PREMIO DE CUENTO JUAN RULFO

Pedro de Isla  (México)

Papá se pegó un tiro hoy a las 6:52 de la mañana

Papá se pegó un tiro hoy a las 6:52 de la mañana y lo dejé desangrarse hasta que murió, antes del mediodía.

Sé la hora exacta en que se disparó porque estaba acostada en mi cama, cubierta por tres raídas cobijas y con un ojo abierto, vigilando los enormes números rojos del reloj despertador, viendo cómo avanzaban rápidamente los minutos y se acercaba sin remedio la odiosa hora de levantarme para ir a la escuela.

Lo que me hizo levantarme no fue el paso de los minutos ni el disparo, sino el golpe seco del cuerpo de papá contra la madera del piso de su cuarto, justo al lado del mío.

He intentado en este rato recordar el sonido de la descarga saliendo de la escopeta pero no lo consigo. Quizá fue tan fuerte y repentino que no lo ubiqué de inmediato y lo dejé disolverse entre las angustias de la mañana. Poco importa. Quedarme con una nueva grieta en mis recuerdos no cambiará nada. Es sólo que una no quiere vivir con esa sensación de ausencia. Suficiente tengo con la que me acaba de dejar papá como para, además, cargar las de mi memoria.

Cuando entré, lo vi tirado junto a su cama, boca arriba, sobre un gran plástico azul y una silla volcada a su lado. Primero creí que se tropezó y estaba lastimado. Luego me topé con la escopeta y con una mancha de sangre que comenzaba bajo él y seguía el desnivel del piso hasta llegar a un rincón del cuarto, ese donde colocaba el bote de la ropa sucia que ahora estaba a mitad de la recámara.

Fue cuando me di cuenta de lo que realmente pasaba. Hasta para matarse intentaba dar la menor molestia. Estoy segura de que pensó en evitarle un trabajo extra a quienes terminarían recogiendo el lugar, no solamente por el plástico sobre el piso sino porque conocía su desnivel y sabía hacia dónde correría la sangre. Como si la limpieza alrededor de su acto sirviera para limpiar su conciencia y atenuara mis problemas.

Me acerqué despacio, segura de que había logrado su objetivo. Era muy metódico y nunca improvisaría un asunto tan importante. Hay muchas personas que intentan matarse pero no lo logran o no lo buscan con sinceridad: hacen una última llamada o usan métodos poco efectivos, como las pastillas. En cambio, el verdadero suicida, el que no va a dejar opción a la duda o al rescate milagroso, necesita una gran determinación y debe planear bien su muerte porque de lo contrario puede terminar con un buen moretón en el cuello, deforme, lisiado o en estado de coma, y eso es peor que su propio fallecimiento. Es como cargar con una marca en la cara que diga no sirvo para nada, ni siquiera para morirme.

Al ver a papá pensé que estaba muerto. Sólo me di cuenta de que seguía vivo cuando observé que el pecho le temblaba, como si entrara el aire en los pulmones de a poquito y tuviera que esforzarse un poco más con cada respiración.

Sin tocar nada, pensé en llamar a la policía o a una ambulancia. Salí de la recámara y descubrí que había arrancado el cable del aparato.

Tuve que regresar a su lado. Ahí me di cuenta que la escopeta estaba amarrada a la silla con mucha cinta café y un cordón pendía del gatillo. Si uno no conociera a papá pensaría que veía mucha televisión porque yo recordaba algo similar solamente en las series gringas sobre detectives y en algunas películas. La verdad es que él odiaba ese aparato. Lo teníamos en casa porque algunas noches veíamos un noticiero local en español: era la única forma de sentir que manteníamos contacto con nuestra tierra. Además, su ausencia haría que las pocas personas que nos visitaban nos consideraran unos pobres inmigrantes inadaptados.

Lo más probable es que alguien le describió la forma de matarse con una escopeta amarrada a una silla e intentó imitarlo. Lástima que algo no le salió como deseaba, quizá no afianzó la silla al piso y se le movió al momento del disparo o el cordón estaba muy flojo o muy suelto o vaya uno a saber qué le pasó. El asunto es que si hubiera hecho las cosas bien, simplemente hubiera apretado el gatillo y santo remedio, pero su error le costó sufrir de más.

Ahora que lo pienso un poco más, me doy cuenta que él planeó bien su suicidio: consiguió cartuchos para la escopeta que le dejó Catarino, inutilizó el teléfono y se disparó a una hora que nadie se lo esperaría. Consideró todo, excepto que se le escapara un disparo chueco –o antes de tiempo– y la bala terminara en su hombro en vez de hacerlo en la cabeza o en el corazón.

Estoy segura de que también sufrió al verme entrar, acercarme con sorpresa, buscar el teléfono y darme cuenta cómo ni un suicidio podía hacer correctamente.

Segura de que no había forma de hablar a los de rescate, me senté en la orilla de la cama, justo a su lado. El charco que nacía de su hombro seguía creciendo poco a poco, hasta llegar a la orilla del plástico.

Papá tenía puesto el traje azul que utilizaba cuando salía a buscar un nuevo trabajo o solicitaba que lo ascendieran de puesto. Durante muchos años lo consideró su amuleto. Allá en Saltillo le funcionó muchas veces, pero de este lado de la frontera perdió su eficiencia. Él, sin embargo, seguía creyendo que le ayudaría a conseguir el trabajo por el que nos dejó y se vino a Houston. Sería un trabajo que le permitiría tenernos a todos bajo el mismo techo, en un gran y nuevo hogar, con todas las comodidades.

Cuando se enteren mamá, Goyito y Maricarmen, papá logrará en parte su sueño: nos tendrá a todos bajo la cubierta de la funeraria. Con el traje azul arruinado, necesitaremos arreglar el otro traje, el que usaba durante las misas dominicales. Aunque no era religioso, en ocasiones asistía a la iglesia, sobre todo a las celebraciones de la Semana Santa, de Navidad y de la Virgen de Guadalupe.

Cuando aún estábamos en Saltillo, esas eran las fechas en que nos sentaba a la mesa, exigía silencio y comenzaba a contarnos sobre las maravillas que encontraría en Estados Unidos. Una oportunidad para salir de donde estábamos y darnos una educación que nos sacara de la mediocridad que significaba un trabajo de medio pelo en una empresa sin futuro. Recalcaba que cuando estuviera en Estados Unidos no sería un simple emigrante, sino uno calificado, necesario para el engranaje industrial de ese país. Nos recordaba cómo los que se pasaban del otro lado de la frontera por lo general tenían pocos o nulos estudios y por eso fracasaban.

Él no. Tenía un título como ingeniero mecánico administrador de un instituto técnico y con ese simple papel dejaría atrás a tantos otros de los que cruzaban la frontera. Tal vez empezaría de cero –decía– pero pronto se notará la diferencia. De eso se encargaría en cuanto tuviera la menor oportunidad.

Ahora, acostado sobre el charco de sangre, se le veía triste, como si lo que nos pasaba fuera culpa suya nada más. Como si sólo de él dependiera el éxito de sus sueños.

Quiso levantar el brazo izquierdo, el sano, para tocarse la herida. Por sus gestos era claro que le dolía pero no se quejaba. Seguía sin emitir sonido alguno. Ni un grito, ni una explicación, ni un reclamo. Así era él.

Yo tampoco hablaba. ¿Para qué? Si ya le había gritado lo que me quedaba hacía tres días, cuando llegó del trabajo y me encontró sentada en los cojines que hacen las veces de sala, esa que las visitas consideran muy moderna y poco convencional pero que yo veo como una porquería.

Aquella noche discutimos mucho, o más bien, yo me desahogué. Acababa de pasar el peor fin de semana de mi vida en Galveston sólo para seguir ayudando a los gastos de la casa y él simplemente contestaba con monosílabos a mis reclamos. Me aseguró que las cosas no serían iguales. Ahora comprendía lo que significaban sus palabras.

Hacía cuatro años de su primer viaje a Houston y ocho meses desde mi llegada. Cuando papá se vino la primera vez, junto con un vecino que ya estaba arreglado con su patrón, mis hermanos todavía eran muy pequeños y yo era la única que se daba cuenta de lo que pasaba. El vecino ni siquiera había terminado la secundaria, pero eso no era impedimento para que fuera de norte a sur y de regreso dos veces al año. Estaba joven, fuerte y decía que no necesitaba más. Catarino –que así se llamaba– regresaba con dinero suficiente para mantener a su familia.

Eso ponía furiosa a mamá, que no entendía cómo un fulano así ganaba lo suficiente para mantener a su familia en el mismo nivel que papá, con todos sus estudios y capacidad. Alguna vez dijo que era imposible explicar su forma de vida, que seguro aprovechaba sus idas y vueltas para traficar drogas. Su prosperidad, en cambio, era la justificación de papá por venirse de este lado. Si ese tipo podía, él con mayor razón.

Apenas llegados a Houston, comenzaron a trabajar en unos enormes almacenes industriales donde descargaban camiones llenos de piezas automotrices y armaban los pedidos de los pequeños distribuidores, que luego cargaban en camionetas.

Papá aseguraba que no era un trabajo muy difícil porque utilizaban montacargas, pero los paquetes se armaban a mano, seleccionando piezas de entre decenas de tipos diferentes. Decía que era un trabajo muy apenas pero que era el principio y que así llegaban muchos y luego progresaban. Después se le ocurrió un mejor sistema de clasificación para los cientos de piezas diferentes. Le dieron un premio, le tomaron una foto y nos aseguró que ese era el verdadero inicio de su ascenso. Después de cuatro años seguía embarcado en el mismo sitio.

Al principio, Catarino y papá rentaban un cuarto cerca del trabajo para ahorrar lo más posible. Era una casa llena de inmigrantes ilegales. Los vecinos lo sabían, era obvio que el patrón lo sabía, el policía que daba sus rondas por el vecindario también lo sabía y no pasaba nada. En ese trabajo conoció a un montón de paisanos, paisas se decían entre ellos aunque papá nunca les llamó así. Era muy correcto para hablar.

Compartía la casa con otros seis trabajadores. Cada uno se encargaba de sus propias cosas. En los cuartos de quienes tenían más tiempo en Houston había pequeños frigobares y enormes televisiones que cuidaban como un gran tesoro. Solamente los gastos por servicios como el agua, al luz y la recolección de basura se pagaban entre todos. Así papá ahorraba más dinero y lo enviaba a la familia.

Fuera de eso, cada quién podía hacer de su vida lo que quisiera, siempre y cuando no llevara gente extraña a la casa después de las ocho de la noche, ni siquiera en fin de semana. Las mujeres también estaban prohibidas ahí porque ya antes hubo pleitos a causa de ellas, así que cuando alguno de los que vivían en la casa comenzaba a verse con alguna mujer, casi siempre inmigrante como ellos, debía buscarse otro lugar donde vivir.

Recuerdo que mamá se ponía contenta. No por el dinero que él le mandaba, que luego supe era un poco menos que su sueldo cuando estaba con nosotros, sino porque lo oía tan animado cada domingo que hablaban por teléfono. Mamá comenzó a hacer planes, lo mismo que mis hermanos y yo.

