocencia, salió corriendo hacia una factoría para comprar espirales, insecticidas, y cualquier producto que solucionara el problema. Entré deprisa y resbalé al pisar una carta que habían introducido por debajo de la puerta. Iba dirigida a un nombre que no conocía, Feliu Capdecor, y supuse que se trataba del inquilino anterior. Oí que la puerta crujía al ser empujada, me extrañó la rapidez con que Severiano había hecho los deberes, ni un amigo por el camino con el el que poner al día las palabras. No era él; para mi sorpresa me visitaba el hombre que había mencionado la otra dimensión en aquella fiesta imperdonable, la burbuja de baile esperpéntico y sevillanas. Dijo:

-Me temo que le han confundido con otro. Esta plaga iba destinada a su antecesor. Un tipo con muy mal carácter, demasiado empeño en hacer enemigos               -mientras hablaba, había aprovechado para leer la dirección del sobre que yo todavía sostenía en la mano. Me lo quitó con una seguridad desconcertante, como si no formara parte de su temperamento el protocolo de pedir permiso- Esta carta es para mí. No me extrañaría que el cartero llevase unas copas de más. Incluso sin ellas no es difícil equivocarse. Su casa y la mía, soy su vecino ¿no se lo había dicho?, se planearon idénticas para confundir a los habitantes de lo que entonces era Santa Isabel, en la colonia española. Las mandaron construir dos hermanos gemelos; querían dejar constancia del gusto por su igualdad. . . en fin, tan semejantes que, al primer desacuerdo, la cosa acabó en crimen.

Las moscas ya no zumbaban en el exterior. Este hombre transmitía mucha calma, y a mí siempre me han asustado las personas con efectos balsámicos, prefiero a los alborotadores, se les detesta sin un largo proceso ni juicios sumarísimos con demasiada retórica. Movió la carta igual que un péndulo.

-Feliu Capdecor es un nombre del pasado que sólo usan ya algunos amigos de la península. Aquí se me conoce con un apodo honroso. Papá Dop.

Probablemente no esperabas que llegara así a él. Me ha costado. Papá Dop significa un capítulo que nunca he conseguido escribir por completo. Ni siquiera cuando recibí la noticia de su muerte, y el entierro en el cementerio de fernandinos; no me extraña que lo escogiera, y supongo que ya había calculado que su decisión ocasionaría un escozor diplomático, al fin y al cabo se trataba de un todavía ciudadano español, con prestigio en el país, y al embajador no le parecía bien que lo enterraran en un pudridero de hombres sin patria, opinión que estimulaba el énfasis con que las autoridades guineanas pretendían cumplir la voluntad del difunto. Ya ves que conozco el caso. Y si me equivoco, no tienes más que contradecirme. En el tema de Papá Dop acepto las correcciones, si vienen respaldadas, porque siempre fue un personaje ambiguo. De hecho, al repasar nuestro primer encuentro verdadero, en lo que sería mi nueva casa lejos del gueto, las dudas me emborronan una y otra vez todo el relato. En ocasiones pienso que él preparó el asunto de la invasión de las moscas, la carta debajo de la puerta. . . incluso he sospechado que me alquilaron la casa, a precio muy asequible, porque Papá Dop estaba interesado en que yo residiera allí, junto a él, como un parapeto que encajase los golpes, o como un novicio al que adiestrar. Investigué la historia de los dos hermanos gemelos, y nadie supo decirme nada. Ni verdad ni mentira. Así actuaba Papá Dop. Te proponía una realidad, que el tiempo se había tragado, pero importaba especialmente que notases que aquello era la arcilla con que pretendía modelarte.

Cuando me enteré de su muerte, tuve una duda obsesiva que me hacía sentirme incómodo, y me esforcé por convencerme de que no se trataba de un asunto anecdótico, pero ya te dije que la memoria se me había cerrado, no anudaba recuerdos sino fragmentos de sensaciones y la noticia de la muerte de Papá Dop me condujo a mi desagrado ante una condecoración que había recibido de la Presidencia. Ahora puedo darle forma. Veo la medalla de latón, con el escudo de Guinea en el anverso, un pedazo de metal pobre que era necesario limpiar cada día para que la humedad del trópico no la cubriese de óxido. Colgaba de la pared de la sala y brillaba casi con luz propia. Es posible que la preocupación por su limpieza estuviese en manos de las diversas mujeres que entraban y salían de la casa, pero ninguna de ellas se hubiese atrevido sin el consentimiento de Papá Dop. Es lo que no comprendo. Papá Dop había afirmado en varias ocasiones que le repelían los objetos porque sobrevivían a sus hombres, remontaban el tiempo y traicionaban el significado que habían poseido en un momento determinado. Las cosas eran lastres en nuestro paso por la vida, nos hacían tropezar, y al final por su culpa llegábamos tarde a los encuentros que más deberían interesarnos. Así que un día le respondí señalando la condecoración con un movimiento de la barbilla. Papá Dop gruñó como si tuviera que rascarse, no es una cosa, es un salvoconducto. Se suponía que yo tendría que conformarme con esta sentencia. Pero en mi soberbia le reproché que adaptase sus verdades absolutas a la medida de la circunstancia. Me gané una mirada de aduanero, y no quiso responderme. Tampoco supe nunca la historia de la medalla. Y mi duda obsesiva se reduce a la probabilidad de que hubiese pedido que lo sepultaran con el trozo de latón que le regaló el Presidente por algún motivo que ignoro. Si es así, habrá calculado que la condecoración, aunque muy roñosa, rebasará incluso el último vestigio de los huesos en un cementerio fernandino desbordado  por el bikoro y los cacaotales viejos. ¿Qué quiere decir una tumba en cuyo fondo sólo quedará una medalla de país, indescifrable?

No pienses que Papá Dop y yo estábamos unidos por la controversia. Todo lo contrario. Dictaba sus lecciones magistrales desde la experiencia, y lo hacía con mi consentimiento. Antes del atardecer, recluidos detrás de una amplia celosía con una tela mosquitera bien cuidada, compartíamos un contrití, el olor de ciertas flores que se agarraban a los muros y, luego, la luz de una lámpara de bosque. Papá Dop rememoraba sus numerosos viajes, describía intensamente la claridad azul que había tomado cuerpo en una plaza del Peloponeso o la transparencia de los sonidos que se deslizaban por los callejones de Chauen; un lugar le impresionaba cuando se le iba escapando de los sentidos, entraba en trance, y no parecía exagerar al contarlo. Supe que, después de finalizar la carrera de medicina, se había internado en el Sahara, a milagrear entre la población con sus curas mediocres; salvó pocas vidas, pero le enseñaron a manejar mejor la suya, hasta que la belleza del desierto se le incrustó dentro y ya no necesitó quedarse, el hombre allí era nómada o no era nada; a veces, cuando andaba por el bosque, sentía que el mundo de la vegetación callaba para dar paso a un silencio hecho de rachas de arena frotándose unas contra otras. Papá Dop se reservaba la mitad de lo que podía haber dicho. Nunca comentó, por ejemplo, que en el norte de Africa se había convertido en un musulmán discreto aunque entusiasta, de ahí la austeridad con que se evadía de las tentaciones más groseras entre los residentes españoles. Me enteré por el hausa que en ocasiones llamaba a mi puerta para intentar venderme un batik o una talla de ébano. Quizá lo enviaba el propio Papá Dop para que accediese de un modo más confidencial al otro lado de la historia. Creo que deseaba durar en mis palabras, como está ocurriendo ahora, pero de una manera distinta; eso no lo calculó bien, los acontecimientos se precipitaron, se volcó la tinta sobre el papel ¿o fue también cómplice de lo que sucedió más tarde?

Al cabo de algunas semanas de vecindad, Papá Dop me invitó a acompañarle por las galerías secretas de la isla. Visité a curanderos legendarios para quienes hablaba el bosque a través de los sueños y las señales de un aire que no era el que los demás habíamos aprendido a respirar; junto a sus casas de calabó acampaban los enfermos, en un silencio más propio de santuario que de hospital. Asistí a ceremonias de acogida en los lugares de los espíritus, entre los pliegues fabulosos de Moka, de donde un hombre nunca sale igual que entró. Sé que todo lo había arreglado Papá Dop para deslumbrarme, y resultaba una maravilla tan acogedora que durante el resto de la semana me costaba concentrarme en la rutina higiénica de mi jornada laboral. Y quizá de eso se tratara desde el principio.

En una ocasión fuimos a un poblado que celebraba el fin de su mala suerte con una ceremonia en la que los jóvenes amarraban con cuerdas el tronco de la gran ceiba de la comunidad y las mujeres rajaban el fondo de los nkués llenos de ceniza de las últimas hogueras. Al llegar la noche el topé corría por todas las manos, yo no lo había probado antes y no me tentaba la idea de beber aquel líquido espeso en una botella sucia que había tocado demasiadas bocas, pero a mi lado tenía un médico que no me permitió esquivar la situación, me precedió con un buen trago y yo ya no paré de recibir recipientes –de barro, de madera, de cristal- en los que se encharcaba aquel licor sospechoso. Cuando me levanté para buscar un árbol contra el que aliviarme de tanto topé, sentí que la oscuridad, me daba vueltas y se me incrustaba entre los ojos. Recuerdo que hice un esfuerzo descomunal para mantenerme en pie, como si sostuviera una piedra enorme sobre los hombros, y seguí un camino suficientemente amplio para que un borracho no tropezase con las ratas de bosque y los pangolines que a esas horas se habían adueñado del mundo. Alcancé el río, y en un recodo la descubrí, bañándose, con el agua y la luz de la luna resbalándole por la piel, los pechos pequeños pero tensos como tambores, mi erección fue inmediata. Estaba tan concentrada que no me oyó acercarme. El forcejeo parecía un baile y juntos nos precipitamos en la orilla. Supongo que caí y la arrastré; en esa confusión se quedó sobre mí, sentada sobre mi sexo tan repentinamente que me hizo daño, suspiró, estuvo un momento quieta y a continuación empezó a agitarse, con tanta fuerza que me hundía cada vez más en el lodo, era una sensación extraña, aquella mujer increible me empujaba al fondo, acabaría por sepultarme, y esta posibilidad me producía una excitación formidable, eyaculé como si reventara, y me desmayé o me dormí porque, cuando volví a tomar conciencia de la noche y del río, ella había desaparecido. Regresé completamente cubierto de barro, una criatura a medio hacer por un alfarero con demasiada prisa, esta es la imagen que se me ha quedado dentro después de todo. Bastaría con inventar que había tropezado en la orilla del río, y era cierto, sólo faltaba la parte más gozosa de la historia. Pero al cruzar junto a la pequeña casa de la palabra vi cómo Papá Dop discutía con los ancianos y les entregaba dinero. En una esquina había una muchacha de unos doce años, no soy bueno para calcular la edad; me miraba de una forma que quise entender como curiosidad, todavía estaba mareado por el topé y la experiencia reciente, nada iba a quitarme esa impresión intensa, de macho feliz. Salvo Papá Dop, el antídoto. Me agarró con firmeza por el brazo y me llevó fuera, hacia el coche; mientras avanzábamos por aquel espacio de tierra pelada, reconocí máscaras de escándalo en los rostros de la gente. Mi vecino esperó a que nos encontráramos ya en las pistas estrechas del bosque, en dirección a Malabo. Dijo:

-Me debes tres mil francos cefas. Es lo que acabo de pagar por ti.

Parecía que habíamos asistido a un espectáculo, toda la comunidad había representado para nosotros una farsa con apariencia de tradición, y cobraba sin escrúpulos por ese montaje. Me sentía como un turista que mueve el mundo con el cascabel de la billetera. No sé por qué tuve que hacer entonces una pregunta que ni venía a cuento, la pregunta sobre la niña que me miraba de aquella manera tan obstinada. Las manos de Papá Dop se crisparon en el volante, o es lo que debería haber sucedido acompañando a su respuesta:

-Ya no la llames niña. La has hecho crecer a la fuerza. –adivinó mi estupor en la oscuridad- ¿Creías que te habías encontrado con la Mami Watá? La realidad es menos complaciente. Y tampoco pidas que te disculpen los tragos. Somos así, nada de maquillaje.

Silencio hasta llegar a casa. Mientras duró el viaje, le di vueltas a la escena en el río. Intenté verlo de un modo más neutral. La había obligado a precipitarse contra mi erección, y no había dejado que saliese de allí hasta que logré mi placer. Era su lucha por zafarse lo que me hundía en el barro, no sus ganas de alcanzar algo que sólo estaba en mi imaginación. Nada de maquillaje. La había violado. Yo, que a menudo me propuse convertir la sangre en moralidad.

Esa noche ocurrió el único sueño que puedo recordar de mi estancia en Guinea. Me internaba en una extensión de cantos rodados –¿una playa?, pero no veía ni escuchaba el mar- y, apenas había avanzado unos pasos, me daba cuenta de que no se trataba de piedras sino de caracoles vivos (habría advertido su hervor lentísimo si hubiese prestado mayor atención). Cedían al pisarlos, se desmenuzaban sus conchas extrañamente frágiles, y yo me hundía sin remedio, estremecido por ese contacto de vísceras minúsculas y secreciones calientes. Sentía la baba espesa, con tanta intensidad que la pesadilla acababa por despertarme, y entonces descubría que era el asco de mí mismo, insoportable, todo mi andamio de honestidad bien alimentada se habíaa venido abajo sin oponer resistencia. Papá Dop no había vuelto a hablar del asunto, había cogido mis tres mil francos y no hizo ninguna mención que me proporcionase la excusa suficiente para desahogarme. La medicina del alma que practicaba Papá Dop consistía en cargar con la culpa, gastarla por el roce continuo, hasta que asimiláramos su peso como parte de nosotros; quizá por eso tampoco creía en el perdón. No podía esperar algún alivio por ese lado. Así que el sueño se repitió y las noches en vela me acostumbraron a los ruidos sigilosos entre la vegetación, incluso en nuestro propio jardín, esa partitura angustiosa que muestra cómo unos son devorados por otros, y el silencio de la tensión, del acecho, lo que no deseamos oír porque ya habíamos escapado a través de las cuevas de la civilización. No me asustaba. Tenía más horror a las imágenes de la arcilla del río, mi penitencia. . . 

 

El insomnio, la ansiedad, la angustia repercutían en mi trabajo. En otras circunstancias hubiese conservado esa prudencia muy calculada con la que remontaba los obstáculos repartidos por los camaradas de la Corporación. Dentro de ella no sobrevive el más fuerte –también tú lo has aprendido demasiado tarde- sino el más discreto si sabe adaptarse y mudar como una culebra. La culpa me hostigaba, me obsesioné con un almacén de la vieja cooperativa que guardaba centenares de cartones de tabaco rubio americano con una remota fecha de caducidad. Propuse que se vendieran en las factorías de la ciudad a un precio asequible; así mejorarían las cuentas y la imagen de la Corporación, y además salvaríamos a los guineanos, durante una temporada, de las marcas insalubres de cigarros, fabricados en lugares sospechosos, que se vendían en algunos puestos del mercado. Cobiellas se escandalizó. Aquella medida significaba una intromisión en la delicada economía del país y ofrecía una idea de generosidad mal entendida, se nos tomaría por un organismo débil y las gentes de Malabo acabarían exigiéndonos que repartiésemos electrodomésticos, casas, bebida y fiesta gratuitamente; enseguida aprendían a vivir de las donaciones de quienes mostraban cierto complejo de culpabilidad. Su última excusa me alarmó, aunque estaba seguro de que no conocía el origen de mis preocupaciones. Cobiellas odiaba, en realidad, aquella medida porque se inmiscuía en la inercia con que marcaba el ritmo de la Corporación. Al fin y al cabo él era el experto en asuntos internos, había nacido en Malabo cuando se llamaba Santa Isabel, en la época de la colonia, pertenecía a una familia con raíces de tres generaciones en la isla, y difícilmente alguien de nosotros en la Corporación podría alardear de un pedigrí semejante. La primera vez que me tropecé con él empezó a dar órdenes –fuertes gritos- en pichi a varios trabajadores que entendían el español sin problema. Después me dijo que era un recurso imprescindible para rendir la apatía nativa, introduciéndose en su propia lengua; lo que delataba la incapacidad de nosotros los recién llegados. Y mantenía un cocodrilo –que él no había cazado, por supuesto- en una jaula estrecha, a la vista constante de los chapeadores, porque según su experiencia los naturales del país conservaban un temor atávico a este peligro de los pantanos. Era la tarjeta de presentación de Cobiellas en los meses previos a mi caida, no llegaste a asistir a ese carnaval.

El Administrador se decidió por anular la materia de la discordia. Ordenó vaciar el almacén y quemar todos los cartones de tabaco cerca de su casa, en un promontorio de la playa de Carboneras, consciente de que el humo espeso se distinguiría con claridad desde Punta Fernanda, como una sentencia, para que tomase buena nota de su independencia de criterio el propio Presidente sin que se lo contaran los numerosos espías. Las hogueras estuvieron ardiendo, estimuladas por bidones de gasolina, durante toda una mañana.        

Cuando sólo había un vuelo semanal desde España a Guinea, los periódicos de la valija diplomática representaban exactamente el protocolo de la jerarquía. El mismo sábado en que llegaba el avión los diarios le correspondían al embajador; el domingo los boys de confianza los repartían entre el cónsul, el encargado de negocios y nuestro Administrador en la Corporación. Así en días sucesivos hasta que se agotaba la semana y los periódicos se convertían ya en un montón de hojas sin importancia oficial. A Cobiellas le tocaba recibir el suyo los miércoles, era uno de los lectores prioritarios dentro del búnker administrativo y oficiaba para su soberbia toda una ceremonia semejante al cambio de guardia. A nadie le parecía un acto patético o grotesco, porque cada cual mantenía sus propios ritos de exhibición de poder. El mío, supongo, consistía en negarme a renunciar a Severiano, pese a las constantes insinuaciones.

De hecho esta persistencia y la aparente lealtad de mi ayudante, incluso más allá del trabajo, me habían estimulado para contarle lo sucedido en el poblado, el episodio de la violación. La necesidad de desahogo había eliminado la vergüenza de presentarme como un canalla. Ante mi asombro Severiano respondió a la confidencia con una carcajada y pidió varios detalles sobre el modo en que habían actuado los vecinos y lo que yo había visto concretamente en la casa de la palabra. No necesitó pensárselo mucho para hacer el diagnóstico. Todo estaba preparado; los exorcismos contra la mala suerte requerían romper algo más que cestos y vasijas, o atar árboles sagrados, alguien debía quedarse con la desgracia que se había instalado en el pueblo, mejor un forastero que se la llevara lejos de allí, y para ello era imprescindible una virgen, la transmisora, y yo era tan ingenuo que, además, había pagado por cargar con la mala suerte a partir de entonces. Me desconcertó. ¿Decía la verdad o se comportaba de una forma tan fiel que había inventado aquello para aliviarme? Algo más tarde, después de la visita urgente a un contacto fiable, me ofreció un contraexorcismo, con brujo y gallina por medio, pero todo eso costaba dinero, no era barato limpiarme de la fatalidad que otros me habían echado encima. De nuevo, la incertidumbre. ¿Decía también ahora la verdad, o pretendía timar al blanco ingenuo y preocupado?

