Nota:
En las últimas páginas aparece un glosario de voces locales
que se recomienda visitar oportunamente.
Para empezar quiero dejarte claro que no me importa lo que
pienses de lo que voy a contarte. No estoy dando mi versión
de los hechos, eso es lo que tú me pides aparentemente. En
realidad me concedo la ocasión de recordarme a mí mismo todo
aquello que sucedió, allá y entonces. Desde que me
expulsaron, por decirlo de una vez, se me cerró la memoria,
como quien pierde las ganas de comer, y no creo que pueda
achacárselo a un acto de la voluntad, o al menos yo no soy
consciente de haberlo decidido. Ya sé que este mutismo
confirmó mis pecados delante incluso de los pocos que todavía
se empeñaban en no aceptar mi culpabilidad. Y, seamos
sinceros, tú no eras uno de ellos. No me interesa la excusa
de que acababas de llegar al país, sólo circulaban rumores
en un sentido, y lo más oportuno consistía en dejarse llevar
por la corriente para no ahogarse también. Porque, ya ves, al
cabo de un tiempo a ti te ha tocado compartir el naufragio,
uno tras otro vais cayendo de la nave, es la inercia del
sistema, en esa travesía nunca han interesado ni la tripulación
ni los viajeros, sólo el contenido de las bodegas que ni tú
ni yo hemos sido llamados a conocer de verdad, sólo hemos
percibido el olor cuando nos arrojaban por la borda. Pero la
metáfora tampoco nos une, tú te has apoyado en cualquiera
con tal de permanecer a flote un momento más, y lo entiendo:
la Corporación paga generosamente y, si no te revuelves
demasiado cuando se desprende de ti, te busca otro buen lugar,
bien lejos, donde te pases el día rascándote las señales de
su penúltima patada en el culo. Así que no busques mi
complicidad. Te he dicho que se me cerró la memoria, no que
evitara las noticias; de hecho no consigo apartar la vista de
una información que contenga el nombre del país al que no
regresaré jamás. Son las secuelas de la frustración,
supongo. Por eso me fijé en lo ocurrido en el zoológico; el
dato de que alguien robara un chimpancé resultaba anecdótico,
pero que el chimpancé respondiera al nombre de Lucy y se lo
hubiesen encontrado en la aduana a un pasajero del avión
procedente de Malabo, me presentó la historia de otra manera.
Supe enseguida que se trataba de Charli y no me extrañó que
se liara a golpes con los agentes de aduanas para evitar que
le arrebataran a Lucy; es como un padre pelearía por defender
a su hijo en medio de una frontera que no comprenden. Un
cazador que conocía la debilidad de Charli por los animales
le había vendido a Lucy, una cría de chimpancé que apenas
tenía un par de meses; para realizar ese negocio el cazador
había matado antes a la madre, por supuesto. Los furtivos únicamente
atrapan chimpancés para aliviar esa ansiedad que algunos
europeos sienten hacia ellos, tú has estado allí para
comprobarlo, todos queríamos alguna mascota, como niños
grandes, ¿cuál era la tuya? ¿un loro, o un camaleón?
Ninguno de nosotros había capturado sus animales: dependíamos
de los nativos, ellos satisfacían nuestro lado caprichoso, y
aprendieron muy pronto que matar peludas o mariposas de un
tamaño y un colorido aceptables –para meterlas en una caja
con una bola de alcanfor- significaba obtener algún dinero a
cambio. Pero el vínculo de Charli con Lucy ya empezaba a
parecerle antinatural al Administrador cuando yo todavía
estaba allí, y este, sin duda, es el primer síntoma de la caída
en desgracia. Nadie –nunca podríamos decir nada- dura para siempre en la Corporación, cualquier persona será
sustituida en su cargo, y lo que importa es que el relevo no
cause fracturas, que se acepte con la mejor de las sonrisas;
rechazar esa provisionalidad, o no cumplir los años
establecidos en el contrato, era el deshonor, y conmigo se
puso en evidencia que aún cabían más grandes errores en la
trayectoria laboral de un empleado de la Corporación. Charli
era un tipo modélico. Representaba la eficacia con que
nosotros, los nuevos civilizadores, deseábamos que se nos
identificase, y él reparaba milagrosamente los defectos de la
tecnología europea en medio del trópico, nuestra negligencia
de hombres soberbios que no habían soportado antes la corrosión
del harmatan ni las
lluvias interminables de la estación húmeda. Todo se deshace
en esas condiciones, también la voluntad del ser humano.
Charli había creado una brigada de mantenimiento que superaba
cualquier obstáculo y no tenía noción del desánimo, que es
un producto importado al que no pueden acceder los nativos.
Los miembros de la Corporación, que creen firmemente en la
escasa aptitud de los negros para controlar la magia blanca de
la electricidad y los motores contemporáneos, se asombraban
de la simpleza con que los escogidos para la brigada de
mantenimiento arreglaban alguno de los graves desvaríos de
las máquinas en aquel clima saboteador. Charli les había
enseñado a prescindir del artificio en las reparaciones,
bastaba un alambre, una sobra de tanta perfección oxidada,
para conseguir el prodigio. Pero jamás fueron invitados a las
fiestas frecuentes que Charli celebraba en su casa. La primera
vez que asistí a una de esas convenciones que reunía a la
Corporación en pleno, para que unos no echasen en falta a
otros, me tropecé en el porche, entre la nipa de la techumbre,
con una pitón enorme que me examinaba como si calculara cuánto
debería abrir la boca para devorarme, después de romperme
todos los huesos, por supuesto. Me habría venido bien
entonces intuir el mensaje del encuentro, a los pocos días de
haber llegado al país y con la pose estirada como un primate
necio que no acierta a descubrir a los predadores a su
alrededor. Pero me habían puesto a vivir en el gueto de las
caracolas, y en aquel ambiente hermético se distorsionaban
las conductas, igual que en un cuartel. Tan semejante que en
nuestra primera noche africana nos trataron como a reclutas
novatos. Después de la cena patriótica –pinchos de
tortilla de patata, jamón y paella- nos condujeron en fila
india a través del Paseo de los Solitarios –una senda de
cemento bordeada por setos de hibisco y de mimosas que se
cerraban en cuanto pasabas la mano; los chapeadores mantenían
inalterables las medidas del muro vegetal, lo que les obligaba
a machetear por la mañana y por la tarde contra las
exageraciones del bosque, otro de los lujos de la Corporación-
hasta la playa privada de Carboneras, una postalita idílica
con el rumor del oleaje atlántico. Había poca luna, y alguno
más listo que los demás dijo que se veía la cruz del sur:
para el caso tampoco iluminaba mucho, y teníamos que confiar
en las buenas intenciones de nuestros compatriotas lazarillos,
que no encontraron poste de piedra pero sí el tronco
descomunal de una ceiba que el mar había varado allí. Aunque
les resultó graciosa la torpeza con que nos fuímos
descalabrando en aquella oscuridad sin pasado para nosotros,
lo mejor del espectáculo no había llegado aún. Nos
proporcionaron un guante y una pequeña linterna –sólo
entonces- a cada uno para que atrapásemos cangrejos de bosque,
grandes como mano de leñador, con unas pinzas que podían
talarte un dedo al menor descuido. Tú te has cansado de
verlos, y probablemente de comprarlos por ristras en los
poblados, no niego que son muy sabrosos servidos en su propio
caparazón, e inofensivos por tanto, pero no debes de hacerte
idea de la impresión que nos provocaron esos bichos
monstruosos esparcidos por la playa –el inicio de la lista
de horrores africanos- y la tarea de capturarlos, de llevar un
balde que no sabías cómo coger porque también intentaban
cortar de un tajo la mano con que lo sujetabas. Los cangrejos
de bosque acudían especialmente a un arroyuelo que atravesaba
la arena y acababa en las olas. Sólo después, cuando habíamos
terminado la caza y cierto olor parecía delatar el miedo, nos
dimos cuenta de que se trataba de la cloaca, toda la Corporación
evacuaba por ese conducto y nosotros acabábamos de
revolcarnos en su trayecto más denso; otra metáfora para la
que no estaba preparado. No alcanzaste esta novatada en
concreto porque la cloaca era también morada favorita de los
anófeles y fue tanta la frecuencia del paludismo entre los
residentes del gueto de las caracolas que la Corporación
decidió suprimir el lugar, demasiado costoso en bajas
laborales. Sin embargo, habrás oído hablar de él; las
caracolas eran contenedores con dos ventanas, una puerta y
aire acondicionado; ahí dentro cabía una sala, una habitación
pequeña, la cocina y el baño minúsculos, pero con nevera,
lavadora y arcón congelador, lo que nos ha convertido desde
siempre en privilegiados y hacía pensar a las chicas nativas
que éramos hombres ricos e influyentes, suposición que las
depositaba más fácilmente, tú ya lo sabes, en nuestras
camas. Las caracolas habían sido construidas para un
emplazamiento que la Corporación deseaba abrir en algún
punto de la Arabia más árida, pero alguien se equivocó y
las trajeron a Guinea, donde la estación húmeda, en
complicidad con los numerosos animales de cualquier tipo, se
encargó de desmenuzarlas, a pesar de los parches con
que lograron conservarlas durante tanto tiempo Charli y su
brigada milagrosa. Hace un par de años Severiano me envió
una foto en la que posaba sentado sobre los peldaños de
cemento que condujeron a alguna de las caracolas; detrás, los
cocoteros; ya no quedaba nada más. En esa imagen el rostro de
Severiano no expresa ningún sentimiento, o yo no sé descubrírselo;
en realidad parece que se hubiera detenido a descansar, no
sirve ningún esfuerzo, el bosque se lo traga. Nunca me envió
una carta, u otra fotografía menos histórica;
así que tengo que mirar a Severiano sentado sobre los
escalones a punto de resquebrajarse y buscar el significado
con el que quiso que recogiera esta escena, fija e imposible
para mí. Quizá tú consigas una respuesta al final de estas
páginas.
Te contaré un episodio extremo para ilustrar la vida en las
caracolas. Ocurre
en una mañana de la estación seca; un chapeador abandona su
tarea y machete en mano entra en la caracola más cercana, sin
pedir permiso, con una urgencia que asusta al hombre de la
Corporación que la ocupa y por alguna razón todavía no se
ha dirigido a su puesto de trabajo; puede haber muchos motivos
por los que un chapeador se desahogue con un inquilino feliz
de ese gueto, o ninguno, basta con el tremendo calor húmedo,
el sol que cae a plomo sobre cualquier criatura viva que no se
proteja, y eso es lo que ha debido de sentir la mamba verde al
introducirse por la rendija de la puerta de la caracola, un
sitio fresco donde quedarse,
enrollada en la pata de una silla o de la cama, pero el
chapeador la ha visto, un brillo del bosque reptando a través
de los escalones de cemento, y se ha apresurado, la tardanza
costaría una vida, la del miembro de la Corporación, quien,
una vez repuesto del susto y con la mamba troceada a sus pies,
es todo gratitud, pero no sabe cómo encauzarla, conviene
consultar antes de meterse en una decisión equivocada, él
había pensado en una cantidad generosa de
dinero ¿cuánto vale su vida al fin y al cabo? Los
vecinos y compañeros del gueto le disuaden, crearía un mal
precedente entre los trabajadores nativos, el chapeador ha
actuado así por obligación moral, porque lo tomó como parte
de sus deberes, no hay que estropear esa virtud espontánea
con una recompensa, incluso puede hacer la otra lectura: al
librar de un riesgo grave a un miembro de la Corporación está
defendiendo también su propio futuro laboral ¿qué empresa
le contrataría si las mambas, y peligros semejantes,
diezmaran a la comunidad extranjera, los únicos que realmente
sacan adelante al país? Pero su salvador se encuentra
descalzo, y no resulta cómodo darle las gracias a alguien que
te mira y ve que hablas sobre un pequeño pedestal de goma. Le
regala unos zapatos, más o menos tienen la misma medida, no
se hable más. Pasa una semana y el miembro de la Corporación
recién renacido echa en falta su mejor par de zapatos, unos
mocasines italianos de marca, carísimos, que sólo utiliza
para asistir a las celebraciones informales en casa del
embajador. Sale al Paseo de los Solitarios y se tropieza con
su héroe el chapeador, los pies embutidos toscamente en los
magníficos mocasines italianos cuyo pedigrí empieza a
resentirse con los arañazos de la hierba y el sudor recio, la
piel correosa, de este bárbaro que sonríe como si ahora por
fin hubiese alcanzado la felicidad. Despido fulminante, por
supuesto. No se acepta la excusa de que estos zapatos le
agradaban más que los otros y le pareció lógico cambiarlos,
el buen gusto no le exime de la culpa, ha entrado en propiedad
privada, ha rebuscado en la intimidad de un miembro de la
Corporación, y ha robado. No había en esta ocasión una
mamba que lo convirtiera en un acto honesto.
Pero no me fui del gueto de caracolas porque me escandalizara
la prepotencia de mis vecinos, tampoco me empujó la
vigilancia de mis compatriotas para que nadie traicionase el
espíritu nacional. No me harté de las continuas grietas que
aparecían en la pared de la habitación, por las que se
colaban ciempiés blindados más grandes que mis dedos, y
contra las cuales apenas lograban un remedio provisional las
elaboradas estrategias de la brigada de mantenimiento. Ni
siquiera me lo planteé como protesta cuando el Administrador
se opuso a que los cayucos de los pescadores arribaran a nuestra
playa, simplemente porque consideraba el aislamiento una
muestra de poder, igual que la ciudad prohibida del Presidente
de la República en Punta Fernanda, y su casa –no un
contenedor como los nuestros, sino un edificio de ladrillo auténtico
y tejado de chapa de Camerún- estaba situada justo sobre la
playa, de cara al atardecer, entre palmeras que le habría
gustado cortar por miedo a que una tormenta de la estación húmeda
se las echara encima. Me trasladé porque no soportaba la
conveniencia de reunirse en aquella ostentosa casa de la
palabra y repetir los rituales de moda, según los vaivenes
diplomáticos. En la época en que yo viví en las caracolas,
la mujer del nuevo embajador había expresado su inclinación
por las fiestas rocieras y similares; así que La Corte,
compuesta por residentes españoles a la caza de méritos,
negocios y permisos ambiguos, se exhibía por sevillanas
manoteando el aire tórrido a los postres, con la tripa
temblorosa, sin respiración ya a los primeros compases,
empapados en un sudor denso y conscientes de que el corazón o
la codicia acabarían claudicando. Los únicos nativos
llenaban continuamente los platos y las copas, enfundados en
una incómoda chaquetilla blanca, vacíos de expresión como
una máscara, es lo que se les exigía para seguir contratados,
útiles y nada molestos, pero alguna idea debía de crecer en
sus cabezas, sospechaba yo, porque ese derroche al que parecían
asistir con indiferencia superaba cualquier fantasía que
pudieran tener sobre el lujo y la vida fácil en los países
desarrollados. Mi cara entonces sí que me delataba porque una
vez se me acercó uno de los invitados –nunca le había
visto entre los miembros de la
Corporación- y me susurró no
les interesamos; para ellos vivimos en otra dimensión, como
los espíritus, y de inmediato se perdió entre los
alrededores de la casa de la palabra. Supuse que se refería a
aquella muesca de sabiduría colonial –los supervivientes a
la independencia la
habían conservado a su manera, como las fincas de cacao,
hasta que viniesen momentos oportunos- según la cual un
guineano sólo presta atención a un europeo cuando cree que
puede sacar algún provecho. De otro modo, pero casi en la
misma dirección, Severiano había prescrito esa diferencia en
cuanto encontró la oportunidad, es decir, mi primer día en
Africa. Me esperaba en un extremo de los barracones del
aeropuerto, con la misión de ayudarme a superar los trámites
de entrada, pero no se hizo presente hasta que los obstáculos
se volvieron insalvables y yo empezaba a temer que el país
jamás se me abriría salvo para alojarme en una celda; todo
en mi equipaje, en mi actitud, en mis explicaciones les
resultaba sospechoso a los oráculos hostiles de la aduana. Y
en esas apareció Severiano, repartió un par de bromas en la
lengua apropiada y deslizó un billete en el apretón de manos
con que solucionó el asunto con el policía de mayor rango;
las primeras palabras que me dirigió, con una sonrisa afilada,
fueron papeles, hay que
tener papeles; tomó mis maletas y se dirigió al vehículo
oficial sin darme ocasión de recuperar un resto de dudosa
superioridad. Intenté imitar su enorme zancada, iba demasiado
rápido entre la gente con la que yo tropezaba a continuación;
no me atrevía a gritarle para que se detuviera y lo perdí. A
punto de la desesperación recuperé su rostro frente a mí,
con una mueca de asombro muy ensayada, como si hubiese
permanecido a mi lado mientras yo me veía incapaz de
reconocerle entre la muultitud. Dijo:
-¿Qué, jefe? ¿No me distingues entre los demás? ¿Los
negros somos todos iguales?
No me lo pondría fácil. Advertí el tono sarcástico, tal
vez desdeñoso, con que me llamaba jefe,
y me derrumbé en el asiento trasero del todoterreno que me
presentaba
-arrogante la divisa sobre las puertas y la parte
delantera- como miembro de la Corporación. Parecía evidente
que mi trabajo no podría recluirse en los límites de una
oficina. En España, al firmar el contrato, se había
establecido un voto de obediencia y se me había descrito este
mundo como una clausura imprescindible dadas las
circunstancias. Sin embargo en el avión ya se había
encargado de adoctrinarme un compañero veterano, no
les dejes que se salgan con la suya; demuéstrales siempre quién
manda, y amablemente había compartido conmigo algunas mañas
de inquisidor. Supuse que a Severiano le habrían hecho mucha
gracia y no estaba dispuesto a dejarme catalogar tan pronto.
Un par de kilómetros antes de llegar a la ciudad nos topamos
con un grupo inquietante: soldados, guardias de circulación e
individuos con el rostro pintado de blanco. No nos detuvieron.
Suspiré con alivio, y Severiano captó enseguida el gesto.
-Ayer por la noche encontraron ahí dos cuerpos, hombre y
mujer. Les habían arrancado los genitales, para hacer
medicina. . . –vi el brillo de los ojos burlones en el
espejo retrovisor- No te preocupes, jefe, los blancos no servís
para nuestra brujería. No tengas miedo.
La diferencia. Este era el único edificio capaz de remontar
todas las adversidades del trópico. Incluso Severiano lo había
asumido con entusiasmo, o nos seguía el juego porque
resultaba más complicado tender puentes, cada uno en su
orilla, se evita la invasión y, mientras tanto, alguien se
hará rico con el contrabando. La otra dimensión. Hubiese
asegurado que aquel hombre también se refería a la
diferencia; yo mismo aceptaba la pedagogía laboral de la
Corporación, ellos y
nosotros. Pero no se aceptaba que dentro del nosotros hubiese más variaciones que las impuestas por el escalafón.
Y cuando me marché del gueto de caracolas por propia
iniciativa, se removió la coraza feliz en cuyo interior se
criaban los objetivos de la patria: un coche más caro, una
casa más grande, unas vacaciones más espléndidas, un puesto
más importante. . . No se removió mucho, no creas; no
tardaron en acudir mis vecinos al botín de la despedida y se
peleaban por cambiar mi nevera a su caracola, apelaban al
rango antes que al orden de llegada para sustituir un
televisor que ya ni la brigada de mantenimiento. . . esta fue
la imagen última del gueto, y mi opinión no se marchó
decepcionada. Aunque no se inició ahí el desencuentro, por
llamarlo de un modo elegante; yo ya había mostrado mi
negativa a desprenderme de Severiano cuando el tiempo de
estancia me daba derecho
-prácticamente me imponía el deber de ejercerlo- a
utilizar los servicios de un ayudante bubi, kombe o annobonés,
más sumisos y leales según la tradición colonizadora,
nuestra forma impecable de aprovechar el país. Severiano era
un fang y, por tanto, proclive al desoden y a la rebeldía, y
además, como caso muy particular, Severiano era irrespetuoso,
altanero, petulante, y con un primo cercano al entorno de
Presidencia, lo que le convertía en un posible chivato y en
un elemento incómodo al que no se podía despedir ni siquiera
con un motivo grave. Pero no se hablaba de su habilidad para
deshacer los enredos de la burocracia guineana, a base de
sobornos, falsificaciones y cierta complicidad viril -también
podrías entenderlo como tribal- que acababa por repercutir en
algún otro merodeador de oficinas, menos dotado para la
astucia al estilo del país. Se trataba de una estrategia
predadora, chocaba con mis escrúpulos, y me veía en la
obligación de reprenderle cada vez que lograba saltarse todas
las barreras. Se defendía:
-Mira, jefe, las cosas funcionan así. O te espabilas y haces
que corran tus papeles, o se te pudre el asunto encima de una
mesa –mi sentido de la eficacia se estremecía ante la
imagen de las pilas de formularios amarillentos, roídos por
la humedad y los hongos- No puedes cambiar nuestro sistema. No
te entrometas. El Presidente dice que hay que trabajar por una
Guinea mejor ¿te enteras? Mejor, no distinta –me guiñaba
el ojo antes de concluir con su sentencia preferida- En el trópico,
jefe, los hombres no necesitan estar muertos para corromperse.
Y yo era entonces administrativamente feliz. Con el papeleo
resuelto y la conciencia tranquila porque había enarbolado mi
reproche y me excusaba al fin la diferencia. Tenía a
Severiano como colaborador, no como subordinado, y me hinchaba
la vanidad de comportarme de manera tan justa en pleno corazón
del subdesarrollo. Casi tomaba por un halago el murmullo de
Cobiellas cuando nos cruzábamos en los pasillos del búnker
de la Corporación, así
el perro, así el amo.
Me fui, por tanto, de las
caracolas para no diluirme en aquel grupo grotesco que había
guardado un último resto de pasión para dedicárselo al lujo
y al prestigio que les esperaría en algún punto de la patria,
después de haber consumido frívolamente un par de años en
la parrilla africana, vuelta y vuelta. Pensaba, por supuesto,
que era mejor que ellos. Alquilé un pequeño chalet de
aspecto colonial, con un encalado remoto, las contraventanas
astilladas y las celosías recubiertas de líquenes y de nidos
de avispas. Al lado –apenas con la frontera del jardín
reducido a cañas indias, buganvillas y un viejo egombegombe-
había una construcción similar, aunque más cuidada y con un
aire de domicilio verdadero que codicié enseguida. Me recibió
un enjambre de grandes moscas verdes que había tomado el
porche por una prolongación de la carne muerta del mercado.
Miré a Severiano; se encogió de hombros y, quiza para demostrar su inocencia, salió corriendo hacia una factoría
para comprar espirales, insecticidas, y cualquier producto que
solucionara el problema. Entré deprisa y resbalé al pisar
una carta que habían introducido por debajo de la puerta. Iba
dirigida a un nombre que no conocía, Feliu Capdecor, y supuse
que se trataba del inquilino anterior. Oí que la puerta crujía
al ser empujada, me extrañó la rapidez con que Severiano había
hecho los deberes, ni un amigo por el camino con el el que
poner al día las palabras. No era él; para mi sorpresa me
visitaba el hombre que había mencionado la
otra dimensión en aquella fiesta imperdonable, la burbuja
de baile esperpéntico y sevillanas. Dijo:
-Me temo que le han confundido con otro. Esta plaga iba
destinada a su antecesor. Un tipo con muy mal carácter,
demasiado empeño en hacer enemigos
-mientras hablaba, había aprovechado para leer la
dirección del sobre que yo todavía sostenía en la mano. Me
lo quitó con una seguridad desconcertante, como si no formara
parte de su temperamento el protocolo de pedir permiso- Esta
carta es para mí. No me extrañaría que el cartero llevase
unas copas de más. Incluso sin ellas no es difícil
equivocarse. Su casa y la mía, soy su vecino ¿no se lo había
dicho?, se planearon idénticas para confundir a los
habitantes de lo que entonces era Santa Isabel, en la colonia
española. Las mandaron construir dos hermanos gemelos; querían
dejar constancia del gusto por su igualdad. . . en fin, tan
semejantes que, al primer desacuerdo, la cosa acabó en crimen.