Sentada en la cama del cuarto, con las piernas cruzadas para no mancharme con la sangre que comenzaba a salirse del plástico, descubrí que papá había arreglado la habitación. No solamente colocó el plástico en el suelo, sino que tenía su cama tendida, la ropa acomodada, el espejo sobre la cómoda limpio y la mesa de noche ordenada.

La puerta del baño estaba abierta y se observaba que también había ordenado el lugar. Estaba como para tomarle una fotografía. Limpio, recogido. Sin duda estuvo toda la noche eliminando cualquier indicio que dejara ver la vida que llevábamos: sufriendo por mandar dólares a México, fingiendo que aquí las cosas mejoraban, escondiendo nuestras mentiras no sólo a mamá y mis hermanos, sino entre nosotros dos.

Vi unos papeles sobre la mesa de noche y sin bajarme de la cama me acerqué. Eran avisos de trabajos invernales. El domingo de la semana pasada papá habló a Saltillo para explicarles que este año no iríamos porque él trabajaría tiempo extra.

Es cierto que el invierno es la mejor época para los inmigrantes. Muchos toman las fiestas para regresar a México y los pocos que se quedan agarran turnos dobles por las ventas de Navidad. Hay contrataciones de personal en muchos negocios y pagan bien. Ese es el momento para recuperarse de los malos meses, cuando el sueldo se va completito para mamá y mis hermanos y acá tenemos que ver cómo nos las arreglamos. Además, la frontera se pone muy dura en enero y algunos de los que se van contentos a ver a la familia luego ya no pueden regresar a este lado.

Nosotros no podíamos darnos ese lujo. Por eso nos quedaríamos en esta casa de madera, muy cerca del centro de Houston y lejos de nuestro propio corazón. Lo malo de pasarse estos meses acá es que las calles se llenan de carros y se vacían de gente. Además, aunque ganamos más, no dejamos de gastar dinero, y luego nos queremos hacer pasar por personas de una sociedad que no es la nuestra y pagamos por cosas que de otra forma nunca compraríamos: el refrigerador se llena de botellitas con aceitunas, de calamares, vino tinto, pan de ajo y salmón. Son pequeñas cantidades, pero cuando juntas lo que cuestan, te duele.

Incluso el vecindario se muere: la gente tapia por dentro sus casas para sobrevivir a las nevadas y las ventiscas que se cuelan por todos lados. Nosotros hicimos lo mismo, colocando maderas tras las cortinas y empujando manteles bien doblados en los huecos bajo las puertas.

Quizá por eso él confiaba en que nadie escucharía el disparo ni intentaría entrar para salvarlo y yo sabía que ningún vecino vendría a tocar o llamaría a la policía. Sin embargo, ese aislamiento no empezaba con el invierno y su aire frío, sino que estaba aquí desde que llegué, seguramente desde antes. Tampoco era culpa de la temperatura: los vecinos casi no nos hablaban y tampoco lo hacían entre ellos. Este era un barrio mixto como pocos.

Desde que llegué entendí que acá mucha gente vive en ghettos por decisión propia. Se obligan a sí mismos a vivir en barrios cafés, grises, amarillos, blancos y negros, dependiendo de si vienen de México, India, Corea, Polonia o Nigeria.

Muchos de esos barrios de colores reúnen a gente de clase media baja. Donde vivimos nosotros, entre ilegales con trabajo más o menos fijo, lo común es encontrarte con barrios mixtos, como este. Si te refugias ahí, puedes vivir años sin pronunciar una sola palabra en inglés, recreando la tierra que dejaste, incluso repitiendo las mismas formas de convivir, relacionarse, trabajar, casarse o morir.

Puedes meterte en tu propio mundo y fingir que nada ha cambiado, que sigues en casa, con los tuyos, entre tu gente. Se trata de una gran mentira pero muchos viven en ella porque, de lo contrario, ya se hubieran dado un tiro en la cabeza, como lo intentó hoy papá.

Ahora que lo veía en el suelo, quería recordar cuánto tiempo había pasado desde la última vez que estuvimos juntos sin discutir, sin temernos mutuamente ni cuidarnos las espaldas. Viéndolo sobre su sangre, entendí que papá necesitaba morirse y yo no encontraba razones para impedírselo.

Estábamos solos como nunca antes: él, tirado sobre un plástico azul, inmóvil, muriéndose; y yo, sentada al borde de la cama, viéndolo impotente, sin defensa, dejando que se fuera.

Por un momento pensé en torturarlo, agarrar uno de los trinches para asar carne y tocarle la herida del hombro para luego hundir los picos en la carne viva. No mucho, sólo un poco, lo suficiente como para obligarlo a gritar, a pedir ayuda, clemencia o perdón. A que no solamente quedara en su conciencia lo que yo había sufrido, sino que también le doliera en el cuerpo. No lo hice porque escuché que tocaban a la puerta.

Era Esteban, el chico que trabaja en la tienda mexicana. A pesar de vivir en un barrio mixto, cerca de la casa hay una pequeña tienda donde me siento como en casa, le llaman la tienda mexicana porque se consiguen productos que no hay en otra parte de la ciudad.

Me encanta ir ahí. Una paleta payaso, unos pingüinos o un rielito me regresan a casa, con mamá y mis hermanos. Ya no se diga una botella de salsa roja, hecha con chile piquín o habanero. Voy seguido a ese lugar. Me saca de una tierra que no quiero pero a la que vine porque me dijeron que era mi única oportunidad de ser alguien.

En esa tienda compro un mazapán y estoy sentada en una banca de la alameda de Saltillo. Una bolsa de trozos de piña con chile me lleva a la casa de Amarela y vemos películas viejas de Pedro Infante o de Marisol. Un taco de barbacoa con cebolla picada me sienta en el patio de la casa de mis abuelos, en Monclova, donde cubro con la mano la boca de mi refresco porque se deja venir uno de esos ventarrones que trae tierra suelta y el polvo rojizo de la acerera.

Es el único lugar de toda la ciudad donde me siento feliz. No necesito comprar nada, simplemente tomo una lata de leche Nido y estoy con mamá en el súper discutiendo si esa lata es para mi hermano o también yo puedo prepararme un poco.

Esteban se asustó cuando abrí la puerta. Esperaba encontrar a papá. Le respondí que me sentía mal, que por eso no había ido a la escuela. Traía un pedido pendiente del día anterior. Le dije que papá seguía dormido, que si le podía llevar el dinero yo misma dentro de un rato.

Sonrió, me recorrió con la mirada y respondió que sólo por ser yo me dejaría la mercancía, pero que por favor no me pasara del mediodía, porque luego el dueño lo mandaría para mi casa y no podría regresar hasta que tuviera el dinero en la mano.

Le devolví la sonrisa y cerré la puerta. Quería el pago de inmediato. Cómo si no nos conociera, Cómo si no fuéramos clientes habituales. Qué diferencia a mi casa en Saltillo donde don Mario, el dueño del estanquillo de la esquina, apuntaba las cuentas de los clientes en cartoncitos que recortaba de las cajas donde empaquetaban las cajetillas de cigarrillos. A fin de quincena o de mes, cada uno de los clientes iba a saldar su deuda. Don Mario te daba el cartoncito, tú le dictabas las cantidades y él sumaba. Al final pagabas la cuenta y listo. Ni él desconfiaba de tu dictado ni tú de sus sumas.

Y es que acá las cosas nunca son lo que parecen. Si le tomara una foto a la casa donde vivimos, parecería una casa bella y decente. Nada más lejano. Aunque la fachada está cuidada, por dentro las maderas se pudren, el piso está desnivelado, hay goteras en la cocina y bichos que viven entre las tablas.

Segura de que papá seguía en el cuarto, llevé a la cocina el pedido que nos trajo Esteban. Pan integral, mantequilla, mermelada, cuatro sobres de sopa instantánea, uno de esos botes de aceite en spray para que no se pegue la comida, una docena de huevos, un manojo de plátanos y dos botellas de jugo de tomate.

¿Desde cuándo toma papá jugo de tomate? –pensé–. De inmediato entendí: no era para él, sino para mí. Se estaba preocupando porque convenció a mamá y me trajo con tantas ilusiones que se fueron por el meritito caño. Ahora se sentía responsable.

Guardé las cosas que necesitaban refrigeración y el resto lo dejé sobre la mesa de la cocina. Abrí uno de los botes y me serví un gran vaso de ese jugo rojo. Después le exprimí tres limones, tal y como lo hacía en Saltillo cada vez que me daban algo que no me gustaba o que no estaba acostumbrada a tomar. Esas gotas me permitían pasarme casi cualquier cosa.

Regresé a la sala, o lo que se supone que es la sala. Sentada entre los cojines, alcanzaba a ver por la puerta abierta los zapatos y parte de las piernas de papá. Escuché un ruido, parecido a un murmullo y no estaba segura de que viniera de afuera o del cuarto de papá. Iba a levantarme cuando lo escuché de nuevo: era como si un grupo de muchachos hubiera decidido jugar en la calle.

Otro absurdo. Aquí no se puede hacer lo mismo. Para eso utilizan los parques. Las calles son propiedad exclusiva de los automóviles y ellos protegen a muerte sus territorios. Aquí no puedes organizar un partido de béisbol y tomar una mancha de aceite como primera base.

En Saltillo, nosotros jugábamos en la calle, cuidándonos de la pelota, de los corredores y de los autos, en ese orden. Niños y niñas armábamos dos equipos, después se marcaban los límites del campo y listo, a jugar.

Me quedé dormida, profundamente. Descansé como no lo había hecho en meses. Es posible que soñara algo, no lo recuerdo. Desperté una hora después, tal vez un poco más tarde, cuando tocaron a la puerta.

Me levanté de inmediato, pensando en que el dueño de la tienda había enviado a Esteban a cobrarme. Por la mirilla de la puerta observé a Catarino. Venía a buscar a papá y sentí un vació en el estómago. Corrí a cerrar la puerta de su cuarto en el momento en que él tocó de nuevo el timbre. Lo dejé esperando un rato, hasta que decidí abrirle.

No pudo entrar en la casa. Con la puerta entreabierta le dije que seguramente papá se había marchado temprano porque cuando desperté su cuarto estaba cerrado y no me contestaba.

Cuando me preguntó si me acompañaba quiso tomar mi mano y entrar en la casa. Me planté firme, lo miré a los ojos y le contesté que no, que gracias pero mejor lo esperaba sola. Después hizo la pregunta que tarde o temprano me haría. No, no necesitaba dinero ni quería acompañarlo a dar la vuelta ni a tomar un café ni a ver tiendas ni a un concierto de música texana ni a probar su nuevo auto para que después me convenciera de irme con él a su casa, esa dónde decía que tenía lugar para mí pero no para la familia que mantenía engañada en Saltillo, porque tenía dos años con la residencia americana y no les decía nada.

Quería tener dos casas, con mujeres distintas y veinte años de diferencia. Si las últimas veces por puro cansancio le dije que sí y terminé acompañándolo el pasado fin de semana a un hotel de tercera categoría en Galveston, por nada del mundo lo volvería a hacer.