Aplacé la decisión y acudí a Papá Dop. Al menos él no reaccionó con una carcajada. Tampoco hubo reproches. Me recordó que la culpa no se podía disimular con evasivas, ni se arrancaba de raiz milagrosamente; la culpa se desmenuzaba con el trato continuo, aunque a veces quien se deshacía era el propio individuo cuando no soportaba esa labor de trituración. Me dio dos motivos para desconfiar de la interpretación de Severiano: primero, era un fang que detestaba a los bubis y desconocía sus tradiciones; en segundo lugar, era una persona dividida por lo que había ocurrido en su pasado. Y me contó, por supuesto, a qué se refería. Severiano había crecido con la dictadura de Macías, en una familia apegada al catolicismo después de abandonar las creencias de los antepasados. Su padre estaba muy obsesionado con la mentira y Severiano aprendió a decir las primeras palabras con la obligación de pronunciar siempre la verdad. La imagen de los pecadores mentirosos sufriendo en las calderas del infierrno sobrecogió su infancia. Mientras otros niños de la aldea temían a los espíritus del bosque, él recelaba de la falsedad vigilante, de esa tentación angustiosa que metía entre los labios fábulas y embustes. El día en que los curas fueron expulsados, y las iglesias, cerradas, su padre se empeñó en mantener una actutud catequista. Hacía una labor de proselitismo evangélico en reuniones clandestinas, pero no pudo evitar que lo denunciaran y detuvieran. Estuvo poco tiempo en la cárcel. Salió –para dar ejemplo- tullido de un brazo y casi tuerto a fuerza de palizas. Aseguraba que su fe había aumentado con aquella prueba de dolor, se sentía robustecido en su interior religioso, aunque tomó más precauciones para protegerse de la delación a partir de entonces. Volvieron a buscarle. Alguien le avisó. Aterrorizado –su devoción no impedía el miedo a la tortura y a la muerte-, pidió a su familia que le inventaran un viaje urgente a la capital y se escondió en un agujero disimulado en el corral. Los soldados insistían en las preguntas. Uno de ellos se aproximó a Severiano y le interrogó acerca del paradero de su padre. Severiano no se atrevió a engañarles. Lo sacaron del refugio a culatazos, lo clavaron en una pared de tablas como si se tratara de un cristo, y lo fusilaron sin prisas, mientras el resto de la familia miraba con espanto a aquel niño al que habían enseñado a no mentir.

Así que el carácter difícil de Severiano respondía también al tajo de la culpa que le había dividido. Un hombre que entendía como traición la entrega a la verdad del niño que fue. Se había convertido en un cínico para escapar de todos los fingimientos, en la fractura se había separado de sí mismo, no quería tender puentes, era doloroso, y podía cortar a cualquiera con el filo de esa herida. Burlón, mi vecino había añadido una sentencia tradicional al estilo de mi ayudante, el mosquito no desprecia alimentarse de un hombre imperfecto. Antes de abandonarme, como de costumbre, en medio de una perplejidad aún mayor que la que me había empujado a consultarle, añadió y todo eso suponiendo que este sea el auténtico Severiano. Me pregunté muchas veces si entonces me estaba tomando el pelo, cómo fiarme de sus confesiones arrancadas de cuajo, que en mi interior sólo crearían maleza, como el bikoro después de la caida del gran árbol del bosque. Si la culpa y la incertidumbre eran nuestros pilares como almas errantes, con qué materiales había construido Papá Dop los suyos.

En una ocasión Severiano mencionó la inclinación a la fábula de Abdul, el hausa que me ofrecía tallas y telas de distintos lugares de Africa y también había afirmado la identidad musulmana de Papá Dop. Creo que no le gustaban los hausas en general, y menos aún su habilidad como embaucadores, para él una simple desvergüenza de mercaderes. Me pidió que le preguntara por la estrategia que siguen los cazadores de boas. A Abdul le encantó la oportunidad en su siguiente visita. Se puso cómodo en la sala y le di un refresco que le impediría que se le secase la garganta en medio del relato. Dijo que un experto cazador de grandes boas –y me enseñó una piel moteada de más de tres metros de largo- se introducía en su guarida cuando el animal estaba fuera. Esperaba pacientemente, con un cuchillo escondido entre la ropa, y, cuando la boa volvía, se dejaba tragar entero. Una vez dentro del cuerpo, y aunque era un sitio estrecho, sacaba con cuidado el cuchillo y abría la boa de punta a punta, sin que pudiera defenderse. Abdul aprovechó mi asombro para coger otro refresco mientras comenzaba a contar qué ocurría cuando los gorilas se tropezaban con un furtivo que se había internado en lo más denso del bosque para llevarse un bebé al menor descuido. La treta era arriesgada y debía cumplirse de inmediato: el cazador se hacía el muerto y soportaba que le tanteasen con palos; por nada del mundo podía moverse, aunque le golpearan una y otra vez con la intención de cerciorarse de que realmente estaba muerto. Si los gorilas se convencían, ejecutaban un funeral muy sentido cubriendo el supuesto cadáver con hojas, siempre había que confiar en que no apareciesen las hormigas, e incluso flores de diverso tamaño y colorido, lo cual prolongaba la ceremonia durante horas. Después de ese homenaje fúnebre los gorilas se retiraban con enorme tristeza y el cazador tenía ocasión entonces de marcharse a toda prisa en dirección contraria. Interrumpí a Abdul porque quizá mis escasas dotes para el regateo le habían proporcionado la idea de que yo era inocente como un niño y, por tanto, me atraían las fábulas infantiles. Pero me pareció que el propio Abdul se creía lo que había relatado, o era un fingidor muy habilidoso; me encontraba delante de un hausa urbano más habituado a las calles reventadas por las raíces de los árboles, a los barcos y a los aviones precarios, que a la realidad de la selva, cuyo vacío rellenaba con mucha imaginación porque no servía de nada vender un objeto sin historia. Y esto me obligó a preguntarme si su confidencia sobre la devoción musulmana de Papá Dop no habría surgido también del espacio legendario de las boas estúpidas y los gorilas civilizados.

No había tardado tampoco en avisarme Severiano de la estratagema inventada por Papá Dop para abandonar en su momento el gueto de las caracolas, un lugar que también él detestaba íntimamente. Solía pasear al margen del Paseo de los Solitarios, debajo de los cocoteros entre cuyas hojas se refugiaban los grandes y horrorosos murciélagos de morro de caballo (según Severiano se hace una sopa muy sabrosa con ellos, pero siempre me ha parecido que aquello era igual que comerse al diablo de las pinturas de nuestras iglesias). Un día dijo que le había golpeado un coco, en el hombro, y le había roto un músculo de nombre difícil al que sólo los médicos tienen acceso; era una excusa creíble, un coco desde esa altura. . . y suerte que no le había alcanzado en la cabeza; a otro miembro de la Corporación se le hubiera reprendido por su negligencia, y más en un país en el que no existía ni un aparato de rayos X y un brazo partido significaba el traslado a Camerún o la repatriación, salían excesivamente caras las lesiones de un blanco en Guinea, pero se trataba de Papá Dop, una figura con prestigio y con las historias clínicas –algunas demasiado vergonzosas- de la mayor parte de la Corporación en sus manos, y además había renunciado a la cura de ese músculo de nombre difícil porque se necesitaba una incómoda intervención quirúrgica y a su edad ciertos movimientos del hombro no importaban ya. Se le abrieron de par en par las puertas del gueto, con honores, como si hubiese prestado otro servicio altruista a la comunidad, aunque, a cambio, se le solicitó que no hablara de los riesgos de los cocoteros, porque bastantes recelos circulaban por las caracolas con las peludas, las serpientes, los mosquitos. . .

 

Tomé el destartalado renault que me correspondía, con el emblema de la Corporación como un escudo, y me fui a buscar el poblado en el que había sucedido todo aquello. Quería descubrir cómo reaccionarían los vecinos al verme; eso aclararía las cosas aunque me pusiera en peligro. Y si aceptaba la purga con brujo y gallina de Severiano, también era preferible conocer la localización exacta para devolver la mala suerte, algo mucho más sencillo que eliminarla por completo o pasársela a otro incauto. Confiaba en rehacer el camino con mi propio recuerdo; estaba seguro de que Papá Dop no habría accedido a ayudarme. Las primeras desviaciones no presentaban ningún problema, distinguí las señales fácilmente, los restos de una tapia, un par de graneros de tiempos de la colonia, los postes de hierro oxidado con la verja derrumbada, un ficus especialmente grande y retorcido. . . pero luego fue complicándose, los senderos se bifurcaban con frecuencia, nada los diferenciaba, y la monotonía del bosque los convertía en un laberinto; no encontraba a nadie a quien preguntar y, cuando en una ocasión divisé a una anciana con su nkué en un recodo, me miró horrorizada y se adentró en la 

espesura, más dispuesta al mordisco de las alimañas que a la curiosidad de un forastero metido dentro de la armadura de la Corporación. Durante algunas horas circulé por sendas iguales, llenas de vegetación, me había perdido, y temí que se agotara la gasolina antes que la abundancia de árboles. Por suerte desemboqué en un patio enorme que varias familias habían transformado prácticamente en aldea; debía de haber sido una hacienda de proporciones considerables, a juzgar por el número de barracones y el tamaño de la mansión. Pude visitarla porque los niños me condujeron hasta ella, y todos me abrían paso con un extraño respeto, como si hubiesen reconocido en mí al auténtico señor del lugar. O quizá es el viejo deseo colonial que nos acompaña aunque lo rechacemos. La casa estaba muy estropeada, pero se mantenía en pie con un orgullo y una escalera presuntuosa que parecían el escenario de lo que el viento se llevó, no sé si habrás visto alguna vez esa película. Soportaba centenares –no exagero- de nidos de golondrina que colgaban de cornisas y techos (así que el aire, dentro y fuera, rebosaba de alas y del piar continuo de aquella invasión). En los desvanes, el único sitio que los ocupantes habían dejado vacío, me encontré con una capa de excrementos de murciélago que me cubría los zapatos por completo. En el resto de la casa las habitaciones contenían chabolas donde cocinaban mujeres entre gallinas y cabras enanas; todo se había teñido con el humo de las hogueras. Olía intensamente a sudor, a cuero, a humedad, a madera carcomida, a escombro; el olor me taponaba la nariz y tuve que salir a respirar. Allí, en la luz del exterior, me aguardaba un comité de ancianos. Me temí lo peor, seguro que no había respetado alguna norma importante de cortesía. Para mi sorpresa los ancianos acudían a ofrecerme hospitalidad. Y, de paso, a contar su historia que había fermentado durante años sin que nadie apareciese para hacerse cargo de ella, esto rebasaba la casualidad, en su opinión y en mi cautela. Habían sido domesticados –un verbo favorito de Severiano para estos casos- en la época feliz del gobernador Otaola y guardaban todavía los restos de las boinas que les habían concedido para identificarse como súbditos españoles, lo que les obligaba a repasar permanentemente los nombres de las provincias, de los ríos, de las cordilleras de España (me los recitaron, relevándose en el turno de palabra como niños aplicados y obedientes), aunque nadie les había avisado de que el mapa ya no era el mismo y yo no estaba dispuesto a darles la noticia. No comprendían por qué la madre patria no se ocupaba de ellos; las autoridades coloniales les habían confirmado su condición de españoles antes de irse definitivamente, habían prometido que los trasladarían a la península donde se harían realidad, delante de sus propios ojos, las provincias, los ríos y las cordilleras, pero pasaban los años, muchos años, quizá los caminos se habían borrado y las promesas andaban por el bosque sin saber cómo encontrarlos, por eso se mudaron a este patio, para atraerlas, y también porque ahí dentro se aguantaba mejor la estación de las lluvias; a veces paraban madereros a cortar ocume y ellos se despistaban entre los troncos talados para dibujar algo parecido a un plano: cuando las planchas de ocume llegaran a España, dirían el camino a seguir para volver, sólo había que esperar un poco más, y mi venida era síntoma de que el truco empezaba a funcionar. De los mandatos del gobernador Otaola conservaban la devoción por la virgen de Begoña, su patrona en pleno bochorno tropical, y me enseñaron la capilla, hecha con tablas de calabó que olían a secadero de cacao. Habían escondido la talla original durante la dictadura de Macías, por miedo, y después no habían sido capaces de reconocer en qué lugar del bosque la habían ocultado. Para compensar la pérdida alguien había esculpido una madre nativa, con uno de los pechos mutilado y el sexo bastante evidente; a ellos no les resultaba escandaloso, era una imagen de la virgen de Begoña menos exótica que la que se había extraviado. El suelo de la capilla tenía una alfombra de flores y un arco de palmas trenzadas porque hasta el día anterior habían velado el cadáver de un niño muerto por sarampión. Me indicaron la pista más segura para alcanzar la carretera de Luba y se despidieron como si nos conociésemos de toda la vida, como si al día siguiente fuéramos a vernos sin ninguna duda. Al contártelo me he desviado de la cuestión principal, pero es un episodio importante de mi estancia en Guinea, el único en el que me siento completamente responsable, sin sombra ni roce de Papá Dop, o Severiano, o cualquier otro.

 

Regresé de mi fallida incursión por el bosque con la mitad del cuerpo acribillada por el jején, supe después que había atravesado territorios de la mosca tse-tsé, aunque parece obvio que no he contraído la enfermedad del sueño. Pero no tuve tanta suerte con el paludismo. La fiebre me dejó en cama durante varios días. En realidad me abandonó dentro de un pozo hundido a medias entre la enfermedad y la culpa. Como volvía a hundirme en el barro de la orilla del río, y lo que me aplastaba no eran los forcejeos de la muchacha sino el peso de la talla nativa que representaba ahora a la virgen de Begoña. La alucinación se repetía constantemente, es difícil olvidarla. En los intervalos andaba por la playa de caracoles vivos reventados, iba descendiendo entre ellos, entre la baba espesa, como quien entra en arenas movedizas, pero ya no daban la misma sensación de pesadilla, eran un alivio frente a lo otro. Papá Dop venía a menudo para vigilar mi estado y suministrarme las dosis necesarias de medicamentos. Tampoco se apartaba de mi lado la boy, Petra; no te había hablado de ella pero se ocupaba de toda mi vida doméstica por un salario ridículo. La Corporación ¿lo ignoras? establece la norma tácita y rígida de que los sueldos de cualquier nativo contratado deben adaptarse al nivel económico del país (es decir, a la miseria) para no generar fracturas sociales, un eufemismo que a Severiano le provocaba una máscara de desprecio, decía la independencia ha sido una suerte para vosotros, ya no tenéis que cuidar de los pobres negritos, os ahorráis un montón de dinero, y seguimos a vuestro servicio, como en tiempos de la colonia, pero esta vez por cuatro francos. Petra, como la mayor parte de los trabajadores de la Corporación, vivía en Yumbili, ese suburbio prácticamente sin luz ni agua y atestado de chabolas para las que el lujo máximo era un cartel de vino don simón clavado en la puerta. La propia Corporación recomendaba evitarlo, no por problemas de inseguridad, sino para no ver, para conservar intacta la burbuja de satisfacción con que nos entregábamos a la empresa. Visité Yumbili en una ocasión porque Petra se había retrasado con cierta labor doméstica y tenía prisa por encontrarse con sus hijos, todavía pequeños; la llevé en el renault y, al irme, un grupo de niños corrió detrás del coche gritando cerdo pelado entre risas, como un chiste; la etiqueta resultaba acertada si nos miramos en el espejo, desnudos pero con criterio riguroso.  Petra se quedó allí, en mi casa, durante toda la enferrmedad, cuidándome, a pesar de las necesidades de sus hijos, y desde luego no actuaba así por temor a perder su empleo. Tampoco le había permitido demasiada confianza hasta entonces, ni lo hice después. Somos ya tipos con la Corporación impresa en el carácter.

 

En mi convalecencia me di cuenta de que había perdido peso y recobrado olfato, la nariz me llevaba como una vara de zahorí por los rincones de la casa para oler los distintos materiales que se descomponían rebozados de humedad y de hongos. Descubrí los matices pastosos de la vegetación y me asombré con un perfume extraño que tenía la virtud de atravesarme como una caricia que no se dejaba atrapar (la enfermedad me había dejado muy blando); así me enteré de que en nuestro jardín crecía un guayabo, uno de los primeros caprichos –anterior incluso a los edificios- de los hermanos gemelos que idearon cada detalle supuestamente repetido en el otro, Papá Dop insistía en ello y de paso adornaba la ceremonia del contrití con lecturas piadosas de aquellos exploradores europeos que descubrieron en Africa la geografía exacta de sus ambiciones y de sus miedos. Yo me mareaba al leer y la voz de Papá Dop era tranquilizadora en medio de los posos de la culpa que continuaba arrastrando. A veces improvisaba sus propios recuerdos, sobre todo en el territorio costero de Río Muni, y fue en una de aquellas travesías por el país idílico cuando se me cruzó por la mente una ausencia significativa. Papá Dop encajó el nombre como si espantase un mosquito. Dijo Ah, Severiano y salió con lentitud de la sala. A su vuelta, detrás de él, apareció un chico de corta estatura, demasiado sonriente, con un rostro entregado al protagonismo de las orejas. Nada que ver con Severiano, o la malaria había hecho trampas con la realidad. Miré a Papá Dop, que no parecía dispuesto a explicar algo obvio. Dijo es tu nuevo ayudante, y se retiró a la parte privada de la casa, donde yo no entré nunca.

 

No me costó encontrar a Severiano. El mismo envió señales clandestinas de su paradero. Le habían confinado al taller de vehículos por orden de Cobiellas, y en ese ambiente desconocido era un estorbo entre tanta chatarra. Cuando le visité, llevaba una mano teñida del color violeta del desinfectante para ganado. El día anterior se había cortado con una chapa y, a falta de un médico cercano, había acudido la veterinaria que le cosió la herida sin anestesia. Severiano estaba furioso. Aceptó mi invitación para tomar una cerveza con bilolás en un chiringuito de Elá Nguema donde podría desahogarse a gusto; era la primera vez que aceptaba: hasta entonces me había disuadido de estas camaraderías porque perjudicaban mi imagen dentro de la Corporación y, de acuerdo con su estrategia, con un jefe débil no se hace negocio en ningún sitio. Pero ahora estaba muy furioso, y se había rendido así a la mala cabeza. Tenía que rescatarlo del taller y para ello necesitaba colocarme por encima de la hostilidad y las manipulaciones de Cobiellas. Severiano sabía lo suficiente. Cuando se convenció de que también yo me inclinaba por entrar en esa lucha feroz, me proporcionó las armas, lo había preparado todo desde el momento en que le sumaron a aquella partida de venganzas y desafíos, mientras me recuperaba hirviendo en mi propio caldo, sin noticias del mundo oficial. Para entrar en la Corporación, en un puesto de privilegio, Cobiellas había falsificado méritos, y los contactos de Severiano le habían conseguido a buen precio la manera de demostrarlo. Por si esto no presionaba al estafador, se añadían un local clandestino de talla de marfil y unas maniobras poco claras de cambio de dinero , con comisiones y favores que convertían algunos despachos del búnker de la Corporación en mercado negro. Era una propuesta de secreto que Cobiellas no podía rechazar. Y no lo hizo. Severiano recobró su función como mi ayudante y yo me esponjé como un idiota que no ha calculado las consecuencias de ciertos triunfos. Efectivamente fui yo quien envenenó al cocodrilo. No me molestaba el animal, sino el servicio que prestaba a Cobiellas. Que amaneciera al fin muerto, una mañana, con los colmillos burbujeantes de espuma, era una prueba de la vulnerabilidad de su dueño. En ningún momento me apiadé de la tortura que suponía la jaula tan estrecha para el cocodrilo y ni siquiera busqué una sustancia que le diera una muerte rápida o evitara sufrimientos, cogí lo que tenía más a mano y en una proporción que hubiera matado a varios cebús; no quería fallar, me interesaba que Cobiellas captara el mensaje. La eliminación del tótem me llenó de satisfacción, hasta un punto que me pareció, incluso, incompatible con mi ética. Y no me importaba. Así debieron de empezar a deslizarse otros miembros de la Corporación.

 

Tengo que volver atrás. Cuando te he hablado de Petra, he dicho que la había llevado a Yumbili porque se retrasó con cierta labor doméstica. Mientras lo escribía, me resultaba incómodo mi cinismo y no he dejado de repetírmelo mentalmente hasta ahora en que he tomado la decisión de contarlo tal como sucedió. Esa cierta labor doméstica consistía en acostarse conmigo persuadida por mi deseo abrumador a la hora de la siesta, como un colono caprichoso y aburrido. Petra era todavía una mujer joven, con mucho carácter, y esa tozudez suya me atraía, significaba un reto, y también era atractiva, y no voy a olvidarme de la curiosidad de saber cómo se comportaría en un encuentro sexual. Ocurrió antes del episodio del río, por supuesto, pero quizá anticipaba algunos vicios de mi conducta (debería extenderlo a todos nosotros, los residentes extranjeros, fuéramos de la Corporación, del Fondo Internacional o de la ONU porque siempre nos aprovechábamos de la situación del país, con cualquier mujer a la que se pudiera abordar, sólo pendientes del miningueo). Tal vez ese día yo había abusado de mi whisky de la sobremesa, estaba eufórico, y no tardé en insinuarme; Petra no respondió, me evitó metiéndose en el baño con la máscara en el rostro, y supuse que la había molestado. Cuando salió -la máscara aún en el rostro-, iba a disculparme pero, por alguna razón, pasé la mano alrededor de sus caderas y la levedad del vestido me permitió descubrir que se había quitado la ropa interior. Se vino a la cama sin oponer resistencia, tampoco añadió pasión. No fue muy satisfactorio. Ocultó la cabeza debajo de la almohada y se dejó hacer, con suficiente humedad y entrega como para que no me alcanzara ningún remordimiento. Después de acompañarla a su chabola de Yumbili, sentí pánico. No ignoraba que algunas boys afortunadas se habían adueñado de las caracolas al convertirse en amantes –jamás oficialmente- de miembros de la Corporación ¿y si Petra buscaba la misma posición de privilegio? Por suerte para mí ninguno de los dos habló del asunto. Tenía que contártelo. Si arreglo conscientemente la memoria, qué confianza puedo repartir con mi sinceridad. He callado durante tanto tiempo que ya no merece la pena mentirme, acuérdate de lo que dije al principio. La doctrina de la Corporación se filtra en nosotros como el método de los jesuitas en sus estudiantes, así que me adelanto a tu sospecha ¿estoy ofreciéndote una pieza pequeña para que no veas dónde guardo la grande? No hay respuesta, por el momento.