Las moscas ya no zumbaban en el exterior. Este hombre transmitía
mucha calma, y a mí siempre me han asustado las personas con
efectos balsámicos, prefiero a los alborotadores, se les
detesta sin un largo proceso ni juicios sumarísimos con
demasiada retórica. Movió la carta igual que un péndulo.
-Feliu Capdecor es un nombre del pasado que sólo usan ya
algunos amigos de la península. Aquí se me conoce con un
apodo honroso. Papá Dop.
Probablemente no esperabas que llegara así a él. Me ha
costado. Papá Dop significa un capítulo que nunca he
conseguido escribir por completo. Ni siquiera cuando recibí
la noticia de su muerte, y el entierro en el cementerio de
fernandinos; no me extraña que lo escogiera, y supongo que ya
había calculado que su decisión ocasionaría un escozor
diplomático, al fin y al cabo se trataba de un todavía
ciudadano español, con prestigio en el país, y al embajador
no le parecía bien que lo enterraran en un pudridero de hombres sin patria, opinión que estimulaba el énfasis
con que las autoridades guineanas pretendían cumplir la
voluntad del difunto. Ya ves que conozco el caso. Y si me
equivoco, no tienes más que contradecirme. En el tema de Papá
Dop acepto las correcciones, si vienen respaldadas, porque
siempre fue un personaje ambiguo. De hecho, al repasar nuestro
primer encuentro verdadero, en lo que sería mi nueva casa
lejos del gueto, las dudas me emborronan una y otra vez todo
el relato. En ocasiones pienso que él preparó el asunto de
la invasión de las moscas, la carta debajo de la puerta. . .
incluso he sospechado que me alquilaron la casa, a precio muy
asequible, porque Papá Dop estaba interesado en que yo
residiera allí, junto a él, como un parapeto que encajase
los golpes, o como un novicio al que adiestrar. Investigué la
historia de los dos hermanos gemelos, y nadie supo decirme
nada. Ni verdad ni mentira. Así actuaba Papá Dop. Te proponía
una realidad, que el tiempo se había tragado, pero importaba
especialmente que notases que aquello era la arcilla con que
pretendía modelarte.
Cuando me enteré de su muerte, tuve una duda obsesiva que me
hacía sentirme incómodo, y me esforcé por convencerme de
que no se trataba de un asunto anecdótico, pero ya te dije
que la memoria se me había cerrado, no anudaba recuerdos sino
fragmentos de sensaciones y la noticia de la muerte de Papá
Dop me condujo a mi desagrado ante una condecoración que había
recibido de la Presidencia. Ahora puedo darle forma. Veo la
medalla de latón, con el escudo de Guinea en el anverso, un
pedazo de metal pobre que era necesario limpiar cada día para
que la humedad del trópico no la cubriese de óxido. Colgaba
de la pared de la sala y brillaba casi con luz propia. Es
posible que la preocupación por su limpieza estuviese en
manos de las diversas mujeres que entraban y salían de la
casa, pero ninguna de ellas se hubiese atrevido sin el
consentimiento de Papá Dop. Es lo que no comprendo. Papá Dop
había afirmado en varias ocasiones que le repelían los
objetos porque sobrevivían a sus hombres, remontaban el
tiempo y traicionaban el significado que habían poseido en un
momento determinado. Las cosas eran lastres en nuestro paso
por la vida, nos hacían tropezar, y al final por su culpa
llegábamos tarde a los encuentros que más deberían
interesarnos. Así que un día le respondí señalando la
condecoración con un movimiento de la barbilla. Papá Dop gruñó
como si tuviera que rascarse, no
es una cosa, es un salvoconducto. Se suponía que yo tendría
que conformarme con esta sentencia. Pero en mi soberbia le
reproché que adaptase sus verdades absolutas a la medida de
la circunstancia. Me gané una mirada de aduanero, y no quiso
responderme. Tampoco supe nunca la historia de la medalla. Y
mi duda obsesiva se reduce a la probabilidad de que hubiese
pedido que lo sepultaran con el trozo de latón que le regaló
el Presidente por algún motivo que ignoro. Si es así, habrá
calculado que la condecoración, aunque muy roñosa, rebasará
incluso el último vestigio de los huesos en un cementerio
fernandino desbordado por
el bikoro y los cacaotales viejos. ¿Qué quiere decir una
tumba en cuyo fondo sólo quedará una medalla de país,
indescifrable?
No pienses que Papá Dop y yo estábamos unidos por la
controversia. Todo lo contrario. Dictaba sus lecciones
magistrales desde la experiencia, y lo hacía con mi
consentimiento. Antes del atardecer, recluidos detrás de una
amplia celosía con una tela mosquitera bien cuidada, compartíamos
un contrití, el olor de ciertas flores que se agarraban a los
muros y, luego, la luz de una lámpara de bosque. Papá Dop
rememoraba sus numerosos viajes, describía intensamente la
claridad azul que había tomado cuerpo en una plaza del
Peloponeso o la transparencia de los sonidos que se deslizaban
por los callejones de Chauen; un lugar le impresionaba cuando
se le iba escapando de los sentidos, entraba en trance, y no
parecía exagerar al contarlo. Supe que, después de finalizar
la carrera de medicina, se había internado en el Sahara, a
milagrear entre la población con sus curas mediocres; salvó
pocas vidas, pero le enseñaron a manejar mejor la suya, hasta
que la belleza del desierto se le incrustó dentro y ya no
necesitó quedarse, el hombre allí era nómada o no era nada;
a veces, cuando andaba por el bosque, sentía que el mundo de
la vegetación callaba para dar paso a un silencio hecho de
rachas de arena frotándose unas contra otras. Papá Dop se
reservaba la mitad de lo que podía haber dicho. Nunca comentó,
por ejemplo, que en el norte de Africa se había convertido en
un musulmán discreto aunque entusiasta, de ahí la austeridad
con que se evadía de las tentaciones más groseras entre los
residentes españoles. Me enteré por el hausa que en
ocasiones llamaba a mi puerta para intentar venderme un batik
o una talla de ébano. Quizá lo enviaba el propio Papá Dop
para que accediese de un modo más confidencial al otro lado
de la historia. Creo que deseaba durar en mis palabras, como
está ocurriendo ahora, pero de una manera distinta; eso no lo
calculó bien, los acontecimientos se precipitaron, se volcó
la tinta sobre el papel ¿o fue también cómplice de lo que
sucedió más tarde?
Al cabo de algunas semanas de vecindad, Papá Dop me invitó a
acompañarle por las galerías secretas de la isla. Visité a
curanderos legendarios para quienes hablaba el bosque a través
de los sueños y las señales de un aire que no era el que los
demás habíamos aprendido a respirar; junto a sus casas de
calabó acampaban los enfermos, en un silencio más propio de
santuario que de hospital. Asistí a ceremonias de acogida en
los lugares de los espíritus, entre los pliegues fabulosos de
Moka, de donde un hombre nunca sale igual que entró. Sé que
todo lo había arreglado Papá Dop para deslumbrarme, y
resultaba una maravilla tan acogedora que durante el resto de
la semana me costaba concentrarme en la rutina higiénica de
mi jornada laboral. Y quizá de eso se tratara desde el
principio.
En una ocasión fuimos a un poblado que celebraba el fin de su
mala suerte con una ceremonia en la que los jóvenes amarraban
con cuerdas el tronco de la gran ceiba de la comunidad y las
mujeres rajaban el fondo de los nkués llenos de ceniza de las
últimas hogueras. Al llegar la noche el topé corría por
todas las manos, yo no lo había probado antes y no me tentaba
la idea de beber aquel líquido espeso en una botella sucia
que había tocado demasiadas bocas, pero a mi lado tenía un médico
que no me permitió esquivar la situación, me precedió con
un buen trago y yo ya no paré de recibir recipientes –de
barro, de madera, de cristal- en los que se encharcaba aquel
licor sospechoso. Cuando me levanté para buscar un árbol
contra el que aliviarme de tanto topé, sentí que la
oscuridad, me daba vueltas y se me incrustaba entre los ojos.
Recuerdo que hice un esfuerzo descomunal para mantenerme en
pie, como si sostuviera una piedra enorme sobre los hombros, y
seguí un camino suficientemente amplio para que un borracho
no tropezase con las ratas de bosque y los pangolines que a
esas horas se habían adueñado del mundo. Alcancé el río, y
en un recodo la descubrí, bañándose, con el agua y la luz
de la luna resbalándole por la piel, los pechos pequeños
pero tensos como tambores, mi erección fue inmediata. Estaba
tan concentrada que no me oyó acercarme. El forcejeo parecía
un baile y juntos nos precipitamos en la orilla. Supongo que
caí y la arrastré; en esa confusión se quedó sobre mí,
sentada sobre mi sexo tan repentinamente que me hizo daño,
suspiró, estuvo un momento quieta y a continuación empezó a
agitarse, con tanta fuerza que me hundía cada vez más en el
lodo, era una sensación extraña, aquella mujer increible me
empujaba al fondo, acabaría por sepultarme, y esta
posibilidad me producía una excitación formidable, eyaculé
como si reventara, y me desmayé o me dormí porque, cuando
volví a tomar conciencia de la noche y del río, ella había
desaparecido. Regresé completamente cubierto de barro, una
criatura a medio hacer por un alfarero con demasiada prisa,
esta es la imagen que se me ha quedado dentro después de todo.
Bastaría con inventar que había tropezado en la orilla del río,
y era cierto, sólo faltaba la parte más gozosa de la
historia. Pero al cruzar junto a la pequeña casa de la
palabra vi cómo Papá Dop discutía con los ancianos y les
entregaba dinero. En una esquina había una muchacha de unos
doce años, no soy bueno para calcular la edad; me miraba de
una forma que quise entender como curiosidad, todavía estaba
mareado por el topé y la experiencia reciente, nada iba a
quitarme esa impresión intensa, de macho feliz. Salvo Papá
Dop, el antídoto. Me agarró con firmeza por el brazo y me
llevó fuera, hacia el coche; mientras avanzábamos por aquel
espacio de tierra pelada, reconocí máscaras de escándalo en
los rostros de la gente. Mi vecino esperó a que nos encontráramos
ya en las pistas estrechas del bosque, en dirección a Malabo.
Dijo:
-Me debes tres mil francos cefas. Es lo que acabo de pagar por
ti.
Parecía que habíamos asistido a un espectáculo, toda la
comunidad había representado para nosotros una farsa con
apariencia de tradición, y cobraba sin escrúpulos por ese
montaje. Me sentía como un turista que mueve el mundo con el
cascabel de la billetera. No sé por qué tuve que hacer
entonces una pregunta que ni venía a cuento, la pregunta
sobre la niña que me miraba de aquella manera tan obstinada.
Las manos de Papá Dop se crisparon en el volante, o es lo que
debería haber sucedido acompañando a su respuesta:
-Ya no la llames niña. La has hecho crecer a la fuerza. –adivinó
mi estupor en la oscuridad- ¿Creías que te habías
encontrado con la Mami Watá? La realidad es menos
complaciente. Y tampoco pidas que te disculpen los tragos.
Somos así, nada de maquillaje.
Silencio hasta llegar a casa. Mientras duró el viaje, le di
vueltas a la escena en el río. Intenté verlo de un modo más
neutral. La había obligado a precipitarse contra mi erección,
y no había dejado que saliese de allí hasta que logré mi
placer. Era su lucha por zafarse lo que me hundía en el barro,
no sus ganas de alcanzar algo que sólo estaba en mi imaginación.
Nada de maquillaje. La había violado. Yo, que a menudo me
propuse convertir la sangre en moralidad.
Esa noche ocurrió el único sueño que puedo recordar de mi
estancia en Guinea. Me internaba en una extensión de cantos
rodados –¿una playa?, pero no veía ni escuchaba el mar- y,
apenas había avanzado unos pasos, me daba cuenta de que no se
trataba de piedras sino de caracoles vivos (habría advertido
su hervor lentísimo si hubiese prestado mayor atención). Cedían
al pisarlos, se desmenuzaban sus conchas extrañamente frágiles,
y yo me hundía sin remedio, estremecido por ese contacto de vísceras
minúsculas y secreciones calientes. Sentía la baba espesa,
con tanta intensidad que la pesadilla acababa por despertarme,
y entonces descubría que era el asco de mí mismo,
insoportable, todo mi andamio de honestidad bien alimentada se
habíaa venido abajo sin oponer resistencia. Papá Dop no había
vuelto a hablar del asunto, había cogido mis tres mil francos
y no hizo ninguna mención que me proporcionase la excusa
suficiente para desahogarme. La medicina del alma que
practicaba Papá Dop consistía en cargar con la culpa,
gastarla por el roce continuo, hasta que asimiláramos su peso
como parte de nosotros; quizá por eso tampoco creía en el
perdón. No podía esperar algún alivio por ese lado. Así
que el sueño se repitió y las noches en vela me
acostumbraron a los ruidos sigilosos entre la vegetación,
incluso en nuestro propio jardín, esa partitura angustiosa
que muestra cómo unos son devorados por otros, y el silencio
de la tensión, del acecho, lo que no deseamos oír porque ya
habíamos escapado a través de las cuevas de la civilización.
No me asustaba. Tenía más horror a las imágenes de la
arcilla del río, mi penitencia. . .
El insomnio, la ansiedad, la angustia repercutían en mi
trabajo. En otras circunstancias hubiese conservado esa
prudencia muy calculada con la que remontaba los obstáculos
repartidos por los camaradas de la Corporación. Dentro de ella no sobrevive el más
fuerte –también tú lo has aprendido demasiado tarde- sino
el más discreto si sabe adaptarse y mudar como una culebra.
La culpa me hostigaba, me obsesioné con un almacén de la
vieja cooperativa que guardaba centenares de cartones de
tabaco rubio americano con una remota fecha de caducidad.
Propuse que se vendieran en las factorías de la ciudad a un
precio asequible; así mejorarían las cuentas y la imagen de
la Corporación, y además salvaríamos a los guineanos,
durante una temporada, de las marcas insalubres de cigarros,
fabricados en lugares sospechosos, que se vendían en algunos
puestos del mercado. Cobiellas se escandalizó. Aquella medida
significaba una intromisión en la delicada economía del país
y ofrecía una idea de generosidad mal entendida, se nos tomaría
por un organismo débil y las gentes de Malabo acabarían
exigiéndonos que repartiésemos electrodomésticos, casas,
bebida y fiesta gratuitamente; enseguida aprendían a vivir de
las donaciones de quienes mostraban cierto complejo de
culpabilidad. Su última excusa me alarmó, aunque estaba
seguro de que no conocía el origen de mis preocupaciones.
Cobiellas odiaba, en realidad, aquella medida porque se
inmiscuía en la inercia con que marcaba el ritmo de la
Corporación. Al fin y al cabo él era el experto en asuntos
internos, había nacido en Malabo cuando se llamaba Santa
Isabel, en la época de la colonia, pertenecía a una familia
con raíces de tres generaciones en la isla, y difícilmente
alguien de nosotros en la Corporación podría alardear de un
pedigrí semejante. La primera vez que me tropecé con él
empezó a dar órdenes –fuertes gritos- en pichi a varios
trabajadores que entendían el español sin problema. Después
me dijo que era un recurso imprescindible para rendir la apatía
nativa, introduciéndose en su propia lengua; lo que delataba
la incapacidad de nosotros los recién llegados. Y mantenía
un cocodrilo –que él no había cazado, por supuesto- en una
jaula estrecha, a la vista constante de los chapeadores,
porque según su experiencia los naturales del país
conservaban un temor atávico a este peligro de los pantanos.
Era la tarjeta de presentación de Cobiellas en los meses
previos a mi caida, no llegaste a asistir a ese carnaval.
El Administrador se decidió por anular la materia de la
discordia. Ordenó vaciar el almacén y quemar todos los
cartones de tabaco cerca de su casa, en un promontorio de la
playa de Carboneras, consciente de que el humo espeso se
distinguiría con claridad desde Punta Fernanda, como una
sentencia, para que tomase buena nota de su independencia de
criterio el propio Presidente sin que se lo contaran los
numerosos espías. Las hogueras estuvieron ardiendo,
estimuladas por bidones de gasolina, durante toda una mañana.
Cuando sólo había un vuelo semanal desde España a Guinea,
los periódicos de la valija diplomática representaban
exactamente el protocolo de la jerarquía. El mismo sábado en
que llegaba el avión los diarios le correspondían al
embajador; el domingo los boys de confianza los repartían
entre el cónsul, el encargado de negocios y nuestro
Administrador en la Corporación. Así en días sucesivos
hasta que se agotaba la semana y los periódicos se convertían
ya en un montón de hojas sin importancia oficial. A Cobiellas
le tocaba recibir el suyo los miércoles, era uno de los
lectores prioritarios dentro del búnker administrativo y
oficiaba para su soberbia toda una ceremonia semejante al
cambio de guardia. A nadie le parecía un acto patético o
grotesco, porque cada cual mantenía sus propios ritos de
exhibición de poder. El mío, supongo, consistía en negarme
a renunciar a Severiano, pese a las constantes insinuaciones.
De hecho esta persistencia y la aparente lealtad de mi
ayudante, incluso más allá del trabajo, me habían
estimulado para contarle lo sucedido en el poblado, el
episodio de la violación. La necesidad de desahogo había
eliminado la vergüenza de presentarme como un canalla. Ante
mi asombro Severiano respondió a la confidencia con una
carcajada y pidió varios detalles sobre el modo en que habían
actuado los vecinos y lo que yo había visto concretamente en
la casa de la palabra. No necesitó pensárselo mucho para
hacer el diagnóstico. Todo estaba preparado; los exorcismos
contra la mala suerte requerían romper algo más que cestos y
vasijas, o atar árboles sagrados, alguien debía quedarse con
la desgracia que se había instalado en el pueblo, mejor un
forastero que se la llevara lejos de allí, y para ello era
imprescindible una virgen, la transmisora, y yo era tan
ingenuo que, además, había pagado por cargar con la mala
suerte a partir de entonces. Me desconcertó. ¿Decía la
verdad o se comportaba de una forma tan fiel que había
inventado aquello para aliviarme? Algo más tarde, después de
la visita urgente a un contacto fiable, me ofreció un
contraexorcismo, con brujo y gallina por medio, pero todo eso
costaba dinero, no era barato limpiarme de la fatalidad que
otros me habían echado encima. De nuevo, la incertidumbre. ¿Decía
también ahora la verdad, o pretendía timar al blanco ingenuo
y preocupado?
Aplacé la decisión y acudí a Papá Dop. Al menos él no
reaccionó con una carcajada. Tampoco hubo reproches. Me
recordó que la culpa no se podía disimular con evasivas, ni
se arrancaba de raiz milagrosamente; la culpa se desmenuzaba
con el trato continuo, aunque a veces quien se deshacía era
el propio individuo cuando no soportaba esa labor de trituración.
Me dio dos motivos para desconfiar de la interpretación de
Severiano: primero, era un fang que detestaba a los bubis y
desconocía sus tradiciones; en segundo lugar, era una persona
dividida por lo que había ocurrido en su pasado. Y me contó,
por supuesto, a qué se refería. Severiano había crecido con
la dictadura de Macías, en una familia apegada al catolicismo
después de abandonar las creencias de los antepasados. Su
padre estaba muy obsesionado con la mentira y Severiano
aprendió a decir las primeras palabras con la obligación de
pronunciar siempre la verdad. La imagen de los pecadores
mentirosos sufriendo en las calderas del infierrno sobrecogió
su infancia. Mientras otros niños de la aldea temían a los
espíritus del bosque, él recelaba de la falsedad vigilante,
de esa tentación angustiosa que metía entre los labios fábulas
y embustes. El día en que los curas fueron expulsados, y las
iglesias, cerradas, su padre se empeñó en mantener una
actutud catequista. Hacía una labor de proselitismo evangélico
en reuniones clandestinas, pero no pudo evitar que lo
denunciaran y detuvieran. Estuvo poco tiempo en la cárcel.
Salió –para dar ejemplo- tullido de un brazo y casi tuerto
a fuerza de palizas. Aseguraba que su fe había aumentado con
aquella prueba de dolor, se sentía robustecido en su interior
religioso, aunque tomó más precauciones para protegerse de
la delación a partir de entonces. Volvieron a buscarle.
Alguien le avisó. Aterrorizado –su devoción no impedía el
miedo a la tortura y a la muerte-, pidió a su familia que le
inventaran un viaje urgente a la capital y se escondió en un
agujero disimulado en el corral. Los soldados insistían en
las preguntas. Uno de ellos se aproximó a Severiano y le
interrogó acerca del paradero de su padre. Severiano no se
atrevió a engañarles. Lo sacaron del refugio a culatazos, lo
clavaron en una pared de tablas como si se tratara de un
cristo, y lo fusilaron sin prisas, mientras el resto de la
familia miraba con espanto a aquel niño al que habían enseñado
a no mentir.
Así que el carácter difícil de Severiano respondía también
al tajo de la culpa que le había dividido. Un hombre que
entendía como traición la entrega a la verdad del niño que
fue. Se había convertido en un cínico para escapar de todos
los fingimientos, en la fractura se había separado de sí
mismo, no quería tender puentes, era doloroso, y podía
cortar a cualquiera con el filo de esa herida. Burlón, mi
vecino había añadido una sentencia tradicional al estilo de
mi ayudante, el
mosquito no desprecia alimentarse de un hombre imperfecto.
Antes de abandonarme, como de costumbre, en medio de una
perplejidad aún mayor que la que me había empujado a
consultarle, añadió y todo eso suponiendo que este sea el auténtico Severiano. Me
pregunté muchas veces si entonces me estaba tomando el pelo,
cómo fiarme de sus confesiones arrancadas de cuajo, que en mi
interior sólo crearían maleza, como el bikoro después de la
caida del gran árbol del bosque. Si la culpa y la
incertidumbre eran nuestros pilares como almas errantes, con
qué materiales había construido Papá Dop los suyos.
En una ocasión Severiano mencionó la inclinación a la fábula
de Abdul, el hausa que me ofrecía tallas y telas de distintos
lugares de Africa y también había afirmado la identidad
musulmana de Papá Dop. Creo que no le gustaban los hausas en
general, y menos aún su habilidad como embaucadores, para él
una simple desvergüenza de mercaderes. Me pidió que le
preguntara por la estrategia que siguen los cazadores de boas.