En eso papá estaba de acuerdo conmigo. Sabía que Catarino venía a casa para verme y él encontraba excusas para justificarlo, diciendo cosas sobre lo duro que es para un hombre de su edad la lejanía y la soledad. Como si para mí fuera la cosa más sencilla dejar a mamá, a mis hermanos, a mis amigas y a mi tierra.

Estoy segura de que papá también visitaba otras casas cuando salía con sus compañeros de trabajo. Nunca se lo pregunté y tampoco me lo hubiera dicho, pero sus justificaciones a Catarino más parecían justificaciones propias. Varias veces pensé que hasta le pagaba sus diversiones con tal de seguirnos visitando.

Insistió un poco más. No mucho. Creía que en otra oportunidad me convencería. Antes de irse, me repitió uno de sus discursos largos y mareadores, tratando de convencerme de que él era lo mejor para mí. Ya no tienes opción, me dijo, si no te hubieras ido conmigo a Galveston otra cosa hubiera pasado, pero el hubiera no existe. Vente de una vez y sácale provecho a tu juventud. Nos la pasamos muy bien y podemos seguir así.

Cerré la puerta y me tendí entre los cojines de la sala. No me asomé por la ventana porque temía que siguiera ahí. Luego escuché el ruido de su camioneta alejarse.

Cuando la gente como Catarino dice que el hubiera no existe me río de ellos. Vaya estupidez.

El hubiera si existe. Lo hace de la misma forma que existe el pasado o el futuro. El hubiera son nuestras dudas, nuestras elecciones, a veces también son nuestros sueños. El hubiera son los caminos que no tomamos, que tuvimos a nuestro alcance y que decidimos dejar atrás. El hubiera nos condiciona, existe como una realidad paralela a la que en algún momento decidimos ignorar.

Cuando me decía que el hubiera no existe, me pregunto si lo hacía porque lo pensaba o solamente porque otros han dicho semejante sandez y él estaba condenado a repetirla.

Catarino se decía realista, objetivo, pragmático. Simples formas para evadir su error. Ser pragmático es hacer a un lado todo lo que no ayude a un ideal. Es vivir en un pequeño mundo, reducido por las paredes de una estrechez mental, tal como lo hace Catarino o mis maestros.

Si no hubiera decidido matarse tal vez estaría aquí.

Si hubiera conseguido un ascenso en Saltillo tal vez estaría aquí.

Si su traje azul le hubiera dado un nuevo trabajo tal vez estaría aquí.

Si no hubiera decidido seguir unas instrucciones mal dadas no tendría que sentarme a su lado para ayudarlo a morir.

Si hubiera concretado su intento de suicidio yo no sabría lo que debo de hacer.

Si hubiera conseguido otro compañero para su primer viaje ahora estaría toda la familia junta.

Si hubiera progresado tal vez estaríamos todos juntos aquí.

Si no hubiera llevado a Catarino a casa quizá tendría una razón para quedarme y buscar un sueño como el suyo.

Si no hubiera fallado en su intento yo tampoco tendría este descanso de conciencia, ni el valor para regresar a casa y decirle a mi mamá lo que puede ocurrir por no saber escoger el momento correcto para venirse al otro lado.

Al menos para mí, el hubiera si existe.

Me levanté para asegurarme que estaban puestos todos los cerrojos. Desde la mirilla observé la calle desierta. Tomé el vaso con los restos de jugo de tomate y caminé hasta el cuarto, abriendo con cuidado la puerta.

El charco había desbordado el plástico azul y se acercaba peligrosamente a las celosías del baño. Lo vi tranquilo, con las manos sobre el pecho. La sangre lo abandonaba y con ella sus sueños y sus esperanzas. No se arrepentía de nada y eso me sacaba de quicio.

Cuando todavía estaba en Saltillo, veía a mamá preparándole una gran bienvenida después de tantos meses fuera. Ahorraba lo que podía, hacía algunos trabajos de mecanografía, principalmente tesis de alumnos de la Universidad, organizaba tandas. Hacía lo que estaba a su alcance para reunir dinero y comprar algún aparato nuevo o pintar la casa para que papá viera que su esfuerzo no era en vano. Allá también le mentíamos a papá. El dinero no nos alcanzaba como él creía pero no podíamos decírselo, le mataríamos su ilusión.

Lo miré acostado en el piso. Ya no respiraba. Después tomé su cartera de la mesita de noche y lo miré por última vez. Me puse mi mejor ropa, junté el resto en una maleta y salí de la casa. No había nada más que valiera la pena cargar. Mañana podrían prenderle fuego a esas maderas podridas, con todo lo que quedaba en ella y no se perdería gran cosa.

Pobre Esteban –pensé mientras esperaba el autobús que me llevaría a la central de autobuses y de ahí a la frontera y luego a Saltillo– tendrá que pagar ese último pedido de papá.

Qué extraño. Incluso ahora que lo recuerdo vivo, no puedo dejar de decirle simplemente papá. Sólo cuando lo imagino muerto, sobre el plástico azul, estirando la mano y sin arrepentirse de nada, puedo decirle por su nombre de pila: Gregorio. Quizá nombrándole así pueda dejar atrás todo lo que ha pasado y me envuelvan las cosas que hubieran pasado si desde un principio nos quedamos en casa, con mamá y mis hermanos.

 

 

Autor:

Pedro Jaime de Isla Martínez

5 de mayo 838-A Ote.

Monterrey, N.L. 64000

México.

(+52) 81 8344 7685

pedrodeisla@gmail.com

pedro@agora.com.mx

 

PREMIO JUAN RULFO 2004 DE NOVELA CORTA (ex-aequo)

LAS VIOLETAS SON FLORES DEL DESEO

Por Ana Clavel

( México )

… por mucho menos se muere.

I

La violación comienza con la mirada. Cualquiera que se haya asomado al pozo de sus deseos, lo sabe. Como contemplar esas fotografías de muñecas torturadas de Hans Bellmer, apretadas cual carne floreciente, aprisionada y dispuesta para la mirada del hombre que acecha desde la sombra. Quiero decir que uno puede asomarse también hacia fuera, y atisbar, por ejemplo, en la fotografía de un cuerpo atado y sin rostro, una señal absoluta de reconocimiento: el señuelo que desata los deseos impensados y desanuda su fuerza de abismo insondable. Porque abrirse al deseo es una condena: tarde o temprano buscaremos saciar la sed —para unos momentos más tarde volver a padecerla.

         Ahora que todo ha pasado, que mi vida para mí mismo se extingue como una habitación alguna vez plena de luminosidad que cede al paso inexorable de las sombras —o lo que es lo mismo, a la irrupción de la luz más enceguecedora—, me doy cuenta que todos esos filósofos y pensadores que han buscado ejemplos para explicar el no-sentido de nuestra existencia, han dejado en el olvido una sombra tutelar: Tántalo, el siempre deseante, el condenado a tocar la manzana con la punta de los labios y, sin embargo, no poder devorarla.

         Debo confesar que cuando conocí su historia, el adolescente que era se sintió transtornado toda aquella mañana lluviosa de clases ante el relato del profesor de historia, un hombre todavía joven y recatado que de seguro había estudiado en algún seminario. Olvidando que en la sesión anterior nos había prometido continuar el relato de la guerra de Troya, el profesor Anaya narró con voz apenas audible en esa mañana diluviante, presa de quién sabe qué delirio interior, la leyenda de un antiguo rey de Frigia, burlador de los dioses, para quien los del Olimpo habían concebido un castigo singular: sumergido hasta el cuello en un lago junto al que crecían árboles cargados de frutos, Tántalo padecía el tormento de la sed y el hambre en su límite extremo, pues en cuanto quería apurar el agua, ésta retrocedía y se escapaba sin cesar de sus labios, y las ramas de los árboles se elevaban toda vez que su mano estaba a punto de alcanzarlas. Y mientras el profesor relataba la leyenda, los dedos de la mano que mantenía a resguardo en uno de los bolsillos de la gabardina que no se había quitado, frotaban delicada pero perceptiblemente lo que bien podían haber sido unas imaginarias migas de pan. Y su mirada, extendida más allá de las ventanas protegidas con una reja cuadriculada por un alambrado que simulaba cordones de metal, se mantenía fija, atada a un punto que a muchos les resultaba inaccesible. En cambio, a los que nos encontrábamos junto al muro de tabiques y cristal, nos bastaba enderezar un poco la espalda, estirar ligeramente el cuello en la dirección indicada para descubrir el objeto de su atención.

         En el extremo opuesto de las canchas de juego, precisamente en el corredor de columnas que unía la bodega y el área de baños, tres muchachas, con sus uniformes guindas de tercer grado, intentaban desalojar el agua que se iba acumulando gracias al mal funcionamiento de una de las coladeras cercanas. La labor era ejecutada más como un pretexto para el juego que por cumplir una tarea a todas luces impuesta como castigo. Así, las chicas se empapaban sonrientes y probablemente tiritaban más de goce que de frío, ante la embestida de una de ellas que con el jalador de agua salpicaba de súbitas oleadas a las otras. Esa chica que mojaba a sus amigas aún conserva un nombre: Susana Garmendia, y su recuerdo en aquella mañana gris y lúbrica permanece en mi memoria unido a dos momentos inmóviles: la mirada sin aliento del profesor de historia que observa la escena del corredor, condenado como Tántalo a verse rodeado de agua y comida, sin poder calmar la sed y el hambre azuzadas; y el instante en que Susana Garmendia, antes de permitir que sus compañeras se desquitaran mojándola cuando por fin lograron entre las dos apropiarse del jalador de agua, se dirigió a una de las gruesas columnas del pasillo y recargándose en ella por el lado descubierto al cielo estrepitoso, se dejó empapar olvidada del mundo de la escuela, sólo de cara a la arremetida de lluvia que la golpeaba buscando traspasarla. Había distancia de por medio, pero aun así era tangible el gesto de entrega de la muchacha, su sonrisa invisible, su éxtasis radiante. Maniatada a la columna sin ataduras evidentes, presa de su propio placer.

         A decir verdad, creo que nunca vi de cerca a Susana Garmendia. Su fama de adolescente problemática que la prefecta de tercer grado había hecho correr con reportes y suspensiones, aunada al hecho de que perteneciera a la generación de los mayores de la secundaria, rodeada siempre por sus amigas y los varones que buscaban su cercanía y la asediaban, apenas si dejaban espacio para que su imagen se definiera más allá de la vaguedad: flequillo lacio color de miel sobre una piel tostada, el suéter atado a la cintura como un torso con brazos que se aferrara al nacimiento de su cadera, las calcetas perfectamente blancas en unas pantorrillas que habían dejado de ser infantiles pero que conservaban su nostalgia.