Algunas noches, siempre cuando yo ya me había retirado, se acercaba el guachimán al jardín donde aún permanecía mi vecino y desde el contraluz de la lámpara de bosque decía con la voz rota por la humedad Akié, Papá Dop ¿tienes humo para mi boca? Papá Dop no fumaba pero nunca dejó de guardar tabaco y un vaso de vino para nuestro guachimán a quien todos conocían como Papá Dougan, un cuerpo disminuido por la edad, el clima y las privaciones envuelto en un capote muy viejo y muy grande. Papá Dop sacaba un par de tabucos que él mismo había fabricado –nunca me invitó a sentarme en ellos- y los colocaba debajo del egombegombe. Allí hablaban los dos durante no sé cuánto tiempo porque yo no conseguía mantenerme despierto para enterarme de cómo acababan sus conversaciones. En una ocasión Papá Dougan había llamado con urgencia a Papá Dop, a pesar del viento recio que amenazaba convertirse en tornado. Estaba escandalizado:

-Mi hijo pequeño se ha ido con los misioneros, Papá Dop. Dice que tiene vocación, que ha oído la llamada de Dios. Pero yo ya sé qué llamada es ésa. Les tientan con las habitaciones nuevas y limpias, las camas blandas, el agua caliente, carne varias veces a la semana, muchos juegos, muchas canciones, muchas películas sobre la felicidad extranjera. No es justo. Le hacen rechazar nuestras costumbres. ¿Qué pensarían ellos, allá, si nosotros fuésemos a convocar a los espíritus? ¿Qué harían ellos si yo fuera allí a llevarme a sus jóvenes?

Recuerdo que Papá Dop insinuó la imagen de Papá Dougan –con los tatuajes de poder, los instrumentos de trance y los símbolos de los antepasados- oficiando en la gran vía de una enorme ciudad y, después de explicarle cómo habitaba la gente una jungla urbana, a Papá Dougan debió de parecerle tan grotesca e inútil su intención que ambos desembocaron en una magnífica carcajada en medio de aquella noche a punto de tornado. Hace falta humor para remontar la derrota. A mí no me sobraba en ese momento y pensé en una actuación más trascendente que consistía en contrarrestar la influencia msionera mediante cursillos de contabilidad y otras virtudes administrativas. A los guineanos se les ofrecían escasas oportunidades para progresar en su propio país, y menos aún para establecerse en una sociedad donde la media de vida sobrepasara el límite de vida de los cuarenta años, todas sus posibilidades dependían de los proyectos de la Corporación y de la generosidad de algunas embajadas, pero en parte significaba alquilar su futuro al diablo, algo a la larga casi peor que venderle el alma.  Mi entrega supuestamente altruista me reconcilió conmigo mismo y me supuso mayor fama de idiota peligroso en los círculos oficiales. Encontré un local –barato- en un barrio discreto –como si fuera posible en Malabo-, hice que lo adecentaran –una limpieza barata que atrajo aún más a todo tipo de bichos-, me fabricaron mesas y sillas –a precio desorbitado y suministradas con una lentitud desesperante- y propagué la información al modo que creía haber aprendido de Severiano. Tuve que poner un límite al número de alumnos pero nunca quedaba un hueco libre en mi clase y al final hubo que desprenderse de sillas y mesas –algunas ya habían desaparecido con mucha antelación- para aprovechar el espacio por completo. Yo apenas podía moverme mientras explicaba y escribía en la pizarra de barro; era absolutamente feliz, sin más ocio que el necesario para descansar de la insulsa jornada en el búnker de la Corporación y continuar las conversaciones con Papá Dop a ritmo de contrití y lámpara de bosque.

Delegué la función de enroscar y desenroscar la única bombilla en Telesforo, un annobonés muy hábil y dispuesto a aprender con una energía arrolladora, la misma que le empujaba a construir tambales –me regaló uno que conservo-, a trepar por las palmeras y cosechar palmiste, a pescar desde los acantilados con los sedales arrollados a los dedos de los pies; nunca le vi quieto o en una actitud semejante al reposo, permanecía alerta como si en el minuto siguiente fueran a exigirle un acto heroico. Me gustaba Telesforo porque se entregaba plenamente a lo que estuviera haciendo, a pesar de sus problemas de concentración que le convertían cada operación matemática en una frontera infranqueable. En cuanto le mirabas, sonreía, era su forma de presentarse ante el mundo. No podía dejar de ayudarle, aunque me hubiera impuesto no establecer diferencias entre mis alumnos, todos también reunidos al finalizar las clases para estudiar a la luz de una de las escasas farolas, como las gigantescas mariposas nocturnas, entre el barracón provisional de la embajada española y la carretera del aeropuerto. El primer día que me vio con Telesforo, Severiano soltó un bufido, de gato que tiene que admitir la presencia de un ratón sin comérselo. Supuse que se trataba de celos, me preocupó que no dedicara una sentencia de reproche a mi debilidad a la hora de aceptar ciertas compañías.

Ya antes de que le presentara a Telesforo, Severiano había rechazado mi oferta de asistir a las clases de contabilidad. Había dicho no son esas las mañas que se necesitan aquí y yo le había respondido que le servirían también para buscarse la vida en España, por ejemplo, si alguna vez quería marcharse. Entonces me miró con perplejidad, asombrado de que pudiera durarme tanto la inocencia. Dijo si veo cómo sois en mi país, cómo voy a meterme en vuestro terreno; no estoy loco, jefe, vosotros sólo sabéis pedir en cualquier parte. Me dolió el comentario, no era justo, casi me arrepentí de haberle sacado del taller de vehículos, quizá habría necesitado un poco más de relación con el filo de la chatarra para limar asperezas. . .  y a continuación me sentí mal por mi arrogancia de colonizador, no me resultaba fácil manejarme entre Severiano y mis propias contradicciones. Durante el contrití de la noche Papá Dop me explicó que uno de los hermanos mayores de Severiano había solicitado en la embajada un visado para viajar a España; en el proceso se había encontrado con LaCava, que era la funcionaria dedicada a disuadir a los nativos que aún creían en la madre patria y en la posibilidad de acceder al paraíso europeo; la mayor parte renunciaba y salía del despacho de LaCava con la humillación a flor de piel, entre ellos el hermano de Severiano, que ya no se recuperó de su intento frustrado y se pasaba los días entre la wanga y el fondo de la botella. En ese ambiente enfermizo, de privilegios y mezquindades, engordaban personajes como Cobiellas, esto también en opinión de Papá Dop que estaba enterado de nuestra enemistad de momento embalsamada. Cobiellas era un genuino producto de la colonia, temía vivir en España porque sospechaba que no sabría cómo salir adelante, demasiada competencia y ningún nudo que le atase a aquel lugar; por la misma razón desconfiaba de quienes venían de allí, cebados con la experiencia y conocimientos de la distancia, lejos del subdesarrollo, nos veía como rivales y ese miedo le había forzado a asumir diversos papeles: embaucador, sumiso con el poder, colaboracionista dispuesto a venderse según la ocasión, ya fuera a la Corporación o a la dictadura, tan semejantes en sus estrategias; Cobiellas había nacido entre corrientes contrarias en Santa Isabel, y había aprendido a flotar en cualquier circunstancia en Malabo, con la independencia; tenía mucha ventaja sobre mí y la astucia consistía en eludirlo, no enfrentarse directamente a él. Pero yo me creía entonces en lo más alto de mi buena suerte e imaginaba, sobre todo, la manera en que podría al fin desmantelar la farsa y los trucos de Cobiellas. Sospecho que Papá Dop ya sabía de antemano que su advertencia me estimularía aún más en el sentido opuesto.

No voy a negar que Severiano tenía buenas razones para sentirse incómodo con Telesforo, que se ofreció a reparar los numerosos desperfectos de mi casa mientras me relataba las historias de Annobón, su isla. Severiano despreciaba estas habilidades propias de un charlatán que únicamente había aprendido a subsistir con lo que le consiguieran las manos, pero le preocupaba mi interés por todo lo que él consideraba tosco o desechable. Hacía su trabajo a regañadientes, obligándome a recordarle en qué consistía, y no aceptaba ya ninguna recomendación, había empezado a decidir completamente por su cuenta y riesgo, aunque debo señalar, para ser honesto, que no cometió ni un error que pudiera reprocharle; tampoco su eficacia resultaba tranquilizadora porque iba acompañada de soberbia, de exhibición, me dejaba claro a cada instante que él era el único imprescindible en aquella carrera de fondo.

Pero Telesforo encarnaba la tentación del paraíso derrotado. Annobón. Contra esta leyenda no podía competir el sentido común de Severiano. Ya sabes que todos los miembros de la Corporación hemos deseado, en algún momento de nuestra estancia en Guinea, viajar a Annobón, la última tierra del buen salvaje, la maltratada por no pasar desapercibida, por existir ahí en medio de la codicia de los otros. ¿Tú lo intentaste? La lista de candidatos para ocupar una plaza en los escasos vuelos de las avionetas de la Corporación era interminable, y a veces Cobiellas asumía el papel de organizador, trastocaba el orden cuando convenía, y a cambio de favores por recibir o deudas contraidas, así que yo no tenía ninguna esperanza, Annobón se hallaba especialmente lejos en mi caso. Telesforo la traía a mi imaginación con sus recuerdos, los árboles de los espíritus, los caminos entre los poblados, la pesca de la ballena y la lucha contra los tiburones. . . habría sido una vida feliz si no les hubiesen alcanzado los forasteros; los annoboneses solían rodear con sus cayucos a las embarcaciones extrañas que se les acercaban, celebraban una ceremonia de purificación para protegerse de las enfermedades y las desgracias que venían de más allá del océano; no les sirvió de nada. El primer misionero que llegó no entendía los apellidos de los nativos ni lograba pronunciarlos con soltura, por eso les impuso, con el bautismo, el nombre de pueblos y ciudades españoles; los annoboneses llevan ahora la geografía peninsular en las palabras que distinguen a las familias, aunque no les permiten atravesar las fronteras, no son fórmulas mágicas que convenzan a LaCava o al resto de funcionarios que vigilan el inmaculado filtro de las aduanas. Los annoboneses aceptaron a aquel primer misionero por curiosidad y también porque pensaban que espantaría a los demás, Annobón es una isla demasiado pequeña para las rivalidades.

 

En cierta medida Telesforo se convirtió en el puente por el que crucé para encontrarme con Beatriz. No existen las casualidades, y menos aún en mi historia que alguien iba tejiendo sin que yo lo sospechara. En esa ocasión Telesforo había sido contratado, con su grupo de amigos músicos, para que amenizase un desfile de modas en el Centro Cultural, un acto absolutamente frívolo en aquel país donde todo podía ser necesario salvo un montón de ropa lujosa y un diseñador que olía a pasarela europea. Permanecí intacto, no me gustaba el ambiente, me desagradaba la compañía, y de nuevo la insultante abundancia de pinchitos, raciones y cócteles; había venido a oír a Telesforo, que cantaba feliz como si en el mundo ya se hubieran impuesto la bondad, la justicia, la cordura. . . su voz de paraíso inmaculado me mantenía sujeto allí, pero lo que me traspasó como un alfiler y me impidió moverme de verdad fue la aparición de Beatriz, bellísima a pesar de las túnicas con que el diseñador se empeñaba en ocultarla. Supe entonces que me había atrapado; en otro lugar la hubiera juzgado inalcanzable, pero yo era un miembro de la Corporación en pleno subdesarrollo, así que quién iba a poner en duda mis poderes. El propio Telesforo me la presentó –sólo unas palabras de cortesía- y se obligó a averiguar, con la mayor discreción, una fórmula para tropezarme con ella cualquier día y echar el cebo, por sorpresa.

 

Sin embargo, esta historia necesita que vuelva a retroceder, a un asunto que no parece relacionado con lo anterior, pero descubrirás más tarde hasta qué punto fueron causa y efecto. Por alguna circunstancia –cuyo origen no me preocupé en investigar, instalado en la euforia que me provocaba mi función altruista de profesor- me tocó representar a la Corporación en la conferencia oficial de un ministro guineano. Según el protocolo no era a mí a quien le correspondía desempeñar ese papel que solía considerarse importante en el búnker, pero, saltando incluso por encima de Cobiellas, el Administrador me había concedido el dudoso privilegio de admirar la retórica de un miembro del gobierno y de asarme como un pollo en un mediodía de calor húmedo, dentro de una sala a la que ni siquiera habían dotado con el alivio de respiraderos o celosías. En tales condiciones, y en un asomo de soberbia, solicité que me permitieran acudir sin corbata; extrañamente se aceptó mi propuesta, yo no tenía que encontrar ningún obstáculo, y tampoco entonces desconfié, tal vez la Corporación se había convencido de mi utilidad o estaba cambiando su estrategia laboral y se había vuelto, de pronto, más humana con los empleados.

El ministro resultó grande, grueso y teatral en sus muecas, ayudado por un gorro de piel de leopardo que supuse que le identificaba como simpatizante de la arrogancia de Mobutu. Su discurso caía sobre nosotros en un español asilvestrado para el que los sentidos de las palabras eran criaturas mutantes a las que no se podía pedir una conducta previsible, y a pesar de todo conseguí interpretar que hablaba de las malas influencias extranjeras sobre la inocente juventud del país. Empecé a adivinar por qué la Corporación se había empeñado en enviarme a mí a aquel acto. Además un tipo enorme y musculoso se había colocado a mi derecha y ratificaba las afirmaciones del ministro clavándome el codo en las costillas; también realizaba unas contorsiones increibles para su tamaño y me lanzaba, simultáneamente, un aliento denso de muchas horas dedicadas al alcohol y un brillo en los ojos que no quise definir pero achaqué de inmediato a un exceso de bitacola. Yo había optado por sudar más aún de lo exigido por el bochorno, mi ropa estaba empapada y debía de presentar ya una apariencia tan rendida que mi vecino aumentó la fuerza y el ritmo de su percusión en mi costado, a la vez que el ministro se enardecía con el repaso de las desgracias que ocasionaba el ejemplo detestable de los extranjeros, su intromisión en la plácida vida de los guineanos jóvenes e inocentes. Mi reacción fue instintiva, te aseguro que no había nada premeditado; improvisé una breve protesta hacia mi agresor en voz demasiado alta, e imagino que el ministro entendió que iba dirigida hacia él, porque la tensión del silencio y los temblores del gorro de piel de leopardo me hicieron sospechar que los guardaespaldas me arrojarían de la sala. En cambio, el ministro se apresuró a concluir su arenga y nos condujeron con la urgencia de una evacuación a un vestíbulo con varias mesas sobre las que se enfriaban trozos de fritambo asado, refrescos y cubos llenos de hielo de escasa confianza, un auténtico pesebre con abrevadero en el que los asistentes me ignoraron, temerosos de que se uniera a alguna de las conversaciones el reventador de las fantásticas dotes oratorias del ministro. Me reí mucho mientras se lo contaba a Severiano, al día siguiente, pero a él no le pareció gracioso. Dijo tienes el don de no enterarte, jefe. No captas los mensajes. En este país no se puede escuchar con la boca. Lo atribuí, por supuesto, a su probable envidia por mi inclinación hacia Telesforo, y no hice caso de la advertencia.

 

Acuérdate de este episodio, y regresemos a Beatriz. Telesforo cumplió su compromiso y me facilitó un dato importante, la hora aproximada a la que Beatriz acudía a comprar al mercado, le gustaban las verduras frescas, antes de visitar las factorías de los libaneses que eran las mejor surtidas de todo Malabo. Esto ya me indicaba que Beatriz no tenía problemas de dinero; alguien -¿un esposo?¿un amante?- con mayor poder económico que el mío le había abierto una peluquería en la calle de las embajadas, y no sé por qué motivo seguía confiando en mis virtudes para seducirla, un cargo mediano en la Corporación no deslumbraría a la mujer elegida por un hombre fuerte, con el bolsillo repleto y la suficiente influencia para mantener un negocio envidiado en la ciudad de los sobornos. Pero había encontrado mi propia fascinación, no iba a desengañarme sin haberlo intentado. La idea de tropezarme casualmente con Beatriz en el mercado me parecía afortunada; de ese modo no estaría en juego su reputación, se sentiría más inclinada a hablar conmigo, yo ya había aprendido que los blancos ensuciábamos a cualquier mujer que abordáramos en público, las convertíamos en miningas para la comunidad; no quería perjudicar a Beatriz, aunque no ignoraba el riesgo de mis intenciones. El encuentro fue un éxito, conseguí una cita más discreta en una fecha muy cercana (yo no hubiera soportado la espera) mientras fingíamos comparar la calidad de los productos y los precios de los distintos puestos. Un éxito demasiado fácil, si lo miro desde aquí, desde ahora, con tantos enredos como vendrían a sucedernos.

 

Secreta es la oscuridad sobre todo, así que desde el principio escogimos encontrarnos al atardecer en el Joe, ya sabes, ese extraño establecimiento de aire colonial que parece un campo de golf y donde las parejas acuden, sigilosas, para pasar desapercibidas en la tiniebla de noches sin luna, las mesas tan lejos unas de otras que sólo se oye el fragor de los insectos, de las ranas y del río desembocando en el mar. El Joe tiene unas vistas muy hermosas durante el día, pero los enamorados siempre se han inclinado, allí, por aprovecharse más del sentido del tacto. Beatriz y yo hablábamos de cualquier cosa, intensamente, sin dejar de mover los labios para que las palabras construyeran la confianza necesaria que permitiese a mis manos explorar el contorno de sus pechos magníficos y a las suyas abrirse paso a través de un pantalón que aumentaba mi propio placer al convertirse en frontera desabrochada. Retóricas. Tú ya me entiendes. Nunca he sido tan consciente del hecho de hablar sin decir nada como en aquellos momentos en los que Beatriz se solidarizaba con mi erección, esos dedos tan suaves y hábiles, humedecidos con su saliva entre palabra y palabra.

Cuando el Joe resultó insuficiente, y nuestra relación más atrevida, nos citábamos en una habitación del Hotel Bahía, que mira a los islotes Enríquez, a los cocoteros desmochados y al casco de un viejo barco hundido. El lugar estaba  destartalado y supuestamente en constante reforma, pero en realidad nada se movía, como si lo hubieran arrancado del tiempo; pagaba la semana entera, aunque sólo nos reuniéramos un par de ocasiones, porque era difícil tropezarse con el chico que atendía la barra desierta del bar y la mesa de recepción que se iba trasladando por obras inexistentes hasta terminar en el fondo de la piscina resquebrajada meses después. Entonces Beatriz y yo conversábamos únicamente cuando habíamos saciado el deseo, entre el agotamiento y la tranquilidad de las primeras horas de la noche que se entrometía por las rendijas de las contraventanas. Me di cuenta de que la piel sudada y caliente de Beatriz olía a guayaba madura. Los días en que no nos veíamos, me acercaba al mercado y pedía guayabas, guayabas maduras, o convencía a Petra para que me las trajese de los alrededores de Yumbili. Tal vez Petra llegó a pensar que me había vuelto loco porque me sorprendía oliéndolas con el rostro deformado por una pasión absoluta, o descubría las manchas de la fruta en las sábanas que luego ella debía lavar; me gustaba mantener las guayabas en la cama, junto a la almohada, y devorarlas allí mismo para que el olor me impregnase, y su excitación, mientras dormía. Seguramente Petra ya había adivinado de qué tipo era mi locura; nunca hizo ningún comentario, y ni siquiera se quejó por verse obligada a limpiar mi ropa con más frecuencia.