A Abdul le encantó la oportunidad en su siguiente visita. Se
puso cómodo en la sala y le di un refresco que le impediría
que se le secase la garganta en medio del relato. Dijo que un
experto cazador de grandes boas –y me enseñó una piel
moteada de más de tres metros de largo- se introducía en su
guarida cuando el animal estaba fuera. Esperaba pacientemente,
con un cuchillo escondido entre la ropa, y, cuando la boa volvía,
se dejaba tragar entero. Una vez dentro del cuerpo, y aunque
era un sitio estrecho, sacaba con cuidado el cuchillo y abría
la boa de punta a punta, sin que pudiera defenderse. Abdul
aprovechó mi asombro para coger otro refresco mientras
comenzaba a contar qué ocurría cuando los gorilas se
tropezaban con un furtivo que se había internado en lo más
denso del bosque para llevarse un bebé al menor descuido. La
treta era arriesgada y debía cumplirse de inmediato: el
cazador se hacía el muerto y soportaba que le tanteasen con
palos; por nada del mundo podía moverse, aunque le golpearan
una y otra vez con la intención de cerciorarse de que
realmente estaba muerto. Si los gorilas se convencían,
ejecutaban un funeral muy sentido cubriendo el supuesto cadáver
con hojas, siempre había que confiar en que no apareciesen
las hormigas, e incluso flores de diverso tamaño y colorido,
lo cual prolongaba la ceremonia durante horas. Después de ese
homenaje fúnebre los gorilas se retiraban con enorme tristeza
y el cazador tenía ocasión entonces de marcharse a toda
prisa en dirección contraria. Interrumpí a Abdul porque quizá
mis escasas dotes para el regateo le habían proporcionado la
idea de que yo era inocente como un niño y, por tanto, me
atraían las fábulas infantiles. Pero me pareció que el
propio Abdul se creía lo que había relatado, o era un
fingidor muy habilidoso; me encontraba delante de un hausa
urbano más habituado a las calles reventadas por las raíces
de los árboles, a los barcos y a los aviones precarios, que a
la realidad de la selva, cuyo vacío rellenaba con mucha
imaginación porque no servía de nada vender un objeto sin
historia. Y esto me obligó a preguntarme si su confidencia
sobre la devoción musulmana de Papá Dop no habría surgido
también del espacio legendario de las boas estúpidas y los
gorilas civilizados.
No había tardado tampoco en avisarme Severiano de la
estratagema inventada por Papá Dop para abandonar en su
momento el gueto de las caracolas, un lugar que también él
detestaba íntimamente. Solía pasear al margen del Paseo de
los Solitarios, debajo de los cocoteros entre cuyas hojas se
refugiaban los grandes y horrorosos murciélagos de morro de
caballo (según Severiano se hace una sopa muy sabrosa con
ellos, pero siempre me ha parecido que aquello era igual que
comerse al diablo de las pinturas de nuestras iglesias). Un día
dijo que le había golpeado un coco, en el hombro, y le había
roto un músculo de nombre difícil al que sólo los médicos
tienen acceso; era una excusa creíble, un coco desde esa
altura. . . y suerte que no le había alcanzado en la cabeza;
a otro miembro de la Corporación se le hubiera reprendido por
su negligencia, y más en un país en el que no existía ni un
aparato de rayos X y un brazo partido significaba el traslado
a Camerún o la repatriación, salían excesivamente caras las
lesiones de un blanco en Guinea, pero se trataba de Papá Dop,
una figura con prestigio y con las historias clínicas –algunas
demasiado vergonzosas- de la mayor parte de la Corporación en
sus manos, y además había renunciado a la cura de ese músculo
de nombre difícil porque se necesitaba una incómoda
intervención quirúrgica y a su edad ciertos movimientos del
hombro no importaban ya. Se le abrieron de par en par las
puertas del gueto, con honores, como si hubiese prestado otro
servicio altruista a la comunidad, aunque, a cambio, se le
solicitó que no hablara de los riesgos de los cocoteros,
porque bastantes recelos circulaban por las caracolas con las
peludas, las serpientes, los mosquitos. . .
Tomé el destartalado
renault que me correspondía, con el emblema de la Corporación
como un escudo, y me fui a buscar el poblado en el que había
sucedido todo aquello. Quería descubrir cómo reaccionarían
los vecinos al verme; eso aclararía las cosas aunque me
pusiera en peligro. Y si aceptaba la purga con brujo y gallina
de Severiano, también era preferible conocer la localización
exacta para devolver la mala suerte, algo mucho más sencillo
que eliminarla por completo o pasársela a otro incauto.
Confiaba en rehacer el camino con mi propio recuerdo; estaba
seguro de que Papá Dop no habría accedido a ayudarme. Las
primeras desviaciones no presentaban ningún problema,
distinguí las señales fácilmente, los restos de una tapia,
un par de graneros de tiempos de la colonia, los postes de
hierro oxidado con la verja derrumbada, un ficus especialmente
grande y retorcido. . . pero luego fue complicándose, los
senderos se bifurcaban con frecuencia, nada los diferenciaba,
y la monotonía del bosque los convertía en un laberinto; no
encontraba a nadie a quien preguntar y, cuando en una ocasión
divisé a una anciana con su nkué en un recodo, me miró
horrorizada y se adentró en la
espesura, más dispuesta al mordisco de las alimañas que a la
curiosidad de un forastero metido dentro de la armadura de la
Corporación. Durante algunas horas circulé por sendas
iguales, llenas de vegetación, me había perdido, y temí que
se agotara la gasolina antes que la abundancia de árboles.
Por suerte desemboqué en un patio enorme que varias familias
habían transformado prácticamente en aldea; debía de haber
sido una hacienda de proporciones considerables, a juzgar por
el número de barracones y el tamaño de la mansión. Pude
visitarla porque los niños me condujeron hasta ella, y todos
me abrían paso con un extraño respeto, como si hubiesen
reconocido en mí al auténtico señor del lugar. O quizá es
el viejo deseo colonial que nos acompaña aunque lo rechacemos.
La casa estaba muy estropeada, pero se mantenía en pie con un
orgullo y una escalera presuntuosa que parecían el escenario
de lo que el viento se
llevó, no sé si habrás visto alguna vez esa película.
Soportaba centenares –no exagero- de nidos de golondrina que
colgaban de cornisas y techos (así que el aire, dentro y
fuera, rebosaba de alas y del piar continuo de aquella invasión).
En los desvanes, el único sitio que los ocupantes habían
dejado vacío, me encontré con una capa de excrementos de
murciélago que me cubría los zapatos por completo. En el
resto de la casa las habitaciones contenían chabolas donde
cocinaban mujeres entre gallinas y cabras enanas; todo se había
teñido con el humo de las hogueras. Olía intensamente a
sudor, a cuero, a humedad, a madera carcomida, a escombro; el
olor me taponaba la nariz y tuve que salir a respirar. Allí,
en la luz del exterior, me aguardaba un comité de ancianos.
Me temí lo peor, seguro que no había respetado alguna norma
importante de cortesía. Para mi sorpresa los ancianos acudían
a ofrecerme hospitalidad. Y, de paso, a contar su historia que
había fermentado durante años sin que nadie apareciese para
hacerse cargo de ella, esto rebasaba la casualidad, en su
opinión y en mi cautela. Habían sido domesticados –un
verbo favorito de Severiano para estos casos- en la época
feliz del gobernador Otaola y guardaban todavía los restos de
las boinas que les habían concedido para identificarse como súbditos
españoles, lo que les obligaba a repasar permanentemente los
nombres de las provincias, de los ríos, de las cordilleras de
España (me los recitaron, relevándose en el turno de palabra
como niños aplicados y obedientes), aunque nadie les había
avisado de que el mapa ya no era el mismo y yo no estaba
dispuesto a darles la noticia. No comprendían por qué la
madre patria no se ocupaba de ellos; las autoridades
coloniales les habían confirmado su condición de españoles
antes de irse definitivamente, habían prometido que los
trasladarían a la península donde se harían realidad,
delante de sus propios ojos, las provincias, los ríos y las
cordilleras, pero pasaban los años, muchos años, quizá los
caminos se habían borrado y las promesas andaban por el
bosque sin saber cómo encontrarlos, por eso se mudaron a este
patio, para atraerlas, y también porque ahí dentro se
aguantaba mejor la estación de las lluvias; a veces paraban
madereros a cortar ocume y ellos se despistaban entre los
troncos talados para dibujar algo parecido a un plano: cuando
las planchas de ocume llegaran a España, dirían el camino a
seguir para volver, sólo había que esperar un poco más, y
mi venida era síntoma de que el truco empezaba a funcionar.
De los mandatos del gobernador Otaola conservaban la devoción
por la virgen de Begoña, su patrona en pleno bochorno
tropical, y me enseñaron la capilla, hecha con tablas de
calabó que olían a secadero de cacao. Habían escondido la
talla original durante la dictadura de Macías, por miedo, y
después no habían sido capaces de reconocer en qué lugar
del bosque la habían ocultado. Para compensar la pérdida
alguien había esculpido una madre nativa, con uno de los
pechos mutilado y el sexo bastante evidente; a ellos no les
resultaba escandaloso, era una imagen de la virgen de Begoña
menos exótica que la que se había extraviado. El suelo de la
capilla tenía una alfombra de flores y un arco de palmas
trenzadas porque hasta el día anterior habían velado el cadáver
de un niño muerto por sarampión. Me indicaron la pista más
segura para alcanzar la carretera de Luba y se despidieron
como si nos conociésemos de toda la vida, como si al día
siguiente fuéramos a vernos sin ninguna duda. Al contártelo
me he desviado de la cuestión principal, pero es un episodio
importante de mi estancia en Guinea, el único en el que me
siento completamente responsable, sin sombra ni roce de Papá
Dop, o Severiano, o cualquier otro.
Regresé de mi fallida incursión por el bosque con la mitad
del cuerpo acribillada por el jején, supe después que había
atravesado territorios de la mosca tse-tsé, aunque parece
obvio que no he contraído la enfermedad del sueño. Pero no
tuve tanta suerte con el paludismo. La fiebre me dejó en cama
durante varios días. En realidad me abandonó dentro de un
pozo hundido a medias entre la enfermedad y la culpa. Como
volvía a hundirme en el barro de la orilla del río, y lo que
me aplastaba no eran los forcejeos de la muchacha sino el peso
de la talla nativa que representaba ahora a la virgen de Begoña.
La alucinación se repetía constantemente, es difícil
olvidarla. En los intervalos andaba por la playa de caracoles
vivos reventados, iba descendiendo entre ellos, entre la baba
espesa, como quien entra en arenas movedizas, pero ya no daban
la misma sensación de pesadilla, eran un alivio frente a lo
otro. Papá Dop venía a menudo para vigilar mi estado y
suministrarme las dosis necesarias de medicamentos. Tampoco se
apartaba de mi lado la boy, Petra; no te había hablado de
ella pero se ocupaba de toda mi vida doméstica por un salario
ridículo. La Corporación ¿lo ignoras? establece la norma tácita
y rígida de que los sueldos de cualquier nativo contratado
deben adaptarse al nivel económico del país (es decir, a la
miseria) para no generar fracturas sociales, un eufemismo que
a Severiano le provocaba una máscara de desprecio, decía la
independencia ha sido una suerte para vosotros, ya no tenéis
que cuidar de los pobres negritos, os ahorráis un montón de
dinero, y seguimos a vuestro servicio, como en tiempos de la
colonia, pero esta vez por cuatro francos. Petra, como la
mayor parte de los trabajadores de la Corporación, vivía en
Yumbili, ese suburbio prácticamente sin luz ni agua y
atestado de chabolas para las que el lujo máximo era un
cartel de vino don simón clavado en la puerta. La propia
Corporación recomendaba evitarlo, no por problemas de
inseguridad, sino para no ver, para conservar intacta la
burbuja de satisfacción con que nos entregábamos a la
empresa. Visité Yumbili en una ocasión porque Petra se había
retrasado con cierta labor doméstica y tenía prisa por
encontrarse con sus hijos, todavía pequeños; la llevé en el
renault y, al irme, un grupo de niños corrió detrás del
coche gritando cerdo
pelado entre risas, como un chiste; la etiqueta resultaba
acertada si nos miramos en el espejo, desnudos pero con
criterio riguroso. Petra
se quedó allí, en mi casa, durante toda la enferrmedad, cuidándome,
a pesar de las necesidades de sus hijos, y desde luego no
actuaba así por temor a perder su empleo. Tampoco le había
permitido demasiada confianza hasta entonces, ni lo hice después.
Somos ya tipos con la Corporación impresa en el carácter.
En mi convalecencia me di cuenta de que había perdido peso y
recobrado olfato, la nariz me llevaba como una vara de zahorí
por los rincones de la casa para oler los distintos materiales
que se descomponían rebozados de humedad y de hongos. Descubrí
los matices pastosos de la vegetación y me asombré con un
perfume extraño que tenía la virtud de atravesarme como una
caricia que no se dejaba atrapar (la enfermedad me había
dejado muy blando); así me enteré de que en nuestro jardín
crecía un guayabo, uno de los primeros caprichos –anterior
incluso a los edificios- de los hermanos gemelos que idearon
cada detalle supuestamente repetido en el otro, Papá Dop
insistía en ello y de paso adornaba la ceremonia del contrití
con lecturas piadosas de aquellos exploradores europeos que
descubrieron en Africa la geografía exacta de sus ambiciones
y de sus miedos. Yo me mareaba al leer y la voz de Papá Dop
era tranquilizadora en medio de los posos de la culpa que
continuaba arrastrando. A veces improvisaba sus propios
recuerdos, sobre todo en el territorio costero de Río Muni, y
fue en una de aquellas travesías por el país idílico cuando
se me cruzó por la mente una ausencia significativa. Papá
Dop encajó el nombre como si espantase un mosquito. Dijo Ah, Severiano y salió con lentitud de la sala. A su vuelta, detrás
de él, apareció un chico de corta estatura, demasiado
sonriente, con un rostro entregado al protagonismo de las
orejas. Nada que ver con Severiano, o la malaria había hecho
trampas con la realidad. Miré a Papá Dop, que no parecía
dispuesto a explicar algo obvio. Dijo es
tu nuevo ayudante, y se retiró a la parte privada de la
casa, donde yo no entré nunca.
No me costó encontrar a Severiano. El mismo envió señales
clandestinas de su paradero. Le habían confinado al taller de
vehículos por orden de Cobiellas, y en ese ambiente
desconocido era un estorbo entre tanta chatarra. Cuando le
visité, llevaba una mano teñida del color violeta del
desinfectante para ganado. El día anterior se había cortado
con una chapa y, a falta de un médico cercano, había acudido
la veterinaria que le cosió la herida sin anestesia.
Severiano estaba furioso. Aceptó mi invitación para tomar
una cerveza con bilolás en un chiringuito de Elá Nguema
donde podría desahogarse a gusto; era la primera vez que
aceptaba: hasta entonces me había disuadido de estas
camaraderías porque perjudicaban mi imagen dentro de la
Corporación y, de acuerdo con su estrategia, con
un jefe débil no se hace negocio en ningún sitio. Pero
ahora estaba muy furioso, y se había rendido así a la mala
cabeza. Tenía que rescatarlo del taller y para ello
necesitaba colocarme por encima de la hostilidad y las
manipulaciones de Cobiellas. Severiano sabía lo suficiente.
Cuando se convenció de que también yo me inclinaba por
entrar en esa lucha feroz, me proporcionó las armas, lo había
preparado todo desde el momento en que le sumaron a aquella
partida de venganzas y desafíos, mientras me recuperaba
hirviendo en mi propio caldo, sin noticias del mundo oficial.
Para entrar en la Corporación, en un puesto de privilegio,
Cobiellas había falsificado méritos, y los contactos de
Severiano le habían conseguido a buen precio la manera de
demostrarlo. Por si esto no presionaba al estafador, se añadían
un local clandestino de talla de marfil y unas maniobras poco
claras de cambio de dinero , con comisiones y favores que
convertían algunos despachos del búnker de la Corporación
en mercado negro. Era una propuesta de secreto que Cobiellas
no podía rechazar. Y no lo hizo. Severiano recobró su función
como mi ayudante y yo me esponjé como un idiota que no ha
calculado las consecuencias de ciertos triunfos. Efectivamente
fui yo quien envenenó al cocodrilo. No me molestaba el
animal, sino el servicio que prestaba a Cobiellas. Que
amaneciera al fin muerto, una mañana, con los colmillos
burbujeantes de espuma, era una prueba de la vulnerabilidad de
su dueño. En ningún momento me apiadé de la tortura que
suponía la jaula tan estrecha para el cocodrilo y ni siquiera
busqué una sustancia que le diera una muerte rápida o
evitara sufrimientos, cogí lo que tenía más a mano y en una
proporción que hubiera matado a varios cebús; no quería
fallar, me interesaba que Cobiellas captara el mensaje. La
eliminación del tótem me llenó de satisfacción, hasta un
punto que me pareció, incluso, incompatible con mi ética. Y
no me importaba. Así debieron de empezar a deslizarse otros
miembros de la Corporación.
Tengo que volver atrás.
Cuando te he hablado de Petra, he dicho que la había llevado
a Yumbili porque se retrasó con
cierta labor doméstica. Mientras lo escribía, me
resultaba incómodo mi cinismo y no he dejado de repetírmelo
mentalmente hasta ahora en que he tomado la decisión de
contarlo tal como sucedió. Esa cierta
labor doméstica consistía en acostarse conmigo
persuadida por mi deseo abrumador a la hora de la siesta, como
un colono caprichoso y aburrido. Petra era todavía una mujer
joven, con mucho carácter, y esa tozudez suya me atraía,
significaba un reto, y también era atractiva, y no voy a
olvidarme de la curiosidad de saber cómo se comportaría en
un encuentro sexual. Ocurrió antes del episodio del río, por
supuesto, pero quizá anticipaba algunos vicios de mi conducta
(debería extenderlo a todos nosotros, los residentes
extranjeros, fuéramos de la Corporación, del Fondo
Internacional o de la ONU porque siempre nos aprovechábamos
de la situación del país, con cualquier mujer a la que se
pudiera abordar, sólo pendientes del miningueo). Tal vez ese
día yo había abusado de mi whisky de la sobremesa, estaba
eufórico, y no tardé en insinuarme; Petra no respondió, me
evitó metiéndose en el baño con la máscara en el rostro, y
supuse que la había molestado. Cuando salió -la máscara aún
en el rostro-, iba a disculparme pero, por alguna razón, pasé
la mano alrededor de sus caderas y la levedad del vestido me
permitió descubrir que se había quitado la ropa interior. Se
vino a la cama sin oponer resistencia, tampoco añadió pasión.
No fue muy satisfactorio. Ocultó la cabeza debajo de la
almohada y se dejó hacer, con suficiente humedad y entrega
como para que no me alcanzara ningún remordimiento. Después
de acompañarla a su chabola de Yumbili, sentí pánico. No
ignoraba que algunas boys afortunadas se habían adueñado de
las caracolas al convertirse en amantes –jamás oficialmente-
de miembros de la Corporación ¿y si Petra buscaba la misma
posición de privilegio? Por suerte para mí ninguno de los
dos habló del asunto. Tenía que contártelo. Si arreglo
conscientemente la memoria, qué confianza puedo repartir con
mi sinceridad. He callado durante tanto tiempo que ya no
merece la pena mentirme, acuérdate de lo que dije al
principio. La doctrina de la Corporación se filtra en
nosotros como el método de los jesuitas en sus estudiantes,
así que me adelanto a tu sospecha ¿estoy ofreciéndote una
pieza pequeña para que no veas dónde guardo la grande? No
hay respuesta, por el momento.
Algunas noches, siempre cuando yo ya me había retirado, se
acercaba el guachimán al jardín donde aún permanecía mi
vecino y desde el contraluz de la lámpara de bosque decía
con la voz rota por la humedad Akié,
Papá Dop ¿tienes humo para mi boca? Papá Dop no fumaba
pero nunca dejó de guardar tabaco y un vaso de vino para
nuestro guachimán a quien todos conocían como Papá Dougan,
un cuerpo disminuido por la edad, el clima y las privaciones
envuelto en un capote muy viejo y muy grande. Papá Dop sacaba
un par de tabucos que él mismo había fabricado –nunca me
invitó a sentarme en ellos- y los colocaba debajo del
egombegombe. Allí hablaban los dos durante no sé cuánto
tiempo porque yo no conseguía mantenerme despierto para
enterarme de cómo acababan sus conversaciones. En una ocasión
Papá Dougan había llamado con urgencia a Papá Dop, a pesar
del viento recio que amenazaba convertirse en tornado. Estaba
escandalizado:
-Mi hijo pequeño se ha ido con los misioneros, Papá Dop.
Dice que tiene vocación, que ha oído la llamada de Dios.
Pero yo ya sé qué llamada es ésa. Les tientan con las
habitaciones nuevas y limpias, las camas blandas, el agua
caliente, carne varias veces a la semana, muchos juegos,
muchas canciones, muchas películas sobre la felicidad
extranjera. No es justo. Le hacen rechazar nuestras costumbres.
¿Qué pensarían ellos, allá, si nosotros fuésemos a
convocar a los espíritus? ¿Qué harían ellos si yo fuera
allí a llevarme a sus jóvenes?
Recuerdo que Papá Dop insinuó la imagen de Papá Dougan
–con los tatuajes de poder, los instrumentos de trance y los
símbolos de los antepasados- oficiando en la gran vía de una
enorme ciudad y, después de explicarle cómo habitaba la
gente una jungla urbana, a Papá Dougan debió de parecerle
tan grotesca e inútil su intención que ambos desembocaron en
una magnífica carcajada en medio de aquella noche a punto de
tornado. Hace falta humor para remontar la derrota. A mí no
me sobraba en ese momento y pensé en una actuación más
trascendente que consistía en contrarrestar la influencia
msionera mediante cursillos de contabilidad y otras virtudes
administrativas. A los guineanos se les ofrecían escasas
oportunidades para progresar en su propio país, y menos aún
para establecerse en una sociedad donde la media de vida
sobrepasara el límite de vida de los cuarenta años, todas
sus posibilidades dependían de los proyectos de la Corporación
y de la generosidad de algunas embajadas, pero en parte
significaba alquilar su futuro al diablo, algo a la larga casi
peor que venderle el alma.
Mi entrega supuestamente altruista me reconcilió
conmigo mismo y me supuso mayor fama de idiota peligroso en
los círculos oficiales. Encontré un local –barato- en un
barrio discreto –como si fuera posible en Malabo-, hice que
lo adecentaran –una limpieza barata que atrajo aún más a
todo tipo de bichos-, me fabricaron mesas y sillas –a precio
desorbitado y suministradas con una lentitud desesperante- y
propagué la información al modo que creía haber aprendido
de Severiano. Tuve que poner un límite al número de alumnos
pero nunca quedaba un hueco libre en mi clase y al final hubo
que desprenderse de sillas y mesas –algunas ya habían
desaparecido con mucha antelación- para aprovechar el espacio
por completo. Yo apenas podía moverme mientras explicaba y
escribía en la pizarra de barro; era absolutamente feliz, sin
más ocio que el necesario para descansar de la insulsa
jornada en el búnker de la Corporación y continuar las
conversaciones con Papá Dop a ritmo de contrití y lámpara
de bosque.
Delegué la función de enroscar y desenroscar la única
bombilla en Telesforo, un annobonés muy hábil y dispuesto a
aprender con una energía arrolladora, la misma que le
empujaba a construir tambales –me regaló uno que conservo-,
a trepar por las palmeras y cosechar palmiste, a pescar desde
los acantilados con los sedales arrollados a los dedos de los
pies; nunca le vi quieto o en una actitud semejante al reposo,
permanecía alerta como si en el minuto siguiente fueran a
exigirle un acto heroico. Me gustaba Telesforo porque se
entregaba plenamente a lo que estuviera haciendo, a pesar de
sus problemas de concentración que le convertían cada
operación matemática en una frontera infranqueable. En
cuanto le mirabas, sonreía, era su forma de presentarse ante
el mundo. No podía dejar de ayudarle, aunque me hubiera
impuesto no establecer diferencias entre mis alumnos, todos
también reunidos al finalizar las clases para estudiar a la
luz de una de las escasas farolas, como las gigantescas
mariposas nocturnas, entre el barracón provisional de la
embajada española y la carretera del aeropuerto. El primer día
que me vio con Telesforo, Severiano soltó un bufido, de gato
que tiene que admitir la presencia de un ratón sin comérselo.
Supuse que se trataba de celos, me preocupó que no dedicara
una sentencia de reproche a mi debilidad a la hora de aceptar
ciertas compañías.
Ya antes de que le presentara a Telesforo, Severiano había
rechazado mi oferta de asistir a las clases de contabilidad.
Había dicho no son
esas las mañas que se necesitan aquí y yo le había
respondido que le servirían también para buscarse la vida en
España, por ejemplo, si alguna vez quería marcharse.