         Sin duda alguna era la fruta más apetecida del huerto. Aun por quienes, ni parados sobre las puntas de los pies, alcanzábamos a vislumbrar más que el follaje de la rama. Aun por aquellos otros que, apartados desde la atalaya de su autoridad escolar, podían apreciarla en toda su jugosa morbidez. Alguien, sin embargo, pudo estirar la mano y coger la fruta. He olvidado su nombre porque a final de cuentas no era importante. Y no lo era porque su labor de hortelano no hubiera sido posible sin el consentimiento previo de Susana Garmendia. El oscuro y silencioso Sí con que aceptó verlo en la bodega que estaba próxima al baño de mujeres mientras sus dos eternas amigas vigilaban la entrada en distintas posiciones: una en el comienzo del corredor de columnas, la otra bajo el arco que daba acceso al patio de los grupos de tercero. No se supo con precisión lo que había sucedido, si la prefecta sospechaba algo y presionó a la amiga que estaba en el acceso de tercero para ponerla nerviosa y así conseguir una delación equívoca e involuntaria, o si la amiga la buscó por su propio pie para vengarse de algún desplante de Susana, el caso fue que la prefecta había acudido a la bodega y encontrado a Susana y a un muchacho del turno vespertino cometiendo indecencias sin nombre.

         Tántalo se burló de los dioses en tres ocasiones: la primera, cuando reveló a los cuatro vientos el sitio donde Zeus escondía a su amante en turno; la segunda, cuando consiguió robar de la mesa del Olimpo el néctar y la ambrosía para convidarles a sus parientes y amigos; la tercera, cuando quiso poner a prueba los poderes de los dioses y los invitó a un banquete cuyo plato principal estaba confeccionado a base de los trozos de su propio hijo, a quien había degollado durante el alba como un ternero más de sus establos. A la brutalidad de Tántalo opusieron los dioses el refinamiento del suplicio. Como para decirle que con los dioses no se juega. Susana Garmendia fue expulsada sin contemplaciones. Pocos la vimos salir con sus cosas, flanqueada por sus padres, bajo la mirada atenazante de la prefecta, la sociedad de padres de familia y el director de la escuela. Arrancándole a pedazos la dignidad que aún conservaba y luego arrojándolos con desprecio como trozos sanguinolentos y demasiado vivos. La escuela tardó en acallar los rumores y retomar su curso bovino de materias y formaciones cívicas, pero la cercanía de los exámenes semestrales terminó por dispersar los últimos ecos que aún aserraban la piel y la carne de la memoria de una Susana caída en desgracia como un cuerpo supliciado. El profesor Anaya permaneció hasta el fin del año escolar y después pidió su traslado a un plantel de la zona poniente.

         Por supuesto, nunca conversé con él sobre el asunto. Sólo en el trabajo final en el que nos pidió redactar una composición sobre algún personaje o suceso del curso a manera de tema libre, decidí escribir sobre Tántalo. Era una redacción de varias páginas, vehemente en exceso como las fiebres de la adolescencia, cuyo principal valor, me parece ahora, radicaba en haber atisbado desde aquella temprana edad el verdadero suplicio del que desea. Más que la calificación de excelencia, fue la mirada del profesor Anaya –ese instante de gloria de quien se siente reconocido— mi mayor presea. No vi entonces, o no quise enterarme, del destello turbio de esa mirada, el desaliento del que sabe lo que vendrá: que la sed no ha de ser nunca saciada.

         En aquella redacción de casi cuatro páginas, en un estilo que ahora al releer reconozco torpe y pretencioso, alcanzo a atisbar la sombra tenue del adolescente que, sin saberlo ni proponérselo, se asomaba al pozo de sí mismo: “… después de probar e intentar miles de veces, Tántalo, por fin consciente de la inutilidad de sus esfuerzos, debió de quedarse inmóvil a pesar del hambre y de la sed, sin mover los labios para apresar un trago de agua, o sin estirar la mano para alcanzar la codiciada fruta que, cual joya preciosa, pendía de la copa del árbol más cercano. Casi derrotado, alzó la mirada hacia los cielos. Tal vez, arrepentido, iba a clamar perdón a los dioses. Pero entonces descubrió en la punta de la rama una nueva fruta temblorosa, apetecible, que crecía suculenta pero imposible para él. Y debió de maldecir e injuriar a los dioses cuando comprendió que con el simple acto de mirar el tormento se reavivaba ferozmente en su entraña”.

         Innumerables consecuencias se derivan del acto de mirar. Ahora puedo afirmarlo con certeza: todo empieza con la mirada. Por supuesto, la violación, la que se padece en carne propia cuando un ser o un cuerpo se prodigan con criminal inocencia.

 


 

 

 

II

 

Contemplo ahora la fotografía de la muñeca torturada de Bellmer. No era mi intención hablar de Susana Garmendia ni del profesor de historia. Si puede resumirse en unas pocas palabras la vida de un hombre, éste es el relato de un sueño. Intento asirlo en todos aquellos elementos aledaños que no aparecen en él de manera evidente pero que, de alguna forma oscura, inciden en su urdimbre de niebla y sombra. Y hacerlo en esta habitación del jardín, atrincherado con mis pequeños juguetes y “trofeos”, antes de que me sean arrebatados del todo, tiene que ver con la certeza de un advenimiento: el instante en que Tántalo contempla la clemencia de los dioses en la mano de la Sacerdotisa que ha de prodigar la expiación y el término de la condena. Pero no debo adelantarme ni invocar su presencia en vano. Ella, semejante a la ninfa etérea de los bosques, llegará en su momento, como antes Violeta —o como las otras muñecas.

         Digamos que mi destino estuvo trazado antes de mi nacimiento. De manera particular, cuando el recién casado que sería mi padre decidió invertir la herencia de los abuelos en una fábrica de muñecas. Es decir, que la nueva empresa le creció como el hijo que por esos mismos días estaba prendiendo en el vientre de mi madre. Ignoro cuándo, con el correr de pañales y pasos, se decidió a llevarme a la fábrica pero debió de ser más tarde, cuando mi madre dio señales de quedar nuevamente embarazada. Pero los intentos resultaban  en vano y yo seguía en mi tiranía de unigénito, el vástago de una familia que veía peligrar sus deseos de cumplir con la bíblica tarea de multiplicarse. Entonces me consentían de sobra. Primero Teresa, mi madre, luego la abuela Adelaida y las numerosas tías que me compraban sombreros y golosinas, que me disfrazaban de pastorcillo o de cowboy, que me enseñaban malas palabras para hacer sonrosar a mi padre. Por eso, porque me estaba criando entre demasiadas mujeres, Julián Mercader, mi padre, apenas tuve la edad suficiente, se decidió a llevarme a sus terrenos e introducirme en ese mundo de carruseles y bandas mecánicas en el que se articulaban los fragmentos de cuerpos de muñecas y dejarme ahí como si me depositara en un inofensivo jardín de niños, en el que suponía habría de entretenerme y asombrarme sin cuento mientras se cumplía el plazo para asistir al colegio. Y para guiarme y enseñarme mientras eso sucedía confió mis visitas a la fábrica a un hombre de mirada azul que diseñaba y supervisaba la producción de juguetes, amigo de la carrera de papá, su socio alemán que había crecido en México después de la segunda guerra y estudiado ingeniería química por las mañanas y dibujo artístico por las tardes: Klaus Wagner.

         Recuerdo que la mirada azul de Klaus Wagner solía intimidarme: su transparencia me hacía pensar que sus ojos no tenían fondo y que en consecuencia nada podía ocultárseles. Tiempo después, cuando adolescente comencé a descubrirme deseos y apetitos desconocidos, supe que había tenido razón en creer que nada escapaba a su mirada. Y de hecho, fue gracias a él, quien olvidó un día cerrar con llave esa suerte de cuarto oscuro habilitado en un clóset de su privado, que descubrí las imágenes contagiosas de Bellmer. Ahora sé que no hubo descuido, que lo hizo para probarme, para conocer mi madera de árbol petrificado ante el asombro de todo aquello que insinuara una inocencia mancillada. Pero para entonces pasarían largos años de entrenamiento e iniciación, marcados en principio por mi capacidad de abstraerme en la contemplación de los miembros todavía inarticulados de las muñecas que desfilaban en las bandas mecánicas antes de ser ensamblados para conformar ejemplares en serie que harían las delicias maternales de niñas anónimas y distantes.

         Y es que cada parte, cada brazo, pierna, torso, cabeza, era una totalidad asombrosa y resplandeciente, perfecta en su calidad de carne plástica y torneada, cuya languidez absorta incitaba al tacto y a la cercanía. Yo las veía emerger de los moldes que don Gabriel y su hijo descargaban en la banda mecánica para iniciar el proceso de enfriamiento y me parecía que el mundo todo caminaba en esos rieles, y sin saberlo aprendía, paso a paso, que la belleza más insoportable es aquella que, en su bostezo letárgico, reclama a gritos una voluntad irredenta de ser profanada.

         —Le gustan mucho las muñecas a tu hijo —dijo Klaus una de las primeras veces que papá me llevó a la fábrica. Nunca lo escuché hablar en alemán, como si esa parte de su vida hubiera quedado clausurada inexorablemente. Me habían asignado un lugar encima de un archivero y ante mí se desplegaba una pared de vidrio que daba privacía a la oficina de mi padre, que por lo demás se hallaba situada en una especie de entrepiso, con lo que desde ahí se tenía una perspectiva privilegiada de todo el movimiento del lugar. No sé cuánto tiempo llevaba quieto encima del archivero. Klaus me había cargado y había dicho “no te muevas porque te caes” y yo había obedecido sin pensarlo dos veces: sencillamente miré a través del vidrio y me sumí en una contemplación sin tiempo, más fascinante porque a esa distancia los ruidos de la producción llegaban distorsionados, en una letanía lejana e hipnótica, semejante a la magia irrenunciable de una película muda.

         Mi padre, que se había sumido en los papeles de su escritorio, olvidado ya de la presencia de su vástago, tardó en contestar casi el mismo tiempo que yo en recordar dónde me encontraba.

         —Mientras le gusten para verlas y no porque quiera ser una muñeca… —dijo en medio de una carcajada que consiguió aterrorizarme.

         Klaus, por su parte, se acercó al archivero. Sus ojos azules buscaron los míos. Después de escudriñarme durante varios segundos, dictaminó categórico:

         —No debes preocuparte, Julián. Tu hijo es de los nuestros.

         Poco tiempo después ambos tendrían un motivo para comprobarlo. Klaus fue más condescendiente, pero mi padre —tal vez obligado por la formalidad de corregirme— me dio unos buenos cinturonazos y me mantuvo lejos de la fábrica por algunas semanas. También mis tías, la abuela, mamá misma se mostraron reservadas y ceñudas, pero yo las escuché celebrar mi “travesura” cuando me creían dormido o en otra habitación.