 

Desde que apareció Beatriz en mi vida, cesaron los malos sueños y los remordimientos, no me hundí en la playa de caracoles reventados ni en el lodo de la orilla del río. El amor me salvaba, eso creía yo. Y no necesitaba realizar un esfuerzo especial para fingir lo contrario, para que nadie –tampoco Papá Dop- advirtiera mi felicidad y se preguntara por las razones. Salvo Telesforo, que me había ayudado y estudiaba en mis reacciones la fortuna de nuestra relación con Beatriz. Digo, efectivamente, nuestra porque Telesforo también había sugerido el Joe, el Hotel Bahía y los horarios más oportunos para proteger la clandestinidad, así que, como asesor, tenía derecho a ser consciente del éxito conyugal, porque de otra manera tal vez lo hubiese perdido como cómplice. Aunque yo sentía gratitud por su discreta colaboración, me asustaba que intentara mayores privilegios en mi clase, convencido de que enroscar y desenroscar la única bombilla no era suficiente para su destreza de intermediario. Le presté mucha atención, en un esfuerzo por compensarle, a pesar de que sus historias ya no podían competir con mi pasión obsesiva por Beatriz. Le prometí que viajaríamos juntos hasta Annobón en el Acacio Mañé, en cuanto fuera posible, lo que me ofrecía un plazo de tiempo infinito porque el Acacio Mañé –tú no lo ignoras- era un barco parcheado que siempre estaba en reparación, es decir, en ninguna parte, más cerca del desguace que de la singladura. La concentración en Beatriz, además, me impedía entregarme a mi grupo de alumnos con la misma intensidad que al principio. Delegaba en el más aventajado, supongo que el resto empezaba a sospechar de mis ausencias. No me importó; reconozco que detestaba que otros asuntos –trabajo, reuniones, actividades altruistas, dormir solo. . .- interfiriesen en la exigencia de mi deseo. La vida era el hueco insoportable que debía ocupar entre las citas con Beatriz, ríete si quieres.

La distancia entre Telesforo y Severiano, con la proximidad de ambos hacia mí, me parecía peligrosa. No lo hice por ellos, sino para proteger mi tranquilidad. El conflicto podía romper el secreto. Les reuní una vez más, en una tarde llena de sol, con la intención de convencerles de las bondades de la amistad y de la conversación sobre lo que compartimos todos los seres humanos. Si hubiese tenido tendencia a organizar fiestas ostentosas y cobrado el doble de mi sueldo, me habrían confundido con uno de los funcionarios de las naciones unidas, y obtuve idéntico resultado. Telesforo se molestó porque no le consideraba la auténtica víctima, siempre sonriente además, en aquel desencuentro, y de Severiano sólo conseguí una sentencia tajante, no se deben mezclar ñames de distintas cosechas.

 

Era tan intenso mi deseo hacia Beatriz que cualquier atrevimiento sexual entre hombre y mujer me parecía poco. Hubiese querido inventar algo comparable a la medida de mi pasión, pero no encontraba nada con lo que calmar esa ansiedad, los cuerpos tienen sus límites a pesar de tanto como hemos aprendido. Me sentía acorralado en una jaula de placer, cómoda y estrecha; después de saciar el hambre, se necesita mucha más imaginación para mantener el gusto. Supongo que fue esto lo que me hizo obsesionarme en su otra vida, la que no pertenecía a lo furtivo. Ella nunca deslizaba en nuestras conversaciones un dato sobre el resto de su tiempo, la normalidad en la que yo no existía, aunque esencialmente las palabras que intercambiábamos servían para excitarnos de nuevo, para provocar el juego, e intuía que cualquier pregunta que abordase lo cotidiano me apartaría de ella, como una profanación, y en realidad tampoco Beatriz se mostró nunca curiosa por mi trabajo o mi casa, ni siquiera se planteaba si me entendía con alguna otra mujer, y tanto respeto a mi intimidad, o la falta de interés, me irritaba.

Recurrí de nuevo a Telesforo. Con poco éxito en esta ocasión, porque se disculpó diciéndome que era mejor no traspasar ciertas reglas, no se podía romper el ciclo de las mareas, a un hombre terminan por ahogarle sus obsesiones. . . Palabrería. A Telesforo aún le molestaba mi iniciativa de juntarlo con Severiano para que confraternizasen, y sobre todo ambos se habían propuesto mostrarse incompatibles entre sí pero exageradamente útiles. Resultaba muy engorroso realizar una petición a cualquiera de los dos, sólo la insistencia y los halagos les persuadían, la vanidad de ser considerados imprescindibles uno contra otro, y yo no tenía ganas de aceptar esa estrategia, me sentía cansado y celoso de que Beatriz habitara un espacio en el que no debía entrar.

Un día enfilé decidido la calle de las embajadas; al final de la acera vencida por las raíces de los flamboyanes me esperaba la peluquería de Beatriz, una burbuja para mujeres satisfechas que se suavizaban el pelo con aceite de palma, se cosían postizos y se entregaban a complicados peinados durante horas mientras hablaban, hablaban de temas a los que ningún varón podía acceder; yo no quería poner a Beatriz en un aprieto, me bastaba con pasar por delante y echar una ojeada distraida, ser consciente de la imagen concreta de su mundo, pero arriesgaba tantas cosas en esa tentación. . . No recorrí toda la calle, me quedé a medio camino, en un local pequeño que hacía esquina, con una terraza protegida por un seto de hibisco; nada me impedía vigilar desde ahí la peluquería, aunque no confiaba en verla entrando o saliendo, y menos aún al hombre que le había proporcionado aquel negocio, el dueño oficial y poderoso. La verdad es que me olvidé muy pronto de mi acecho, el local servía platos del país, exquisitos, grafís rebozados con harina de yuca, chuku-chuku y colorado en salsa de cacahuete, no creo que conozcas ese sitio, de hecho carecía de nombre o de indicaciones salvo unas mesas con mantel de hule y vasos con flores modestas, pero muy limpio, silencioso, tranquilizador. . . por una puerta que daba a un jardín interior se colaban los sonidos del vecindario, una música de voces y de percusión de tapas de pucheros, era una sensación hermosa, estaba recuperando la facultad de disfrutar de mis sentidos, o había ya comulgado de tal manera con Beatriz que su cuerpo se encarnaba en todo.

Mi estado de comunión universal me hacía incluso alcanzar algún tipo de lástima por Cobiellas, que me evitaba en el trabajo y, según las últimas informaciones, había contratado un boy para que probase su comida porque, desde la muerte del cocodrilo, temía que lo envenenaran. A la lista de infortunios se sumaba la desgracia relativa de haber contraido filaria. Vagaba por el búnker y por las caracolas quejándose de su mala suerte, obligado ahora a vivir con un gusano dentro durante diecisiete años y a matar las larvas periódicamente con un tóxico tan fuerte que le minaría sin duda la salud. Como buen pregonero de sí mismo declaraba a quien le quisiera oír que había enfermado en acto de servicio, éstas eran las consecuencias de haberse entregado a la Corporación y al desarrollo del país, pero en absoluto estaba arrepentido, la filaria significaba una condecoración que venía a honrarle en su trabajo, y con toda esa verborrea se mostraba de acuerdo el Administrador, y multiplicaba los méritos del sacrificio de Cobiellas, como si ignorase que su filaria procedía concretamente de las numerosas visitas a la playa del kilómetro seis, un punto muy contagioso, y que buena parte de los nativos arrastraba una plaga insoportable de parásitos sin medicinas y sin honores. En mi actitud de simpatía planetaria, insisto, estas historias me regocijaban, a cada cual lo suyo; no sé si te han contado alguna vez el episodio de aquel colono soltero que, antes de viajar de vacaciones a la península para ver a su familia, puso un telegrama: Llego pronto. Voy con filaria. Sus padres le enviaron otro en respuesta: Enhorabuena. Nos alegramos encuentres alguien de tu gusto. No es un chiste, es la realidad grotesca de nuestro pasado de colonizadores y el presente de la Corporación, la diferencia, como solía decir Papá Dop. Pero no vamos a tratar ahora ese asunto. . .

 

A menudo nos quedábamos dormidos después del amor y en ocasiones yo me incorporaba para disfrutar de cierta sensación de triunfo, contemplaba a Beatriz desnuda sobre las sábanas como un mapa de la tierra incógnita en el que el explorador ha distribuido sus nombres y se ha apropiado de él; eso cuando sucedía en los buenos momentos porque en otros olfateaba ya la decepción de la pérdida y me identificaba más con aquel misionero ignorante que cambió los apellidos de los annoboneses. Miraba el atardecer por las rendijas de las contraventanas y veía las bandadas de murciélagos que en mi primer día, recién llegado de España, había confundido con gaviotas. Estaba seguro de que había avanzado algunos pasos por el interior del país desde entonces, pero no podía quitarme de encima la impresión de que aún continuaba en la escalerilla del avión, sin atreverme a abandonar la medida de mi costumbre. No era la tristeza de lo conquistado, sino la realidad de la distancia, de nuevo vuelvo a lo mismo, qué obsesión.

En el Hotel Bahía los grifos eran simple ornamentación, como una ventana pintada en la pared; los cortes en el suministro de agua se habían hecho tan frecuentes que ya ni siquiera se molestaban en abrir las llaves de paso. Dejaban en la habitación una palangana grande, llena hasta los bordes, y un cazo pequeño; Beatriz traía su propia pastilla de jabón, un regalo venido expresamente de París según me dijo, y exigía que la frotase con el mayor entusiasmo posible, sin olvidar ni un pliegue; a mí la tarea volvía a excitarme pero a ella el agua helada, y el olor del jabón de lujo, le recordaban que debía regresar a su sitio, limpia, como si nada hubiese sucedido. Colaboraba en esa labor de extinción de todo rastro que me descubriera, y tal vez por esta razón me reincorporaba melancólico a mi casa donde sólo me esperaban el chirrido de los insectos y la cena preparada horas antes por Petra. En las últimas noches no me había reunido con Papá Dop, poniendo el agotamiento como excusa, y tampoco me interesaba por sus conversaciones con Papá Dougan. Estaba cerrando una puerta y no me atrevía a entrar por la otra. Permanecía quieto, en medio de las corrientes, esperando a que me obligasen, sintiendo la densidad de esa espera, demasiado vulnerable, calculándome. . .

 

No sé si habrás oido hablar del episodio de los marineros gallegos. Ocurrió por aquellas fechas. Eran cuatro y habían desembarcado de su pesquero durante unas horas, supongo que para desintoxicarse de tanta mar. Actuaban imprudentemente, querían pasárselo bien lo más pronto posible, e incluso en un país menos vigilado habrían levantado sospechas. Los detuvieron en La Parrilla del Loro, el bar que regentaban las malgaches, mientras se emborrachaban y fumaban wanga sin ninguna precaución. Estaban ya tan colmados de carne, alcohol y humo que no se dieron cuenta del problema en que se habían metido. La chulería y la ebriedad se las sacaron a base de gomazos en las plantas de los pies, que es una forma inmediata de conocer la contundencia de un arresto sin interrogatorio en Guinea (siempre se ha dicho que no hace falta convencer a nadie si se consigue el mismo efecto con una buena ración de palos, y también esto pertenece a la pedagogía colonial). El embajador español protestó e hizo algunas declaraciones en la prensa sobre los derechos humanos, la barbarie y algún otro etcétera que no gustaron a las autoridades del país. Los cuatro marineros no tardaron en visitar Black Beach. La diplomacia reculó, pidió disculpas por la conducta delincuente de ciudadanos españoles que habían traicionado la confianza de un país amigo, y un par de días después, ante las cámaras de la precaria televisión guineana –financiada por la Corporación, no lo olvides- los cuatro malos patriotas, demacrados y con síntomas de haber atravesado el infierno, se lamentaron de sus errores, pidieron perdón por el pésimo ejemplo y agradecieron fervorosamente, hasta donde la voz rota se lo permitía, la generosidad del gobierno del país al que habían ofendido y ahora los expulsaba. Acto seguido un ministro se encargó de recordar que los extranjeros ejercían horrorosa influencia en la juventud inocente, ellos sembraban aquí hechos vergonzosos que corrompían la salud moral de los guineanos protegidos por su Presidente. . . el discurso me lo conocía bien, aunque en esta ocasión no llegara adornado con un gorro de piel de leopardo.

Este escándalo se vio pronto sustituido por un percance extraordinario. Asistí como testigo, por casualidad, y no recuerdo qué hacía yo aquella mañana fuera del búnker de la Corporación y en las inmediaciones del cuartel de la carretera de Banapá. Allí me encontró una comitiva enorme de gente alborotadora, encabezada por una figura vestida de túnica larguísima, que arrastraba por el suelo, y con la cara pintada de blanco. Me asusté porque creí que podrían entretenerse conmigo, un extraño demasiado satisfecho en un lugar poco afortunado, pero ni el brujo ni su séquito se fijaron en mí, tenían otras inquietudes. Aproveché esa transparencia y me uní al grupo, cómo perderme una escena de semejantes proporciones en Malabo. En la primera parada, junto a un pequeño vertedero, ya nos contábamos por cientos los asistentes; mi preocupación consistía en obtener un buen sitio desde donde observar lo que ocurriera y asegurarme, a la vez, de que seguiría pasando desapercibido en medio de la corriente humana en la que, salvo yo, no parecía haberse entrometido ningún europeo. Un ayudante del brujo escarbó en la inmundicia y extrajo un objeto que levantó un grito de la multitud y tardé en identificar. Luego el propio brujo lo sostuvo entre las manos sobre su cabeza para que nadie se llamara a engaño; efectivamente era el cráneo completo de algún pobre desgraciado. No estaba dispuesto a dejar que me atemorizaran. La escena se repitió en seis ocasiones –siempre cráneos de una blancura luminosa- hasta alcanzar el mercado. Allí el brujo se detuvo delante de un puesto y se encaró con la vendedora que empezaba a venirse abajo y tenía que ser sostenida por un par de individuos que no la miraban con buenos ojos. También debajo de la mesa sobre la que se presentaba el género se descubrió otra calavera, la última y la más importante, a juzgar por el bullicio que se organizó. Por suerte me tropecé con uno de mis alumnos que me aclaró el asunto: las vendedoras del mercado desconfiaban del éxito arrollador que tenía una entre ellas, se llevaba a todos los clientes, y eso no puede ser bueno para la comunidad; así que llamaron a un brujo famoso para que averiguase los mecanismos de tanto poder, y estábamos asistiendo a la destrucción del hechizo, una mala magia creada con cráneos de difuntos que conservaban mucha fuerza. Tal vez el alumno pensó que, como blanco, yo no lo aceptaría, y se sintió obligado a añadir recuerda que cristo resucitó en tres días. A mí no me suponía un gran esfuerzo no asombrarme de la mentalidad fantástica de un país en el que a veces alguien era acusado de la muerte de otro, por la intensidad de su deseo, aunque se encontrara a enorme distancia, esto es lo que había contado Papá Dop en los intervalos de nuestras expediciones por la isla. Tampoco me sorprendía el truco con que se libraban de una competidora peligrosa para el bienestar del mercado; alejándose de la farsa espectacular, tú sabes que la Corporación depura a su manera el mundo, discretamente pero sin ningún tipo de escrúpulo, una labor de carácter intestinal, podríamos decir, y no te ofendas por lo que nos toca.

Mi estupor surgió cuando reconocí, entre las mujeres furiosas que pretendían linchar a la acusada, un rostro parecido al de Beatriz, ahora carente de atractivo, con los rasgos deformados por un odio que me asustó. Tuve que reconstruir su cara, de verdad, al margen de los músculos tensos, de los dientes que habían sustituido a los labios, era ella, desde luego, pero no se correspondía con la imagen de Beatriz ¿cuántas máscaras podría mostrar o esconder? Me fui horrorizado antes de que viese algo peor.

 

Por supuesto que no comenté nada en nuestro siguiente encuentro ¿de qué hubiera servido? Pero hice el amor con ella cautelosamente, sabiendo que debajo de aquella expresión suya de placer y consentimiento había otra mucho más agresiva. Intentaba encubrir mi decepción. Supongo que notó algo, Beatriz era tan intuitiva como inteligente, porque fue tanteando mis emociones poco a poco para descubrir dónde se había producido el hueco que yo disimulaba con escasa habilidad. No tardó en adelantar una estrategia más definida, y un día, mientras recobrábamos fuerzas, me dijo:

-Las mujeres siempre sufrimos, siempre. Todo nos hiere. ¿no ves que sangramos cada mes? Es el daño de todo lo que nos hiere. Por eso cuando vamos a dar vida nos alegramos, y dejamos de sangrar. –me miró como si fuera a desenvolver un regalo- ¿Quieres hacer que deje de sangrar?

En la penumbra mi horror debió de brillar con luz propia. No sé si era simplemente que Beatriz había escogido un mal momento, o la forma tan pretenciosa con que lo había expresado. Tal vez al moralista inflexible que alimento le resultó frívolo. Puede que de pronto el deseo revelase un cambio excesivo para mi vida. He permanecido durante años con este recuerdo cerrado y ahora ignoro cuál fue en realidad mi reacción inmediata. El cuerpo se acuerda de cierta angustia, de salir del Hotel Bahía con algo semejante a un mal sabor de boca.

No acudí a la cita ya acordada de manera rutinaria. Tampoco intenté anularla o inventar después, cortésmente, las explicaciones más oportunas. Para mi sorpresa Beatriz llamó al búnker de la Corporación preguntando por mí, pero no me resultaba difícil eludir la comunicación y a fin de cuentas al Administrador no le gustaban las conversaciones que no tuvieran relación directa con el trabajo. Evité a cualquier hora la zona del Hotel Bahía y la calle de las embajadas; era consciente, sin embargo, de que no vivíamos en una ciudad grande, nadie conseguía esconderse allí durante mucho tiempo, y esto me alarmaba; no en vano había asistido a un par de peleas de mujeres guineanas no lejos de mi casa, se reprochaban furiosamente las unas a las otras que se habían robado al mismo hombre, se arrancaban la ropa y el pelo a puñados, se arañaban y mordían, no dejaban de luchar ni siquiera cuando ya estaban desnudas, ensangrentadas y exhaustas, rodando por el suelo, y daban tanto miedo que no se atrevían a separarlas, aunque también es verdad que el espectáculo congregaba a una cantidad enorme de curiosos que no mostraban ningún interés en interrumpir la riña y quedarse sin entretenimiento. Lo relacionaba con Beatriz agresiva en el mercado y no tenía dudas de que me sacaría los ojos si lograba tropezarse conmigo. Así que tampoco dormía muy bien en aquella época, a pesar de que ya no necesitaba embriagarme con el olor de las guayabas maduras.

 

 

 

Creí que las circunstancias me protegían. Pronto iba a celebrarse un referéndum de confirmación del Presidente en el poder, y sus seguidores, toda la población oficialmente, tomaban las calles en grupos de baleles que lucían camisetas con la cara solemne del Candidato Único y no dejaban de gritar su canción que, por sentido común, también atronaba en los bares y las discotecas de los libaneses. Estábamos todos sumergidos en esa marea de júbilo peligroso. El gobierno guineano había prohibido el consumo de bebidas alcohólicas y el tránsito fuera de la ciudad de españoles y nigerianos, elementos discordantes y poco fiables en la euforia provocada desde el Régimen. La propia Corporación había distribuido consejos de consumo interno para no crear alteraciones en el ritmo político del país, una expresión afortunada teniendo en cuenta el número de veces que estábamos obligados a oír el himno del Candidato Único. Discreción era la norma, incluso más que de costumbre, y a nadie se le podía ocurrir quejarse porque nos limitaran el movimiento ¿dónde se encontraba uno mejor que dentro de Malabo? lo demás era selva interminable. En estas circunstancias creía difícil que coincidiera con Beatriz, la cuarentena presidencial resultaba un alivio, me permitiría reflexionar, inventar alguna evasiva, el final de la historia.