Entonces me miró con perplejidad, asombrado de que pudiera
durarme tanto la inocencia. Dijo si
veo cómo sois en mi país, cómo voy a meterme en vuestro
terreno; no estoy loco, jefe, vosotros sólo sabéis pedir en
cualquier parte. Me dolió el comentario, no era justo,
casi me arrepentí de haberle sacado del taller de vehículos,
quizá habría necesitado un poco más de relación con el
filo de la chatarra para limar asperezas. . .
y a continuación me sentí mal por mi arrogancia de
colonizador, no me resultaba fácil manejarme entre Severiano
y mis propias contradicciones. Durante el contrití de la
noche Papá Dop me explicó que uno de los hermanos mayores de
Severiano había solicitado en la embajada un visado para
viajar a España; en el proceso se había encontrado con
LaCava, que era la funcionaria dedicada a disuadir a los
nativos que aún creían en la madre patria y en la
posibilidad de acceder al paraíso europeo; la mayor parte
renunciaba y salía del despacho de LaCava con la humillación
a flor de piel, entre ellos el hermano de Severiano, que ya no
se recuperó de su intento frustrado y se pasaba los días
entre la wanga y el fondo de la botella. En ese ambiente
enfermizo, de privilegios y mezquindades, engordaban
personajes como Cobiellas, esto también en opinión de Papá
Dop que estaba enterado de nuestra enemistad de momento
embalsamada. Cobiellas era un genuino producto de la colonia,
temía vivir en España porque sospechaba que no sabría cómo
salir adelante, demasiada competencia y ningún nudo que le
atase a aquel lugar; por la misma razón desconfiaba de
quienes venían de allí, cebados con la experiencia y
conocimientos de la distancia, lejos del subdesarrollo, nos veía
como rivales y ese miedo le había forzado a asumir diversos
papeles: embaucador, sumiso con el poder, colaboracionista
dispuesto a venderse según la ocasión, ya fuera a la
Corporación o a la dictadura, tan semejantes en sus
estrategias; Cobiellas había nacido entre corrientes
contrarias en Santa Isabel, y había aprendido a flotar en
cualquier circunstancia en Malabo, con la independencia; tenía
mucha ventaja sobre mí y la astucia consistía en eludirlo,
no enfrentarse directamente a él. Pero yo me creía entonces
en lo más alto de mi buena suerte e imaginaba, sobre todo, la
manera en que podría al fin desmantelar la farsa y los trucos
de Cobiellas. Sospecho que Papá Dop ya sabía de antemano que
su advertencia me estimularía aún más en el sentido opuesto.
No voy a negar que Severiano tenía buenas razones para
sentirse incómodo con Telesforo, que se ofreció a reparar
los numerosos desperfectos de mi casa mientras me relataba las
historias de Annobón, su isla. Severiano despreciaba estas
habilidades propias de un charlatán que únicamente había
aprendido a subsistir con lo que le consiguieran las manos,
pero le preocupaba mi interés por todo lo que él consideraba
tosco o desechable. Hacía su trabajo a regañadientes, obligándome
a recordarle en qué consistía, y no aceptaba ya ninguna
recomendación, había empezado a decidir completamente por su
cuenta y riesgo, aunque debo señalar, para ser honesto, que
no cometió ni un error que pudiera reprocharle; tampoco su
eficacia resultaba tranquilizadora porque iba acompañada de
soberbia, de exhibición, me dejaba claro a cada instante que
él era el único imprescindible en aquella carrera de fondo.
Pero Telesforo encarnaba la tentación del paraíso derrotado.
Annobón. Contra esta leyenda no podía competir el sentido
común de Severiano. Ya sabes que todos los miembros de la
Corporación hemos deseado, en algún momento de nuestra
estancia en Guinea, viajar a Annobón, la última tierra del
buen salvaje, la maltratada por no pasar desapercibida, por
existir ahí en medio de la codicia de los otros. ¿Tú lo
intentaste? La lista de candidatos para ocupar una plaza en
los escasos vuelos de las avionetas de la Corporación era
interminable, y a veces Cobiellas asumía el papel de
organizador, trastocaba el orden cuando convenía, y a cambio
de favores por recibir o deudas contraidas, así que yo no tenía
ninguna esperanza, Annobón se hallaba especialmente lejos en
mi caso. Telesforo la traía a mi imaginación con sus
recuerdos, los árboles de los espíritus, los caminos entre
los poblados, la pesca de la ballena y la lucha contra los
tiburones. . . habría sido una vida feliz si no les hubiesen
alcanzado los forasteros; los annoboneses solían rodear con
sus cayucos a las embarcaciones extrañas que se les acercaban,
celebraban una ceremonia de purificación para protegerse de
las enfermedades y las desgracias que venían de más allá
del océano; no les sirvió de nada. El primer misionero que
llegó no entendía los apellidos de los nativos ni lograba
pronunciarlos con soltura, por eso les impuso, con el bautismo,
el nombre de pueblos y ciudades españoles; los annoboneses
llevan ahora la geografía peninsular en las palabras que
distinguen a las familias, aunque no les permiten atravesar
las fronteras, no son fórmulas mágicas que convenzan a
LaCava o al resto de funcionarios que vigilan el inmaculado
filtro de las aduanas. Los annoboneses aceptaron a aquel
primer misionero por curiosidad y también porque pensaban que
espantaría a los demás, Annobón es una isla demasiado pequeña
para las rivalidades.
En cierta medida Telesforo se convirtió en el puente por el
que crucé para encontrarme con Beatriz. No existen las
casualidades, y menos aún en mi historia que alguien iba
tejiendo sin que yo lo sospechara. En esa ocasión Telesforo
había sido contratado, con su grupo de amigos músicos, para
que amenizase un desfile de modas en el Centro Cultural, un
acto absolutamente frívolo en aquel país donde todo podía
ser necesario salvo un montón de ropa lujosa y un diseñador
que olía a pasarela europea. Permanecí intacto, no me
gustaba el ambiente, me desagradaba la compañía, y de nuevo
la insultante abundancia de pinchitos, raciones y cócteles;
había venido a oír a Telesforo, que cantaba feliz como si en
el mundo ya se hubieran impuesto la bondad, la justicia, la
cordura. . . su voz de paraíso inmaculado me mantenía sujeto
allí, pero lo que me traspasó como un alfiler y me impidió
moverme de verdad fue la aparición de Beatriz, bellísima a
pesar de las túnicas con que el diseñador se empeñaba en
ocultarla. Supe entonces que me había atrapado; en otro lugar
la hubiera juzgado inalcanzable, pero yo era un miembro de la
Corporación en pleno subdesarrollo, así que quién iba a
poner en duda mis poderes. El propio Telesforo me la presentó
–sólo unas palabras de cortesía- y se obligó a averiguar,
con la mayor discreción, una fórmula para tropezarme con
ella cualquier día y echar el cebo, por sorpresa.
Sin embargo, esta historia necesita que vuelva a retroceder, a
un asunto que no parece relacionado con lo anterior, pero
descubrirás más tarde hasta qué punto fueron causa y efecto.
Por alguna circunstancia –cuyo origen no me preocupé en
investigar, instalado en la euforia que me provocaba mi función
altruista de profesor- me tocó representar a la Corporación
en la conferencia oficial de un ministro guineano. Según el
protocolo no era a mí a quien le correspondía desempeñar
ese papel que solía considerarse importante en el búnker,
pero, saltando incluso por encima de Cobiellas, el
Administrador me había concedido el dudoso privilegio de
admirar la retórica de un miembro del gobierno y de asarme
como un pollo en un mediodía de calor húmedo, dentro de una
sala a la que ni siquiera habían dotado con el alivio de
respiraderos o celosías. En tales condiciones, y en un asomo
de soberbia, solicité que me permitieran acudir sin corbata;
extrañamente se aceptó mi propuesta, yo no tenía que
encontrar ningún obstáculo, y tampoco entonces desconfié,
tal vez la Corporación se había convencido de mi utilidad o
estaba cambiando su estrategia laboral y se había vuelto, de
pronto, más humana con los empleados.
El ministro resultó grande, grueso y teatral en sus muecas,
ayudado por un gorro de piel de leopardo que supuse que le
identificaba como simpatizante de la arrogancia de Mobutu. Su
discurso caía sobre nosotros en un español asilvestrado para
el que los sentidos de las palabras eran criaturas mutantes a
las que no se podía pedir una conducta previsible, y a pesar
de todo conseguí interpretar que hablaba de las malas
influencias extranjeras sobre la inocente juventud del país.
Empecé a adivinar por qué la Corporación se había empeñado
en enviarme a mí a aquel acto. Además un tipo enorme y
musculoso se había colocado a mi derecha y ratificaba las
afirmaciones del ministro clavándome el codo en las costillas;
también realizaba unas contorsiones increibles para su tamaño
y me lanzaba, simultáneamente, un aliento denso de muchas
horas dedicadas al alcohol y un brillo en los ojos que no
quise definir pero achaqué de inmediato a un exceso de
bitacola. Yo había optado por sudar más aún de lo exigido
por el bochorno, mi ropa estaba empapada y debía de presentar
ya una apariencia tan rendida que mi vecino aumentó la fuerza
y el ritmo de su percusión en mi costado, a la vez que el
ministro se enardecía con el repaso de las desgracias que
ocasionaba el ejemplo detestable de los extranjeros, su
intromisión en la plácida vida de los guineanos jóvenes e
inocentes. Mi reacción fue instintiva, te aseguro que no había
nada premeditado; improvisé una breve protesta hacia mi
agresor en voz demasiado alta, e imagino que el ministro
entendió que iba dirigida hacia él, porque la tensión del
silencio y los temblores del gorro de piel de leopardo me
hicieron sospechar que los guardaespaldas me arrojarían de la
sala. En cambio, el ministro se apresuró a concluir su arenga
y nos condujeron con la urgencia de una evacuación a un vestíbulo
con varias mesas sobre las que se enfriaban trozos de fritambo
asado, refrescos y cubos llenos de hielo de escasa confianza,
un auténtico pesebre con abrevadero en el que los asistentes
me ignoraron, temerosos de que se uniera a alguna de las
conversaciones el reventador de las fantásticas dotes
oratorias del ministro. Me reí mucho mientras se lo contaba a
Severiano, al día siguiente, pero a él no le pareció
gracioso. Dijo tienes el don de no enterarte, jefe. No captas los mensajes. En este país
no se puede escuchar con la boca. Lo atribuí, por
supuesto, a su probable envidia por mi inclinación hacia
Telesforo, y no hice caso de la advertencia.
Acuérdate de este episodio, y regresemos a Beatriz. Telesforo
cumplió su compromiso y me facilitó un dato importante, la
hora aproximada a la que Beatriz acudía a comprar al mercado,
le gustaban las verduras frescas, antes de visitar las factorías
de los libaneses que eran las mejor surtidas de todo Malabo.
Esto ya me indicaba que Beatriz no tenía problemas de dinero;
alguien -¿un esposo?¿un amante?- con mayor poder económico
que el mío le había abierto una peluquería en la calle de
las embajadas, y no sé por qué motivo seguía confiando en
mis virtudes para seducirla, un cargo mediano en la Corporación
no deslumbraría a la mujer elegida por un hombre fuerte, con
el bolsillo repleto y la suficiente influencia para mantener
un negocio envidiado en la ciudad de los sobornos. Pero había
encontrado mi propia fascinación, no iba a desengañarme sin
haberlo intentado. La idea de tropezarme casualmente con
Beatriz en el mercado me parecía afortunada; de ese modo no
estaría en juego su reputación, se sentiría más inclinada
a hablar conmigo, yo ya había aprendido que los blancos
ensuciábamos a cualquier mujer que abordáramos en público,
las convertíamos en miningas para la comunidad; no quería
perjudicar a Beatriz, aunque no ignoraba el riesgo de mis
intenciones. El encuentro fue un éxito, conseguí una cita más
discreta en una fecha muy cercana (yo no hubiera soportado la
espera) mientras fingíamos comparar la calidad de los
productos y los precios de los distintos puestos. Un éxito
demasiado fácil, si lo miro desde aquí, desde ahora, con
tantos enredos como vendrían a sucedernos.
Secreta es la oscuridad sobre todo, así que desde el
principio escogimos encontrarnos al atardecer en el Joe, ya
sabes, ese extraño establecimiento de aire colonial que
parece un campo de golf y donde las parejas acuden, sigilosas,
para pasar desapercibidas en la tiniebla de noches sin luna,
las mesas tan lejos unas de otras que sólo se oye el fragor
de los insectos, de las ranas y del río desembocando en el
mar. El Joe tiene unas vistas muy hermosas durante el día,
pero los enamorados siempre se han inclinado, allí, por
aprovecharse más del sentido del tacto. Beatriz y yo hablábamos
de cualquier cosa, intensamente, sin dejar de mover los labios
para que las palabras construyeran la confianza necesaria que
permitiese a mis manos explorar el contorno de sus pechos magníficos
y a las suyas abrirse paso a través de un pantalón que
aumentaba mi propio placer al convertirse en frontera
desabrochada. Retóricas. Tú ya me entiendes. Nunca he sido
tan consciente del hecho de hablar sin decir nada como en
aquellos momentos en los que Beatriz se solidarizaba con mi
erección, esos dedos tan suaves y hábiles, humedecidos con
su saliva entre palabra y palabra.
Cuando el Joe resultó insuficiente, y nuestra relación más
atrevida, nos citábamos en una habitación del Hotel Bahía,
que mira a los islotes Enríquez, a los cocoteros desmochados
y al casco de un viejo barco hundido. El lugar estaba
destartalado y supuestamente en constante reforma, pero
en realidad nada se movía, como si lo hubieran arrancado del
tiempo; pagaba la semana entera, aunque sólo nos reuniéramos
un par de ocasiones, porque era difícil tropezarse con el
chico que atendía la barra desierta del bar y la mesa de
recepción que se iba trasladando por obras inexistentes hasta
terminar en el fondo de la piscina resquebrajada meses después.
Entonces Beatriz y yo conversábamos únicamente cuando habíamos
saciado el deseo, entre el agotamiento y la tranquilidad de
las primeras horas de la noche que se entrometía por las
rendijas de las contraventanas. Me di cuenta de que la piel
sudada y caliente de Beatriz olía a guayaba madura. Los días
en que no nos veíamos, me acercaba al mercado y pedía
guayabas, guayabas maduras, o convencía a Petra para que me
las trajese de los alrededores de Yumbili. Tal vez Petra llegó
a pensar que me había vuelto loco porque me sorprendía oliéndolas
con el rostro deformado por una pasión absoluta, o descubría
las manchas de la fruta en las sábanas que luego ella debía
lavar; me gustaba mantener las guayabas en la cama, junto a la
almohada, y devorarlas allí mismo para que el olor me
impregnase, y su excitación, mientras dormía. Seguramente
Petra ya había adivinado de qué tipo era mi locura; nunca
hizo ningún comentario, y ni siquiera se quejó por verse
obligada a limpiar mi ropa con más frecuencia.
Desde que apareció Beatriz en mi vida, cesaron los malos sueños
y los remordimientos, no me hundí en la playa de caracoles
reventados ni en el lodo de la orilla del río. El amor me
salvaba, eso creía yo. Y no necesitaba realizar un esfuerzo
especial para fingir lo contrario, para que nadie –tampoco
Papá Dop- advirtiera mi felicidad y se preguntara por las
razones. Salvo Telesforo, que me había ayudado y estudiaba en
mis reacciones la fortuna de nuestra relación con Beatriz.
Digo, efectivamente, nuestra porque Telesforo también había sugerido el Joe, el Hotel
Bahía y los horarios más oportunos para proteger la
clandestinidad, así que, como asesor, tenía derecho a ser
consciente del éxito conyugal, porque de otra manera tal vez
lo hubiese perdido como cómplice. Aunque yo sentía gratitud
por su discreta colaboración, me asustaba que intentara
mayores privilegios en mi clase, convencido de que enroscar y
desenroscar la única bombilla no era suficiente para su
destreza de intermediario. Le presté mucha atención, en un
esfuerzo por compensarle, a pesar de que sus historias ya no
podían competir con mi pasión obsesiva por Beatriz. Le
prometí que viajaríamos juntos hasta Annobón en el Acacio
Mañé, en cuanto fuera posible, lo que me ofrecía un plazo
de tiempo infinito porque el Acacio Mañé –tú no lo
ignoras- era un barco parcheado que siempre estaba en reparación,
es decir, en ninguna parte, más cerca del desguace que de la
singladura. La concentración en Beatriz, además, me impedía
entregarme a mi grupo de alumnos con la misma intensidad que
al principio. Delegaba en el más aventajado, supongo que el
resto empezaba a sospechar de mis ausencias. No me importó;
reconozco que detestaba que otros asuntos –trabajo,
reuniones, actividades altruistas, dormir solo. . .-
interfiriesen en la exigencia de mi deseo. La vida era el
hueco insoportable que debía ocupar entre las citas con
Beatriz, ríete si quieres.
La distancia entre Telesforo y Severiano, con la proximidad de
ambos hacia mí, me parecía peligrosa. No lo hice por ellos,
sino para proteger mi tranquilidad. El conflicto podía romper
el secreto. Les reuní una vez más, en una tarde llena de
sol, con la intención de convencerles de las bondades de la
amistad y de la conversación sobre lo que compartimos todos
los seres humanos. Si hubiese tenido tendencia a organizar
fiestas ostentosas y cobrado el doble de mi sueldo, me habrían
confundido con uno de los funcionarios de las naciones unidas,
y obtuve idéntico resultado. Telesforo se molestó porque no
le consideraba la auténtica víctima, siempre sonriente además,
en aquel desencuentro, y de Severiano sólo conseguí una
sentencia tajante, no
se deben mezclar ñames de distintas cosechas.
Era tan intenso mi deseo hacia Beatriz que cualquier
atrevimiento sexual entre hombre y mujer me parecía poco.
Hubiese querido inventar algo comparable a la medida de mi
pasión, pero no encontraba nada con lo que calmar esa
ansiedad, los cuerpos tienen sus límites a pesar de tanto
como hemos aprendido. Me sentía acorralado en una jaula de
placer, cómoda y estrecha; después de saciar el hambre, se
necesita mucha más imaginación para mantener el gusto.
Supongo que fue esto lo que me hizo obsesionarme en su otra
vida, la que no pertenecía a lo furtivo. Ella nunca deslizaba
en nuestras conversaciones un dato sobre el resto de su tiempo,
la normalidad en la que yo no existía, aunque esencialmente
las palabras que intercambiábamos servían para excitarnos de
nuevo, para provocar el juego, e intuía que cualquier
pregunta que abordase lo cotidiano me apartaría de ella, como
una profanación, y en realidad tampoco Beatriz se mostró
nunca curiosa por mi trabajo o mi casa, ni siquiera se
planteaba si me entendía con alguna otra mujer, y tanto
respeto a mi intimidad, o la falta de interés, me irritaba.
Recurrí de nuevo a Telesforo. Con poco éxito en esta ocasión,
porque se disculpó diciéndome que era mejor no traspasar
ciertas reglas, no se podía romper el ciclo de las mareas, a
un hombre terminan por ahogarle sus obsesiones. . . Palabrería.
A Telesforo aún le molestaba mi iniciativa de juntarlo con
Severiano para que confraternizasen, y sobre todo ambos se habían
propuesto mostrarse incompatibles entre sí pero
exageradamente útiles. Resultaba muy engorroso realizar una
petición a cualquiera de los dos, sólo la insistencia y los
halagos les persuadían, la vanidad de ser considerados
imprescindibles uno contra otro, y yo no tenía ganas de
aceptar esa estrategia, me sentía cansado y celoso de que
Beatriz habitara un espacio en el que no debía entrar.
Un día enfilé decidido la calle de las embajadas; al final
de la acera vencida por las raíces de los flamboyanes me
esperaba la peluquería de Beatriz, una burbuja para mujeres
satisfechas que se suavizaban el pelo con aceite de palma, se
cosían postizos y se entregaban a complicados peinados
durante horas mientras hablaban, hablaban de temas a los que
ningún varón podía acceder; yo no quería poner a Beatriz
en un aprieto, me bastaba con pasar por delante y echar una
ojeada distraida, ser consciente de la imagen concreta de su
mundo, pero arriesgaba tantas cosas en esa tentación. . . No
recorrí toda la calle, me quedé a medio camino, en un local
pequeño que hacía esquina, con una terraza protegida por un
seto de hibisco; nada me impedía vigilar desde ahí la
peluquería, aunque no confiaba en verla entrando o saliendo,
y menos aún al hombre que le había proporcionado aquel
negocio, el dueño oficial y poderoso. La verdad es que me
olvidé muy pronto de mi acecho, el local servía platos del
país, exquisitos, grafís rebozados con harina de yuca,
chuku-chuku y colorado en salsa de cacahuete, no creo que
conozcas ese sitio, de hecho carecía de nombre o de
indicaciones salvo unas mesas con mantel de hule y vasos con
flores modestas, pero muy limpio, silencioso, tranquilizador.
. . por una puerta que daba a un jardín interior se colaban
los sonidos del vecindario, una música de voces y de percusión
de tapas de pucheros, era una sensación hermosa, estaba
recuperando la facultad de disfrutar de mis sentidos, o había
ya comulgado de tal manera con Beatriz que su cuerpo se
encarnaba en todo.
Mi estado de comunión universal me hacía incluso alcanzar
algún tipo de lástima por Cobiellas, que me evitaba en el
trabajo y, según las últimas informaciones, había
contratado un boy para que probase su comida porque, desde la
muerte del cocodrilo, temía que lo envenenaran. A la lista de
infortunios se sumaba la desgracia relativa de haber contraido
filaria. Vagaba por el búnker y por las caracolas quejándose
de su mala suerte, obligado ahora a vivir con un gusano dentro
durante diecisiete años y a matar las larvas periódicamente
con un tóxico tan fuerte que le minaría sin duda la salud.
Como buen pregonero de sí mismo declaraba a quien le quisiera
oír que había enfermado en acto de servicio, éstas eran las
consecuencias de haberse entregado a la Corporación y al
desarrollo del país, pero en absoluto estaba arrepentido, la
filaria significaba una condecoración que venía a honrarle
en su trabajo, y con toda esa verborrea se mostraba de acuerdo
el Administrador, y multiplicaba los méritos del sacrificio
de Cobiellas, como si ignorase que su filaria procedía
concretamente de las numerosas visitas a la playa del kilómetro
seis, un punto muy contagioso, y que buena parte de los
nativos arrastraba una plaga insoportable de parásitos sin
medicinas y sin honores. En mi actitud de simpatía planetaria,
insisto, estas historias me regocijaban, a cada cual lo suyo;
no sé si te han contado alguna vez el episodio de aquel
colono soltero que, antes de viajar de vacaciones a la península
para ver a su familia, puso un telegrama: Llego
pronto. Voy con filaria. Sus padres le enviaron otro en
respuesta: Enhorabuena. Nos alegramos encuentres alguien de tu gusto. No es un
chiste, es la realidad grotesca de nuestro pasado de
colonizadores y el presente de la Corporación, la diferencia,
como solía decir Papá Dop. Pero no vamos a tratar ahora ese
asunto. . .
A menudo nos quedábamos dormidos después del amor y en
ocasiones yo me incorporaba para disfrutar de cierta sensación
de triunfo, contemplaba a Beatriz desnuda sobre las sábanas
como un mapa de la tierra incógnita en el que el explorador
ha distribuido sus nombres y se ha apropiado de él; eso
cuando sucedía en los buenos momentos porque en otros
olfateaba ya la decepción de la pérdida y me identificaba más
con aquel misionero ignorante que cambió los apellidos de los
annoboneses. Miraba el atardecer por las rendijas de las
contraventanas y veía las bandadas de murciélagos que en mi
primer día, recién llegado de España, había confundido con
gaviotas. Estaba seguro de que había avanzado algunos pasos
por el interior del país desde entonces, pero no podía
quitarme de encima la impresión de que aún continuaba en la
escalerilla del avión, sin atreverme a abandonar la medida de
mi costumbre. No era la tristeza de lo conquistado, sino la
realidad de la distancia, de nuevo vuelvo a lo mismo, qué
obsesión.