         —Es todo un hombrecito. Aún no cumple los seis años y ya dispone como un señor. Se ve que va a salir a su padre…

         Esas palabras, la especie de reverencia que ocultaban, si bien me llenaban de un orgullo desconocido, tampoco dejaban de sorprenderme e intrigarme, y repasaba las escenas que les habían dado origen. Una y otra vez, en esa suerte de película muda que se proyectaba en mi recuerdo todavía reciente, volvía a ver a la hija de la afanadora de la fábrica con su vestidito de flores, semejante a uno de los atuendos con que vestían a las muñecas. Naty —su nombre lo supe después cuando me reprendieron por ella— todavía no hablaba, si acaso cuando le di una muñeca desnuda gorjeó un poco y la arrulló entre sus brazos. No sé cómo nos habíamos metido en uno de los cuartos que servían como bodega y adonde, en una gran caja, se acumulaban muñecas todavía sin vestir, de modo que, subido a un banco, no me fue difícil ofrecerle una tras otra. No recuerdo a cuál de los dos se nos ocurrió acomodarlas sentadas en el piso, pero sí que fue la propia Naty quien, de la manera más lógica y natural, se despojó del vestido para sentarse ella también en la fila como una muñeca más. Apenas se retiraba el calzoncito de olanes y yo la ayudaba porque sus movimientos eran más torpes que los míos, cuando descubrí algo entre sus piernas que no recordaba haber visto antes y que me llenó de asombro. Sin poder apartar la vista de ese misterio súbito, murmuré en trance:

         —Estás rota…

         Y luego, repitiendo a media voz, en un eco que más que acusación, buscaba traspasar y comprender el hallazgo, insistí: “Rota-rota-rota…”

         Hay cosas que entienden hasta los niños pequeños y Naty comprendió: tomó una de las muñecas y le alzó las piernas. Curva y lisa la superficie plástica no dejaba lugar a ninguna duda: la muñeca no estaba rota. Se levantó del suelo y escapó en medio de un llanto a gritos. Pero en mi recuerdo no escucho sus gritos, sólo contemplo su gesto inconsolable, su boca abierta que no emite sino alaridos de silencio. Su reacción me asustó tanto como conocer el secreto de su herida. Ignoro cómo conseguí ocultarme en la caja de muñecas sin asfixiarme hasta que horas después me rescató Klaus. Me quedé dormido observando los ojos iridiscentes de una pelirroja, confiado en su tenue olor a resina y tintes. No sabía por qué pero me sentí seguro junto al universo perfecto de su cuerpo cerrado y sin cicatriz alguna.


 

 

 

III

 

“Perverso” es aquello que lastimándonos no nos permite apartar la mirada. Remueve las tinieblas acalladas en nuestro interior y nos despierta apetitos urgentes e innombrados: sombras al acecho con una sed irrevocable de encarnar. Tal vez por eso deseamos algo de lo que nunca nos creímos capaces; como si se tratara de un deseo dormido que de pronto destapa su aroma irrenunciable… Entonces, es ahí donde lo perverso encaja su llave maestra y si te miras un poco en el fondo del espejo ya no te reconoces. Eres otro. ¿Cuándo dejé yo de ser quien era? ¿O es que debo confesar que hubo un momento deslumbrante y eterno en que se descorrió un velo y dejé por fin de ocultarme? Porque tal vez siempre he sido ese hombre, agazapado detrás de un árbol, que atisba desde la sombra el suave fulgor de una inocencia ultrajada. Pero aunque mi cuñada Isabel así lo crea, no soy ningún criminal  —al menos no en el sentido en que ella lo piensa. No he matado a ninguna cría animal, ni le he negado la leche a un recién nacido. Puedo entrar sin temor al reino de los muertos —aunque por supuesto mi muerte o la prisión no me preocupan en absoluto. En cambio, el instante en que una vida se alza y desfallece, ese quejido que aún no escapa de unos labios o una herida y es el pálpito de una flor que amenaza con abrirse rotunda, son quizá la única promesa que, por absurdo que parezca, todavía espero. Aunque no pueda tocarla ni llevarla a mi boca, tan sólo contemplarla en ese su furioso e incurable estado de gracia.

         Sé que no debería sorprenderme que sea precisamente Isabel, la hermana menor de mi Helena, quien sostenga acusaciones semejantes. Ella que de niña trotaba en el caballito de mis piernas mientras su hermana terminaba de arreglarse para mí. Entonces, de súbito muy seria y deteniendo el trote de mi montura, me preguntaba al oído: “¿Verdad que yo soy tu novia de verdad y mi hermana tu novia de a mentiras?” Y ante la presencia de Helena que por fin llegaba y veía con celos fingidos nuestra cercanía, yo también le respondía al oído: “Helena es mi preferida, pero tú… tú eres mi novia consentida.” Isabel descendía entonces de su corcel como la princesa de nueve años que entonces era: una amazona flexible y arrogante, deliciosa en su esplendidez apenas avizorada.

         Por esos días, yo acababa de abandonar la carrera de medicina para hacerme cargo de la fábrica de muñecas. Mi padre acababa de morir de un infarto y cuando asumí aquella responsabilidad bajo la anuencia y supervisión de Klaus, estaba lejos de imaginar que unos años después, además de socios, nos haríamos cómplices en la fabricación de muñecas prohibidas: las Violetas, esos modelos únicos que circularon subrepticiamente por el mundo para dirigirse a las alcobas o a la sala de juegos de quien podía pagarlos, pero también un reino y un nombre por los que nunca debí haberme dejado tentar.

         Aunque, a decir verdad, no siempre las Violetas fueron perversas. En las dimensiones y tamaños habituales, con sus rostros acorazonados, sus cuerpos prepúberes, enfundadas lo mismo en atuendos de princesas con vestidos de etiqueta y peinados altos, que al último grito de la moda con minifaldas y melenas ensortijadas, las Violetas actuaban tan a la perfección su papel de niñas precoces pero siempre bien portadas, que no hubo en el país otra línea de muñecas que se mantuviera a la par de los modelos extranjeros que por ese entonces comenzaron a inundar el mercado nacional.

         En mi descargo, señalaré que el nombre lo sugirió la propia Helena que siempre había soñado con ponerle así a su primera hija, en recuerdo de una amiga de la infancia porque la amistad entre mujeres, cuando se da, tiene un sentido profundo de entrega y devoción. Por supuesto, nunca conocí a aquella lejana Violeta, una niña de suavidad fulgurante con quien mi mujer compartió juegos y castigos, y cuyo rostro aparece al lado del suyo en una de las dos fotografías en blanco y negro que, como un tesoro invaluable, conservaba Helena en una cajita de Olinalá —que fue precisamente de las pocas cosas que llevaría consigo cuando se marchó—. En esa fotografía, en disfraz de hadas, con mallas y payasitos que alargaban aún más sus cuerpos de junco, la Violeta desconocida y mi Helena son el retrato doble de una vivacidad vibrante: par de cachorras de mirada ávida, a punto de saltar curiosas para saborear hasta el último sorbo dulces y caricias.

         Y debió de ser por eso que en su primera juventud, cuando aún no nos habíamos encontrado y leyó unos versos del poeta Neruda, decidió que violeta sería el color de su pasión insomne, por más que esta, a la postre, cambiara con la veleidad del viento. “De tanto amor mi vida se tiñó de violeta”, murmuró una noche mientras yo reposaba mi cabeza en su vientre desnudo, en la época en que sólo me dejaba poseerla con la mirada. “Atesoro tu semilla para cuando me plantes de violetas”, me decía entonces juguetona.

         Cuando lanzamos la primera línea de Violetas al mercado, Helena y yo teníamos ya dos años de casados pero, ahora, por más que lo intentaba, no conseguía embarazarse. Siempre amorosa, se resignó a su modo bautizando a las nuevas muñecas de la fábrica; después concibiendo con Klaus los modelos y el concepto juvenil de los atuendos. También fueron idea de ella las cajas-vitrinas en que colocábamos cada ejemplar: verdaderos escenarios a escala para recrear los ambientes donde situamos a las primeras Violetas: la escuela, la playa, el parque de diversiones, una fiesta, de viaje por Venecia… Klaus y yo la mirábamos jugar literalmente a las muñecas como una niña eterna, a quien a su pesar le había crecido el traje de adulta, desbordándola, transformándola irremediablemente en una mujer inservible. Eran esos accesos de ternura, sus gestos amorosos con la Isabel caprichosa que mal había aceptado perder a su hermana —pero también, debo reconocerlo, al novio de su hermana, su verdadero prometido—, sus cuidados atentos hacia el mismo Klaus y, por supuesto, hacia mí, como si siempre jugara a ser una madre entregada en esa mezcla de verdad y simulacro que tienen los juegos de los niños; todo ello había conseguido despertar mi absoluta mansedumbre: esa conciencia irrevocable de sabernos ligados y perdidos que nos vuelve despiadadamente vulnerables y que, sin saber en realidad sus implicaciones, muchos nombran la costumbre del amor. Por eso, cuando Helena corrió una tarde a mis brazos para decirme que por fin una pequeña Violeta florecía en sus entrañas —nunca tuvo duda alguna sobre su sexo—, intuí vaga pero certeramente que su felicidad estaba ligada a una catástofre. Y la abracé entonces presintiendo que muy pronto tendría que renunciar a ella. Imaginé su vientre ajeno, inflado por un genio del mal y hubiera deseado castigarla, traspasar esa curva de piel, sangre y tejidos, desbaratar ese bulbo terroso en el que se incubaba mi perdición, y en sueños ponía en práctica lo que no me atrevía a consumar en la vigilia. Y claro, debía ocultarle a Helena que su alegría me resultaba dolorosa pero conforme crecía en su seno y me lastimaba, yo no podía apartar la mirada, a pesar de presentir que a través de ese vientre que amaba y que cada vez se curvaba más en una sonrisa plena y triunfal, la nueva Violeta, aun sin ojos, ensimismada por completo en su propia pureza de capullo inviolado, también me contemplaba mansa, indefensa, provocadoramente.


 

 

 

IV

 

Mirándola con la atención suficiente, una herida bien puede ser una flor abierta o una boca que manda besos cárdenos en el aire. O lo que es igual: Violeta sentada en las piernas de su madre en una fotografía que yo mismo le tomé hace casi veinte años. Recién bañada, envuelta en una toalla que poco cubría su cuerpo de escasos cinco años, Violeta extendía hacia mí sus brazos y sus labios infantiles en un reclamo de cercanía inusual pues en esa época todavía continuaba prefiriendo el regazo de su madre. Ella misma, para mí, se había convertido en un corte, una desgarradura demasiado viva en la relación con Helena. Y es que Helena no volvió a ser la misma desde que la dio a luz. Se olvidó de mí y de las Violetas, como si sólo hubiéramos sido el ensayo, el pretexto para su maternidad unívoca e irrevocable. A su modo, también a ella habían comenzado a habitarla sus propias sombras. Pero entonces eran sombras más o menos misericordiosas que aún la mantenían cerca de mí, aunque cada vez se apartara más de mis labios toda vez que intentaba beberla, y se alejara de mis manos si me esforzaba en tomarla.