Pero me equivoqué. Beatriz se presentó un atardecer en mi casa y yo abrí confiadamente porque no me imaginaba que ella supiera dónde vivía, y menos aún que se atreviera a venir. No hubo reproches, escogió una táctica más hábil; bailó para mí (no fue con el fondo musical del Candidato Único, por fortuna) y no tardamos en recordar ciertas costumbres del deseo, en esa misma cama en la que yo la había codiciado meses atrás tan intensamente. Ahora me lo planteaba como mi última debilidad. Beatriz propuso que nos fuéramos al Joe, hacía una noche perfecta, al lugar en el que comenzó todo y todo debía volver a su cauce, lo que en mi opinión significaba despedirse. No podía negárselo. Pero me asaltó una duda ¿se hallaba el Joe dentro o fuera de Malabo? No dije nada porque no quería que me tomase por un cobarde, como pregonaba aquel chiste colonial un español nunca olvida que tiene el rabo entre las piernas.

Nos detuvieron en una zona boscosa, desierta y oscura, muy cerca de la entrada de Elá Nguema. El camión militar se cruzó delante del coche, casi me echa de la carretera, y enseguida nos rodearon soldados marroquíes. Salí con las manos alzadas y sólo las bajé para señalar las insignias de la Corporación sobre la carrocería. Gritaban continuamente y yo no sabía qué hacer, lo solucionaron pegándome un culatazo en el estómago, una burda y eficaz manera de comunicarse; en medio del dolor sentí que me levantaban y me arrojaban en el suelo de la parte trasera del camión. Cuando pude respirar, pensé en Beatriz, en cómo estarían tratándola aquellos bárbaros y, a pesar del momento, tuve una tremenda erección. Varias manos me registraron, me quitaron la billetera, las llaves, la documentación. . . fueron un poco más allá y tantearon los testículos, sin señal de lujuria, como si únicamente les importara obtener un dato. Durante el viaje no me dejaron cambiar de postura, tumbado boca abajo, con sus botas manteniéndome contra el suelo, yo era su felpudo, les gustaba la humillación, y me lo recordaban una y otra vez frotando las suelas sucias contra mí, sabiendo que no me movería para no recibir patadas. Me acordé de las noticias que había oido en tantas ocasiones sin prestar atención, convencido de que me resultaban por completo ajenas; los soldados marroquíes tenían una larga historia de asesinatos muy violentos: por órdenes, por celos, por error, por capricho. . . Hacía lo posible por parecer un felpudo en el que basta con limpiarse los pies, no merece la pena ejecutar al felpudo, qué pérdida de tiempo y esfuerzo.

 

 

El cuartel olía a ropa tendida. De hecho el patio central se había convertido en un laberinto de cuerdas de las que colgaban calcetines, calzoncillos, uniformes. Las dependencias interiores apestaban a moho, a cuero viejo, y también a orines; en una de ellas me arrojaron sin tomarse la molestia de encerrarme, estaban seguros de que no me escaparía. Toqué el suelo (la oscuridad me impedía distinguir dónde me hallaba exactamente), sentí en los dedos una humedad pegajosa y no quise interpretarlo. Me arrastré a tientas hasta una pared. La tensión y la rabia aumentaban mi fatiga, pero no me atrevía a intentar relajarme. Necesitaba mantenerme alerta por si acaso ellos. . . Tampoco descansaban, se oía un revuelo de gentes y pronto confirmé que algo tenía que ver conmigo. Empezaron a asomarse con una linterna, me enfocaban y lanzaban exclamaciones, silbidos o pedazos de pan, como si allí dentro hubiese un animal o un fenómeno de feria. Un soldado, más obsesivo o curioso que los demás, entró, me concedió un par de bofetadas y me tiró del pelo mientras murmuraba pañoljoputanomasssmujierpati. Aquel ruido de odio sonaba de esta forma, no me lo he sacado nunca de encima aunque me negase a recordar, es ya un rumor interno. Durante toda la noche siguieron pasando las visitas, nadie más me agredió; sé que vinieron también guineanos porque reconocí el acento en las conversaciones. En el bochorno de la estación seca temblaba de miedo y me decía a mí mismo que era el frío, la helada que nos empapa siempre cuando hemos sido atrapados en territorio hostil.

A pesar de mis esfuerzos por mantenerme en vela, el cansancio me venció. Desperté de pronto porque reconocí una voz. Estaba a punto de balbucear como un niño, de pedir protección a quien había acudido a buscarme. De inmediato me di cuenta de que debía de tratarse de un engaño del sueño que intentaba sobreponerse a la realidad. Una luz tamizada, de boca de cueva, me permitía asistir al basurero en que se había convertido mi jaula. No quedaba ningún resto de la noche, ni siquiera mi horror intenso. El descanso había atenuado el pánico y, si no me habían trasladado aún a los calabozos de Black Beach, podía conservar alguna esperanza. Fuera continuaba esa especie de alboroto interminable. Volví a identificar la voz, pero hablaba la misma lengua que los soldados marroquíes y esto me desconcertaba. Tal vez su conocimiento de aquella lengua era el salvoconducto que se trajo del desierto. No me atrevía a pensar que no se trataba de él, necesitaba que me sacase de allí. Entonces oí su risa, una risa compartida con mis captores, se reían de mí, del  pañoljoputa, no lo dudaba; seguramente la situación le imponía ganarse su confianza, pero cómo me dolió la complicidad con ellos, ya no soportaba tantas humillaciones.

Papá Dop tardó un buen rato en conseguir mi liberación. Me miré un momento en sus ojos y confirmé que mi aspecto se había reducido hasta el de un bulto poco tranquilizador. Mientras conducía, dijo:

-¿Mereció la pena?

Y en vista de que el bulto a su lado no emitía ningún sonido, añadió:

-Creo que no había conocido nunca a nadie que tuviera tantos problemas con su polla en tan poco tiempo.

Una frase demasiado larga, y burda, para la ocasión. Quizá se sentía incómodo en esa circunstancia, o le asaltó la urgencia de recobrarme para la vida en el país, porque todavía hizo otro comentario:

-Un gran señor de Mongomo no perdona fácilmente unos cuernos.

Así se resumía todo lo ocurrido. Tan sencillo era resolver el misterio. No me decidí a preguntar por Beatriz

 

 

La casa presentaba un aspecto preocupante. El registro feroz había esparcido papeles y objetos –rotos cuando no costaba demasiado esfuerzo reducirlos a pedazos- estableciendo un desorden premeditado y desafiante. La rapiña había alcanzado la despensa y convertido el lugar en un estercolero. Seguramente habían espantado también a Petra. Busqué los documentos que mostraban la implicación de Cobiellas en negocios sucios, no estaban, me asustó la evidencia de que esas pruebas conseguidas de mala manera por ambas partes entrometían a la embajada y a la Corporación, y me presentaban como un traidor, sospechoso además del espionaje más sórdido. La jugada había provisto de un botín inesperado a las autoridades guineanas, y quizá esa torpeza mía les había convencido de mi utilidad fuera del encierro, libre para lanzarme de cabeza a la pelea entre compatriotas; no subestimes la eficacia de la estrategia de país, es algo que repitió siempre Severiano.

Me aseé, me cambié de ropa y me dirigí a la embajada. LaCava me recibió con el gesto de repugnancia de quien administrativamente juzga si uno cumple los requisitos adecuados para merecer el derecho a un formulario de acceso a la solicitud. LaCava me despreciaba aún más que a esos nativos obsesionados con la autorización de entrada al paraíso; yo no sabía mantenerme en los límites de mis privilegios, invitaba a la serpiente, me atraía el pecado de este otro mundo, dudaba del valor de las fronteras. . . Pero tuvo que aceptar mi intención de entrevistarme con el embajador o un responsable que estuviera a la altura, tampoco rehusaba una conversación con el cónsul o el ministro plenipotenciario, e incluso me servía el apoyo del encargado de negocios dadas las circunstancias. Ninguno de ellos se presentó. Me despachó el Administrador con cara de haber descansado en buena cama, frente al atlántico y al reto de Punta Fernanda, lo que sin duda le proporcionaba cierta ventaja. Deberías poner un fondo de kwasa-kwasa para deslizarte por esta discusión. La partida la empieza él. Dice:

-Parece que esta vez se ha metido usted en un buen lío.

-Yo diría que me han metido. Se trata de una provocación y a mí me han pillado de excusa.

-Incumplió las órdenes que le exigían no abandonar Malabo.

-No salí de los límites de Malabo.

-Los límites de Malabo son cambiantes, dependen de la autoridad, se dilatan o se encogen según le venga bien a la Presidencia. Sólo el centro es seguro en su situación y de ahí no tenía que haberse movido. ¿Sabe el grado de inclinación que tendré que efectuar yo mismo ante el ministro de turno para recuperar el coche que le requisaron y pertenecía a la Corporación?

-No se incline y muestre un poco de orgullo. Le recuerdo que el episodio de los marineros gallegos descubrió la debilidad de la diplomacia española en Guinea. Y en este caso, el mío, no me tranquiliza esa línea de cesión frente a los abusos.

-No le he pedido ni consejo ni opinión. Sus impulsos y nuestros intereses marchan por caminos completamente distintos. En cuanto a este caso, el suyo, no nos engañemos, nos encontramos ante un hecho de evidente deslealtad.

-¿A qué se refiere?

-Me refiero a que usted se llevó documentos confidenciales de la Corporación y de la embajada. Documentos que ahora están en manos de la policía guineana.

-Gracias a un registro absolutamente ilegal.

-La legalidad de este país funciona según estructuras distintas a las europeas. No nos entrometemos en su política. Guinea dejó de ser una colonia hace tiempo. Realizamos proyectos en colaboración y aquí se hacen las cosas al modo africano. Porque esto es África ¿se acuerda?

-Esto es África. Qué disculpa tan práctica. ¿Se puede admitir todo con esa simpleza? Torturas, saqueos, corrupción. . . Por cierto, los papeles que usted cataloga como documentos confidenciales, y de los que yo sólo guardaba fotocopia, demostraban que en la Corporación también se hacen las cosas a la manera africana. Les debería preocupar más acabar con esas irregularidades, y no que se enteren, si no lo sabían ya, los guineanos.             

-Como ciudadano puede comunicar las recomendaciones que estime oportunas. Pero las decisiones las tomamos nosotros, que estamos autorizados para ello. Como miembro de la Corporación ha cometido una falta injustificable. Debe atenerse a las consecuencias.

-Suena a amenaza.

-Supone sencillamente el anuncio de una resolución firme. No podrá continuar en el país.

Mi corazón se aceleró bruscamente. Sentí un vacío en el estómago.

-Quiero ver al embajador.

-El embajador no desea verle a usted. Dedica su tiempo a cuestiones más importantes para la comunidad. Además, la disposición es irrevocable, se lo aseguro. Mejor que le saquemos nosotros del país antes de que las autoridades guineanas le apliquen sus propios métodos. Me temo que, a partir de ahora, no podemos velar por su seguridad. Disculpe la trascendencia un poco patética, pero ¿me creerá si le confieso que su vida, en Guinea, corre peligro?

-Me quitaron el pasaporte.

-Le entregaremos otro con el visado de salida en regla.

-¿Cuánto tiempo. . .?

-Una semana. Dos, a lo sumo. Métase en casa y espere instrucciones. Mientras tanto, haga las maletas. Una semana, dos semanas pasan pronto.

 

El miedo es una planta trepadora y oportunista que se desborda entre los escombros. A mí no me quedaba ninguna entereza. Ni siquiera podía reunir un poco de ánimo para combatir el desorden con que habían marcado la casa. Veía la derrota a mi alrededor, lo roto, lo sucio, lo esparcido fuera del lugar que yo había asignado. . .Así que era tan fácil descomponerme. Se abrió la puerta de golpe y me sobresalté. Era Severiano.

-Un cuchillo demasiado afilado desgarra su propia vaina. Te avisé, y no atendiste a lo que decía. Mira en qué posición me encuentro. Tu obsesión por mantenerme como colaborador ahora me perjudica. ¿Qué voy a hacer para recobrar mi prestigio? Sin él no soy nada en Malabo. Puedo volverme al continente, a recoger bananas en el bosque de la aldea.

No le faltaba razón, o al menos yo ya no conservaba fuerzas para discrepar. Me veía obligado a resarcirle, de forma que no ofendiera aún más su buen nombre. Le pedí que me ayudara con el equipaje; él sabría perfectamente lo que no iban a permitirme sacar del país. Se mostró muy riguroso, mucho más que cualquier aduanero a quien solicitara una penitencia semejante. Me desvalijó, en cierto modo, de mi mala conciencia de poseedor de bienes excesivos para un lugar tan pobre. Luego me impidió la tentación de ofrecerle dinero por los inconvenientes; se lo cogió él mismo sin darme la oportunidad de ser generoso: los francos cefas carecían de utilidad en España y resultaba difícil transformarlos en  una moneda más ventajosa. Con los recursos suficientes para rescatar su dignidad puesta en duda, comenzó a interesarse por mis problemas reales. En su opinión, el asunto del medioadulterio era una farsa (noté una punzada de irritación ante la posibilidad) desde el principio. Se habían servido de esa estratagema para encubrir lo más importante: el registro de la casa, la búsqueda de la lista de estudiantes que participaban en unas reuniones demasiado sospechosas para el gobierno (¿no me había enterado? detuvieron a muchos de ellos mientras yo discutía en la embajada). Severiano me lanzó una mirada de reproche:

-¿Qué piensas hacer?

-No puedo hacer nada, ni siquiera por mí mismo. No tengo influencias, tampoco tengo valor. . .

-¿Ese es el paraíso que les prometías? Como los curas: en otra vida.

-No te cebes, Severiano; estoy sufriendo por todo esto. Mis intenciones eran buenas, lo sabes.

-¿Te basta? ¿Eso te da inocencia para continuar viviendo sin remordimientos? ¡Blancos! Cuando se mojan, salpican a los demás, pero se niegan a entregar la toalla. –Arrastró las cajas con su botín hacia la puerta y se despidió con otro proverbio nativo,  como si su uso aumentara la distancia entre él y yo- El extranjero no ve, aunque tenga los ojos abiertos.

 

Todavía volvió al día siguiente. No se trataba de apego ni de curiosidad por conocer mis emociones, mejor dicho, la falta absoluta de reacción ante lo que ocurriera. Me contó que Cobiellas iba pregonando por todo el búnker de la Corporación su lástima hacia mí, y una moraleja: somos la presa favorita de insectos, soldados y putas; hay que estar atentos. El enemigo se compadecía, ya no se podía caer más bajo. Cuando el perro, en vez de morderte, levanta la pata para mearte es que has tocado fondo de verdad. Severiano descargó así su última pulla, y se fue.

En cuanto se ocultaba el sol cerraba la casa fuertemente, arrimando incluso mesas y sillas contra puertas y ventanas, por temor a un asalto de la policía guineana, la tropa marroquí o alguna gente violenta que hubiese sido aleccionada en un impulso patriótico. Durante el día dejaba la puerta principal entreabierta de forma que pareciese que me sobraba confianza, que no vivía sobrecogido por la posibilidad de una visita hostil. En realidad esperaba llamar la atención de mi vecino, cuya rutina oía una y otra vez en el lado opuesto del jardín. Pero Papá Dop nunca acudió ya, como si estuviera acostumbrándose a mi ausencia.

 

Quien se presentó una mañana, sin previo aviso, fue el Enterrador, lo mismo que sucedería en tu caso, imagino, aunque ahora habrá un sustituto porque este al que yo recibí, incluso pareciendo un viejo prematuro, no tenía edad ni salud para continuar en el difícil departamento de recursos humanos de la Corporación. Por lo que me dijo, hasta unos años antes había ejercido como Embalsamador, lo que resultaba mucho más llevadero puesto que los sancionados con una finalización urgente del contrato no ignoraban que la Corporación volvería a llamarlos, en un futuro cercano y para otro país menos conflictivo, y eso suponía una ventaja en el trato, casi un concilio de compañeros que aceptaban con buen talante la situación. Teóricamente, según el organigrama, el cargo de Enterrador se entendía como un ascenso, al que por supuesto nadie podía negarse, pero aquello se convertía cada vez en una ceremonia detestable. De hecho padecía de los nervios y se le notaba siempre a la defensiva, convencido de que el empleado del que debía desembarazarse estaba a punto de enganchársele al cuello y cometer un escarmiento con él, pobre subordinado de falsa categoría, como representante de la Corporación. Mantuvo esa retórica sumisa mientras me obligaba a firmar los papeles que me apartaban de su mundo exacto, sin confusiones ni ambigüedades ni imposturas. Después, al cabo de una semana, me entregó el finiquito, el pasaporte con permiso de salida inmediata y el billete de avión. Entonces se repuso y me miró desde una superioridad exultante, orgulloso de haber servido lealmente a la Corporación, fortaleciéndose en la barrera que nos separaba, tan lejos la fidelidad recompensada del vacío de la traición, y ya sabes tú qué cierto es todo esto aunque lo contemos de manera diferente.

 

Fui hasta el aeropuerto en un taxi de país, compartido con un par de señoras guineanas inmensas, un tipo extraño que bien podría haber sido de la vigilancia policial, una gallina de conversación interminable aunque monótona y una carga enorme sobre la que se bamboleaba peligrosamente mi maleta. Resultó milagroso que llegáramos a tiempo, antes de que saliera el avión con destino a Madrid, teniendo en cuenta la lentitud de los trámites de la aduana. Pero ese fue el viaje más auténtico que realicé en mi estancia en Malabo, apartado de mi brillante carroza con los emblemas de la Corporación. Quizá por este motivo nadie se fijó demasiado en mí. Un blanco que se trasladaba en taxi de país no tenía ningún interés, ni para morderle ni para mearlo, según la clasificación rencorosa de Severiano. Tampoco podía presentar avales o privilegios que me protegieran, y eso me preocupaba más, porque persistía mi horror a ser nuevamente detenido; veía el avión en la pista, apenas a doscientos metros, pero no estaba seguro de que me permitiesen marchar en ese vuelo. En la zona reservada alcancé a descubrir al personal de la embajada española llevándose la valija diplomática con los periódicos que colocaban a cada uno en su lugar, los príncipes del domingo, los del lunes, los del martes. . . a prudente distancia de las docenas de hombres y mujeres que sólo acudían a mirar, a incluirse en las miradas de quienes aún traían la imagen complaciente de Europa en el gesto, a observar la suerte de los que se iban para allá, hacia el otro lado de la selva y del hecho grave de no tener. Y a su juicio debía sentirme satisfecho.

 

No perdí el contacto con mi reciente historia africana. Pronto fueron llegándome detallados mensajes que me hablaban de las consecuencias de mi paso por Guinea. Según aquellos primeros informes, Cobiellas y el ministro del gorro de leopardo habían coincidido detestándome, cada cual con sus propias razones que tú ya conoces, y juntos habían inventado un escarmiento en el que el ministro, generoso, prestaba a una de sus amantes más flexibles y menos escrupulosas (se llamaba Muna, pero Beatriz les pareció más acogedor y oportuno para el cebo, supongo que fue una aportación de Cobiellas que creía conocerme y debió de disfrutar con el truco, como un buen jugador de akong), aunque nunca me dijeron por qué ella había aceptado esa comedia, a cambio de qué. A fin de cuentas la engañaron también, o algo se les desbordó, porque el ministro la repudió en cuanto se deshicieron de mí. Sé que pasó a manos de Cobiellas durante una temporada, le quedaba cierta curiosidad, y la rechazó después afirmando que era una mininga de poco valor y no entendía cómo había podido fascinarme (ignoro si el ministro concedió alguna importancia a este desprecio, o seguramente no percibió hasta qué punto participaba de él). Beatriz, o Muna, era una superviviente de lujo, así que se emparejó con un belga que capitaneaba un transbordador por las costas de Camerún. Por lo visto estaba durmiendo en el camarote cuando la embarcación zozobró y se hundió a toda prisa. Su amante el capitán se salvó y huyó a lugares donde no le interrogaran sobre el tipo de mercancía que transportaba. Nunca se rescataron los restos del transbordador –no hay dinero para recuperar la chatarra que naufraga en África- y en su interior permanece el cadáver de Beatriz-Muna junto con varias decenas de pasajeros sin suerte, no se ha sabido el número exacto. Mi informador sugería que yo me había convertido realmente en el causante de la desgracia de aquella mujer. No es una hipótesis que me parezca descabellada. La responsabilidad tiene costumbre de piojo y sólo se queda con quien no acierta a desprenderse de ella, un proverbio que le habría gustado a Severiano.