En el Hotel Bahía los grifos eran simple ornamentación, como
una ventana pintada en la pared; los cortes en el suministro
de agua se habían hecho tan frecuentes que ya ni siquiera se
molestaban en abrir las llaves de paso. Dejaban en la habitación
una palangana grande, llena hasta los bordes, y un cazo pequeño;
Beatriz traía su propia pastilla de jabón, un regalo venido
expresamente de París según me dijo, y exigía que la
frotase con el mayor entusiasmo posible, sin olvidar ni un
pliegue; a mí la tarea volvía a excitarme pero a ella el
agua helada, y el olor del jabón de lujo, le recordaban que
debía regresar a su sitio, limpia, como si nada hubiese
sucedido. Colaboraba en esa labor de extinción de todo rastro
que me descubriera, y tal vez por esta razón me reincorporaba
melancólico a mi casa donde sólo me esperaban el chirrido de
los insectos y la cena preparada horas antes por Petra. En las
últimas noches no me había reunido con Papá Dop, poniendo
el agotamiento como excusa, y tampoco me interesaba por sus
conversaciones con Papá Dougan. Estaba cerrando una puerta y
no me atrevía a entrar por la otra. Permanecía quieto, en
medio de las corrientes, esperando a que me obligasen,
sintiendo la densidad de esa espera, demasiado vulnerable,
calculándome. . .
No sé si habrás oido hablar del episodio de los marineros
gallegos. Ocurrió por aquellas fechas. Eran cuatro y habían
desembarcado de su pesquero durante unas horas, supongo que
para desintoxicarse de tanta mar. Actuaban imprudentemente,
querían pasárselo bien lo más pronto posible, e incluso en
un país menos vigilado habrían levantado sospechas. Los
detuvieron en La Parrilla del Loro, el bar que regentaban las
malgaches, mientras se emborrachaban y fumaban wanga sin
ninguna precaución. Estaban ya tan colmados de carne, alcohol
y humo que no se dieron cuenta del problema en que se habían
metido. La chulería y la ebriedad se las sacaron a base de
gomazos en las plantas de los pies, que es una forma inmediata
de conocer la contundencia de un arresto sin interrogatorio en
Guinea (siempre se ha dicho que no hace falta convencer a
nadie si se consigue el mismo efecto con una buena ración de
palos, y también esto pertenece a la pedagogía colonial). El
embajador español protestó e hizo algunas declaraciones en
la prensa sobre los derechos humanos, la barbarie y algún
otro etcétera que no gustaron a las autoridades del país.
Los cuatro marineros no tardaron en visitar Black Beach. La
diplomacia reculó, pidió disculpas por la conducta
delincuente de ciudadanos españoles que habían traicionado
la confianza de un país amigo, y un par de días después,
ante las cámaras de la precaria televisión guineana –financiada
por la Corporación, no lo olvides- los cuatro malos patriotas,
demacrados y con síntomas de haber atravesado el infierno, se
lamentaron de sus errores, pidieron perdón por el pésimo
ejemplo y agradecieron fervorosamente, hasta donde la voz rota
se lo permitía, la generosidad del gobierno del país al que
habían ofendido y ahora los expulsaba. Acto seguido un
ministro se encargó de recordar que los extranjeros ejercían
horrorosa influencia en la juventud inocente, ellos sembraban
aquí hechos vergonzosos que corrompían la salud moral de los
guineanos protegidos por su Presidente. . . el discurso me lo
conocía bien, aunque en esta ocasión no llegara adornado con
un gorro de piel de leopardo.
Este escándalo se vio pronto sustituido por un percance
extraordinario. Asistí como testigo, por casualidad, y no
recuerdo qué hacía yo aquella mañana fuera del búnker de
la Corporación y en las inmediaciones del cuartel de la
carretera de Banapá. Allí me encontró una comitiva enorme
de gente alborotadora, encabezada por una figura vestida de túnica
larguísima, que arrastraba por el suelo, y con la cara
pintada de blanco. Me asusté porque creí que podrían
entretenerse conmigo, un extraño demasiado satisfecho en un
lugar poco afortunado, pero ni el brujo ni su séquito se
fijaron en mí, tenían otras inquietudes. Aproveché esa
transparencia y me uní al grupo, cómo perderme una escena de
semejantes proporciones en Malabo. En la primera parada, junto
a un pequeño vertedero, ya nos contábamos por cientos los
asistentes; mi preocupación consistía en obtener un buen
sitio desde donde observar lo que ocurriera y asegurarme, a la
vez, de que seguiría pasando desapercibido en medio de la
corriente humana en la que, salvo yo, no parecía haberse
entrometido ningún europeo. Un ayudante del brujo escarbó en
la inmundicia y extrajo un objeto que levantó un grito de la
multitud y tardé en identificar. Luego el propio brujo lo
sostuvo entre las manos sobre su cabeza para que nadie se
llamara a engaño; efectivamente era el cráneo completo de
algún pobre desgraciado. No estaba dispuesto a dejar que me
atemorizaran. La escena se repitió en seis ocasiones –siempre
cráneos de una blancura luminosa- hasta alcanzar el mercado.
Allí el brujo se detuvo delante de un puesto y se encaró con
la vendedora que empezaba a venirse abajo y tenía que ser
sostenida por un par de individuos que no la miraban con
buenos ojos. También debajo de la mesa sobre la que se
presentaba el género se descubrió otra calavera, la última
y la más importante, a juzgar por el bullicio que se organizó.
Por suerte me tropecé con uno de mis alumnos que me aclaró
el asunto: las vendedoras del mercado desconfiaban del éxito
arrollador que tenía una entre ellas, se llevaba a todos los
clientes, y eso no puede ser bueno para la comunidad; así que
llamaron a un brujo famoso para que averiguase los mecanismos
de tanto poder, y estábamos asistiendo a la destrucción del
hechizo, una mala magia creada con cráneos de difuntos que
conservaban mucha fuerza. Tal vez el alumno pensó que, como
blanco, yo no lo aceptaría, y se sintió obligado a añadir recuerda que cristo resucitó en tres días. A mí no me suponía un
gran esfuerzo no asombrarme de la mentalidad fantástica de un
país en el que a veces alguien era acusado de la muerte de
otro, por la intensidad de su deseo, aunque se encontrara a
enorme distancia, esto es lo que había contado Papá Dop en
los intervalos de nuestras expediciones por la isla. Tampoco
me sorprendía el truco con que se libraban de una competidora
peligrosa para el bienestar del mercado; alejándose de la
farsa espectacular, tú sabes que la Corporación depura a su
manera el mundo, discretamente pero sin ningún tipo de escrúpulo,
una labor de carácter intestinal, podríamos decir, y no te
ofendas por lo que nos toca.
Mi estupor surgió cuando reconocí, entre las mujeres
furiosas que pretendían linchar a la acusada, un rostro
parecido al de Beatriz, ahora carente de atractivo, con los
rasgos deformados por un odio que me asustó. Tuve que
reconstruir su cara, de verdad, al margen de los músculos
tensos, de los dientes que habían sustituido a los labios,
era ella, desde luego, pero no se correspondía con la imagen
de Beatriz ¿cuántas máscaras podría mostrar o esconder? Me
fui horrorizado antes de que viese algo peor.
Por supuesto que no comenté nada en nuestro siguiente
encuentro ¿de qué hubiera servido? Pero hice el amor con
ella cautelosamente, sabiendo que debajo de aquella expresión
suya de placer y consentimiento había otra mucho más
agresiva. Intentaba encubrir mi decepción. Supongo que notó
algo, Beatriz era tan intuitiva como inteligente, porque fue
tanteando mis emociones poco a poco para descubrir dónde se
había producido el hueco que yo disimulaba con escasa
habilidad. No tardó en adelantar una estrategia más definida,
y un día, mientras recobrábamos fuerzas, me dijo:
-Las mujeres siempre sufrimos, siempre. Todo nos hiere. ¿no
ves que sangramos cada mes? Es el daño de todo lo que nos
hiere. Por eso cuando vamos a dar vida nos alegramos, y
dejamos de sangrar. –me miró como si fuera a desenvolver un
regalo- ¿Quieres hacer que deje de sangrar?
En la penumbra mi horror debió de brillar con luz propia. No
sé si era simplemente que Beatriz había escogido un mal
momento, o la forma tan pretenciosa con que lo había
expresado. Tal vez al moralista inflexible que alimento le
resultó frívolo. Puede que de pronto el deseo revelase un
cambio excesivo para mi vida. He permanecido durante años con
este recuerdo cerrado y ahora ignoro cuál fue en realidad mi
reacción inmediata. El cuerpo se acuerda de cierta angustia,
de salir del Hotel Bahía con algo semejante a un mal sabor de
boca.
No acudí a la cita ya acordada de manera rutinaria. Tampoco
intenté anularla o inventar después, cortésmente, las
explicaciones más oportunas. Para mi sorpresa Beatriz llamó
al búnker de la Corporación preguntando por mí, pero no me
resultaba difícil eludir la comunicación y a fin de cuentas
al Administrador no le gustaban las conversaciones que no
tuvieran relación directa con el trabajo. Evité a cualquier
hora la zona del Hotel Bahía y la calle de las embajadas; era
consciente, sin embargo, de que no vivíamos en una ciudad
grande, nadie conseguía esconderse allí durante mucho tiempo,
y esto me alarmaba; no en vano había asistido a un par de
peleas de mujeres guineanas no lejos de mi casa, se
reprochaban furiosamente las unas a las otras que se habían
robado al mismo hombre, se arrancaban la ropa y el pelo a puñados,
se arañaban y mordían, no dejaban de luchar ni siquiera
cuando ya estaban desnudas, ensangrentadas y exhaustas,
rodando por el suelo, y daban tanto miedo que no se atrevían
a separarlas, aunque también es verdad que el espectáculo
congregaba a una cantidad enorme de curiosos que no mostraban
ningún interés en interrumpir la riña y quedarse sin
entretenimiento. Lo relacionaba con Beatriz agresiva en el
mercado y no tenía dudas de que me sacaría los ojos si
lograba tropezarse conmigo. Así que tampoco dormía muy bien
en aquella época, a pesar de que ya no necesitaba embriagarme
con el olor de las guayabas maduras.
Creí que las circunstancias me protegían. Pronto iba a
celebrarse un referéndum de confirmación del Presidente en
el poder, y sus seguidores, toda la población oficialmente,
tomaban las calles en grupos de baleles que lucían camisetas
con la cara solemne del Candidato Único y no dejaban de
gritar su canción que, por sentido común, también atronaba
en los bares y las discotecas de los libaneses. Estábamos
todos sumergidos en esa marea de júbilo peligroso. El
gobierno guineano había prohibido el consumo de bebidas alcohólicas
y el tránsito fuera de la ciudad de españoles y nigerianos,
elementos discordantes y poco fiables en la euforia provocada
desde el Régimen. La propia Corporación había distribuido
consejos de consumo interno para no crear alteraciones en el
ritmo político del país, una expresión afortunada teniendo
en cuenta el número de veces que estábamos obligados a oír
el himno del Candidato Único. Discreción era la norma,
incluso más que de costumbre, y a nadie se le podía ocurrir
quejarse porque nos limitaran el movimiento ¿dónde se
encontraba uno mejor que dentro de Malabo? lo demás era selva
interminable. En estas circunstancias creía difícil que
coincidiera con Beatriz, la cuarentena presidencial resultaba
un alivio, me permitiría reflexionar, inventar alguna evasiva,
el final de la historia.
Pero me equivoqué. Beatriz se presentó un atardecer en mi
casa y yo abrí confiadamente porque no me imaginaba que ella
supiera dónde vivía, y menos aún que se atreviera a venir.
No hubo reproches, escogió una táctica más hábil; bailó
para mí (no fue con el fondo musical del Candidato Único,
por fortuna) y no tardamos en recordar ciertas costumbres del
deseo, en esa misma cama en la que yo la había codiciado
meses atrás tan intensamente. Ahora me lo planteaba como mi
última debilidad. Beatriz propuso que nos fuéramos al Joe,
hacía una noche perfecta, al lugar en el que comenzó todo y
todo debía volver a su cauce, lo que en mi opinión
significaba despedirse. No podía negárselo. Pero me asaltó
una duda ¿se hallaba el Joe dentro o fuera de Malabo? No dije
nada porque no quería que me tomase por un cobarde, como
pregonaba aquel chiste colonial un
español nunca olvida que tiene el rabo entre las piernas.
Nos detuvieron en una zona boscosa, desierta y oscura, muy
cerca de la entrada de Elá Nguema. El camión militar se cruzó
delante del coche, casi me echa de la carretera, y enseguida
nos rodearon soldados marroquíes. Salí con las manos alzadas
y sólo las bajé para señalar las insignias de la Corporación
sobre la carrocería. Gritaban continuamente y yo no sabía qué
hacer, lo solucionaron pegándome un culatazo en el estómago,
una burda y eficaz manera de comunicarse; en medio del dolor
sentí que me levantaban y me arrojaban en el suelo de la
parte trasera del camión. Cuando pude respirar, pensé en
Beatriz, en cómo estarían tratándola aquellos bárbaros y,
a pesar del momento, tuve una tremenda erección. Varias manos
me registraron, me quitaron la billetera, las llaves, la
documentación. . . fueron un poco más allá y tantearon los
testículos, sin señal de lujuria, como si únicamente les
importara obtener un dato. Durante el viaje no me dejaron
cambiar de postura, tumbado boca abajo, con sus botas manteniéndome
contra el suelo, yo era su felpudo, les gustaba la humillación,
y me lo recordaban una y otra vez frotando las suelas sucias
contra mí, sabiendo que no me movería para no recibir
patadas. Me acordé de las noticias que había oido en tantas
ocasiones sin prestar atención, convencido de que me
resultaban por completo ajenas; los soldados marroquíes tenían
una larga historia de asesinatos muy violentos: por órdenes,
por celos, por error, por capricho. . . Hacía lo posible por
parecer un felpudo en el que basta con limpiarse los pies, no
merece la pena ejecutar al felpudo, qué pérdida de tiempo y
esfuerzo.
El cuartel olía a ropa tendida. De hecho el patio central se
había convertido en un laberinto de cuerdas de las que
colgaban calcetines, calzoncillos, uniformes. Las dependencias
interiores apestaban a moho, a cuero viejo, y también a
orines; en una de ellas me arrojaron sin tomarse la molestia
de encerrarme, estaban seguros de que no me escaparía. Toqué
el suelo (la oscuridad me impedía distinguir dónde me
hallaba exactamente), sentí en los dedos una humedad pegajosa
y no quise interpretarlo. Me arrastré a tientas hasta una
pared. La tensión y la rabia aumentaban mi fatiga, pero no me
atrevía a intentar relajarme. Necesitaba mantenerme alerta
por si acaso ellos. . . Tampoco descansaban, se oía un
revuelo de gentes y pronto confirmé que algo tenía que ver
conmigo. Empezaron a asomarse con una linterna, me enfocaban y
lanzaban exclamaciones, silbidos o pedazos de pan, como si allí
dentro hubiese un animal o un fenómeno de feria. Un soldado,
más obsesivo o curioso que los demás, entró, me concedió
un par de bofetadas y me tiró del pelo mientras murmuraba pañoljoputanomasssmujierpati.
Aquel ruido de odio sonaba de esta forma, no me lo he sacado
nunca de encima aunque me negase a recordar, es ya un rumor
interno. Durante toda la noche siguieron pasando las visitas,
nadie más me agredió; sé que vinieron también guineanos
porque reconocí el acento en las conversaciones. En el
bochorno de la estación seca temblaba de miedo y me decía a
mí mismo que era el frío, la helada que nos empapa siempre
cuando hemos sido atrapados en territorio hostil.
A pesar de mis esfuerzos por mantenerme en vela, el cansancio
me venció. Desperté de pronto porque reconocí una voz.
Estaba a punto de balbucear como un niño, de pedir protección
a quien había acudido a buscarme. De inmediato me di cuenta
de que debía de tratarse de un engaño del sueño que
intentaba sobreponerse a la realidad. Una luz tamizada, de
boca de cueva, me permitía asistir al basurero en que se había
convertido mi jaula. No quedaba ningún resto de la noche, ni
siquiera mi horror intenso. El descanso había atenuado el pánico
y, si no me habían trasladado aún a los calabozos de Black
Beach, podía conservar alguna esperanza. Fuera continuaba esa
especie de alboroto interminable. Volví a identificar la voz,
pero hablaba la misma lengua que los soldados marroquíes y
esto me desconcertaba. Tal vez su conocimiento de aquella
lengua era el salvoconducto que se trajo del desierto. No me
atrevía a pensar que no se trataba de él, necesitaba que me
sacase de allí. Entonces oí su risa, una risa compartida con
mis captores, se reían de mí, del
pañoljoputa,
no lo dudaba; seguramente la situación le imponía ganarse su
confianza, pero cómo me dolió la complicidad con ellos, ya
no soportaba tantas humillaciones.
Papá Dop tardó un buen rato en conseguir mi liberación. Me
miré un momento en sus ojos y confirmé que mi aspecto se había
reducido hasta el de un bulto poco tranquilizador. Mientras
conducía, dijo:
-¿Mereció la pena?
Y en vista de que el bulto a su lado no emitía ningún sonido,
añadió:
-Creo que no había conocido nunca a nadie que tuviera tantos
problemas con su polla en tan poco tiempo.
Una frase demasiado larga, y burda, para la ocasión. Quizá
se sentía incómodo en esa circunstancia, o le asaltó la
urgencia de recobrarme para la vida en el país, porque todavía
hizo otro comentario:
-Un gran señor de Mongomo no perdona fácilmente unos cuernos.
Así se resumía todo lo ocurrido. Tan sencillo era resolver
el misterio. No me decidí a preguntar por Beatriz
La casa presentaba un aspecto preocupante. El registro feroz
había esparcido papeles y objetos –rotos cuando no costaba
demasiado esfuerzo reducirlos a pedazos- estableciendo un
desorden premeditado y desafiante. La rapiña había alcanzado
la despensa y convertido el lugar en un estercolero.
Seguramente habían espantado también a Petra. Busqué los
documentos que mostraban la implicación de Cobiellas en
negocios sucios, no estaban, me asustó la evidencia de que
esas pruebas conseguidas de mala manera por ambas partes
entrometían a la embajada y a la Corporación, y me
presentaban como un traidor, sospechoso además del espionaje
más sórdido. La jugada había provisto de un botín
inesperado a las autoridades guineanas, y quizá esa torpeza mía
les había convencido de mi utilidad fuera del encierro, libre
para lanzarme de cabeza a la pelea entre compatriotas; no
subestimes la eficacia de la estrategia de país, es algo que
repitió siempre Severiano.
Me aseé, me cambié de ropa y me dirigí a la embajada.
LaCava me recibió con el gesto de repugnancia de quien
administrativamente juzga si uno cumple los requisitos
adecuados para merecer el derecho a un formulario de acceso a
la solicitud. LaCava me despreciaba aún más que a esos
nativos obsesionados con la autorización de entrada al paraíso;
yo no sabía mantenerme en los límites de mis privilegios,
invitaba a la serpiente, me atraía el pecado de este otro
mundo, dudaba del valor de las fronteras. . . Pero tuvo que
aceptar mi intención de entrevistarme con el embajador o un
responsable que estuviera a la altura, tampoco rehusaba una
conversación con el cónsul o el ministro plenipotenciario, e
incluso me servía el apoyo del encargado de negocios dadas
las circunstancias. Ninguno de ellos se presentó. Me despachó
el Administrador con cara de haber descansado en buena cama,
frente al atlántico y al reto de Punta Fernanda, lo que sin
duda le proporcionaba cierta ventaja. Deberías poner un fondo
de kwasa-kwasa para deslizarte por esta discusión. La partida
la empieza él. Dice:
-Parece que esta vez se ha metido usted en un buen lío.
-Yo diría que me han metido. Se trata de una provocación y a
mí me han pillado de excusa.
-Incumplió las órdenes que le exigían no abandonar Malabo.
-No salí de los límites de Malabo.
-Los límites de Malabo son cambiantes, dependen de la
autoridad, se dilatan o se encogen según le venga bien a la
Presidencia. Sólo el centro es seguro en su situación y de
ahí no tenía que haberse movido. ¿Sabe el grado de
inclinación que tendré que efectuar yo mismo ante el
ministro de turno para recuperar el coche que le requisaron y
pertenecía a la Corporación?
-No se incline y muestre un poco de orgullo. Le recuerdo que
el episodio de los marineros gallegos descubrió la debilidad
de la diplomacia española en Guinea. Y en este caso, el mío,
no me tranquiliza esa línea de cesión frente a los abusos.
-No le he pedido ni consejo ni opinión. Sus impulsos y
nuestros intereses marchan por caminos completamente distintos.
En cuanto a este caso, el suyo, no nos engañemos, nos
encontramos ante un hecho de evidente deslealtad.
-¿A qué se refiere?
-Me refiero a que usted se llevó documentos confidenciales de
la Corporación y de la embajada. Documentos que ahora están
en manos de la policía guineana.
-Gracias a un registro absolutamente ilegal.
-La legalidad de este país funciona según estructuras
distintas a las europeas. No nos entrometemos en su política.
Guinea dejó de ser una colonia hace tiempo. Realizamos
proyectos en colaboración y aquí se hacen las cosas al modo
africano. Porque esto es África ¿se acuerda?
-Esto es África. Qué disculpa tan práctica. ¿Se puede
admitir todo con esa simpleza? Torturas, saqueos, corrupción.
. . Por cierto, los papeles que usted cataloga como documentos
confidenciales, y de los que yo sólo guardaba fotocopia,
demostraban que en la Corporación también se hacen las cosas
a la manera africana. Les debería preocupar más acabar con
esas irregularidades, y no que se enteren, si no lo sabían ya,
los guineanos.
-Como ciudadano puede comunicar las recomendaciones que estime
oportunas. Pero las decisiones las tomamos nosotros, que
estamos autorizados para ello. Como miembro de la Corporación
ha cometido una falta injustificable. Debe atenerse a las
consecuencias.
-Suena a amenaza.
-Supone sencillamente el anuncio de una resolución firme. No
podrá continuar en el país.
Mi corazón se aceleró bruscamente. Sentí un vacío en el
estómago.
-Quiero ver al embajador.
-El embajador no desea verle a usted. Dedica su tiempo a
cuestiones más importantes para la comunidad. Además, la
disposición es irrevocable, se lo aseguro. Mejor que le
saquemos nosotros del país antes de que las autoridades
guineanas le apliquen sus propios métodos. Me temo que, a
partir de ahora, no podemos velar por su seguridad. Disculpe
la trascendencia un poco patética, pero ¿me creerá si le
confieso que su vida, en Guinea, corre peligro?
-Me quitaron el pasaporte.
-Le entregaremos otro con el visado de salida en regla.
-¿Cuánto tiempo. . .?
-Una semana. Dos, a lo sumo. Métase en casa y espere
instrucciones. Mientras tanto, haga las maletas. Una semana,
dos semanas pasan pronto.
El miedo es una planta trepadora y oportunista que se desborda
entre los escombros. A mí no me quedaba ninguna entereza. Ni
siquiera podía reunir un poco de ánimo para combatir el
desorden con que habían marcado la casa. Veía la derrota a
mi alrededor, lo roto, lo sucio, lo esparcido fuera del lugar
que yo había asignado. . .Así que era tan fácil
descomponerme. Se abrió la puerta de golpe y me sobresalté.