         Por supuesto me refugié en la fábrica y en las muñecas. También en los libros y en las películas silentes que siempre habían ejercido en mí una fascinación inquietante. A estas últimas acudía muchas veces en compañía de Klaus, que también las disfrutaba con fruición, a un cinematógrafo de la zona sur. De los primeros, revisaba sobre todo libros de fotografía, de pintura y de anatomía. Pero en este terreno, aunque de sobra conocía las coincidencias con mi socio y amigo, prefería hacer mis propias incursiones. De hecho, nunca revisamos juntos un libro de Bellmer o un tratado circulatorio de la sangre. En ese terreno, si algo había que mostrar, recurríamos a la mesa de diseño de Klaus que albergaba toda suerte de plumillas, puntas, estilógrafos en permanente estado de alerta. Ahí, en el espacio siempre despejado de su centro, como un cuerpo disectado, colocábamos el volumen patiabierto con la imagen o el texto de referencia. Para que cada quien, en solitario, lo contemplara. Fue así, durante aquellos días en que Helena y Violeta me apartaban, que conocí la historia de la hija de Butades: una muchacha de Corinto que, en su intento por preservar la imagen del amado que partía, se aplicó a delinear en la pared, a la luz de una vela, su sombra fugitiva. El amado, por supuesto, partió y jamás regresó, pero de ese gesto que delineaba una sombra, de un deseo imposible, explicaban en el libro, surgiría a la postre el arte de la pintura. (Sólo que en el cuadro que acompañaba a la leyenda a manera de ilustración, la hija de Butades, obsesionada por su propia pasión, se había convertido en una sombra, más opaca y oscura que aquella otra que su mano delineaba.) Y no pude evitar acordarme de Tántalo y pensar en todos esos intentos que se construyen —aun sin saberlo— para acercarnos al cuerpo de nuestro deseo. El “cuerpo” porque siempre se trata de la materialidad del deseo, su huella física: si pienso en la Helena de los primeros años de nuestro matrimonio cuando sin duda todavía me amaba, vuelvo a oler el aroma de madreselvas que se ponía en la ondonada de su vientre. Y de ahí, al cuadro completo: la secuencia silente donde Helena entra a la recámara de Violeta aún pequeña una noche tibia, dejando en el aire de las escaleras la huella penetrante de su perfume ya mezclado con el olor a madera húmeda de su sexo. “Madreselvas y madera”, pensaba cuando, tras seguirla con la nariz como guía en la oscuridad, me senté a esperarla al pie de la escalera. Tardó más de lo que había prometido —Violeta había despertado y Helena canturreó en su oído hasta que se quedó dormida— y por eso, ya adormecido yo también, me escuchó repetir: “Madreselvas y madera.”

         —¿Sabes tú que cada sexo de mujer tiene un olor diferente? —me confesó ella de improviso.

         —¿Y tú cómo lo sabes? —le pregunté seducido por ese desplante de mujer experimentada que entonces creí muestra de ingenuidad y coquetería y, sin poder resistirlo, comencé a besarla en la oscuridad.

         —No lo sé, pero lo sé —me contestó firme y luego acalló un gemido de desaprobación pero también de goce ante mi urgencia.

         Desde entonces las primeras Violetas comenzaron a oler: una fragancia sutil e imperceptible de esencias unas veces puras y otras entremezcladas. Eran los primeros ensayos. Jacinto, el hijo de aquel don Gabriel que trabajara con mi padre, se mostraba al principio renuente a las novedades pero al final cedía hechizado por aquellas fragantes y tiernas pieles recién nacidas de sus manos.

         Con la primera Violeta prohibida fue diferente: ésa olía como el modelo original. Un olor todavía indeciso que ya había percibido en la Violeta de doce años cuando me besaba para despedirse y regresar al internado del que sólo volvía como una promesa quincenal. Durante meses luché y me resistí a hurgar entre las prendas que dejaba en el cesto de ropa sucia esos fines de semana. Helena nos había abandonado a los dos desde el verano anterior. Inesperada, súbitamente, viviendo de lleno del lado de sus sombras. Tal vez debí escudriñar en el clóset donde durante meses permaneció su ropa colgada fantasmalmente. En vez de eso, me dirigí un día al baño de Violeta y ahí encontré los vestigios de su esencia resuelta en ninfa: un aroma tenue a bosque y a miel. Y entonces anticipé el sueño por el que he vivido, el recuerdo de esa herida en el que podría resumirse mi existencia.


 

 

 

V

 

Quiero repetirlo una vez más: mi crimen no es del todo un crimen            —aunque tampoco, lo reconozco, puedo declararme inocente. ¿O es que acaso alguien se atrevería a condenar a Hans Bellmer por haber soñado sus muñecas?  Por más que los optimistas y los ingenuos —incluidos esos dementes que se hacen llamar fieles de la Hermandad de la Luz Eterna— se obstinen en creer que únicamente estamos hechos de luz divina, tendrían que recordar un poco sus propios sueños para confesarse la espesura de la tiniebla que los habita. El placer que en esos dominios de la sombra puede producir el que unas manos desconocidas serruchen nuestra carne en una operación silenciosa y sin dolor. O el delirio de observar que alguien persigue a uno de nuestros seres amados para, después de acorralarlo, abandonarse al instinto carnicero de rebanarlo en cortes tan delgados que incluso la sangre, cuajada en gotas milimétricas, casi se sonrosa o incluso se transparenta —y temblar empavorecidos y afiebrados al descubrir que no sólo no hemos acudido en su auxilio, sino que ha sido nuestra propia sombra, arrebatada de un furor que creíamos desconocer, quien ha perpetrado tal crimen. ¿O es que acaso ese tipo de delirios solamente los tenemos unos cuantos a los que entonces debieran apartarnos del resto de los hombres en calidad de seres abominables? Porque, por ejemplo, nunca con Klaus nos hemos sentado como chicos que intercambiaran estampas para hacer el recuento de nuestros sueños, pero juraría que tanto él como Bellmer, como otros que no menciono ahora, se han sumergido al dormir en ciénagas espesas y turbias que al despertar apuran con el primer parpadeo y que nada tienen que ver con la imagen bobalicona de la bondad o la inocencia. Y juraría que también muchos de los que lean estas palabras han tenido sueños viles, aunque no se atrevan a confesárselo ni a sí mismos. Entonces, ¿a santo de qué ponernos máscaras angélicas y fingirnos sin culpa? Claro, en una parte disimular que nada pasa (que nada nos pasa, nos atraviesa, murmura a través de nosotros, nos surca) se vuelve necesario como el aceite que permite que los engranes se muevan en una pesada maquinaria. ¿Pero escandalizarse por lo que de oscuro y prohibido compartimos todos de una u otra manera? Aunque bien es cierto que sólo he hablado de sueños de hombres. No los de esa otra especie indescifrable que guarda sus secretos en el cofre de su vientre: esos seres de cerradura insomne que son las Violetas, mi Violeta, Helena, Isabel.


 

 

 

VI

 

Alguna feminista me acusará de equiparar a las mujeres con muñecas, de reducirlas a su esencia de objeto ritual. Por el contrario. Las Violetas siempre aspiraron a convertirse en mujeres. Mujeres muy peculiares, por cierto: en tamaño natural, de cuerpos tiernos y virginales, las Violetas fueron eternas niñas pubescentes en el incierto cruce de los reinos aéreo y terrenal: sólo había que mirarles los ojos de guiños acuosos, más que por los iris vidriados, por la desilusión de no ser tocadas cuando el hombre que las había comprado se resistía a jugar con ellas, para entenderlo.

         Que sangraran, entre otras propiedades físicas como el calor corporal y la textura aduraznada de la piel general, las hacía particularmente codiciables a los ojos de aquellos hombres que, intuyendo el fondo oscuro de sus sueños, encontraron en las Violetas la esperanza de consumar una violación silenciosa… sin consecuencias. Y su sangre virgen de cálices recién abiertos en la punta del deseo, también las hacía particularmente distintas a ese antecedente que ahora podría, no sin sorprenderme del azar recurrente de esta neobotánica del deseo, clasificar como una suerte de “familia de muñecas-flores del mal”: las Hortensias. En aquel momento ni Klaus ni yo habíamos oído hablar de las Hortensias, ni conocíamos nada de su creador: un tal Horacio Hernández, medio hermano de un escritor del Uruguay que antes había sido pianista itinerante: Felisberto Hernández, de quien con gran dificultad conseguí un libro impreso en 1947 en una librería de viejo perdida en el centro de la ciudad. Ignoro si el arte siguió a la vida, o si fue la vida la que se obstinó en parecerse al arte, es decir, si Horacio, tocado por los relatos delirantes y sonámbulos del hermano, llevó a la práctica la fabricación de aquellas Hortensias, calificadas por la prensa de la época como “nueva falsificación del pecado original”. Pero también pudo ser que fuera el otro, el escritor Felisberto, quien consignara los delirios y manías del medio hermano en ese relato titulado Las Hortensias, del que sólo se conserva el nombre pues la edición entera sucumbió en las llamas de un incendio que arrasó la imprenta de un barrio de Montevideo, donde el medio hermano de Horacio había depositado el único original que poseía para su impresión. (Hay una versión taquigráfica que el escritor Felisberto reconstruyó poco antes de su muerte en 1964, pero como tantas de las excentricidades de los hermanos, está escrita en una taquigrafía inventada —de qué o de quiénes se protegía, me debí haber preguntado entonces— que aún no ha podido ser descifrada del todo. Los estudiosos de la obra del escritor uruguayo en Universität Regensburg han hecho adelantos y prometieron una edición íntegra de Las Hortensias para el próximo año, aunque no estoy para nada seguro de llegar a leerla, si es que consiguen publicarla.)

         Pero entonces yo no sabía nada de los hermanos Hernández. Tuve el primer contacto con H. H. cuando ya las Violetas eran solicitadas desde lugares tan disímbolos como New Haven y Turkestán, y no nos dábamos abasto con su producción selecta. Entonces, en una caja de madera semejante a las que usaban nuestras Violetas para viajar, recibí un envío procedente de Santa Lucía del Uruguay. Creí que se trataba de una devolución por algún desperfecto, aunque no recordaba ningún destinatario en esas latitudes, y estaba a punto de pasársela a Jacinto para que se hiciera cargo de las reparaciones, cuando descubrí diferencias en la veta de la madera y el tamaño un poco mayor de sus dimensiones. Supe entonces que la caja contenía algo diferente. Así fue. Al abrirla me encontré con una muñeca desconocida: en vez de las adolescentes muchachas de senos albeantes y carnes y líneas fronterizas con uniforme escolar —con algunas variantes en el color de la falda y los adornos en el cabello o el tipo de zapatos, por ejemplo, era el modelo preferido por la mayoría de los clientes, aunque otros optaran por atuendos especiales—, en el interior de la caja dormía una hermosa mujer apiñonada de veintitantos años, vestida de noche y con un antifaz de lentejuelas negras sobre el rostro sereno y altivo. Supe su nombre después, cuando leí el mensaje que me estaba dirigido y que traía guardado en el discreto bolso de fiesta que anudaba con una cadenilla sus manos dóciles y perfectas.

 

Para uso personal

del señor Julián Mercader

esta Hortensia de 1949.

Larga espera. Á votre santé.