Tampoco Severiano está fuera de las versiones. Otro rumor afirma que él le proporcionó mi dirección a Beatriz, le recomendó el día y la hora de su visita, e incluso le ofreció algunos consejos para deslumbrarme de nuevo, sustituyó la furia de hembra agraviada por la maña del baile complaciente; me molesta que en todas las lecturas siempre haya alguien que intuya el modo de manejarme. Luego nos denunció a su amante oficial, al ministro, por intercesión de aquel primo que supuestamente trabajaba en el entorno de la Presidencia. Lo demás vino rodado, simple inercia, aunque se esforzó también en quitarse de enmedio a mis alumnos, ahí había empezado su rencor, en los celos hacia Telesforo, sin duda pensó que acabaría regresando al taller, a las manos marcadas por los cortes de las chapas. Fue entonces una venganza tajante y bien medida, pero sin entrometerse en persona, a su estilo.

Todavía me comunicaron una posibilidad más. Esta vez se inicia en el gueto de las caracolas. Cuando se me pasó por la mente la idea de abandonarlo, Papá Dop ya se encontraba al acecho y movió varias influencias para que yo ocupase la casa contigua a la suya, que casualmente el inquilino anterior se había visto obligado a desalojar con urgencia. En esta suposición no aparecían las razones por las que Papá Dop lo había decidido así; parece en cualquier caso que tenía asuntos muy serios que ocultar a la vigilancia continua del gobierno guineano y un ingenuo torpe y escandaloso como yo llamaba tanto la atención que, a la sombra de mis errores, podía Papá Dop construir sus secretos. Sin embargo, me desbordé más allá de sus cálculos, estropeé el decorado antes de lo previsto y me consumí en mi propia imprudencia, como una polilla. Debes reconocer que se trata de una interpretación honorable: ser elegido pelele de disimulo por Papá Dop supone una categoría que no se alcanzaba fácilmente, ni dentro ni fuera de la Corporación.

No me quedo con ninguna de las posibilidades. Creo que todas ellas se mezclaron para obtener el mismo resultado. En un boletín de Amnistía Internacional, que apareció al año siguiente de mi expulsión, se denunciaban torturas y desapariciones en Guinea, una lista en la que reconocí los nombres de la mayoría de mis alumnos, y una foto, un muchacho que miraba a la cámara con un pánico que le deformaba el rostro, tanto que me costó identificar a Telesforo, tenía las orejas cortadas a tijeretazos, como esos perros atacados por la motu-motu, con los muñones sangrantes, la encarnación del miedo absoluto para el que no hay ninguna salida ni consuelo. Después me alcanzó la noticia de la muerte de Beatriz. Me habían convertido en un extraño rey midas que repartía horror entre quienes se aproximaban demasiado. Y se me cerró la memoria, sin proponérmelo, supongo que fue un acto reflejo para escapar de la culpa.

 

Tú y yo no pertenecemos a la misma época, tampoco estamos en el mismo lado. Mientras ocurría este epílogo terrible de mi historia, iniciabas la tuya y te acomodabas en un mullido puesto dentro de la Corporación. Los abusos no te afectaban. Has asistido a los cambios que trajo la extracción de petróleo y al vertido de residuos tóxicos en las aguas de Annobón, el paraíso que ya no visitaré jamás porque lo han convertido en uno de los grandes basureros del mundo civilizado. Las compañías estadounidenses se han apoderado del negocio y la Corporación, ahora más que nunca, acepta todo tipo de suciedad con tal de mantenerse a flote en un mercado cada vez más difícil, es la estrategia de Cobiellas que se sobrepondrá siempre a las circunstancias, al fin y al cabo lo hicieron entre la colonia y la independencia. Pero crees que tú y yo podemos ser cómplices en la búsqueda de justicia para nuestro caso particular, porque a los dos nos arrojaron por la borda, en momentos diferentes. Y te equivocas. Me he recordado a mí mismo esta historia para demostrártelo. ¿Tienes tú ahí, en tu rabia de expulsado, algo que se le parezca?

 

GLOSARIO

 

Akié: Exclamación capaz de expresar sorpresa, admiración, alegría u otras emociones para las que nuestra lengua no tiene nombre.

Akong: Juego muy popular en África central. Con él se adquiere destreza en el cálculo y también se aprende a prever la ocasión. Los buenos jugadores manejan las cuentas y la estrategia con una rapidez admirable.

Balele: Grupo de baile africano que, en los diccionarios de la RAE hasta no hace mucho tiempo, encarnaba la lascivia y la barbarie de los nativos.

Bikoro: Bosque secundario, de difícil acceso, que brota en los huecos y las talas de la selva.

Bilolás: Carne sabrosísima de un caracol enorme para las proporciones europeas.

Bitacola: Excitante natural. Mezclado con alcohol provoca erecciones legendarias.

Boy: Criado o criada a pleno rendimiento, un provechoso vestigio colonial.

Calabó: Madera para la construcción de las chozas indígenas.

Cayuco: Embarcación hecha de un tronco ahuecado.

Chapear: Segar con machete, sobre todo el césped de quien pueda pagar –aunque sea poco y mal- por el trabajo.

Chuku-chuku: Puerco espín tamaño África.

Contrití: Infusión con cierto gusto a limón; se supone que su efluvio espanta a los mosquitos.

Factoría: Establecimiento donde se puede comprar todo aquello que pueda llegar a un país africano, que no es mucho.

Finquero: Dueño de fincas en su condición de blanco privilegiado.

Fritambo: Antílope enano de la selva, habitual en los puestos de carne del mercado.

Grafís: Marisco de río antes que cangrejo de agua dulce. Una delicia que además suele ofrecerse en locales de los que conviene guardar buen recuerdo.

Guachimán: Vigilante nocturno.

Jején: Mosquitos voraces, prácticamente invisibles, que recuerdan al hombre que está hecho de piel y de carne.

Mala cabeza: Estado de descontrol o desorden mental.

Mami-watá: Espíritu de las aguas, semejante a una sirena, pero menos pretencioso y más eficaz.

Mininga: Mujer, en fang. El milagro colonial convirtió la palabra en amante, concubina, puta. Los residentes europeos han mantenido esta herencia con gran entusiasmo.

Motu-motu: Mosca, carnívora, que muerde y tiene una especial predilección por las orejas de los perros.

Nipa: Hoja de palmera con la que se construyen porches y techos.

Nkué: Cesto grande que se transporta a la espalda y sujeto con tiras a la frente, semejante al cuévano de los pasiegos.

Patio: Antigua hacienda dedicada a la agricultura, habitualmente con secadero de cacao y barracones para las peonadas.

Peluda: Tarántula.

Pichi: Pidgin, el inglés corrupto que se ha convertido en la melodía con que se entienden numerosos habitantes de la costa occidental de África.

Tambale: Instrumento de percusión, con forma cuadrada generalmente.

Waka-waka: Ritmo de moda en África central a finales del siglo XX, algo así como un destilado, bueno para momentos interminables.

Wanga: Marihuana de país.

 

FÁTIMA O EL PARQUE DE LA FRATERNIDAD

 Por Miguel Barnet

 

A los siete años, en la cocina de mi casa, en Madruga, se me apareció la Virgen de Fátima.  Por eso a veces la gente ve un halo rosado alrededor de mi cabeza.  Fue una aparición que marcó mi vida.  La vi en la puerta de la cocina pero no estaba de pie, ni en una roca como dicen que está ella, estaba sentada en un taburete y era mulata.  No sé si ustedes han visto a la Virgen de Monserrat, una que es negra y está en un butacón dorado, bueno, pues la Fátima que yo vi era parecida, pero no tan negra y estaba sentadita de lo más oronda en su taburete.

 

Yo he sido una persona con suerte y a lo mejor es por eso. Bueno, también porque nunca le he pisado la cabeza a nadie, ni me he metido en lo que no me importa.  He hecho lo que me ha dado la gana, y a lo hecho pecho.  Me mantengo porque tengo un espíritu joven y una energía positiva que viene de Saturno según dice mi signo zodiacal.  Si me vieran ahora desnudita de la cintura para arriba, pero yo tengo mi recato y no me dejo ver por cualquiera.  Para verme hay que soltar el guano bendito y para tocarme más.  En  el fondo soy una puritana porque no me gusta que me vean desnuda en los camerinos cuando hay función.  Ellas no, ellas se sacan los trapitos y los tiran en el piso como si nada.  A mi me dicen la monja, la Monjita Fátima.  Es que aunque pecadora creo en los biombos y me cubro.  También en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo y hasta voy a la iglesia los domingos, ahí, al Carmen porque yo soy de iglesias grandes y lujosas y de curitas graciosos y jóvenes como ese del Carmen, Virgen Santa, que con sotana y todo me lo comería con mantequilla.  El me mira y yo lo cacho de arriba abajo pero no, no se da cuenta porque cuando quiero doy una mujer muy seria, de mucho copete.

 

Claro, se ve en mi ropa, en mis tacones a lo militar que me empinan; si ustedes vieran en la misa cómo sobresalgo entre todo el mundo y son los taconazos esos que no me quito ni para dormir.  Dicen en el Parque de la Fraternidad que yo fui quien los implantó.  Hay que ver a las de mi cuadrilla con ellos, no pueden, se van de lado, no tienen estilo, parecen zambas.  Nadie camina con ellos como yo porque ni me caigo ni pierdo el equilibrio.  Y estoy aquí arriba, montada en zancos, como la Reina Madre de Inglaterra que era un tapón y parecía una señorona y es porque la calzaban con corcho y le enguataban los pies para que no le dolieran los juanetes.  La Reina Madre no soy pero Fátima en el Parque de la Fraternidad si, y me respetan porque una cosa es el negocio, la sobrevivencia y otra es la exhibición y el relajo.

 

Yo soy una reina y cuando me paro en la esquina el que se me acerca es para salir conmigo y comer en mi plato porque ya se decidió, no viene a hacerme entrevistas ni a indagar en mi vida, viene a pasar un buen rato o a sentarse conmigo en el banco hasta que lo caliento con la mirada o con la conversación para que la cosa se les hinche y se le ponga bien durita, porque está el tímido, el que viene por primera vez, tan tiernecito, tan sanaco y yo los pongo a gozar porque yo sí les busco las cosquillas.  Pero están también las bichas, las comelonas, las mandadas, las que se creen que porque van al grano se llevan la mejor tajada.

 

No, no saben de este negocio, hay que hablar, pasarles la mano, decirles que no se sientan culpables, que sus mujeres son sus mujeres, que su casa es su casa, y que una lo que les va a dar es un regalito, un bombón pasajero. Y se ríen porque hay que desinflarlos; llegan con millones de problemas, camuflajeados, con traumas, traumas que yo nunca tuve y algunos a lo que vienen es a desahogarse y cuando me quito el vestido se lanza ahí mismo vestido se lanzan ahí mismo desesperados porque vienen con un atraso ...  Dios Santo, líbrame de esa condena, gracias por haberme hecho así, dispuesta siempre a salir a la calle y comerme la tierra.  Soy muy suelta, no, no tengo traumas.  Ellos sí, ellos se ponen a darle vueltas a la cosa y a hacer preguntas indiscretas y dime chica tú te sientes mujer y cómo es eso si tienes un rabo como yo y a lo mejor de cañón largo y todo.  Ahí es donde yo los agarro y los voy destapando como a un paquete de regalo, les quito las cintas, los alfileres, todo, y salen desnuditos, maricones tapiñados pero que pagan más que los hombres porque van a eso.  Y yo no me alegro de tener lo que tengo, quiero ser de otra forma, pero soy como soy, como Dios me trajo al mundo.

 

Podría contar tantas cosas que he visto, que me han pasado a mi misma, no ahora sino cuando era joven...  Prefiero callar porque si los médicos y los curas tienen su ética yo tengo la mía también.  Parta inventar mejor me callo.  Sería una crueldad ponerle a la gente el caramelo en la boca y luego no dejárselo chupar.  Me he visto en situaciones negras, eso sí, porque soy mandada a hacer, me lanzo en terrenos difíciles y con gente dura.  Les se, les se mucho, pero callo porque en el fondo ellos me buscan a mi para eso.

 

No te equivoques, yo soy hombre a todo pero tú me calientas la cabeza.  Nada que lo que hago es hablar como una cotorra en celo y eso les gusta.  Y la imaginación... el arte mío para volverlos locos: espejos en el techo, en las paredes, en el piso; el salto del canguro, el palo del escaparate, un escaparate bajito y yo arriba haciendo mi strip-tease; les voy tirando las prendas una a una y después les pido que se vayan desnudando y no los toco, ni me les acerco.  Se ponen a mil, me quieren enlazar y tirarme de ahí arriba y cuando ya

 

me ven como Dios me trajo al mundo quieren morirse y ahí es donde me lanzo y me los como a mordidas sin besarlos, les hago cosquillas, los vuelvo loco.  Todo eso cuesta, claro está, pero me divierte porque la fantasía es la madre de la cama.  Salen contentos y me regalan lo que se me antoje.  Testigos son las empleadas de los hoteles y de las tiendas nuevas que han abierto aquí.  Fátima, llegaste a arrasar, mira, lo último es Humo en la Noche de Lanvin, pero con qué se sienta la cucaracha, si no me lo regalan...

 

Tengo una colección de perfumes para abrir una boutique.  Por eso le pongo candado a la puerta de mi mansión porque al pobre le gusta lo bueno igual que al rico, yo diría que más porque el rico está saturado, empalagado y no le coge el verdadero gusto  a las cosas.  Esa es mi teoría sin haber leído un libro ni haber abierto nunca un mataburros.  A mí me sale la verborrea esta que tengo desde que soy una niña.  En mi casa me mandaban a callar porque yo daba sermones en el portal, me creía dueña de la situación cada vez que había bronca o que mi padre llegaba borracho a quererle dar a mi madre.  Ahí sí me volvía una fiera, se me salía un hombre que yo me había tragado en una encarnación anterior, pero un hombre de pelo en pecho, porque hasta lo sonaba, le daba con la escoba, con la  lámpara de la mesita de noche, con lo que tuviera a mi alcance.

 

El muy cabrón le hizo horrores a mi pobre madre.  Cuando eso me viene a la mente me quiero comer a los hombres, los abochorno, los pongo de vuelta y media si se atreven a lanzarse conmigo en cualquier vuelta.  Guardo ese odio y no le perdono los golpes que me dio y las veces que tuve que dormir en el portal o en el patio, junto al corral de los pollos con olor a porquería y oyendo los gritos que le pegaba a mi madre.  Si yo debía ser invertida pero es que los hombres me gustan demasiado.  Pero los se llevar cortico.

 No les dejo pasar una.

 

En Madruga me respetan porque me conocen bien y saben que al que me hace daño el daño se le vira en su contra.  Mi Ángel de la Guardia es muy fuerte.  Tengo en mi favor a la Comisión del Hielo.  Con eso no me hace falta hacer ninguna brujería, ningún bilongo, eso camina solo y paraliza a cualquiera.  Me basta con saber el nombre y apellido de la persona.  Cojo un papel, preferiblemente plateado porque es tratado de Obatalá, y dentro le meto otro con el nombre del que me ha querido joder, y lo pongo en el congelador de la nevera siete días seguidos.  Al séptimo día lo saco tieso, ese no levanta cabeza más nunca.  La Comisión del Hielo es más fuerte que una prenda judía.  Por eso me respetan.  Y, desde luego, porque me he sabido ganar la vida sola.

 

Vendí caramelos en el cine Marta, bombones, galleticas, refrescos... me compraban pero luego me ponían a trabajar porque iban ruinos.  Pss, pss, pss y era para eso, nunca usé linterna, los conocía del barrio, sabía bien quiénes eran, todavía tengo la lista de los teléfonos en la cabeza porque algunos me daban el teléfono cuando se querían pasar de rosca.  Jamás llamé a un solo número.  Caían mansitos porque las muchachas eran prohibidas, tenían vigilancia en el pueblo, espías, y ni soñar con salir de noche.  Es cuando yo hacía la zafra.  Me los llevaba para las afueras, para el campo, yo a´lante, claro está, y ellos caminando detrás por la acera opuesta, hasta que entrábamos en el monte.  Le conozco al monte todos sus recovecos, donde hay un bajío, donde la hierba es fina y no hay ni guao ni guizazos, donde nadie te puede ver.  Esas aventuras mías...  Me pasé al pueblo entero y todo en silencio porque al que hablaba, Ave María, le caía el Armagedón.

 Luego me metía en el río, me daba un baño sabroso, y ya despejada me ponía a hacer balance.  Los tenía a todos en mi archivo secreto personal, bajo mi control absoluto.  Al día siguiente ellos en el parque con sus novias y yo zafia, jefa de campamento, pasando para mis adentros.

 

Este la tiene grande, este chiquita, este es el del lunar, este es el de la perla, este es caballero cubierto...  No me puedo quejar, he gozado de lo lindo.

 

A veces quisiera ser Madonna para salir de mi casa en un limousine y por la puerta de atrás.  Y desayunar con pasteles y hot-cakes, como los de las películas y tener mucho dinero, mucho, mucho, mucho, para no estar obligada a verle la cara a nadie y pasearme con un mulato claro con piernas de goma, de esas de ciclista, como el marido de ella, un cubanazo riquísimo que dicen que la arrolló en la calle y la recogió para echarle un polvo, un polvito y hacerse millonario.  Por desgracia no soy Madonna y aunque me gusta mi barrio, tener que salir a buscar el pan todos los días a plena luz con maquillaje y tufo de la madrugada me revienta, pero tengo que hacerlo porque sin desayunar no veo, voy ciega, camino en el aire medio turulata.  En lo único que soy medio americana es en eso.  Me gusta desayunar con huevos fritos y jamonada, con pan y café con leche, porque yo desayuno cuando la gente por lo general está ya almorzada y hecha leña de una mañana trajinada.

 

Me levanto a las doce del día o la una vestida de la noche anterior y como no tengo teléfono, ni timbre en la puerta nadie me molesta, y saben, saben bien que trabajo hasta que sale el sol y que llego muerta y no me dicen ni pío porque me temen.  Al más pinto lo pongo de vuelta y media.

 

Este cuarto era de un bongosero de la orquesta Sensación y cuando él se murió yo lo pedí, hice mis gestiones porque yo vivía en la calle, en el parque, en la terminal de trenes;  dormir en la terminal, sentarte en un banco como una estatua bostezando y cayéndote de lado, eso nada más que lo sabe quien lo ha sufrido en su carne.  No voy a  decir cómo porque no quiero echar pa´lante a nadie, pero me dieron este cuarto y aunque el baño está afuera es mi cuarto, mi reino, y aquí no viene nadie.  Aquí gobierno yo y presiden la Virgen de Fátima y la Caridad porque el caracol dice que soy hija de Ochún Panchágara.  Por si acaso la tengo en una maceta enterrada.  A mí me enseñaron en Madruga que a los santos se les guarda en cazuelas y en soperas.  Ochún crece en la mazorca de maíz  tierna y sale en unas hojitas verdes paraditas que son una belleza.  Mi tratado es de Palo Monte, sin embargo, pero yo a quien venero es a Fátima y a la Caridad del Cobre.  Esas son mis guías, las que están en mi cabeza y en mi corazón. 

 

Mis clientes jamás han venido a mi cuarto.  Para eso está El Reguero, como le pusimos a una accesoria que hay en Campanario, donde gobernamos nosotras, las abejas de la noche.  El Reguero es un truco, ahí guardamos el atrezzo nuestro: plumas de azufre, de rojo aseptil, de azul de metileno, vestidos rehechos, bueno, inventos del período especial.  Ahí Versailles se queda chiquito.  Si Campanario hablara no quedaba títere con cabeza ni nadie que pudiera decir yo levanto la mano.  Todos agachaditos ante nosotras que somos las lechuzas del parque, las linternas, como nos dice la policía, porque siempre estamos alumbrando como los cocuyos.  Claro,no siempre vamos ahí.  Si es un Pepe con plata nos lleva a un hotel o a la Marina Hemingway pero es un peligro porque si nos descubren se puede formar un rollo.  En este país todo se sabe pero se disimula bien.  Y nadie va a destapar el gallo.  Que cante cuando le parezca, mientras tanto seguimos viviendo de eso que es lo que nos da para comer y vestir.