Era Severiano.
-Un cuchillo demasiado
afilado desgarra su propia vaina. Te avisé, y no
atendiste a lo que decía. Mira en qué posición me encuentro.
Tu obsesión por mantenerme como colaborador ahora me
perjudica. ¿Qué voy a hacer para recobrar mi prestigio? Sin
él no soy nada en Malabo. Puedo volverme al continente, a
recoger bananas en el bosque de la aldea.
No le faltaba razón, o al menos yo ya no conservaba fuerzas
para discrepar. Me veía obligado a resarcirle, de forma que
no ofendiera aún más su buen nombre. Le pedí que me ayudara
con el equipaje; él sabría perfectamente lo que no iban a
permitirme sacar del país. Se mostró muy riguroso, mucho más
que cualquier aduanero a quien solicitara una penitencia
semejante. Me desvalijó, en cierto modo, de mi mala
conciencia de poseedor de bienes excesivos para un lugar tan
pobre. Luego me impidió la tentación de ofrecerle dinero por
los inconvenientes; se lo cogió él mismo sin darme la
oportunidad de ser generoso: los francos cefas carecían de
utilidad en España y resultaba difícil transformarlos en
una moneda más ventajosa. Con los recursos suficientes
para rescatar su dignidad puesta en duda, comenzó a interesarse por mis
problemas reales. En su opinión, el asunto del medioadulterio
era una farsa (noté una
punzada de irritación ante la posibilidad) desde
el principio. Se habían
servido de esa estratagema para encubrir lo más
importante: el registro de la casa, la búsqueda de la lista
de estudiantes que participaban en unas reuniones demasiado
sospechosas para el gobierno (¿no me había enterado?
detuvieron a muchos de ellos mientras yo discutía en la
embajada). Severiano me lanzó una mirada de reproche:
-¿Qué piensas hacer?
-No puedo hacer nada, ni siquiera por mí mismo. No tengo
influencias, tampoco tengo valor. . .
-¿Ese es el paraíso que les prometías? Como los curas: en
otra vida.
-No te cebes, Severiano; estoy sufriendo por todo esto. Mis
intenciones eran buenas, lo sabes.
-¿Te basta? ¿Eso
te da inocencia para continuar viviendo sin remordimientos? ¡Blancos!
Cuando se mojan, salpican a los demás, pero se niegan a
entregar la toalla. –Arrastró las cajas con su botín hacia
la puerta y se despidió con otro proverbio nativo,
como si su uso aumentara la distancia entre él y yo- El
extranjero no ve, aunque tenga los ojos abiertos.
Todavía volvió
al día siguiente. No se trataba de apego ni de curiosidad por
conocer mis emociones, mejor dicho, la falta absoluta de
reacción ante lo que ocurriera. Me contó que Cobiellas iba
pregonando por todo el búnker de la Corporación su lástima
hacia mí, y una moraleja: somos
la presa favorita de insectos, soldados y putas; hay que estar
atentos. El enemigo se compadecía, ya no se podía caer más
bajo. Cuando el perro, en vez de morderte, levanta la pata
para mearte es que has tocado fondo de verdad. Severiano
descargó así su última pulla, y se fue.
En cuanto se
ocultaba el sol cerraba la casa fuertemente, arrimando incluso
mesas y sillas contra puertas y ventanas, por temor a un
asalto de la policía guineana, la tropa marroquí o alguna
gente violenta que hubiese sido aleccionada en un impulso
patriótico. Durante el día dejaba la puerta principal
entreabierta de forma que pareciese que me sobraba confianza,
que no vivía sobrecogido por la posibilidad de una visita
hostil. En realidad esperaba llamar la atención de mi vecino,
cuya rutina oía una y otra vez en el lado opuesto del jardín.
Pero Papá Dop nunca acudió ya, como si estuviera acostumbrándose
a mi ausencia.
Quien se presentó
una mañana, sin previo aviso, fue el Enterrador, lo mismo que
sucedería en tu caso, imagino, aunque ahora habrá un
sustituto porque este al que yo recibí, incluso pareciendo un
viejo prematuro, no tenía edad ni salud para continuar en el
difícil departamento de recursos humanos de la Corporación.
Por lo que me dijo, hasta unos años antes había ejercido
como Embalsamador, lo que resultaba mucho más llevadero
puesto que los sancionados con una finalización urgente del
contrato no ignoraban que la Corporación volvería a
llamarlos, en un futuro cercano y para otro país menos
conflictivo, y eso suponía una ventaja en el trato, casi un
concilio de compañeros que aceptaban con buen talante la
situación. Teóricamente, según el organigrama, el cargo de
Enterrador se entendía como un ascenso, al que por supuesto
nadie podía negarse, pero aquello se convertía cada vez en
una ceremonia detestable. De hecho padecía de los nervios y
se le notaba siempre a la defensiva, convencido de que el
empleado del que debía desembarazarse estaba a punto de
enganchársele al cuello y cometer un escarmiento con él,
pobre subordinado de falsa categoría, como representante de
la Corporación. Mantuvo esa retórica sumisa mientras me
obligaba a firmar los papeles que me apartaban de su mundo
exacto, sin confusiones ni ambigüedades ni imposturas. Después,
al cabo de una semana, me entregó el finiquito, el pasaporte
con permiso de salida inmediata y el billete de avión.
Entonces se repuso y me miró desde una superioridad
exultante, orgulloso de haber servido lealmente a la Corporación,
fortaleciéndose en la barrera que nos separaba, tan lejos la
fidelidad recompensada del vacío de la traición, y ya sabes
tú qué cierto es todo esto aunque lo contemos de manera
diferente.
Fui hasta el
aeropuerto en un taxi de país, compartido con un par de señoras
guineanas inmensas, un tipo extraño que bien podría haber
sido de la vigilancia policial, una gallina de conversación
interminable aunque monótona y una carga enorme sobre la que
se bamboleaba peligrosamente mi maleta. Resultó milagroso que
llegáramos a tiempo, antes de que saliera el avión con
destino a Madrid, teniendo en cuenta la lentitud de los trámites
de la aduana. Pero ese fue el viaje más auténtico que realicé
en mi estancia en Malabo, apartado de mi brillante carroza con
los emblemas de la Corporación. Quizá por este motivo nadie
se fijó demasiado en mí. Un blanco que se trasladaba en taxi
de país no tenía ningún interés, ni para morderle ni para
mearlo, según la clasificación rencorosa de Severiano.
Tampoco podía presentar avales o privilegios que me
protegieran, y eso me preocupaba más, porque persistía mi
horror a ser nuevamente detenido; veía el avión en la pista,
apenas a doscientos metros, pero no estaba seguro de que me
permitiesen marchar en ese vuelo. En la zona reservada alcancé
a descubrir al personal de la embajada española llevándose
la valija diplomática con los periódicos que colocaban a
cada uno en su lugar, los príncipes del domingo, los del
lunes, los del martes. . . a prudente distancia de las docenas
de hombres y mujeres que sólo acudían a mirar, a incluirse
en las miradas de quienes aún traían la imagen complaciente
de Europa en el gesto, a observar la suerte de los que se iban
para allá, hacia el otro lado de la selva y del hecho grave
de no tener. Y a su juicio debía sentirme satisfecho.
No perdí el
contacto con mi reciente historia africana. Pronto fueron llegándome
detallados mensajes que me hablaban de las consecuencias de mi
paso por Guinea. Según aquellos primeros informes, Cobiellas
y el ministro del gorro de leopardo habían coincidido detestándome,
cada cual con sus propias razones que tú ya conoces, y juntos
habían inventado un escarmiento en el que el ministro,
generoso, prestaba a una de sus amantes más flexibles y menos
escrupulosas (se llamaba Muna, pero Beatriz les pareció más
acogedor y oportuno para el cebo, supongo que fue una aportación
de Cobiellas que creía conocerme y debió de disfrutar con el
truco, como un buen jugador de akong), aunque nunca me dijeron
por qué ella había aceptado esa comedia, a cambio de qué. A
fin de cuentas la engañaron también, o algo se les desbordó,
porque el ministro la repudió en cuanto se deshicieron de mí.
Sé que pasó a manos de Cobiellas durante una temporada, le
quedaba cierta curiosidad, y la rechazó después afirmando
que era una mininga de poco valor y no entendía cómo había
podido fascinarme (ignoro si el ministro concedió alguna
importancia a este desprecio, o seguramente no percibió hasta
qué punto participaba de él). Beatriz, o Muna, era una
superviviente de lujo, así que se emparejó con un belga que
capitaneaba un transbordador por las costas de Camerún. Por
lo visto estaba durmiendo en el camarote cuando la embarcación
zozobró y se hundió a toda prisa. Su amante el capitán se
salvó y huyó a lugares donde no le interrogaran sobre el
tipo de mercancía que transportaba. Nunca se rescataron los
restos del transbordador –no hay dinero para recuperar la
chatarra que naufraga en África- y en su interior permanece
el cadáver de Beatriz-Muna junto con varias decenas de
pasajeros sin suerte, no se ha sabido el número exacto. Mi
informador sugería que yo me había convertido realmente en
el causante de la desgracia de aquella mujer. No es una hipótesis
que me parezca descabellada. La responsabilidad tiene
costumbre de piojo y sólo se queda con quien no acierta a
desprenderse de ella, un proverbio que le habría gustado a
Severiano.
Tampoco Severiano
está fuera de las versiones. Otro rumor afirma que él le
proporcionó mi dirección a Beatriz, le recomendó el día y
la hora de su visita, e incluso le ofreció algunos consejos
para deslumbrarme de nuevo, sustituyó la furia de hembra
agraviada por la maña del baile complaciente; me molesta que
en todas las lecturas siempre haya alguien que intuya el modo
de manejarme. Luego nos denunció a su amante oficial, al
ministro, por intercesión de aquel primo que supuestamente
trabajaba en el entorno de la Presidencia. Lo demás vino
rodado, simple inercia, aunque se esforzó también en
quitarse de enmedio a mis alumnos, ahí había empezado su
rencor, en los celos hacia Telesforo, sin duda pensó que
acabaría regresando al taller, a las manos marcadas por los
cortes de las chapas. Fue entonces una venganza tajante y bien
medida, pero sin entrometerse en persona, a su estilo.
Todavía me
comunicaron una posibilidad más. Esta vez se inicia en el
gueto de las caracolas. Cuando se me pasó por la mente la
idea de abandonarlo, Papá Dop ya se encontraba al acecho y
movió varias influencias para que yo ocupase la casa contigua
a la suya, que casualmente el inquilino anterior se había
visto obligado a desalojar con urgencia. En esta suposición
no aparecían las razones por las que Papá Dop lo había
decidido así; parece en cualquier caso que tenía asuntos muy
serios que ocultar a la vigilancia continua del gobierno
guineano y un ingenuo torpe y escandaloso como yo llamaba
tanto la atención que, a la sombra de mis errores, podía Papá
Dop construir sus secretos. Sin embargo, me desbordé más allá
de sus cálculos, estropeé el decorado antes de lo previsto y
me consumí en mi propia imprudencia, como una polilla. Debes
reconocer que se trata de una interpretación honorable: ser
elegido pelele de disimulo por Papá Dop supone una categoría
que no se alcanzaba fácilmente, ni dentro ni fuera de la
Corporación.
No me quedo con
ninguna de las posibilidades. Creo que todas ellas se
mezclaron para obtener el mismo resultado. En un boletín de
Amnistía Internacional, que apareció al año siguiente de mi
expulsión, se denunciaban torturas y desapariciones en Guinea,
una lista en la que reconocí los nombres de la mayoría de
mis alumnos, y una foto, un muchacho que miraba a la cámara
con un pánico que le deformaba el rostro, tanto que me costó
identificar a Telesforo, tenía las orejas cortadas a
tijeretazos, como esos perros atacados por la motu-motu, con
los muñones sangrantes, la encarnación del miedo absoluto
para el que no hay ninguna salida ni consuelo. Después me
alcanzó la noticia de la muerte de Beatriz. Me habían
convertido en un extraño rey midas que repartía horror entre
quienes se aproximaban demasiado. Y se me cerró la memoria,
sin proponérmelo, supongo que fue un acto reflejo para
escapar de la culpa.
Tú y yo no
pertenecemos a la misma época, tampoco estamos en el mismo
lado. Mientras ocurría este epílogo terrible de mi historia,
iniciabas la tuya y te acomodabas en un mullido puesto dentro
de la Corporación. Los abusos no te afectaban. Has asistido a
los cambios que trajo la extracción de petróleo y al vertido
de residuos tóxicos en las aguas de Annobón, el paraíso que
ya no visitaré jamás porque lo han convertido en uno de los
grandes basureros del mundo civilizado. Las compañías
estadounidenses se han apoderado del negocio y la Corporación,
ahora más que nunca, acepta todo tipo de suciedad con tal de
mantenerse a flote en un mercado cada vez más difícil, es la
estrategia de Cobiellas que se sobrepondrá siempre a las
circunstancias, al fin y al cabo lo hicieron entre la colonia
y la independencia. Pero crees que tú y yo podemos ser cómplices
en la búsqueda de justicia para nuestro caso particular,
porque a los dos nos arrojaron por la borda, en momentos
diferentes. Y te equivocas. Me he recordado a mí mismo esta
historia para demostrártelo. ¿Tienes tú ahí, en tu rabia
de expulsado, algo que se le parezca?
Akié:
Exclamación capaz de expresar
sorpresa, admiración, alegría u otras emociones para las que
nuestra lengua no tiene nombre.
Akong:
Juego muy popular en África central. Con él se adquiere
destreza en el cálculo y también se aprende a prever la
ocasión. Los buenos jugadores manejan las cuentas y la
estrategia con una rapidez admirable.
Balele:
Grupo de baile africano que, en los
diccionarios de la RAE hasta no hace mucho tiempo, encarnaba
la lascivia y la barbarie de los nativos.
Bikoro:
Bosque secundario, de difícil acceso, que brota en los huecos
y las talas de la selva.
Bilolás:
Carne sabrosísima de un caracol
enorme para las proporciones europeas.
Bitacola:
Excitante natural. Mezclado con alcohol provoca erecciones
legendarias.
Boy:
Criado o criada a pleno rendimiento, un provechoso vestigio
colonial.
Calabó:
Madera para la construcción de las chozas indígenas.
Cayuco:
Embarcación hecha de un tronco ahuecado.
Chapear:
Segar con machete, sobre todo el césped de quien pueda pagar
–aunque sea poco y mal- por el trabajo.
Chuku-chuku:
Puerco espín tamaño África.
Contrití:
Infusión con cierto gusto a limón; se supone que su efluvio
espanta a los mosquitos.
Factoría:
Establecimiento donde se puede comprar todo aquello que pueda
llegar a un país africano, que no es mucho.
Finquero:
Dueño de fincas en su condición de blanco privilegiado.
Fritambo:
Antílope enano de la selva,
habitual en los puestos de carne del mercado.
Grafís:
Marisco de río antes que cangrejo de agua dulce. Una delicia
que además suele ofrecerse en locales de los que conviene
guardar buen recuerdo.
Guachimán:
Vigilante nocturno.
Jején:
Mosquitos voraces, prácticamente invisibles, que recuerdan al
hombre que está hecho de piel y de carne.
Mala
cabeza: Estado de descontrol o
desorden mental.
Mami-watá:
Espíritu de las aguas, semejante a una sirena, pero menos
pretencioso y más eficaz.
Mininga:
Mujer, en fang. El milagro colonial convirtió la palabra en
amante, concubina, puta. Los residentes europeos han mantenido
esta herencia con gran entusiasmo.
Motu-motu:
Mosca, carnívora, que muerde y tiene una especial predilección
por las orejas de los perros.
Nipa:
Hoja de palmera con la que se
construyen porches y techos.
Nkué:
Cesto grande que se transporta a la espalda y sujeto con tiras
a la frente, semejante al cuévano de los pasiegos.
Patio:
Antigua hacienda dedicada a la agricultura, habitualmente con
secadero de cacao y barracones para las peonadas.
Peluda:
Tarántula.
Pichi:
Pidgin, el inglés corrupto que se ha convertido en la melodía
con que se entienden numerosos habitantes de la costa
occidental de África.
Tambale:
Instrumento de percusión, con forma cuadrada generalmente.
Waka-waka:
Ritmo de moda en África central a finales del siglo XX, algo
así como un destilado, bueno para momentos interminables.
Wanga:
Marihuana de país.
FÁTIMA
O EL PARQUE DE LA FRATERNIDAD
Por
Miguel Barnet |
A
los siete años, en la cocina de mi casa, en Madruga, se me
apareció la Virgen de Fátima.
Por eso a veces la gente ve un halo rosado alrededor de
mi cabeza. Fue una
aparición que marcó mi vida.
La vi en la puerta de la cocina pero no estaba de pie,
ni en una roca como dicen que está ella, estaba sentada en un
taburete y era mulata. No
sé si ustedes han visto a la Virgen de Monserrat, una que es
negra y está en un butacón dorado, bueno, pues la Fátima
que yo vi era parecida, pero no tan negra y estaba sentadita
de lo más oronda en su taburete.
Yo
he sido una persona con suerte y a lo mejor es por eso. Bueno,
también porque nunca le he pisado la cabeza a nadie, ni me he
metido en lo que no me importa.
He hecho lo que me ha dado la gana, y a lo hecho pecho.
Me mantengo porque tengo un espíritu joven y una energía
positiva que viene de Saturno según dice mi signo zodiacal.
Si me vieran ahora desnudita de la cintura para arriba,
pero yo tengo mi recato y no me dejo ver por cualquiera.
Para verme hay que soltar el guano bendito y para
tocarme más. En
el fondo soy una puritana porque no me gusta que me
vean desnuda en los camerinos cuando hay función.
Ellas no, ellas se sacan los trapitos y los tiran en el
piso como si nada. A
mi me dicen la monja, la Monjita Fátima.
Es que aunque pecadora creo en los biombos y me cubro.
También en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu
Santo y hasta voy a la iglesia los domingos, ahí, al Carmen
porque yo soy de iglesias grandes y lujosas y de curitas
graciosos y jóvenes como ese del Carmen, Virgen Santa, que
con sotana y todo me lo comería con mantequilla.
El me mira y yo lo cacho de arriba abajo pero no, no se
da cuenta porque cuando quiero doy una mujer muy seria, de
mucho copete.
Claro,
se ve en mi ropa, en mis tacones a lo militar que me empinan;
si ustedes vieran en la misa cómo sobresalgo entre todo el
mundo y son los taconazos esos que no me quito ni para dormir.
Dicen en el Parque de la Fraternidad que yo fui quien
los implantó. Hay
que ver a las de mi cuadrilla con ellos, no pueden, se van de
lado, no tienen estilo, parecen zambas.
Nadie camina con ellos como yo porque ni me caigo ni
pierdo el equilibrio. Y
estoy aquí arriba, montada en zancos, como la Reina Madre de
Inglaterra que era un tapón y parecía una señorona y es
porque la calzaban con corcho y le enguataban los pies para
que no le dolieran los juanetes.
La Reina Madre no soy pero Fátima en el Parque de la
Fraternidad si, y me respetan porque una cosa es el negocio,
la sobrevivencia y otra es la exhibición y el relajo.
Yo
soy una reina y cuando me paro en la esquina el que se me
acerca es para salir conmigo y comer en mi plato porque ya se
decidió, no viene a hacerme entrevistas ni a indagar en mi
vida, viene a pasar un buen rato o a sentarse conmigo en el
banco hasta que lo caliento con la mirada o con la conversación
para que la cosa se les hinche y se le ponga bien durita,
porque está el tímido, el que viene por primera vez, tan
tiernecito, tan sanaco y yo los pongo a gozar porque yo sí
les busco las cosquillas.
Pero están también las bichas, las comelonas, las
mandadas, las que se creen que porque van al grano se llevan
la mejor tajada.
No,
no saben de este negocio, hay que hablar, pasarles la mano,
decirles que no se sientan culpables, que sus mujeres son sus
mujeres, que su casa es su casa, y que una lo que les va a dar
es un regalito, un bombón pasajero. Y se ríen porque hay que
desinflarlos; llegan con millones de problemas, camuflajeados,
con traumas, traumas que yo nunca tuve y algunos a lo que
vienen es a desahogarse y cuando me quito el vestido se lanza
ahí mismo vestido se lanzan ahí mismo desesperados porque
vienen con un atraso ... Dios
Santo, líbrame de esa condena, gracias por haberme hecho así,
dispuesta siempre a salir a la calle y comerme la tierra.
Soy muy suelta, no, no tengo traumas.
Ellos sí, ellos se ponen a darle vueltas a la cosa y a
hacer preguntas indiscretas y dime chica tú te sientes mujer
y cómo es eso si tienes un rabo como yo y a lo mejor de cañón
largo y todo. Ahí
es donde yo los agarro y los voy destapando como a un paquete
de regalo, les quito las cintas, los alfileres, todo, y salen
desnuditos, maricones tapiñados pero que pagan más que los
hombres porque van a eso.
Y yo no me alegro de tener lo que tengo, quiero ser de
otra forma, pero soy como soy, como Dios me trajo al mundo.
Podría
contar tantas cosas que he visto, que me han pasado a mi misma,
no ahora sino cuando era joven...
Prefiero callar porque si los médicos y los curas
tienen su ética yo tengo la mía también.
Parta inventar mejor me callo.
Sería una crueldad ponerle a la gente el caramelo en
la boca y luego no dejárselo chupar.
Me he visto en situaciones negras, eso sí, porque soy
mandada a hacer, me lanzo en terrenos difíciles y con gente
dura. Les se, les
se mucho, pero callo porque en el fondo ellos me buscan a mi
para eso.
No
te equivoques, yo soy hombre a todo pero tú me calientas la
cabeza. Nada que
lo que hago es hablar como una cotorra en celo y eso les gusta.
Y la imaginación... el arte mío para volverlos locos:
espejos en el techo, en las paredes, en el piso; el salto del
canguro, el palo del escaparate, un escaparate bajito y yo
arriba haciendo mi strip-tease; les voy tirando las prendas
una a una y después les pido que se vayan desnudando y no los
toco, ni me les acerco. Se
ponen a mil, me quieren enlazar y tirarme de ahí arriba y
cuando ya
me
ven como Dios me trajo al mundo quieren morirse y ahí es
donde me lanzo y me los como a mordidas sin besarlos, les hago
cosquillas, los vuelvo loco.
Todo eso cuesta, claro está, pero me divierte porque
la fantasía es la madre de la cama.
Salen contentos y me regalan lo que se me antoje.
Testigos son las empleadas de los hoteles y de las
tiendas nuevas que han abierto aquí.
Fátima, llegaste a arrasar, mira, lo último es Humo
en la Noche de Lanvin, pero con qué se sienta la
cucaracha, si no me lo regalan...
Tengo
una colección de perfumes para abrir una boutique.
Por eso le pongo candado a la puerta de mi mansión
porque al pobre le gusta lo bueno igual que al rico, yo diría
que más porque el rico está saturado, empalagado y no le
coge el verdadero gusto a
las cosas. Esa es
mi teoría sin haber leído un libro ni haber abierto nunca un
mataburros. A mí
me sale la verborrea esta que tengo desde que soy una niña.
En mi casa me mandaban a callar porque yo daba sermones
en el portal, me creía dueña de la situación cada vez que
había bronca o que mi padre llegaba borracho a quererle dar a
mi madre. Ahí sí
me volvía una fiera, se me salía un hombre que yo me había
tragado en una encarnación anterior, pero un hombre de pelo
en pecho, porque hasta lo sonaba, le daba con la escoba, con
la lámpara de la
mesita de noche, con lo que tuviera a mi alcance.
El
muy cabrón le hizo horrores a mi pobre madre.