H. H.

 

         A diferencia de nuestras dulces niñas que guardaban un calor corporal estable que incluso podía graduarse, a esta muñeca había que colocarle agua caliente por un orificio posterior para conseguir una temperatura más humana. Sin embargo, la piel de cabritilla tratada con químicos de la época le daba una tersura de cría animal que me hizo dudar de la mezcla sintética que Klaus había perfeccionado después de meses de ensayo y error. Y por supuesto, siguiendo las instrucciones del cuadernillo que acompañaba a la Hortensia recién llegada, tuve que remover y remojar en una solución salina y avinagrada las membranas interiores. Sólo así pude constatar la flexibilidad de sus tejidos y presentir que si aquel remitente de iniciales desconocidas era el creador de tales modelos portentosos de muñecas adultas, construidos a mediados del siglo XX, sin duda debió de sentirse perturbado con la fragancia de ninfas aún no segadas, esa suerte de capullos inviolados que eran las Violetas niñas, entre otras cosas, gracias al artilugio de redes capilares que, por debajo de la piel mentida, las hacía sonrosar de pies a cabeza, confiriéndoles lo mismo rubor a sus mejillas que lubricidad a su oculta sonrisa virginal. No me equivocaba, según lo constataría más tarde: H. H. casi había regresado de nuevo a la locura por intermediación de las inocentes Violetas. Y eso que sólo las conocía de nombre, según me enteraría más tarde. Y eso que sólo había soñado su olor y no sabía nada de su origen de incesto y devoción.


 

 

 

VII

 

En aquel momento, cuando empecé a tener noticias de H. H., no sabía nada de lo que se desencadenaría. En principio, reconozco que el envío de la Hortensia lo viví como el apretón de manos de un camarada que nos ha antecedido en el camino, ese gesto de complicidad que antes había encontrado en el maestro de historia de la secundaria por el que conocí a Tántalo y aquel primer suplicio de Susana Garmendia. También, en el rostro casi impávido de Klaus Wagner, cuando le di a conocer mis hallazgos circulatorios con esa suerte de hemoglobina sustituta, que permitió a las Violetas y a sus usuarios, hacer eco de unos versos de Neruda por los que Helena, claro, en otro sentido, había bautizado a la primera serie de muñecas y a nuestra hija. Serían las Violetas de tamaño natural, flexibles niñas de tiernos doce años, las que con labios entreabiertos parecían murmurar esa frase que después se convertiría en un secreto mensaje publicitario: “Pruébame… y de tanto amor, tu vida se teñirá de violeta”. Pues, por supuesto, no nos anunciábamos en la televisión ni en el radio. Bastó con presentar unos cuantas muestras en una Feria de Comercio Exterior en Amsterdam, repartir algunos folletos que más que explicar sugerían con fotografías y frases como ésa las bondades de las Violetas. Hubo ignorantes que a partir de ahí nos escribieron creyendo que nuestros modelos eran una versión más de las muñecas inflables que pocos años antes habían empezado a circular en los mercados. Pero los precios los desanimaban de inmediato, nuestras Violetas sólo podían satisfacer gustos y bolsillos de coleccionistas.

         Ignoro con precisión —aunque puedo imaginar el inmenso poder de lo clandestino— cómo fue que H. H. tuvo noticia de nuestras muñecas, recluido como estaba en una casa de retiro en Santa Lucía del Uruguay. Máxime que en aquellos días, nadie imaginaba que unos años más tarde, las redes de internáutica serían capaces de ofrecer mares enteros de información y todo ese servicio de sexo virtual que no hace sino recrudecer la herida y la ausencia del objeto y su magia inefable. Es decir, señalo que era difícil saber del paradero de las Violetas, pero no imposible, aun para un anciano como H. H. que más que dormitar hibernaba su deseo. Así, comenzaron a llegarme cartas y extraños envíos desde ese otro hemisferio desconocido denominado H. H.

         Aquí, en esta galera de jardín donde puedo pasearme entre vitrinas y contemplar mi historia entre juguetes, recuerdos, papeles y eso que antes he llamado mis “trofeos”  —como la primera Violeta prohibida y la Hortensia del antifaz—, extraigo una de las misivas, siempre impecablemente mecanografiadas, de ese hombre del que poco a poco conocería la extensión y peso de su nombre.

 

Santa Lucía del Uruguay, Setiembre 9, 1989

        

         Muy apreciable señor Mercader:

He seguido en ocasiones con desgano, otras con interés los avatares de este mundo que pocas veces me ha dado motivos para sorprenderme. Desde que murió María, mi mujer, y desde que, aprovechando mi reclusión en un sanatorio, el gobierno del Uruguay, instigado por la Junta de Decencia y Justicia, desmanteló mi fábrica de Hortensias, he tenido que soportar largos periodos de idiocia moral. Apenas interrumpidos por el relato de ese hombre desencadenado al deseo y vuelto a encadenar por la culpa que fue el profesor Humbert en aquel retrato sublime de Lolita —y tan menoscabado por la sarta interminable de sus lamentaciones… O las demenciales y perversas Poupées de ese alemán desconsolado que fue el artista Hans Bellmer, cuyas creaciones son verdaderas ventanas al abismo (colecciones de fotografías que no llegaron al Uruguay sino hasta bien entrada la década de los sesenta, aunque por supuesto mi contacto de esa época consiguió una edición francesa que aún permanece en mi mesa de noche). Pero en general mis días se habían vuelto apacibles aguas de estuario, sólo aguardando a que el pez dorado de los sueños entrara en la gruta para ya no salir jamás. No obstante, contra toda corriente, las aguas han vuelto a agitarse. Hace pocos meses tuve noticias de usted y sus muñecas. Entonces, surgiendo de sueños abisales, despuntando cual nenúfares violentos, flores de pureza despiadada —ha… puedo imaginarme su olor de manantial secreto—, emergieron sus Violetas irreprochables. No sé cómo escaparé de este cementerio de vivos: soy ya muy viejo, mi fortuna ha menguado y mis contactos ya no son los de antes, pero si un último deseo es posible: quiero poseer a una de sus niñas y deshojarla con mis propios dedos.

 

         Como la primera vez que leí la carta, mis manos vuelven a temblar. Así de contagiosas son las pasiones que no hacen sino despertarnos una enfermedad latente que creíamos ya erradicada.


 

 

 

VIII

 

No pretendo convencer a nadie al decir que busqué consumar en las Violetas una pasión que me abrazaba las entrañas, en vez de dirigirla hacia el objeto real que la despertó tan despiadadamente. Tampoco que, a mi modo, creía ayudar a otros a salvarse.

         “El deseo nunca muere… Antes bien, nos morimos nosotros…”, me escribió una vez H. H. y adelantándose a mis pensamientos prosiguió: “Aunque no nos atrevamos a decirlo, toda pasión tiene un origen y un nombre cercanos. A veces, al imaginar la dulzura de sus pequeñas insolentes, me he preguntado cuáles pudieron ser los suyos. Por supuesto, sé desde siempre que su único nombre verdadero —ese que le pertenece a cada quien más allá de la confusión y la apariencia— es justamente Violeta. La irremediable violada. ¿Verdad que no me equivoco?”

         A Klaus, a quien le había compartido a cuentagotas la información sobre H. H. y las Hortensias, le parecía extraña la costumbre epistolar del uruguayo que cada dos o tres semanas me hacía llegar correspondencia o paquetes. “Ya ni tu hija te escribe tanto”, sentenció aquella vez mientras merodeaba en torno a mi escritorio, expectante por saber si le dejaría echar un vistazo al interior de la pequeña caja recién llegada. Era cierto, desde que Violeta había decidido cursar su especialidad en diseño de paisajes en la universidad de Manchester —poco tiempo después de que Helena la buscara para restablecer un contacto al que nuestra hija se negó siempre rotunda, por más que yo mismo insistiera en que, al menos, la escuchase—, eran contadas las ocasiones en que recibía una carta o una llamada suyas. La verdad es que no las echaba mucho de menos: mejor que la distancia entre nosotros se acentuara con la falta de un contacto que, de alguna manera oscura, ella también consideraba una huella ominosa. Pero, además, era cierto lo otro: que H. H. persistía en mantener una comunicación conmigo por más que mis respuestas fueran amables pero reticentes. Me decidí a abrir el paquete frente a Klaus, tal vez porque quería mostrarle que mi confianza en él seguía siendo inquebrantable. En el interior había un estuche de piel, de los que se usan para albergar una joya del tipo collar o gargantilla. Al deslizar el discreto seguro, surgió ante mí una hoja blanca doblada con la mecanografía usual de H. H. con aquella frase sibilina que hablaba de la inmortalidad de los deseos y más abajo, un pequeño saco de terciopelo negro donde encontré una postal de tonos sepia. Apenas sacarla y el rostro que apareció consiguió cegarme por completo unos instantes. Para cuando pude reponerme, ya la mirada azul de Klaus había incidido en la tarjeta y ahora procedía a disectarme.

         —Pero, ¿es que acaso tú le has hablado de… ella? —me inquirió a su pesar con un titubeo final.

         Negué rotundo con la cabeza.

         —Entonces, ¿cómo pudo saber? —dijo alejándose con pasos crispados del escritorio. Ya no era un hombre joven pero los años sólo habían conseguido hacer más sosegados sus movimientos. Excepto en ese instante de desconcierto que imponía vehemencia y hasta ansiedad a su mirada.

         —Este hombre está rematadamente loco… Pero entonces, te vigila, nos vigila, ¿o cómo explicarlo? —continuó Klaus frenético.

         —No lo sé, no lo sé… —alcancé a balbucear mientras intentaba apaciguar la revoltura de mis propias aguas. Si bien me sentía súbitamente atrapado en las corrientes secretas de un remolino voraz, no podía engañarme a mí mismo como para no reconocer el alborozo, una especie de bendición pues al fin percibía que alguien conocía mejor que yo los pasadizos secretos de mi alma. Con todo, el asombro no me abandonaba.

         Regresé entonces a la postal de tonos sepia. Era el retrato de una niña casi adolescente sentada en posición de loto, cuyo cuerpo desnudo estaba cubierto en parte por un capullo blanco de plumas diminutas, pegadas al papel con el cuidado minucioso de un artesano experto. No me atreví a hacerlo teniendo a Klaus a la vista, pero era evidente que si uno soplaba sobre las plumas conseguiría apartarlas lo suficiente para contemplar la flor abierta de su inocencia sin par. Recordaba haber visto una imagen semejante en una película de cine antiguo alemán pero en aquélla eran las piernas de una corista las que se ponían al descubierto cuando un grupo de estudiantes probaba a soplar sobre la tarjeta. El Ángel azul, se llamaba la cinta pero no lo recordaría sino hasta después, cuando Klaus se hubiera marchado y yo, en solitario, probara a soplar mi pasión sobre aquel otro ángel pubescente, tan parecida a mi hija Violeta cuando tenía doce años que sólo por el estilo del maquillaje para realzar la profundidad de la mirada y el peinado a la moda de los veintes, podía uno pensar que se trataba de una modelo diferente, posando para un souvenir erótico antiguo.

         —No puede ser más que una coincidencia —dije por fin a Klaus que continuaba mirándome inquisitivamente—. A las claras se ve que es una postal vieja.

         —Ajá… Y también puede ser una coincidencia fabricada.