 

Me visto bien.  No me gustan los trapos de segunda mano, ni las baratijas, un día entro a una tienda de ropa reciclada y si encuentro algo que me acomode lo compro, pero eso es de Pascuas a San Juan porque entrar allí y vomitarse es lo mismo, la peste a ropa de uso sin lavar es lo último.  Tengo tres trapos pero buenos y tres pares de zapatos pero buenos, de los que no hacen ruido ni chillan como grillos, de los que dicen por abajo puro cuero y son de seda, seda en el pie.  A mí me han enseñado mucho las revistas.  Ahora mismo estoy de luto porque la princesa Diana era mi ídolo, y ya ven se mató en París en un Mercedes Benz negro con un millonario egipcio.  Hicieron bien en La Habana Vieja en levantarle un parque porque ella fue una santa dadivosa.  Yo estuve en la inauguración: el cuerpo diplomático, las señoronas, los señores, la gente grande, alabado sea Dios, aquello fue un success.  De lejos, porque yo no tenía invitación, pero vi el show y oí el discurso del historiador y del embajador de Inglaterra.  Todo muy chic.  Cuando la high se fue en sus carros negros yo entré al parquecito, frente a la bahía, y le dije, Diana, te fuiste sin pedirle permiso a tus admiradores, te adoré porque eras bella y buena y te sabías vestir como nadie y le diste por el culo al príncipe Charles y a toda su parentela.  Figúrate, que has puesto a la reina a tomar cerveza en un bar con la caterva de los bajos fondos.  Nada más que tú hija, por eso te pongo esa flor, y le tiré ahí mismo un príncipe negro.  Lloré a Lady Di y a madre Teresa de Calcuta, para que después digan que las que nos dedicamos a esto somos una bandoleras y unas desalmadas. La gente es muy mala y no reconoce el mérito ajeno. Te encasquetan un sanbenito y ya.

 

 Leo mucho, sobre todo las revistas que me traen de España porque uno de mis clientes es piloto de Iberia y tiene más horas de vuelo que yo de calle.  Él me adora, pero tiene un defecto y es que le gusta intercambiar su ropa conmigo. A mí eso me molesta, me saca de quicio, porque es un hombrón de seis pies, macho macho, de Valencia pero le gusta ponerse mis vestidos y mis tacones y se pinta la boca y se mira al espejo y dice qué mona estoy, ahora ven que te voy a coger y vas a saber lo que es bueno.  Y yo de piloto, con la gorra y todo me tengo que dejar follar como dice él tan gracioso con esas zetas que le quedan tan ricas y ese olor a colonia.  Mi gallego es valenciano y el paco de revistas que me trae llenaría la Biblioteca Nacional hasta el tope.  Si, yo las presto, y también si son nuevas las intercambio.  Tengo mi revisteca o como se diga, a mí me gusta compartir lo mío.  No es igual que tú le estés hablando a una estúpida de estas de la Reina de Inglaterra, de la Preysler o de Isabel Pantoja y que no sepan de la misa la media, a que te puedan al menos contestar y opinar si es que tienen cerebro.  Eso de que la más bruta es obispo es mentira, mentira.  Las hay alcornoques.  Lista yo, espabilada yo.  Estoy en lo que estoy porque me gusta la farándula y porque me da para vivir, pero estudié, aproveché mis años juveniles y me preparé para la vida.  Soy mecanógrafa bilingüe y trabajé varios años en una empresa de computación hasta que conocí a Andrés.  Esa fue mi desgracia.  Andrés Hidalgo, Vaselina, como le dicen porque se pone la porquería esa en el pelo para que le brille.  Es el Travolta cubano, yo lo reconozco, pero me desgració porque me enamoré de él hasta la pared de enfrente.

 

Antes de conocer a Andrés yo era Manolo o Manolito para mis íntimos; unos pocos por cierto. 

Nunca me gustó mi nombre porque era nombre de torero, de policía, de carnicero, qué se yo, de hombre, y me lo quise cambiar por René que es más suave pero Andrés me dijo que lo que tenía que cambiarme no era el nombre si no los huevitos.  Al principio yo me reía pero luego la cosa empezó a coger fuerza y ya él no me decía Manolo sino mi Reina, Mamita...  Y en la cama yo era su bombón.  Es verdad que soy más lampiño que un perro chino pero era hombre y él me convirtió en mujer.  Yo sí no fui al hospital Ameijeiras, ni llené planillas para la operación, nada de eso.  Le tengo terror a las cuchillas.  Él me transformó poco a poco con sus mimos y sus exigencias.  Me pedía que me vistiera de azul, y de amarillo pollito con ropas que fui consiguiendo de amigas mías de la empresa que sabían que yo estaba loca por él.  Ellas me ayudaron, fueron mis cómplices aunque yo se que a ellas también les gustaba Andrés pero no me lo confesaban.  ¡Cómo no les iba a gustar aquel hombre alto, musculoso, de ojos de tigre y con unas manos que parecían de mármol!.  La piel de Andrés es única, de vinil y de un tono rojizo precioso.  Manolito, qué color es ese hijo, me preguntaban  mis amigas y yo les decía que se quedaran ellas con Robert De Niro y con Sylvester Stallone que yo tenía mi Andrés.  Le regalé una cadena de oro con una santa que nunca supimos quién era porque la traía un italiano en el cuello y yo se la quité.  Ahí fue donde empecé a conocer gente ajena a Andrés, extranjeros, para darle por la vena del gusto.  Todavía yo era Manolo, Manolito en La Habana.  No me había realizado en lo que soy hoy: Fátima, la reina de la noche.

 

Andrés y yo nos estuvimos viendo como seis años.  Fueron los seis años más felices de mi vida porque en toda La Habana no había uno más castigador que él y yo lo retuve frente a toda la manada de jineteras asquerosas y locas travestis que le hacían la corte.  Yo como hombre, con mis huevitos, nada de disfraces, nada de mentiritas.  Cuando me decidí a cambiar él se desilusionó un poco porque lo que hacíamos de noche, mis locuras no las quería compartir con nadie pero la panza es la panza y yo tenía el estómago pegado al espinazo.  Me lo gastaba todo porque a Andrés le gustaba lo bueno, bebía su poco y empezaba con el rollo de la marihuana.  No me quedó más remedio.  Lo que ganaba se lo daba completico a él.

 

Oye que Vaselina te va a dejar como el gallo de Morón, sin plumas y cacareando.  Seguía mi camino, no le hacía caso a nadie, pensaba y lo pienso todavía que era la envidia verde que me tenían todas esas cairoas del Parque de la Fraternidad.  Digo de la Fraternidad porque yo empecé a frecuentarlas a ellas allí, en los bancos del parque, a partir de las once o doce de la noche.  Caí en esto espontáneamente.  Y Andrés se benefició porque era el único modo que yo tenía para amarrarlo; ni babalao, ni cartomántica, ni  espiritista, ni Juan de los Palotes.  Era el guano bendito, el owó, como dicen los santeros, lo que le gustaba a él.  Le metí owó hasta  por los oídos.  Le salían los billetes por cada huequito que tenía en el cuerpo.  Era mi santo, mi rey, mi todo.  Iba con extranjeros y me repugnaban y los mismos cubanos me eran indiferentes, antiflogitínicos.  Mi vida era él.  Andrés Hidalgo, y mi perdición.  Cuando me dijo, Mami tienes que dejar este mostrador y salir a la calle con tu carita y tu culito para que yo pueda seguirte adorando, no lo pensé dos veces.

 

Una tarde llegué a la oficina y le dije al jefe, Vega, me voy, pido la baja.  Pero Manolito, si tú eres el más cumplidor, el único que se queda aquí hasta las ocho de la noche y no se queja, tú sabes el hueco que me vas a hacer.  No te creo, dime qué te pasa.  Es verdad que yo eché el buche en esta oficina.  Vega era un hombre mayor, calvo como una bola de billar y feo que era un insulto público.  Los niños le decían Vega, chipojo, porque tenía la cabeza alargada y la barba medio verdosa.  Era la reencarnación del indio Putumayo.  Pues me voy a dar la baja porque tengo una situación moral.  Te aumento el sueldo con cincuenta pesos.  No, Veguita, no es eso.  Yo necesito más, mucho más porque tengo que mantener a mi familia.  Ese  es  Vaselina,  Manolito, confiésamelo, yo puedo ser tu padre.

 

En esta ciudad machista, de machos por donde quiera, que un hombre de su respeto me dijera esto, me sacó las lágrimas, pero le conté hasta donde la vergüenza me lo permitió y él entendió o hizo que entendía y me dio la baja.  Vega, donde quiera que estés te guardo mi cariño, que la Caridad del Cobre y la Virgen de Fátima te protejan.  Tú si me comprendiste.  Tú fuiste el padre que no tuve.     

 

Al día siguiente, ya con mi cuarto asegurado y la ropa que había comprado a mis amigas de los shows de Bejucal y de Cojímar, más lo que tenía de mis bacanales con Andrés, salí a la calle, por la noche, claro está, como Fátima.  Me decidí porque siempre he sido una persona temeraria.  No conozco el miedo.  El barrio me reconoció y cuando empecé a salir vestido de mujer empezaron los murmullos y los insultos pero yo me hice de la vista gorda.  Los viejos no me decían nada, eran los jóvenes, los jóvenes los que me gritaban loca, descarrilada, mamalona, ven que tengo para ti; en fin, que tuve que cruzar el Niágara en bicicleta, salté obstáculos de candela y heme aquí, dueña y señora de mi vida, pero en el fondo sola, sin Andrés, sin amigos porque esta vida da para comer y vestir pero se las trae.  Aquí nadie quiere a nadie.  Esta es la pelea del perro y el gato.

 

A veces me digo, le echaría ácido muriático a este barrio para que no quedara nada.  Y otras veces, en mi cola del pan, me reconcilio con la gente, que en el fondo sabe que mi oficio es el más viejo de la humanidad y que con preservativos chinos no se le hace daño a nadie, al contrario.

Mira que me han dicho, muchacha, con ese cuerpazo vete a Miami, ahí puedes trabajar de modelo.  Qué Miami ni qué niño muerto.  Cuando vi las balsas en Cojímar, en las mismas rocas, y las mujeres con niños de brazos que se iban a lanzar a los tiburones cogí pánico, terror pánico y le dije a Andrés, Andrés de mi alma por ti lo he hecho todo, me he vuelto una bandolera, me he prostituido pero yo ahí no me monto.  El me miró a los ojos.  Fue la primera vez que me miró a los ojos fijamente y me dijo: allá tú, corazoncito, porque lo que es a mí aquí no se me ha perdido nada.  Caía una lluvia torencial y yo iba vestido normal, quiero decir de calle, como hombre, pero llevaba de todas maneras mis pelucas que eran, que son, qué diablos, muy requetebuenas porque me las manda Yanairma de Roma, una amiga mía y de Andrés, que se casó con un viejo hotelero y que vive de señorona en una villa.

Entre la lluvia que no me dejaba verle la cara a Andrés y el nerviosismo y la noche que estaba cayendo me turbé y salí corriendo de ahí con tan buena suerte que agarré una guagua hasta La Habana del Este a donde me bajé y me guarecí en un paradero con techo.  Me aflojé todo por dentro pero no pude llorar. El no iba a quedarse en Cuba.  Debía mucho dinero y ya la policía lo tenía chequeado: cartas de advertencia, peligrosidad, droga, el diablo y la vela.  El caso es que yo me quedé sola como Magdalena mártir y dije para mis adentros, ahora a vivir la vida y a conocer la verdad de la calle.

 

No voy a decir que no me dieron una mano, me la dieron pero a cambio de pasarles clientes y de otras cosas que no le confieso ni a mi madre si se arrodillara frente a mí.  Hay cosas que me humillan, que por muy desvergonzada que una sea abochornan, pero hay que echar pa´alante y el que está en eso no lo puede pensar dos veces.

 

Yo soy una tumba egipcia, por eso vienen a mí, ay Fátima, mi hermana, contigo sí que me desahogo porque tu boca es un cerrojo.  Y así es.  A mí no me verán en la Rampa, ni el Coppelia, ni en la puerta de los hoteles.  Yo aquí, en mi guarida, o en la Fraternidad, que es mi cuartel general, porque en este oficio hay que tener cojones, si no cualquier noche, debajo del árbol que uno menos se lo imagina te destripan y aquí paz y en el cielo gloria.  Porque no pasa nada, como eres una jinetera y de contra travesti les da igual que te repartan en trocitos como a la descuartizada de Marianao o cuando menos que te amarren a la ceiba del parque que tiene tierra de todos los países de América.  Un parque limpio por el día cuando no estamos las lechuzas que lo cagamos todo.  Si esos bancos hablaran...

Es verdad que las piedras son mudas.  Así debían de ser las personas.  Pero no, la lengua es el peor enemigo del hombre.  El chisme es un castigo de Dios a la desvergüenza humana y a la falta de respeto.  Cuántas amistades he perdido por un enredo.  Mucho más cuando entra la envidia; no se callan, qué va, no se callan, eso es más fuerte que nada, se desbocan y vienen los dime que te diré y hasta he visto navajas sacadas de las medias, tijeras sacadas del ajustador de estas alimañas que tengo que ver todas las noches para poderme rociar un perfume y tirarme un trapo bueno arriba.

 

El otro día la Fornés, sí, una que se cree que es la Fornés llegó muy creída y le dio un homenaje a la que ganó un festival de teatro, que se ha puesto un nombre nuevo porque algunas no respetan ni el calendario y se cambian de nombre como de marido.  Pues llegó con una rabieta y la otra que es flaca y fea como un sijú le sacó una navaja, si señor, una navaja y se formó un salpafuera en el parque que fue el acabose.  Hubo sangre, policía y todo.  Fátima, ve echando, dale, zampa.  Cogí la guagua y me guardé en mi mansión. Puse música de Cheo Feliciano, me tomé mi traguito de ron bueno, añejo comprado por mí, para mí sola y me puse a pensar por primera vez cómo sería mi vida si yo saliera de este nido de víboras.  Aunque ya estoy acostumbrada a esto, ya la rueda me cogió y estoy señalada como quiera que sea.  Tendría  que encontrar a alguien que me mantuviera, me sacara de este cuartucho y me diera lo que necesito para estar en forma.  A estas alturas no me voy a dejar caer, primero muerta.

 

Como show-woman me las arreglo.  Estoy considerada entre las de primera línea porque no doblo, canto con mi voz y no imito a nadie. Tengo un repertorio muy variado; boleros, rancheras, baladas italianas, “Maravilloso corazón maravilloso”, no se si la han oído, ese es mi número de cierre de cortina.  No soy Rosita Fornés ni Donna Summer ni Isabel Pantoja, soy Fátima en La Habana.

 

Si vuelvo atrás sería un desgraciado porque yo odio mi cuerpo, yo odio mi cara de hombre, la poca barba que tengo y hasta mi propia voz.  Lo que menos me gusta es mi voz, si pudiera pedirla prestada o comprarla me compraba la de Daisy Valmas, la locutora del canal de por la tarde.  Qué voz tan linda tiene esta muchacha, se la envidio.  Así que atrás ni para coger impulso.  Lo único que me gusta de mi es mi piel.  Yo tengo piel de melocotón.

De mujer si me gusto, es otra cosa, me veo diferente, hablo con más naturalidad, me siento en mi piel como el pez en el agua.  Eso no todo el mundo lo comprende.  Hay que meterse dentro de uno que es como se sabe de verdad, ese es mi problema, el mío.  Y quién soy yo para pedirle a nadie que pase una escuela.

 

Hay quien vive una doble vida, como yo antes.  Quien se viste sólo para trabajar o para divertirse. Yo no, ya lo mío es una naturaleza,  lo he asimilado así.  No me siento bien de hombre, no me concibo.  Me gusta que me hagan las cosas, que me chiqueen, perfumarme, maquillarme ¿qué es esto madre mía?  ¿Por qué habré nacido así? El mundo está al revés, nadie tiene la felicidad completa.  Gracias a Dios tengo mi fe, mi voluntad y mucha energía positiva.  Me concentro profundamente y nadie me puede convencer de que soy un hombre.  Soy un caso, está bien, pero no me arrepiento.  Me gusto así, como mujer, aunque a veces se me sale el Manolo que llevo dentro.

 

Cuando estoy ante la bóveda espiritual mucho rato pido por mis antepasados difuntos, elevación y paz, energía y misericordia.  Lleno el cuarto de  flores  blancas  que  despejan  mucho  y  hasta  he caído en trance varias veces pero no me acuerdo de nada.  Me dicen que vengo como una monja, con mucha serenidad, yo que soy un volcán.  No me conozco. Otras veces se me monta el espíritu de un congo llamado Ramón y me sale una voz ronca.  Lo mío no es teatro, lo mío es un tratado muy viejo.  Teatro el de un descarada que ha venido aquí a decir que a ella se le monta el espíritu de Rita Montaner y que baja cantando “El Manicero”.  Esa aquí no tiene entrada.

En bóveda me transformo como cuando estoy en la pista.  Solo que pierdo la memoria pero hasta de espíritu me gusta venir al plano tierra como mujer, es mi letra.  Por eso digo que el mundo está mal hecho y que Dios me perdone.

 

El peor mal rato que he pasado en mi vida fue cuando en casa de Olena Valle, la muertera, caí en trance por primera vez.  Me bajó un indio apache que está conmigo también y viene a caballo.  Cuando él va a bajar me entra una corriente extraña en la cabeza y se me ponen las manos y las muñecas moradas; el cuello se me inflama y las venas también.  Viene con mucha candela y puedo destruir, llevarme lo que se me ponga por delante.  Olena es una tumba egipcia como yo y no suelta nada.  Lo de ella es ver y callar y sobre todo tratar de quitarme ese muerto antes de que acabe con la quinta y con los mangos.

 

Pero esa vez no pudo, parece que porque él se inauguraba en esa casa y quería lucirse.  Yo iba con una peluca negra nuevecita, francesa ella, más suave y sedosa que las que me mandaban de Italia.  Y la peluca se quedó en la casa, quién sabe dónde porque yo salí de ahí tarde en la noche toda desmelenada; era un despojo humano.

 

¡Qué vergüenza, madre santa¡ aquellas mujeres cogidas de la mano en oración y yo con ellas que ni sospechaban mi verdadero sexo y de pronto el indio maldito, jodedor, venirme a encuerar allí montado a mi caballo y dando alaridos.

Más nunca volví a casa de Olena Valle.  Esas son las cosas que me ponen mal, que no me debían pasar.  El espiritismo lo saca todo, es más fuerte que un siquiatra. El muerto no se deja pasar una y no cree ni en su madre, no respeta. Cuando hay rueda espiritual voy de hombre o no llevo peluca, me dejo el pelo que Dios me dio que total no es corto y es mi pelo aunque nadie está conforme con lo que tiene.  Por eso digo que el mundo está mal hecho.  Mi único deseo es volver a nacer como lo que soy como espíritu, no como lo que soy como cuerpo.  Mal hecho es poco.  El mundo está al revés.

Lo veo venir todo.  Ver y sentir son cosas diferentes.  Hay quien siente corrientes eléctricas, quien se eriza de pies a cabeza, quien se paraliza, o a quien incluso la halan los pies en la cama.  Lo mío no es eso.  Yo veo.  Veo sobre todo muchas monjas reunidas en un convento rezando o envueltas en gasas bajando de las nubes o a la intemperie hasta que caen y se vuelven humo en el espacio.  Dicen que es por complejo de culpa que yo veo tantas monjas.  Es posible porque al final es verdad que estoy en algo prohibido pero tengo que comer.  He tratado de venir al plano tierra como monja: me pongo a  rezar, me concentro, tomo valeriana, hoja de tilo, llantén, cañasanta, pero nada; siempre vienen a caballo el congo Ramón o el indio de las películas americanas.  En ese sentido soy una desgraciada.  Pero al que no quiere caldo tres tazas, o ¿no es así?

Que se haga la voluntad de ellos que son mi cuadro espiritual y hasta ahora no me han hecho daño, al contrario, me han dado fuerza y seguridad.  Están conmigo a todas horas.