Cuando eso me viene a la mente me quiero comer a los
hombres, los abochorno, los pongo de vuelta y media si se
atreven a lanzarse conmigo en cualquier vuelta.
Guardo ese odio y no le perdono los golpes que me dio y
las veces que tuve que dormir en el portal o en el patio,
junto al corral de los pollos con olor a porquería y oyendo
los gritos que le pegaba a mi madre.
Si yo debía ser invertida pero es que los hombres me
gustan demasiado. Pero
los se llevar cortico.
No
les dejo pasar una.
En
Madruga me respetan porque me conocen bien y saben que al que
me hace daño el daño se le vira en su contra.
Mi Ángel de la Guardia es muy fuerte.
Tengo en mi favor a la Comisión del Hielo.
Con eso no me hace falta hacer ninguna brujería, ningún
bilongo, eso camina solo y paraliza a cualquiera.
Me basta con saber el nombre y apellido de la persona.
Cojo un papel, preferiblemente plateado porque es
tratado de Obatalá, y dentro le meto otro con el nombre del
que me ha querido joder, y lo pongo en el congelador de la
nevera siete días seguidos.
Al séptimo día lo saco tieso, ese no levanta cabeza más
nunca. La Comisión
del Hielo es más fuerte que una prenda judía.
Por eso me respetan.
Y, desde luego, porque me he sabido ganar la vida sola.
Vendí
caramelos en el cine Marta, bombones, galleticas, refrescos...
me compraban pero luego me ponían a trabajar porque iban
ruinos. Pss, pss,
pss y era para eso, nunca usé linterna, los conocía del
barrio, sabía bien quiénes eran, todavía tengo la lista de
los teléfonos en la cabeza porque algunos me daban el teléfono
cuando se querían pasar de rosca.
Jamás llamé a un solo número.
Caían mansitos porque las muchachas eran prohibidas,
tenían vigilancia en el pueblo, espías, y ni soñar con
salir de noche. Es
cuando yo hacía la zafra.
Me los llevaba para las afueras, para el campo, yo a´lante,
claro está, y ellos caminando detrás por la acera opuesta,
hasta que entrábamos en el monte.
Le conozco al monte todos sus recovecos, donde hay un
bajío, donde la hierba es fina y no hay ni guao ni guizazos,
donde nadie te puede ver.
Esas aventuras mías...
Me pasé al pueblo entero y todo en silencio porque al
que hablaba, Ave María, le caía el Armagedón.
Luego
me metía en el río, me daba un baño sabroso, y ya despejada
me ponía a hacer balance.
Los tenía a todos en mi archivo secreto personal, bajo
mi control absoluto. Al
día siguiente ellos en el parque con sus novias y yo zafia,
jefa de campamento, pasando para mis adentros.
Este
la tiene grande, este chiquita, este es el del lunar, este es
el de la perla, este es caballero cubierto...
No me puedo quejar, he gozado de lo lindo.
A
veces quisiera ser Madonna para salir de mi casa en un
limousine y por la puerta de atrás.
Y desayunar con pasteles y hot-cakes, como los de las
películas y tener mucho dinero, mucho, mucho, mucho, para no
estar obligada a verle la cara a nadie y pasearme con un
mulato claro con piernas de goma, de esas de ciclista, como el
marido de ella, un cubanazo riquísimo que dicen que la arrolló
en la calle y la recogió para echarle un polvo, un polvito y
hacerse millonario. Por
desgracia no soy Madonna y aunque me gusta mi barrio, tener
que salir a buscar el pan todos los días a plena luz con
maquillaje y tufo de la madrugada me revienta, pero tengo que
hacerlo porque sin desayunar no veo, voy ciega, camino en el
aire medio turulata. En
lo único que soy medio americana es en eso.
Me gusta desayunar con huevos fritos y jamonada, con
pan y café con leche, porque yo desayuno cuando la gente por
lo general está ya almorzada y hecha leña de una mañana
trajinada.
Me
levanto a las doce del día o la una vestida de la noche
anterior y como no tengo teléfono, ni timbre en la puerta
nadie me molesta, y saben, saben bien que trabajo hasta que
sale el sol y que llego muerta y no me dicen ni pío porque me
temen. Al más
pinto lo pongo de vuelta y media.
Este
cuarto era de un bongosero de la orquesta Sensación y cuando
él se murió yo lo pedí, hice mis gestiones porque yo vivía
en la calle, en el parque, en la terminal de trenes;
dormir en la terminal, sentarte en un banco como una
estatua bostezando y cayéndote de lado, eso nada más que lo
sabe quien lo ha sufrido en su carne.
No voy a decir
cómo porque no quiero echar pa´lante a nadie, pero me dieron
este cuarto y aunque el baño está afuera es mi cuarto, mi
reino, y aquí no viene nadie.
Aquí gobierno yo y presiden la Virgen de Fátima y la
Caridad porque el caracol dice que soy hija de Ochún Panchágara.
Por si acaso la tengo en una maceta enterrada.
A mí me enseñaron en Madruga que a los santos se les
guarda en cazuelas y en soperas.
Ochún crece en la mazorca de maíz
tierna y sale en unas hojitas verdes paraditas que son
una belleza. Mi
tratado es de Palo Monte, sin embargo, pero yo a quien venero
es a Fátima y a la Caridad del Cobre.
Esas son mis guías, las que están en mi cabeza y en
mi corazón.
Mis
clientes jamás han venido a mi cuarto.
Para eso está El Reguero, como le pusimos a una
accesoria que hay en Campanario, donde gobernamos nosotras,
las abejas de la noche. El
Reguero es un truco, ahí guardamos el atrezzo nuestro: plumas
de azufre, de rojo aseptil, de azul de metileno, vestidos
rehechos, bueno, inventos del período especial.
Ahí Versailles se queda chiquito.
Si Campanario hablara no quedaba títere con cabeza ni
nadie que pudiera decir yo levanto la mano.
Todos agachaditos ante nosotras que somos las lechuzas
del parque, las linternas, como nos dice la policía, porque
siempre estamos alumbrando como los cocuyos.
Claro,no siempre vamos ahí.
Si es un Pepe con plata nos lleva a un hotel o a la
Marina Hemingway pero es un peligro porque si nos descubren se
puede formar un rollo. En
este país todo se sabe pero se disimula bien.
Y nadie va a destapar el gallo.
Que cante cuando le parezca, mientras tanto seguimos
viviendo de eso que es lo que nos da para comer y vestir.
Me
visto bien. No me
gustan los trapos de segunda mano, ni las baratijas, un día
entro a una tienda de ropa reciclada y si encuentro algo que
me acomode lo compro, pero eso es de Pascuas a San Juan porque
entrar allí y vomitarse es lo mismo, la peste a ropa de uso
sin lavar es lo último. Tengo
tres trapos pero buenos y tres pares de zapatos pero buenos,
de los que no hacen ruido ni chillan como grillos, de los que
dicen por abajo puro cuero y son de seda, seda en el pie.
A mí me han enseñado mucho las revistas.
Ahora mismo estoy de luto porque la princesa Diana era
mi ídolo, y ya ven se mató en París en un Mercedes Benz
negro con un millonario egipcio.
Hicieron bien en La Habana Vieja en levantarle un
parque porque ella fue una santa dadivosa.
Yo estuve en la inauguración: el cuerpo diplomático,
las señoronas, los señores, la gente grande, alabado sea
Dios, aquello fue un success.
De lejos, porque yo no tenía invitación, pero vi el
show y oí el discurso del historiador y del embajador de
Inglaterra. Todo
muy chic. Cuando
la high se fue en sus carros negros yo entré al parquecito,
frente a la bahía, y le dije, Diana, te fuiste sin pedirle
permiso a tus admiradores, te adoré porque eras bella y buena
y te sabías vestir como nadie y le diste por el culo al príncipe
Charles y a toda su parentela.
Figúrate, que has puesto a la reina a tomar cerveza en
un bar con la caterva de los bajos fondos.
Nada más que tú hija, por eso te pongo esa flor, y le
tiré ahí mismo un príncipe negro.
Lloré a Lady Di y a madre Teresa de Calcuta, para que
después digan que las que nos dedicamos a esto somos una
bandoleras y unas desalmadas. La gente es muy mala y no
reconoce el mérito ajeno. Te encasquetan un sanbenito y ya.
Leo
mucho, sobre todo las revistas que me traen de España porque
uno de mis clientes es piloto de Iberia y tiene más horas de
vuelo que yo de calle. Él
me adora, pero tiene un defecto y es que le gusta intercambiar
su ropa conmigo. A mí eso me molesta, me saca de quicio,
porque es un hombrón de seis pies, macho macho, de Valencia
pero le gusta ponerse mis vestidos y mis tacones y se pinta la
boca y se mira al espejo y dice qué mona estoy, ahora ven que
te voy a coger y vas a saber lo que es bueno.
Y yo de piloto, con la gorra y todo me tengo que dejar
follar como dice él tan gracioso con esas zetas que le quedan
tan ricas y ese olor a colonia.
Mi gallego es valenciano y el paco de revistas que me
trae llenaría la Biblioteca Nacional hasta el tope.
Si, yo las presto, y también si son nuevas las
intercambio. Tengo
mi revisteca o como se diga, a mí me gusta compartir lo mío.
No es igual que tú le estés hablando a una estúpida
de estas de la Reina de Inglaterra, de la Preysler o de Isabel
Pantoja y que no sepan de la misa la media, a que te puedan al
menos contestar y opinar si es que tienen cerebro.
Eso de que la más bruta es obispo es mentira, mentira.
Las hay alcornoques.
Lista yo, espabilada yo.
Estoy en lo que estoy porque me gusta la farándula y
porque me da para vivir, pero estudié, aproveché mis años
juveniles y me preparé para la vida.
Soy mecanógrafa bilingüe y trabajé varios años en
una empresa de computación hasta que conocí a Andrés.
Esa fue mi desgracia.
Andrés Hidalgo, Vaselina, como le dicen porque se pone
la porquería esa en el pelo para que le brille.
Es el Travolta cubano, yo lo reconozco, pero me
desgració porque me enamoré de él hasta la pared de
enfrente.
Antes
de conocer a Andrés yo era Manolo o Manolito para mis íntimos;
unos pocos por cierto.
Nunca
me gustó mi nombre porque era nombre de torero, de policía,
de carnicero, qué se yo, de hombre, y me lo quise cambiar por
René que es más suave pero Andrés me dijo que lo que tenía
que cambiarme no era el nombre si no los huevitos.
Al principio yo me reía pero luego la cosa empezó a
coger fuerza y ya él no me decía Manolo sino mi Reina,
Mamita... Y en la
cama yo era su bombón. Es
verdad que soy más lampiño que un perro chino pero era
hombre y él me convirtió en mujer.
Yo sí no fui al hospital Ameijeiras, ni llené
planillas para la operación, nada de eso.
Le tengo terror a las cuchillas.
Él me transformó poco a poco con sus mimos y sus
exigencias. Me pedía
que me vistiera de azul, y de amarillo pollito con ropas que
fui consiguiendo de amigas mías de la empresa que sabían que
yo estaba loca por él. Ellas
me ayudaron, fueron mis cómplices aunque yo se que a ellas
también les gustaba Andrés pero no me lo confesaban.
¡Cómo no les iba a gustar aquel hombre alto,
musculoso, de ojos de tigre y con unas manos que parecían de
mármol!. La piel
de Andrés es única, de vinil y de un tono rojizo precioso.
Manolito, qué color es ese hijo, me preguntaban
mis amigas y yo les decía que se quedaran ellas con
Robert De Niro y con Sylvester Stallone que yo tenía mi Andrés.
Le regalé una cadena de oro con una santa que nunca
supimos quién era porque la traía un italiano en el cuello y
yo se la quité. Ahí
fue donde empecé a conocer gente ajena a Andrés, extranjeros,
para darle por la vena del gusto.
Todavía yo era Manolo, Manolito en La Habana.
No me había realizado en lo que soy hoy: Fátima, la
reina de la noche.
Andrés
y yo nos estuvimos viendo como seis años.
Fueron los seis años más felices de mi vida porque en
toda La Habana no había uno más castigador que él y yo lo
retuve frente a toda la manada de jineteras asquerosas y locas
travestis que le hacían la corte.
Yo como hombre, con mis huevitos, nada de disfraces,
nada de mentiritas. Cuando
me decidí a cambiar él se desilusionó un poco porque lo que
hacíamos de noche, mis locuras no las quería compartir con
nadie pero la panza es la panza y yo tenía el estómago
pegado al espinazo. Me
lo gastaba todo porque a Andrés le gustaba lo bueno, bebía
su poco y empezaba con el rollo de la marihuana.
No me quedó más remedio.
Lo que ganaba se lo daba completico a él.
Oye
que Vaselina te va a dejar como el gallo de Morón, sin plumas
y cacareando. Seguía
mi camino, no le hacía caso a nadie, pensaba y lo pienso
todavía que era la envidia verde que me tenían todas esas
cairoas del Parque de la Fraternidad.
Digo de la Fraternidad porque yo empecé a
frecuentarlas a ellas allí, en los bancos del parque, a
partir de las once o doce de la noche.
Caí en esto espontáneamente.
Y Andrés se benefició porque era el único modo que
yo tenía para amarrarlo; ni babalao, ni cartomántica, ni
espiritista, ni Juan de los Palotes.
Era el guano bendito, el owó, como dicen los santeros,
lo que le gustaba a él. Le
metí owó hasta por
los oídos. Le salían
los billetes por cada huequito que tenía en el cuerpo.
Era mi santo, mi rey, mi todo.
Iba con extranjeros y me repugnaban y los mismos
cubanos me eran indiferentes, antiflogitínicos.
Mi vida era él. Andrés
Hidalgo, y mi perdición.
Cuando me dijo, Mami tienes que dejar este mostrador y
salir a la calle con tu carita y tu culito para que yo pueda
seguirte adorando, no lo pensé dos veces.
Una
tarde llegué a la oficina y le dije al jefe, Vega, me voy,
pido la baja. Pero
Manolito, si tú eres el más cumplidor, el único que se
queda aquí hasta las ocho de la noche y no se queja, tú
sabes el hueco que me vas a hacer.
No te creo, dime qué te pasa.
Es verdad que yo eché el buche en esta oficina.
Vega era un hombre mayor, calvo como una bola de billar
y feo que era un insulto público.
Los niños le decían Vega, chipojo, porque tenía la
cabeza alargada y la barba medio verdosa.
Era la reencarnación del indio Putumayo.
Pues me voy a dar la baja porque tengo una situación
moral. Te aumento
el sueldo con cincuenta pesos.
No, Veguita, no es eso.
Yo necesito más, mucho más porque tengo que mantener
a mi familia. Ese
es Vaselina,
Manolito, confiésamelo, yo puedo ser tu padre.
En
esta ciudad machista, de machos por donde quiera, que un
hombre de su respeto me dijera esto, me sacó las lágrimas,
pero le conté hasta donde la vergüenza me lo permitió y él
entendió o hizo que entendía y me dio la baja.
Vega, donde quiera que estés te guardo mi cariño, que
la Caridad del Cobre y la Virgen de Fátima te protejan.
Tú si me comprendiste.
Tú fuiste el padre que no tuve.
Al
día siguiente, ya con mi cuarto asegurado y la ropa que había
comprado a mis amigas de los shows de Bejucal y de Cojímar, más
lo que tenía de mis bacanales con Andrés, salí a la calle,
por la noche, claro está, como Fátima.
Me decidí porque siempre he sido una persona temeraria.
No conozco el miedo.
El barrio me reconoció y cuando empecé a salir
vestido de mujer empezaron los murmullos y los insultos pero
yo me hice de la vista gorda.
Los viejos no me decían nada, eran los jóvenes, los jóvenes
los que me gritaban loca, descarrilada, mamalona, ven que
tengo para ti; en fin, que tuve que cruzar el Niágara en
bicicleta, salté obstáculos de candela y heme aquí, dueña
y señora de mi vida, pero en el fondo sola, sin Andrés, sin
amigos porque esta vida da para comer y vestir pero se las
trae. Aquí nadie
quiere a nadie. Esta
es la pelea del perro y el gato.
A
veces me digo, le echaría ácido muriático a este barrio
para que no quedara nada.
Y otras veces, en mi cola del pan, me reconcilio con la
gente, que en el fondo sabe que mi oficio es el más viejo de
la humanidad y que con preservativos chinos no se le hace daño
a nadie, al contrario.
Mira
que me han dicho, muchacha, con ese cuerpazo vete a Miami, ahí
puedes trabajar de modelo.
Qué Miami ni qué niño muerto.
Cuando vi las balsas en Cojímar, en las mismas rocas,
y las mujeres con niños de brazos que se iban a lanzar a los
tiburones cogí pánico, terror pánico y le dije a Andrés,
Andrés de mi alma por ti lo he hecho todo, me he vuelto una
bandolera, me he prostituido pero yo ahí no me monto.
El me miró a los ojos.
Fue la primera vez que me miró a los ojos fijamente y
me dijo: allá tú, corazoncito, porque lo que es a mí aquí
no se me ha perdido nada.
Caía una lluvia torencial y yo iba vestido normal,
quiero decir de calle, como hombre, pero llevaba de todas
maneras mis pelucas que eran, que son, qué diablos, muy
requetebuenas porque me las manda Yanairma de Roma, una amiga
mía y de Andrés, que se casó con un viejo hotelero y que
vive de señorona en una villa.
Entre
la lluvia que no me dejaba verle la cara a Andrés y el
nerviosismo y la noche que estaba cayendo me turbé y salí
corriendo de ahí con tan buena suerte que agarré una guagua
hasta La Habana del Este a donde me bajé y me guarecí en un
paradero con techo. Me
aflojé todo por dentro pero no pude llorar. El no iba a
quedarse en Cuba. Debía
mucho dinero y ya la policía lo tenía chequeado: cartas de
advertencia, peligrosidad, droga, el diablo y la vela.
El caso es que yo me quedé sola como Magdalena mártir
y dije para mis adentros, ahora a vivir la vida y a conocer la
verdad de la calle.
No
voy a decir que no me dieron una mano, me la dieron pero a
cambio de pasarles clientes y de otras cosas que no le
confieso ni a mi madre si se arrodillara frente a mí.
Hay cosas que me humillan, que por muy desvergonzada
que una sea abochornan, pero hay que echar pa´alante y el que
está en eso no lo puede pensar dos veces.
Yo
soy una tumba egipcia, por eso vienen a mí, ay Fátima, mi
hermana, contigo sí que me desahogo porque tu boca es un
cerrojo. Y así
es. A mí no me
verán en la Rampa, ni el Coppelia, ni en la puerta de los
hoteles. Yo aquí,
en mi guarida, o en la Fraternidad, que es mi cuartel general,
porque en este oficio hay que tener cojones, si no cualquier
noche, debajo del árbol que uno menos se lo imagina te
destripan y aquí paz y en el cielo gloria.
Porque no pasa nada, como eres una jinetera y de contra
travesti les da igual que te repartan en trocitos como a la
descuartizada de Marianao o cuando menos que te amarren a la
ceiba del parque que tiene tierra de todos los países de América.
Un parque limpio por el día cuando no estamos las
lechuzas que lo cagamos todo.
Si esos bancos hablaran...
Es
verdad que las piedras son mudas.
Así debían de ser las personas.
Pero no, la lengua es el peor enemigo del hombre.
El chisme es un castigo de Dios a la desvergüenza
humana y a la falta de respeto.
Cuántas amistades he perdido por un enredo.
Mucho más cuando entra la envidia; no se callan, qué
va, no se callan, eso es más fuerte que nada, se desbocan y
vienen los dime que te diré y hasta he visto navajas sacadas
de las medias, tijeras sacadas del ajustador de estas alimañas
que tengo que ver todas las noches para poderme rociar un
perfume y tirarme un trapo bueno arriba.
El
otro día la Fornés, sí, una que se cree que es la Fornés
llegó muy creída y le dio un homenaje a la que ganó un
festival de teatro, que se ha puesto un nombre nuevo porque
algunas no respetan ni el calendario y se cambian de nombre
como de marido. Pues
llegó con una rabieta y la otra que es flaca y fea como un
sijú le sacó una navaja, si señor, una navaja y se formó
un salpafuera en el parque que fue el acabose.
Hubo sangre, policía y todo.
Fátima, ve echando, dale, zampa.
Cogí la guagua y me guardé en mi mansión. Puse música
de Cheo Feliciano, me tomé mi traguito de ron bueno, añejo
comprado por mí, para mí sola y me puse a pensar por primera
vez cómo sería mi vida si yo saliera de este nido de víboras.
Aunque ya estoy acostumbrada a esto, ya la rueda me
cogió y estoy señalada como quiera que sea.
Tendría que
encontrar a alguien que me mantuviera, me sacara de este
cuartucho y me diera lo que necesito para estar en forma.
A estas alturas no me voy a dejar caer, primero muerta.
Como
show-woman me las arreglo.
Estoy considerada entre las de primera línea porque no
doblo, canto con mi voz y no imito a nadie. Tengo un
repertorio muy variado; boleros, rancheras, baladas italianas,
“Maravilloso corazón maravilloso”, no se si la han oído,
ese es mi número de cierre de cortina.
No soy Rosita Fornés ni Donna Summer ni Isabel Pantoja,
soy Fátima en La Habana.
Si
vuelvo atrás sería un desgraciado porque yo odio mi cuerpo,
yo odio mi cara de hombre, la poca barba que tengo y hasta mi
propia voz. Lo que
menos me gusta es mi voz, si pudiera pedirla prestada o
comprarla me compraba la de Daisy Valmas, la locutora del
canal de por la tarde. Qué
voz tan linda tiene esta muchacha, se la envidio.
Así que atrás ni para coger impulso.
Lo único que me gusta de mi es mi piel.
Yo tengo piel de melocotón.
De
mujer si me gusto, es otra cosa, me veo diferente, hablo con más
naturalidad, me siento en mi piel como el pez en el agua.
Eso no todo el mundo lo comprende.
Hay que meterse dentro de uno que es como se sabe de
verdad, ese es mi problema, el mío.
Y quién soy yo para pedirle a nadie que pase una
escuela.
Hay
quien vive una doble vida, como yo antes.
Quien se viste sólo para trabajar o para divertirse.
Yo no, ya lo mío es una naturaleza,
lo he asimilado así.
No me siento bien de hombre, no me concibo.
Me gusta que me hagan las cosas, que me chiqueen,
perfumarme, maquillarme ¿qué es esto madre mía?
¿Por qué habré nacido así? El mundo está al revés,
nadie tiene la felicidad completa.
Gracias a Dios tengo mi fe, mi voluntad y mucha energía
positiva. Me
concentro profundamente y nadie me puede convencer de que soy
un hombre. Soy un
caso, está bien, pero no me arrepiento.
Me gusto así, como mujer, aunque a veces se me sale el
Manolo que llevo dentro.
Cuando
estoy ante la bóveda espiritual mucho rato pido por mis
antepasados difuntos, elevación y paz, energía y
misericordia. Lleno
el cuarto de flores
blancas que
despejan mucho
y hasta
he caído en trance varias veces pero no me acuerdo de
nada. Me dicen que
vengo como una monja, con mucha serenidad, yo que soy un volcán.
No me conozco. Otras veces se me monta el espíritu de
un congo llamado Ramón y me sale una voz ronca.
Lo mío no es teatro, lo mío es un tratado muy viejo.
Teatro el de un descarada que ha venido aquí a decir
que a ella se le monta el espíritu de Rita Montaner y que
baja cantando “El Manicero”.
Esa aquí no tiene entrada.
En
bóveda me transformo como cuando estoy en la pista.
Solo que pierdo la memoria pero hasta de espíritu me
gusta venir al plano tierra como mujer, es mi letra.
Por eso digo que el mundo está mal hecho y que Dios me
perdone.