Veo a mi abuela asturiana planchando ropa blanca de casa de ricos.  Es lindísimo porque la veo planchar con una serenidad y luego tender la ropa en unas tendederas largas que se pierden en el horizonte.  Me encanta ver a mi abuela Pilar.  Veo también muchos ángeles, como una danza de ángeles; y cuando cuento esto se me ríen en la cara aunque ellas dicen que son artistas, para mí que son unas orilleras de apéame uno que lo único que saben es comprar pelucas usadas, pestañas baratas y medias caladas.

 

Pero cuando yo digo que veo algo en el ambiente se espantan porque me tienen un respeto...  Y es que donde yo pongo el ojo pongo la bala.

 

Olena Valle es una de mis mejores amigas.  Esa sí que no tiene pelos en la lengua.  La tengo como a una segunda madre.  Le digo, Olena, tú eres mi cura confesor.  Ella se ríe pero sabe que no le miento.  Cuando estoy triste, pocas veces porque yo no me dejo caer, acudo a ella.

Pañito de lágrimas, vengo porque estoy con el moco caído.  Muchacha, deja eso, vamos a hacer oración y tú verás cómo sales de ese hueco.

¡San Judas Tadeo, hacedor de lo imposible, Fátima de mi alma!, y me alivio, es como si cogiera aliento.

Olena me conoce bien porque cuando aquí la caña estaba a tres trozos hizo la calle y hasta cayó en el barrio de Colón con las hermanas Aspirina, que según ellas eran las que le aliviaban la cabeza a los muchachos de buena familia.  Me ha hecho unos cuentos divinos, ni en el circo se ven tantos fenómenos.  El mejor de ellos es el de un chofer de taxi cienfueguero que iba siempre a verse con una guajirita del bayú amiga de ella.  El chofer iba con frecuencia hasta un día en que la matrona le llamó la atención porque se demoraba horas en el jaleo de la guajirita. Con clientes así el negocio no daba resultado.  La matrona da un golpe en la puerta y se lo encuentra vestido de mujer.  ¡Qué fue aquello, la comidilla del barrio!  La guajirita, claro está, encantada porque el hombre pagaba la hora extra y el showcito por debajo de la mesa.  El mismo caso de mi piloto gallego. Vivir para ver.

Olena me dio siempre buenos consejos sobre Andrés.  Ella no lo tragaba porque sabía de la pata que cojeaba.  Pero poco fue el caso que le hice, la verdad.  Esa ha sido mi cruz.

 

Me entretengo en los shows.  Yo misma me monto mis números y me maquillo.  Maquillarme no me cuesta trabajo.  El labio de arriba es el más problemático porque si el lápiz se desliza un poco el labio queda disparejo.  Una pintura corrida es lo más feo que hay.  Da abandono y suciedad.  La boca tiene que ser perfecta.  Odio las boquitas de corazón pero más las de pescado.  Naomi Campbell tiene boca de pescado por eso la encuentro fea.  Yo me hago un dibujo parejo, acorde a mi labio natural aunque lo acentúo un poco porque el labio fino no gusta, dicen que es de gente mala y chismosa; labio de buzón.  El labio carnoso tiene su inconveniente, no sé, hay a quien no le hace gracia tanto pellejo.  Tengo la suerte de tener labios muy bonitos y rosados natural.  Un labio desteñido; ese labio que se confunde con el  color  de  la  cara,  que  no  se  ve, es  feísimo,  da  la impresión de que uno tuviera una media puesta en el rostro.  El labio y las cejas son fundamen-tales.  Las cejas porque pronuncian la mirada y dan el quid de la conversación, y el labio porque habla solo.  Una boca bien pintada y con una buena administración puede conquistar el mundo.  Nunca he imitado a nadie pero si alguien habla con los labios, los mueve a su antojo es la Fornés, esa es la campeona de las boquitas, a ella si me rindo porque es un magisterio.  ¡Quién hubiera sido ella!

Si tengo que ensayar algo lo hago en casa de Olena, total, para qué le voy a dar ideas a nadie; son imitadoras, no tienen originalidad.  Lo de ellas es doblar y parecerse a fulanas o menganas.  Lo mío no, yo me he fabricado mi propia personalidad como artista.  Olena misma, por ejemplo, me enseñó  el  belly dance que es el baile del ombligo.  En  eso  no  hay  quien  me  gane.  Es medio hawaiano pero con el sabor tropical, no como lo hacía la Josephine Baker que según sé era muy sofisticada, la época, claro, ahora se puede hacer más, se lanza una hasta que la gente se canse o te chifle para que hagas cualquier otra cosa.  A mí me  han  chiflado,  me  han dicho botija verde, me han tirado semillas, tomates, de todo, pero yo como si conmigo no fuera.  Si me regalan algo lo cojo, qué carajo, si vienen a divertirse que suelten, que el trabajo cuesta dinero.  Todavía la moda de la propina aquí no ha llegado, estamos detrás del palo...  Ya entenderán...  Aunque algunos te ponen ya un chavito entre los senos.  En este giro hay de todo como en botica.  Está la engreída, la anciana que no se deja caer, la francesita, ligera ella y  de cuerpo muy delgado, la criolla, que no abunda porque ellas quieren ser extranjeras todas; la española a lo Sara Montiel o Isabel Pantoja, cualquier cosa menos lo que son.  Ahí es donde yo me distingo.  Yo soy yo.

Ninguna te confiesa lo que hace con su cuerpo.  Te dicen tengo un amante, un novio, un enamorado, o mi marido tal o más cual cosa y muchas trabajan la calle como yo porque del espectáculo no se puede vivir.

La soviética, bueno digo la soviética porque así lo conocen, esa si que es un libro abierto.  Ella a veces sale conmigo y me presenta sus clientes, todos hombres bastante mayores, tembas y viejos viejos de verdad.  Ella dice que son los que mejor pagan y los menos exigentes.  Katiuska, cómo tú te puedes tomar ese purgante. Y es que la rusa tiene el estómago de acero.

Son hombres desahuciados que no pueden ir con mujeres y que la chola se les enfermó.  Van con ella  porque  es gorda y bajita y de todas nosotras es la que más da el tipo de mujer.  Si ella no se maquillara tanto y  no  se  pusiera  peluca, con su cara de torta  y su pelo rubio natural daba una mujer medio tiempo igual.  Pero ella  se  unta  de  todo para cubrirse los cañones y cuando suda aquello es un espanto; se le cae la base y se le ve la barba que a la pobre le crece con una fuerza...

Olena y Katiuska son íntimas, excepto en el espiritismo.  Katiuska es atea, según ella pero va a las sesiones y se entrena.  Ella dice que quisiera creer pero que no ha visto ni oído nada.  Ni en el arte ni en el espiritismo se destaca la muy bruta, no se deja llevar, se tranca  pero es legal y yo prefiero a  una  amiga  así  que  a  una  bandolera  o  una farsante que son las que abundan.  Si le hablo de Andrés me insulta.  Ella lo detesta porque dice que yo me dejo explotar.  Me lo dice en mi propia cara.  No anda con rodeos, pero a mí, la verdad, me entra por un oído y me sale por el otro.

¿Por qué será que a nadie le he hecho caso?

¡Qué fuertes son los sentimientos!

 

Andrés me llamó a casa de la China Ilán, el peluquero de la calle San Lázaro que dicen que es el decano de los travestis de Cuba porque por los años cuarenta ya era famoso en París y Hamburgo.  Fue el catorce de febrero de este año, una fecha muy señalada.  En mi covacha no tengo teléfono, tengo cucarachas,  goteras  y  también  perfumes  franceses, y  mi  ropa  de  pista,  pero no tengo teléfono, así que fui a carenar a casa de la china para esperar su llamada. Me corto las venas que algunos de sus amigos se lo aconsejó.  El se fue con unos cuantos de ellos.  Todos aquí eran tiburones pero allá ninguno ha levantado cabeza.  Me entero de lo que pasa en Miami porque tengo la desgracia de que me lo vienen a soplar.

Manolo, Manolito, tú me oyes; esta vez yo no podía contestar, sólo quería oir su voz que se me derretía por dentro y al tercer Manolo le dije, soy yo mi vida qué tú quieres.  Te llamo para felicitarte por el día de hoy y para decirte que estoy jodido, que te extraño y que necesito que me mandes algo con la madre de el Gato, que va a ver a su hija, la que trabaja en la casa comisionista de Zanja y Galiano, tú me oyes, Manolo, no te quedes mudo que me estoy comiendo un cable.  Colgué porque tenía las lágrimas en los labios y no podía hablar, ni tragar, ni nada.  Unas lágrimas ácidas y tibias que no pude llorar cuando se fue con los balseros.  Le mandé unos dólares y en el fondo maldije la hora en que lo conocí porque a mí el que logra correrme el maibelline me la paga caro.  Pero yo no me quiero porque daría cualquier cosa por volverlo a ver.

A mí me dicen la extraterrestre por mi labia y porque me gusta mi país.  Nuestro vino es agrio pero es nuestro vino.  Aquí la cosa no es suave, cuando dicen a cogerla con una...  me piden el carné de identidad, me llevan a cada rato a la estación, me buscan la boca, pero cuando están solos se ponen a hablar conmigo de lo más campantes y hasta me han dado la razón muchas veces.  Yo podría ser abogada o senadora porque convenzo.  Cuando ellos van a hacer recogidas soy la primera en enterarme y si me cogen les digo, mira hijo, qué daño le hago yo a la sociedad, si es que le presto un servicio.  Daño hacen los delincuentes, los rateros que persiguen a los turistas para arrancarles un bolso o una cámara de video; esos son el cáncer de la sociedad, no quieren trabajar y se pasan horas y horas sentados en las esquinas, inventando, con las camisas abiertas, hablando basura, arreglando el mundo con mucha filosofía barata y con la lengua sucia.  Esos si le venden su alma al diablo, roban gasolina, carne de res, lo que puedan.  Yo me tengo que buscar la vida y no tengo tiempo para aburrirme ni para estar en una esquina mariposeando.  A mí no se me enfría el cuerpo ni se me mosquea.

Cuando engancho a un viejo de esos que llegan desahuciados de sus países, viejos babosos, pero paganos, les doy cariño, les digo qué inteligente tú eres, chico, qué piel más suave y blanquita, a ti no te salen arrugas, tú debes haber sido un castigador de joven, y se ponen loquitos porque nadie les habla así, ni sus mujeres, ni sus hijos que ya no quieren saber de ellos.  Uno me confesó que hacía veinte años que no tocaba a su mujer y que sus hijos vivían en no se dónde y que casi nunca los veía.  ¿Qué vida es esa?  Entonces que no me digan que hago daño a la sociedad, lo que hago es humanismo, yo debía ser trabajadora de bienestar social porque hay que ver lo que es zumbarse

a un viejo de esos y todavía reírles la gracia.  No la paso tan mal, me pongo al día en muchas cosas y hasta practico los idiomas.  Tengo cuatro que son puntos fijos; un italiano, Giovanni, un sueco, Lasse, y dos Pepes, bueno, dos españoles.  Vienen todos los años a verme. A oírme y a contemplarme.  Se les cae la baba conmigo, entonces, ¿tengo o no la razón?.

Ese no es el público de los shows, qué va, allí no caen porque tienen terror de que los vean.  Son babosos y cobardes porque el show es de calidad y nosotras no andamos en nada sucio.  Pero ellos vienen de turistas y no quieren buscarse problemas, quieren pasar de incógnitos. 

Les gusta la película, bromean, joden como carajo pero pagan tragos y se divierten.  A veces el tiro les sale por la culta como le pasó a un empresario español que fue al estreno de una revista en homenaje a Rocío Durcal y se enganchó con un guajirito  que estaba aprendiendo a desenvolverse, monísimo él, creo que de Pinar del Río, y el español se cogió fuerte al punto que lo  sacó de allí y lo quiso reformar pero el guajirito tiraba pa´l monte de todas maneras y la fiesta se acabó mal.  La mujer del español se enteró de los acontecimientos y fue a darle un homenaje al guajirito en vez de arreglar el asunto con el marido.  El guajirito ya despuntaba como travesti, se había depilado, se inyectó hormonas, se empezó a poner silicona, en fin, ya era uno más de la cuadrilla y tenía marido.  La pobre mujer salió desplumada de allí porque se atrevió a ir al antro, que es como le dicen al teatrico ese de Bejucal y entre el guajirito y el marido la pusieron de vuelta y media.  Digo la pobre porque ella no fue en son de guerra.  Lo que ella quería era verificar si era cierto que su marido  estaba  coqueteando  con  la  Salmón  que  es como le dicen al guajirito porque es medio pelirrojo y pecoso a más no poder.  A veces el antro  se  pone al rojo vivo pero nosotras mismas somos las apaga-fuego.  Por lo demás,  es  un  lugar  bastante tranquilo.  Yo estoy por creer que además de artistas nosotras somos bomberas.

Cuando llegó el Papa me vestí con lo mejor que tenía y me paré en la esquina de Paseo y 23 con dos de mis amigas íntimas.  Hubo quien me preguntó si yo era de las camareras de no se qué congregación porque como señora doy una señora muy respetable y llevaba un vestido beige brocado y un crucifijo grandísimo, que era de mi abuela.  El Papa me encantó.  ¡Qué numerito!  Ese Papamóvil todo forrado en terciopelo rojo con visillos dorados y aquel cardenal sentado atrás tan regio.  A mi que me quiten lo bailao porque del tiro, en la apretujadera aquella ligué a un alemán y todavía me está regando alpiste.  Me lo llevé en la golilla porque hay que salir a la calle, echarse fresco con un abanico, como en la obra Aire Frío, y salir a buscar.  Nadie te va a venir a coronar a tu casa.  Si me quedo encerrada me deprimo y me pongo a pensar en las musarañas, aunque cada día pienso menos.  Me he vuelto un poco materialista.

 

No tengo bandera.  Igual voy con un Pepe que con uno del patio.   Con el que mejor me trate, por supuesto y no me enamoro, no puedo darme este lujo. Ahorro eso sí, para poderle mandar algo a ese desgraciado  que no acaba de levantar cabeza porque no sabe freir un huevo. Voy tirando hasta ver si puedo entrar en algún teatro, o en turismo cultural, de animador para poner a descansar un poco a mi  pobre culito.  Me he acostumbrado a un tren de vida alto.  Y no se si ya sea demasiado tarde para dar marcha atrás.

Hijo, en qué tu andas, porque yo le llevo de todo a mi madre cuando voy a verla a Madruga, y le contesto, artista, mami, yo soy artista. No te metas en nada malo hijito, dime de dónde tú sacas este dinero, tú no estarás  en cosas raras, ¿verdad?, dime que no.  Mami, yo soy artista y me defiendo.  Trabajo en casas particulares y me pagan bien, no me jorobes más y coge eso que ya tengo bastante con mi vida para oír tus descargas.  Mi madre es todo para mí, una madre es lo más grande que hay y a veces no tengo cara...

 

La droga es mi miedo.  El que entra ahí no sale más. Dios me libre.  Aunque estoy premiada porque en aquel parque hay quien ha cogido su hierbita y hasta su coca.  Pero a mí no me nace.  La marihuana me da por reírme y la coca nunca la he probado.  Soy de perfumes caros, zapatos de tacón militar; ese es mi vicio porque ni joyas.  Me gustaría tener una esmeralda colombiana con muchos jardines porque esa es la piedra de mi signo zodiacal.  La he pedido muchas veces pero nadie me ha complacido.

 

Ay, Cuba, qué será lo que me espera cuando llegue a vieja.  No quiero ni pensar.  Caridad del Cobre apiádate de mí.  Soy hija de la noche por eso me gusta La Habana.  Que no te modernicen nunca porque me pongo a llorar.  Eso lo escribió Bola de Nieve en un cartel que hay en la Bodeguita del Medio, a donde voy mucho y donde me conocen como Madonna.  Nadie sabe allí que mi nombre de guerra es Fátima y mucho menos que me llamo Manuel García, como el Rey de los campos de Cuba.  Nadie sospecha tampoco que ya tengo cuarenta y seis años cumplidos y que soy la veterana del primer escuadrón de travestis habaneras.  Tengo la piel suave y aparento unos veintiocho o treinta años. Nunca me han  echado uno de más.  De eso vivo orgullosa porque con lo que yo he traqueteado es para que estuviera  hecha un guiñapo.  Me he sabido cuidar.  Mi sueño es debutar en un teatro importante de este país y no perder más tiempo en tarimas de mala muerte. 

Después de todo el halo rosado que la gente me ve por la mañana cuando salgo a la calle, no está ahí por gusto.  Mi oportunidad llegará.  Tengo paciencia y sé esperar.  ¿Quién me iba a decir a mí que iba a ver al Papa de cerca?  Y lo vi con estos ojos que se va a comer la Tierra.  Ya nadie me lo puede contar, lo vi, porque todo está escrito en el libro de la vida, hasta el día en que uno se va a morir.  El  metro  de  La  Habana  lo  inauguro  yo.   Si  no,  ver  para creer.  Lo que hay que ser es optimista aunque te pasen carretas y carretones.Y yo lo soy.  Cuando caigo en baja me voy al muro del malecón a la caída de la tarde y me pongo a contemplar la puesta de sol.  Hay días en que el sol se hunde en el mar y se pone rojo como fuego, otros días en que se  pone blanco y deja unas vetas color violeta que son una belleza.  Me extasío con eso y digo ¡qué ancho es el horizonte!, para qué me voy  poner triste.  Si alguien me llama y me conviene voy si no los dejo pasar para que no crean que estoy pidiendo el agua por señas.  El malecón es mi psiquiatra y no me cuesta nada.  Me siento ahí sola y me pongo a pensar en las musarañas, que si tuviera un piano de cola, que si me encontrara con alguien que me llevara a una premiere de gala en Holllywood para estrenarme un vestido de lamé verde, bueno tantas cosas que para qué.  Soñar tampoco cuesta nada.  Me pongo echa una idiota pero despierto enseguida, tampoco crean que me hago demasiadas ilusiones.  Optimista sí, porque las conozco con el moco caído que terminan muy mal, o se cortan las venas o se prenden candela.  Yo tengo mis alicientes y a mano.  Me gusta coleccionar muñecos de peluche, ositos, perritos, conejitos, gatos persa; muñecas de biscuit tengo dos, una cubana  y otra española; la española es la más linda pero tiene la nariz estropeada, pero yo la quiero así, es mi amuleto; ¡ah! y tengo mi colección de pomos de perfume franceses de marca, todos vacíos pero son tan bellos que yo con leer las etiquetas tengo: Coty, Lanvin, Lancome, Nina Ricci, ¡me basta!  Así me doy yo misma cuerda para seguir en la lucha.  Porque esto si que es luchar.  Aquí no se puede perder ni un minuto porque la barriga no perdona.  Miren si yo soy optimista o loca quien sabe, que ayer me levanté con una mano alante y la otra atrás  y cogí la calle con una alegría que yo misma me decía, mira que tú estás loca mujer, de qué te alegras si no tienes ni un kilo prieto y es que hay días así y ayer yo estaba contenta sin saber porqué.  Otros días estoy en el piso y con dinero en la cartera y

teléfonos a donde llamar y todo.  Pero es que la cabeza no hay quien la arregle.  La cabeza es como el mundo que un día está boca abajo y otro día boca arriba.  ¿Quién entiende eso?  Nadie. 

Cuando amanezco con el Manolo subido soy una bestia.  No se me puede tocar.  Eso me pasa a veces, aunque cada vez menos; ya me he hecho la idea de que soy quien soy y me quiero así.  He aprendido a controlar mis arranques.  Yo creo que ya me estoy acostumbrando a coger las cosas como vienen pero sin dejar de soñar.  Estoy ahora mismo en una racha mala que no se lo confieso a nadie. El otro día una que lee la mano me dijo que veía peligro, que había una sombra que me perseguía y que yo tenía letra de Ochosi, vamos que iba a caer presa si no me recogía un poco, a lo mejor vio algo que yo no presiento, quien sabe.  Por si acaso yo me baño con flores blancas y hago mis oraciones.  Ya vendrán tiempos mejores, ¿verdad?

En mi pueblo dicen que siempre que llueve escampa.  Si de niña se me apareció la Virgen de Fátima, por algo será.  La noche si no me falla, ella está ahí y es mi reino.

¡Ay Habana, paraíso encantado!  Fátima no se rinde, Fátima es inmortal.  

FIN

 

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