El
peor mal rato que he pasado en mi vida fue cuando en casa de
Olena Valle, la muertera, caí en trance por primera vez.
Me bajó un indio apache que está conmigo también y
viene a caballo. Cuando
él va a bajar me entra una corriente extraña en la cabeza y
se me ponen las manos y las muñecas moradas; el cuello se me
inflama y las venas también.
Viene con mucha candela y puedo destruir, llevarme lo
que se me ponga por delante.
Olena es una tumba egipcia como yo y no suelta nada.
Lo de ella es ver y callar y sobre todo tratar de
quitarme ese muerto antes de que acabe con la quinta y con los
mangos.
Pero
esa vez no pudo, parece que porque él se inauguraba en esa
casa y quería lucirse. Yo
iba con una peluca negra nuevecita, francesa ella, más suave
y sedosa que las que me mandaban de Italia.
Y la peluca se quedó en la casa, quién sabe dónde
porque yo salí de ahí tarde en la noche toda desmelenada;
era un despojo humano.
¡Qué
vergüenza, madre santa¡ aquellas mujeres cogidas de la mano
en oración y yo con ellas que ni sospechaban mi verdadero
sexo y de pronto el indio maldito, jodedor, venirme a encuerar
allí montado a mi caballo y dando alaridos.
Más
nunca volví a casa de Olena Valle.
Esas son las cosas que me ponen mal, que no me debían
pasar. El
espiritismo lo saca todo, es más fuerte que un siquiatra. El
muerto no se deja pasar una y no cree ni en su madre, no
respeta. Cuando hay rueda espiritual voy de hombre o no llevo
peluca, me dejo el pelo que Dios me dio que total no es corto
y es mi pelo aunque nadie está conforme con lo que tiene.
Por eso digo que el mundo está mal hecho.
Mi único deseo es volver a nacer como lo que soy como
espíritu, no como lo que soy como cuerpo.
Mal hecho es poco.
El mundo está al revés.
Lo
veo venir todo. Ver
y sentir son cosas diferentes.
Hay quien siente corrientes eléctricas, quien se eriza
de pies a cabeza, quien se paraliza, o a quien incluso la
halan los pies en la cama.
Lo mío no es eso.
Yo veo. Veo
sobre todo muchas monjas reunidas en un convento rezando o
envueltas en gasas bajando de las nubes o a la intemperie
hasta que caen y se vuelven humo en el espacio.
Dicen que es por complejo de culpa que yo veo tantas
monjas. Es posible
porque al final es verdad que estoy en algo prohibido pero
tengo que comer. He
tratado de venir al plano tierra como monja: me pongo a
rezar, me concentro, tomo valeriana, hoja de tilo,
llantén, cañasanta, pero nada; siempre vienen a caballo el
congo Ramón o el indio de las películas americanas.
En ese sentido soy una desgraciada.
Pero al que no quiere caldo tres tazas, o ¿no es así?
Que
se haga la voluntad de ellos que son mi cuadro espiritual y
hasta ahora no me han hecho daño, al contrario, me han dado
fuerza y seguridad. Están
conmigo a todas horas.
Veo
a mi abuela asturiana planchando ropa blanca de casa de ricos.
Es lindísimo porque la veo planchar con una serenidad
y luego tender la ropa en unas tendederas largas que se
pierden en el horizonte. Me
encanta ver a mi abuela Pilar.
Veo también muchos ángeles, como una danza de ángeles;
y cuando cuento esto se me ríen en la cara aunque ellas dicen
que son artistas, para mí que son unas orilleras de apéame
uno que lo único que saben es comprar pelucas usadas, pestañas
baratas y medias caladas.
Pero
cuando yo digo que veo algo en el ambiente se espantan porque
me tienen un respeto... Y
es que donde yo pongo el ojo pongo la bala.
Olena
Valle es una de mis mejores amigas.
Esa sí que no tiene pelos en la lengua.
La tengo como a una segunda madre.
Le digo, Olena, tú eres mi cura confesor.
Ella se ríe pero sabe que no le miento.
Cuando estoy triste, pocas veces porque yo no me dejo
caer, acudo a ella.
Pañito
de lágrimas, vengo porque estoy con el moco caído.
Muchacha, deja eso, vamos a hacer oración y tú verás
cómo sales de ese hueco.
¡San
Judas Tadeo, hacedor de lo imposible, Fátima de mi alma!, y
me alivio, es como si cogiera aliento.
Olena
me conoce bien porque cuando aquí la caña estaba a tres
trozos hizo la calle y hasta cayó en el barrio de Colón con
las hermanas Aspirina, que según ellas eran las que le
aliviaban la cabeza a los muchachos de buena familia.
Me ha hecho unos cuentos divinos, ni en el circo se ven
tantos fenómenos. El
mejor de ellos es el de un chofer de taxi cienfueguero que iba
siempre a verse con una guajirita del bayú amiga de ella.
El chofer iba con frecuencia hasta un día en que la
matrona le llamó la atención porque se demoraba horas en el
jaleo de la guajirita. Con clientes así el negocio no daba
resultado. La
matrona da un golpe en la puerta y se lo encuentra vestido de
mujer. ¡Qué fue
aquello, la comidilla del barrio!
La guajirita, claro está, encantada porque el hombre
pagaba la hora extra y el showcito por debajo de la mesa.
El mismo caso de mi piloto gallego. Vivir para ver.
Olena
me dio siempre buenos consejos sobre Andrés.
Ella no lo tragaba porque sabía de la pata que cojeaba.
Pero poco fue el caso que le hice, la verdad.
Esa ha sido mi cruz.
Me
entretengo en los shows. Yo
misma me monto mis números y me maquillo.
Maquillarme no me cuesta trabajo.
El labio de arriba es el más problemático porque si
el lápiz se desliza un poco el labio queda disparejo.
Una pintura corrida es lo más feo que hay.
Da abandono y suciedad.
La boca tiene que ser perfecta.
Odio las boquitas de corazón pero más las de pescado.
Naomi Campbell tiene boca de pescado por eso la
encuentro fea. Yo
me hago un dibujo parejo, acorde a mi labio natural aunque lo
acentúo un poco porque el labio fino no gusta, dicen que es
de gente mala y chismosa; labio de buzón.
El labio carnoso tiene su inconveniente, no sé, hay a
quien no le hace gracia tanto pellejo.
Tengo la suerte de tener labios muy bonitos y rosados
natural. Un labio
desteñido; ese labio que se confunde con el
color de
la cara,
que no
se ve, es
feísimo, da
la impresión de que uno tuviera una media puesta en el
rostro. El labio y
las cejas son fundamen-tales.
Las cejas porque pronuncian la mirada y dan el quid de
la conversación, y el labio porque habla solo.
Una boca bien pintada y con una buena administración
puede conquistar el mundo.
Nunca he imitado a nadie pero si alguien habla con los
labios, los mueve a su antojo es la Fornés, esa es la
campeona de las boquitas, a ella si me rindo porque es un
magisterio. ¡Quién
hubiera sido ella!
Si
tengo que ensayar algo lo hago en casa de Olena, total, para
qué le voy a dar ideas a nadie; son imitadoras, no tienen
originalidad. Lo
de ellas es doblar y parecerse a fulanas o menganas.
Lo mío no, yo me he fabricado mi propia personalidad
como artista. Olena
misma, por ejemplo, me enseñó
el belly
dance que es el baile del ombligo.
En eso
no hay
quien me
gane. Es
medio hawaiano pero con el sabor tropical, no como lo hacía
la Josephine Baker que según sé era muy sofisticada, la época,
claro, ahora se puede hacer más, se lanza una hasta que la
gente se canse o te chifle para que hagas cualquier otra cosa.
A mí me han
chiflado, me
han dicho botija verde, me han tirado semillas,
tomates, de todo, pero yo como si conmigo no fuera.
Si me regalan algo lo cojo, qué carajo, si vienen a
divertirse que suelten, que el trabajo cuesta dinero.
Todavía la moda de la propina aquí no ha llegado,
estamos detrás del palo...
Ya entenderán... Aunque
algunos te ponen ya un chavito entre los senos.
En este giro hay de todo como en botica.
Está la engreída, la anciana que no se deja caer, la
francesita, ligera ella y
de cuerpo muy delgado, la criolla, que no abunda porque
ellas quieren ser extranjeras todas; la española a lo Sara
Montiel o Isabel Pantoja, cualquier cosa menos lo que son.
Ahí es donde yo me distingo.
Yo soy yo.
Ninguna
te confiesa lo que hace con su cuerpo.
Te dicen tengo un amante, un novio, un enamorado, o mi
marido tal o más cual cosa y muchas trabajan la calle como yo
porque del espectáculo no se puede vivir.
La
soviética, bueno digo la soviética porque así lo conocen,
esa si que es un libro abierto.
Ella a veces sale conmigo y me presenta sus clientes,
todos hombres bastante mayores, tembas y viejos viejos de
verdad. Ella dice
que son los que mejor pagan y los menos exigentes.
Katiuska, cómo tú te puedes tomar ese purgante. Y es
que la rusa tiene el estómago de acero.
Son
hombres desahuciados que no pueden ir con mujeres y que la
chola se les enfermó. Van
con ella porque
es gorda y bajita y de todas nosotras es la que más da
el tipo de mujer. Si
ella no se maquillara tanto y
no se
pusiera peluca,
con su cara de torta y
su pelo rubio natural daba una mujer medio tiempo igual.
Pero ella se
unta de
todo para cubrirse los cañones y cuando suda aquello
es un espanto; se le cae la base y se le ve la barba que a la
pobre le crece con una fuerza...
Olena
y Katiuska son íntimas, excepto en el espiritismo.
Katiuska es atea, según ella pero va a las sesiones y
se entrena. Ella
dice que quisiera creer pero que no ha visto ni oído nada.
Ni en el arte ni en el espiritismo se destaca la muy
bruta, no se deja llevar, se tranca
pero es legal y yo prefiero a
una amiga
así que
a una
bandolera o
una farsante que son las que abundan.
Si le hablo de Andrés me insulta.
Ella lo detesta porque dice que yo me dejo explotar.
Me lo dice en mi propia cara.
No anda con rodeos, pero a mí, la verdad, me entra por
un oído y me sale por el otro.
¿Por
qué será que a nadie le he hecho caso?
¡Qué
fuertes son los sentimientos!
Andrés
me llamó a casa de la China Ilán, el peluquero de la calle
San Lázaro que dicen que es el decano de los travestis de
Cuba porque por los años cuarenta ya era famoso en París y
Hamburgo. Fue el
catorce de febrero de este año, una fecha muy señalada.
En mi covacha no tengo teléfono, tengo cucarachas,
goteras y
también perfumes
franceses, y mi
ropa de
pista, pero
no tengo teléfono, así que fui a carenar a casa de la china
para esperar su llamada. Me corto las venas que algunos de sus
amigos se lo aconsejó. El
se fue con unos cuantos de ellos.
Todos aquí eran tiburones pero allá ninguno ha
levantado cabeza. Me
entero de lo que pasa en Miami porque tengo la desgracia de
que me lo vienen a soplar.
Manolo,
Manolito, tú me oyes; esta vez yo no podía contestar, sólo
quería oir su voz que se me derretía por dentro y al tercer
Manolo le dije, soy yo mi vida qué tú quieres.
Te llamo para felicitarte por el día de hoy y para
decirte que estoy jodido, que te extraño y que necesito que
me mandes algo con la madre de el Gato, que va a ver a su hija,
la que trabaja en la casa comisionista de Zanja y Galiano, tú
me oyes, Manolo, no te quedes mudo que me estoy comiendo un
cable. Colgué
porque tenía las lágrimas en los labios y no podía hablar,
ni tragar, ni nada. Unas
lágrimas ácidas y tibias que no pude llorar cuando se fue
con los balseros. Le
mandé unos dólares y en el fondo maldije la hora en que lo
conocí porque a mí el que logra correrme el maibelline me la
paga caro. Pero yo
no me quiero porque daría cualquier cosa por volverlo a ver.
A
mí me dicen la extraterrestre por mi labia y porque me gusta
mi país. Nuestro
vino es agrio pero es nuestro vino.
Aquí la cosa no es suave, cuando dicen a cogerla con
una... me piden el
carné de identidad, me llevan a cada rato a la estación, me
buscan la boca, pero cuando están solos se ponen a hablar
conmigo de lo más campantes y hasta me han dado la razón
muchas veces. Yo
podría ser abogada o senadora porque convenzo.
Cuando ellos van a hacer recogidas soy la primera en
enterarme y si me cogen les digo, mira hijo, qué daño le
hago yo a la sociedad, si es que le presto un servicio.
Daño hacen los delincuentes, los rateros que persiguen
a los turistas para arrancarles un bolso o una cámara de
video; esos son el cáncer de la sociedad, no quieren trabajar
y se pasan horas y horas sentados en las esquinas, inventando,
con las camisas abiertas, hablando basura, arreglando el mundo
con mucha filosofía barata y con la lengua sucia.
Esos si le venden su alma al diablo, roban gasolina,
carne de res, lo que puedan.
Yo me tengo que buscar la vida y no tengo tiempo para
aburrirme ni para estar en una esquina mariposeando.
A mí no se me enfría el cuerpo ni se me mosquea.
Cuando
engancho a un viejo de esos que llegan desahuciados de sus países,
viejos babosos, pero paganos, les doy cariño, les digo qué
inteligente tú eres, chico, qué piel más suave y blanquita,
a ti no te salen arrugas, tú debes haber sido un castigador
de joven, y se ponen loquitos porque nadie les habla así, ni
sus mujeres, ni sus hijos que ya no quieren saber de ellos.
Uno me confesó que hacía veinte años que no tocaba a
su mujer y que sus hijos vivían en no se dónde y que casi
nunca los veía. ¿Qué
vida es esa? Entonces
que no me digan que hago daño a la sociedad, lo que hago es
humanismo, yo debía ser trabajadora de bienestar social
porque hay que ver lo que es zumbarse
a
un viejo de esos y todavía reírles la gracia.
No la paso tan mal, me pongo al día en muchas cosas y
hasta practico los idiomas.
Tengo cuatro que son puntos fijos; un italiano,
Giovanni, un sueco, Lasse, y dos Pepes, bueno, dos españoles.
Vienen todos los años a verme. A oírme y a
contemplarme. Se
les cae la baba conmigo, entonces, ¿tengo o no la razón?.
Ese
no es el público de los shows, qué va, allí no caen porque
tienen terror de que los vean.
Son babosos y cobardes porque el show es de calidad y
nosotras no andamos en nada sucio.
Pero ellos vienen de turistas y no quieren buscarse
problemas, quieren pasar de incógnitos.
Les
gusta la película, bromean, joden como carajo pero pagan
tragos y se divierten. A
veces el tiro les sale por la culta como le pasó a un
empresario español que fue al estreno de una revista en
homenaje a Rocío Durcal y se enganchó con un guajirito
que estaba aprendiendo a desenvolverse, monísimo él,
creo que de Pinar del Río, y el español se cogió fuerte al
punto que lo sacó
de allí y lo quiso reformar pero el guajirito tiraba pa´l
monte de todas maneras y la fiesta se acabó mal.
La mujer del español se enteró de los acontecimientos
y fue a darle un homenaje al guajirito en vez de arreglar el
asunto con el marido. El
guajirito ya despuntaba como travesti, se había depilado, se
inyectó hormonas, se empezó a poner silicona, en fin, ya era
uno más de la cuadrilla y tenía marido.
La pobre mujer salió desplumada de allí porque se
atrevió a ir al antro, que es como le dicen al teatrico ese
de Bejucal y entre el guajirito y el marido la pusieron de
vuelta y media. Digo
la pobre porque ella no fue en son de guerra.
Lo que ella quería era verificar si era cierto que su
marido estaba
coqueteando con
la Salmón
que es como
le dicen al guajirito porque es medio pelirrojo y pecoso a más
no poder. A veces
el antro se
pone al rojo vivo pero nosotras mismas somos las
apaga-fuego. Por
lo demás, es
un lugar
bastante tranquilo.
Yo estoy por creer que además de artistas nosotras
somos bomberas.
Cuando
llegó el Papa me vestí con lo mejor que tenía y me paré en
la esquina de Paseo y 23 con dos de mis amigas íntimas.
Hubo quien me preguntó si yo era de las camareras de
no se qué congregación porque como señora doy una señora
muy respetable y llevaba un vestido beige brocado y un
crucifijo grandísimo, que era de mi abuela.
El Papa me encantó.
¡Qué numerito! Ese
Papamóvil todo forrado en terciopelo rojo con visillos
dorados y aquel cardenal sentado atrás tan regio.
A mi que me quiten lo bailao porque del tiro, en la
apretujadera aquella ligué a un alemán y todavía me está
regando alpiste. Me
lo llevé en la golilla porque hay que salir a la calle,
echarse fresco con un abanico, como en la obra Aire Frío, y
salir a buscar. Nadie
te va a venir a coronar a tu casa.
Si me quedo encerrada me deprimo y me pongo a pensar en
las musarañas, aunque cada día pienso menos.
Me he vuelto un poco materialista.
No
tengo bandera. Igual
voy con un Pepe que con uno del patio.
Con el que mejor me trate, por supuesto y no me enamoro,
no puedo darme este lujo. Ahorro eso sí, para poderle mandar
algo a ese desgraciado que
no acaba de levantar cabeza porque no sabe freir un huevo. Voy
tirando hasta ver si puedo entrar en algún teatro, o en
turismo cultural, de animador para poner a descansar un poco a
mi pobre culito.
Me he acostumbrado a un tren de vida alto.
Y no se si ya sea demasiado tarde para dar marcha atrás.
Hijo,
en qué tu andas, porque yo le llevo de todo a mi madre cuando
voy a verla a Madruga, y le contesto, artista, mami, yo soy
artista. No te metas en nada malo hijito, dime de dónde tú
sacas este dinero, tú no estarás
en cosas raras, ¿verdad?, dime que no.
Mami, yo soy artista y me defiendo.
Trabajo en casas particulares y me pagan bien, no me
jorobes más y coge eso que ya tengo bastante con mi vida para
oír tus descargas. Mi
madre es todo para mí, una madre es lo más grande que hay y
a veces no tengo cara...
La
droga es mi miedo. El
que entra ahí no sale más. Dios me libre.
Aunque estoy premiada porque en aquel parque hay quien
ha cogido su hierbita y hasta su coca.
Pero a mí no me nace.
La marihuana me da por reírme y la coca nunca la he
probado. Soy de
perfumes caros, zapatos de tacón militar; ese es mi vicio
porque ni joyas. Me
gustaría tener una esmeralda colombiana con muchos jardines
porque esa es la piedra de mi signo zodiacal.
La he pedido muchas veces pero nadie me ha complacido.
Ay,
Cuba, qué será lo que me espera cuando llegue a vieja.
No quiero ni pensar.
Caridad del Cobre apiádate de mí.
Soy hija de la noche por eso me gusta La Habana.
Que no te modernicen nunca porque me pongo a llorar.
Eso lo escribió Bola de Nieve en un cartel que hay en
la Bodeguita del Medio, a donde voy mucho y donde me conocen
como Madonna. Nadie
sabe allí que mi nombre de guerra es Fátima y mucho menos
que me llamo Manuel García, como el Rey de los campos de
Cuba. Nadie
sospecha tampoco que ya tengo cuarenta y seis años cumplidos
y que soy la veterana del primer escuadrón de travestis
habaneras. Tengo
la piel suave y aparento unos veintiocho o treinta años.
Nunca me han echado
uno de más. De
eso vivo orgullosa porque con lo que yo he traqueteado es para
que estuviera hecha
un guiñapo. Me he
sabido cuidar. Mi
sueño es debutar en un teatro importante de este país y no
perder más tiempo en tarimas de mala muerte.
Después
de todo el halo rosado que la gente me ve por la mañana
cuando salgo a la calle, no está ahí por gusto.
Mi oportunidad llegará.
Tengo paciencia y sé esperar.
¿Quién me iba a decir a mí que iba a ver al Papa de
cerca? Y lo vi con
estos ojos que se va a comer la Tierra.
Ya nadie me lo puede contar, lo vi, porque todo está
escrito en el libro de la vida, hasta el día en que uno se va
a morir. El
metro de
La Habana
lo inauguro
yo. Si
no, ver
para creer. Lo
que hay que ser es optimista aunque te pasen carretas y
carretones.Y yo lo soy. Cuando
caigo en baja me voy al muro del malecón a la caída de la
tarde y me pongo a contemplar la puesta de sol.
Hay días en que el sol se hunde en el mar y se pone
rojo como fuego, otros días en que se
pone blanco y deja unas vetas color violeta que son una
belleza. Me extasío
con eso y digo ¡qué ancho es el horizonte!, para qué me voy
poner triste. Si
alguien me llama y me conviene voy si no los dejo pasar para
que no crean que estoy pidiendo el agua por señas.
El malecón es mi psiquiatra y no me cuesta nada.
Me siento ahí sola y me pongo a pensar en las musarañas,
que si tuviera un piano de cola, que si me encontrara con
alguien que me llevara a una premiere de gala en Holllywood
para estrenarme un vestido de lamé verde, bueno tantas cosas
que para qué. Soñar
tampoco cuesta nada. Me
pongo echa una idiota pero despierto enseguida, tampoco crean
que me hago demasiadas ilusiones.
Optimista sí, porque las conozco con el moco caído
que terminan muy mal, o se cortan las venas o se prenden
candela. Yo tengo
mis alicientes y a mano. Me
gusta coleccionar muñecos de peluche, ositos, perritos,
conejitos, gatos persa; muñecas de biscuit tengo dos, una
cubana y otra española;
la española es la más linda pero tiene la nariz estropeada,
pero yo la quiero así, es mi amuleto; ¡ah! y tengo mi
colección de pomos de perfume franceses de marca, todos vacíos
pero son tan bellos que yo con leer las etiquetas tengo: Coty,
Lanvin, Lancome, Nina Ricci, ¡me basta!
Así me doy yo misma cuerda para seguir en la lucha.
Porque esto si que es luchar.
Aquí no se puede perder ni un minuto porque la barriga
no perdona. Miren
si yo soy optimista o loca quien sabe, que ayer me levanté
con una mano alante y la otra atrás
y cogí la calle con una alegría que yo misma me decía,
mira que tú estás loca mujer, de qué te alegras si no
tienes ni un kilo prieto y es que hay días así y ayer yo
estaba contenta sin saber porqué.
Otros días estoy en el piso y con dinero en la cartera
y
teléfonos
a donde llamar y todo. Pero
es que la cabeza no hay quien la arregle.
La cabeza es como el mundo que un día está boca abajo
y otro día boca arriba. ¿Quién
entiende eso? Nadie.
Cuando
amanezco con el Manolo subido soy una bestia.
No se me puede tocar.
Eso me pasa a veces, aunque cada vez menos; ya me he
hecho la idea de que soy quien soy y me quiero así.
He aprendido a controlar mis arranques.
Yo creo que ya me estoy acostumbrando a coger las cosas
como vienen pero sin dejar de soñar.
Estoy ahora mismo en una racha mala que no se lo
confieso a nadie. El otro día una que lee la mano me dijo que
veía peligro, que había una sombra que me perseguía y que
yo tenía letra de Ochosi, vamos que iba a caer presa si no me
recogía un poco, a lo mejor vio algo que yo no presiento,
quien sabe. Por si
acaso yo me baño con flores blancas y hago mis oraciones.
Ya vendrán tiempos mejores, ¿verdad?
En
mi pueblo dicen que siempre que llueve escampa.
Si de niña se me apareció la Virgen de Fátima, por
algo será. La
noche si no me falla, ella está ahí y es mi reino.
¡Ay
Habana, paraíso encantado!
Fátima no se rinde, Fátima es inmortal.
FIN
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