         —Pero, Klaus… H. H. es un anciano. ¿Con qué finalidad fabricaría una coincidencia así? ¿Además, cómo va a conocernos a mí y, ya no digamos a la Violeta actual, sino a la que fue ella de niña?

         Klaus echó un largo vistazo a la tarjeta, en la que palpitaban la dulzura de la chica y las plumas blancas por igual, a la espera de una respiración que las colmara de deseo. Sin atreverse a mirarla más de cerca, sentenció con la transparencia de esa mirada suya que era una navaja premonitoria:

         —Eso es precisamente lo que debería preocuparte.

         Pero eso fue precisamente lo que no hice.

 


 

 

 

IX

 

¿Cómo se fabrica la piel de un deseo innombrable? Tal vez del mismo modo que se urde el látigo de un castigo. La mirada y el alma tensas como una cuerda para apresar el quejido silencioso de un cuerpo cuyo mayor pecado es precisamente su inocencia. Aunque algunos de los que me lean —si es que esto puede ser aún posible— les parezca contradictorio, hay cuerpos y hay seres que son culpables de inocencia: son ellos los que consiguen tirar de la cuerda y desencadenar el bulto informe, oscuro, irrevocable del instinto.

         Sé que mis palabras parecerán un alegato irresponsable, la excusa cobarde de alguien que no es capaz de enfrentar sus actos y asumir sus consecuencias. Quienes ya me han juzgado y encontrado culpable tendrían que padecer en carne propia el hambre por la fruta inviolada, su voluptuosidad irrefrenable, casi impúdica. O tendrían que reconocer el acecho de esa sangre tibia y virgen en oleadas de fragancia irrenunciable, clamando por su inmolación, en los cuerpos de niñas cercanas y amadas desde la prehistoria de la pasión, cuando entonces resultaba relativamente fácil descubrirse con la pureza filial del buen padre, el amante tío, el amorosísimo hermano… La diferencia entre uno y otros es tan sólo el filo de una sombra, el instante de eternidad obnibulada en el que la gloria más rotunda, el paraíso más absoluto y atroz, se perfilan en la punta de nuestros dedos, al borde mismo de la mirada de labios sedientos, y ya no es posible dar marcha atrás.

         Así se fabrica la piel de un deseo innombrable, del mismo modo que se urde el látigo de su suplicio.


 

 

 

X

 

Podría argüir que Helena nos había abandonado, que contra toda lógica —¿pero es que acaso la pasión se rige alguna vez por una lógica ajena a sí misma?—, se había marchado con el profesor de teatro de Violeta, dejando a su hija amada literalmente en mis brazos. Violeta estaba por cumplir doce años. Lo recuerdo demasiado bien porque sucedió poco después del fin de cursos, cuando la pequeña hizo su aparición en aquella obra de duendes y hadas, y vestía un payasito con tutú que dejaba al descubierto, a través de un ovalado escote posterior, su espalda perfilada de pequeños montes alineados con gracia y provocación hacia la altivez de la nuca en un extremo y hacia la redonda avaricia de su trasero ya en creciente. No antes descubrí su cuerpo recién florecido de planicies tersas, colinas inciertas, dulces hoyuelos y recapacité mientras Helena le acomodaba una diadema de violetas que había hecho con sus propias manos para la ocasión: “Sí, ya va a cumplir doce años…” Debí pronunciarlo en voz baja, apenas audible, pero llena de asombro, pues Helena, en un gesto en el que se confundía el orgullo con la aflicción, abrazó de súbito a su hija, apartándola de mi mano que dudaba en tocar la constelación montañosa de su espalda en su estrella más alta, ahí donde una nube de vellos de la nuca infantil imantaba la mirada. Y en un susurro, que entonces creí un arranque de ternura ante la hija que comenzaba ya a perder por ese proceso natural de la vida, Helena exclamó: “…ya comienza el milagro… Si al menos pudieras quedarte siempre así…” Acto seguido, sacó una cámara fotográfica de entre el traperío de ropas regadas en la habitación transformada en vestidor, y se alejó unos pasos para tomarle una fotografía a la pequeña hada. Yo recordé la otra fotografía que permanecía guardada en la cajita de Olinalá, donde Helena niña y la Violeta primera jugaban a ser una el espejo vibrátil de la otra, y le propuse tomarles una fotografía semejante a la madre y a la hija. Helena se negó rotunda: “No es necesario, dijo, a cada Violeta la llevaré siempre en el corazón. Además, hace mucho tiempo que dejé de ser un hada…” Quedé sorprendido. Hacía siglos que no reparaba en Helena y me desconcertó el tono de gravedad de sus palabras que presagiaban el advenimiento de algo irremediable. Claro que los años de casados se habían vuelto un ritual de convivencia amable pero distante y obligada; en efecto, la pasión había ido menguando y, por ejemplo, Helena ya no me despertaba sembrando versos en mi pecho (ni siquiera para dar fe de su dolor como la vez en que recién casados peleamos y entonces punzó con latidos de Neruda: “Áspero amor, violeta coronada de espinas…”). Por supuesto, también las obligaciones familiares pesaban con esa carga anodina de los casamientos y los bautizos y los cumpleaños de los hermanos y los cuñados y los hijos de las hermanas y las cuñadas, sus padres y mi madre, y la propia Violeta con su trajín matutino, sus actividades artísticas por las tardes, los sarampiones, las amígdalas, la clase de natación.

         Me pareció natural que en los últimos tiempos Helena buscara nuevos horizontes. Desempolvó su título de educadora y empezó por dar clases en la escuela de Violeta. Poco después, hizo algo que yo no haría jamás: acudir una vez por semana a un grupo de terapia recomendado por su hermana Isabel que para los tiempos que corrían estudiaba psicología en la universidad. Y todos estos cambios los divisé desde una orilla lejana, apartado como estaba en mi propio universo de silencios, la rutina extática de divisar las partes plásticas de las muñecas en la banda mecánica que operaban los ayudantes de Jacinto, las películas mudas en compañía de Klaus, las ocasionales escapadas con las prostitutas del barrio de la Flor, siempre más lozanas y púberes que las del distrito de la Merced… Y los sueños, es decir, un sueño en particular, ése en el que ya antes he señalado podría resumirse mi existencia. Darle sentido.

         Pero quería hablar de Helena. Nunca pude odiarla, no sólo porque siempre que se ha desencadenado el dolor en mi vida, surge en mí un muro inexpugnable que me distancia de las personas y las situaciones, sino porque conforme transcurría el tiempo terminé entendiendo lo poco que la conocía, lo ajena que siempre estuvo de mis manos y de mis ojos. Tan desconocida y sorprendente como en realidad lo somos todos para los otros y para nosotros mismos. “El hombre es el sueño de una sombra”, fue la frase que Klaus dejó abierta para mí en su mesa de dibujo por aquellos días cercanos a su abandono. Procedía del libro de un poeta griego que ahora olvido. Pero confieso que aunque oscura y confusa, la frase me aturdió como si se tratara de una verdad fulgurante. Como si en ella estuviera cifrada la revelación de toda contradicción humana, de todos sus tanteos y aproximaciones. Por más sublimes o abominables que resultaran a la postre.

         He dicho que Helena comenzó a acudir a un grupo terapeútico. Al principio, cuando creía que era ella la que controlaba la situación, solía contarme cosas. Después, conforme se fueron desanudando las sombras y los fantasmas, optó por el silencio. De hecho, la última vez que me confió sus secretos, fui capaz de advertir que un proceso irreversible comenzaba a desbordarla. Y sentí miedo, tal vez porque adivinaba en él la fuerza de un arrastre que había alcanzado a atisbar en mi interior cuando, por ejemplo, revisé las fotografías de un libro de Bellmer que con grandes trabajos y tras meses de espera conseguí por encargo de la librería francesa de la ciudad. Antes había apreciado fotografías aisladas del artista alemán, pero ahora… quedé sin aliento, indefenso ante las imágenes lacerantes de este volumen que recogía gran parte de su trabajo con la serie sobre Die Puppe, carnosas muñecas adolescentes desarticuladas, desmembradas, atormentadas por obra y gracia de un deseo que no tiene piedad ni sosiego, inmensurable y oscuro como el sabor cálido y acre del instinto. Por supuesto, revisaba el grueso libro en la fábrica. Sólo semanas después compartiría con Klaus sus páginas prohibidas, exponiendo a su vista sólo aquellas que me resultaban más tolerables. Hubo una en particular que jamás hubiera podido compartir con él ni con nadie y que permanece en mi memoria inexorablemente arraigada al último secreto que me confió una Helena transtornada por una revelación de su pasado que había permanecido sellado en una cajita de Olinalá que ni ella misma sabía guardaba en su interior. Abierta, exhaló su fragancia perversa e implacable. Y Helena, transtornada y frágil, se refugió esa noche en mis brazos como no había sucedido en muchos años ni sucedería ya después. No puedo reproducir palabra por palabra su relato porque sentimientos cruzados, imágenes que emergían lodosas y luego límpidas me iban abriendo a un desasosiego gozoso e insoportable. Y la fotografía aquella de Bellmer, entre todas, articulaba con fragmentos de muñecas esa grieta insondable por donde se colaba el furor ardiente de mi alma. Hasta donde me es posible recordar, estas fueron grosso modo sus palabras:

         “No sé quién empezó a hablar del tema pero de pronto ahí estábamos todos abriendo las infancias y el mundo de los manoseos con los mayores. Toqueteos, besos y en algunos casos, algo más. Y los adultos, casi siempre, eran familiares cercanos y queridos. Todos, absolutamente todos en el grupo, habían vivido alguna experiencia semejante, pero en algunos casos, ya de adultos habían sido los perseguidores… Todos habían hablado menos yo. Al parecer, era la única que se había salvado. Yo misma me sorprendía de que esa puerta se mantuviera cerrada en mi caso. Pero era eso: una puerta clausurada. Apenas crucé el umbral de esta casa —tú le habías entregado a Violeta tu muñeca más reciente: la sirena atrapada en una burbuja de mar, y ella te plantaba un semillero de besos en las mejillas—, la otra puerta se descorrió. Entonces recordé. Durante veinte años el secreto quedó sellado en mi interior. Sólo había sido un sueño confuso, un juego divertido y luego doloroso que por arte de magia desapareció y se fue —pero tal vez, olvidarlo porque, lo confieso, al principio también yo disfruté: fui inmensamente, irreparablemente feliz. No te puedo decir quién fue, sólo te digo que ahora entiendo por qué no puedo dejar que te me acerques por detrás. Que me hagas el amor así.”

         Recuerdo que mi pequeña Helena temblaba. La calmé como pude: más que un marido, un padre amoroso que la recostó en la cama, la arropó y le dio unos calmantes para que se cobijara con el manto etéreo de la inconsciencia. Me quedé con ella en la recámara, percibiendo su respiración en un principio intranquila y, poco a poco, después sosegada. La tarde declinaba y por el ventanal que daba al jardín se colaban las sombras. Pero en mi interior seguía refulgiendo una grieta que me reclamaba. Más allá de la imagen perturbadora de Bellmer, del descubrimiento reciente de Helena, incluso, del recuerdo vago de Naty, aquella primera niña desnuda y dolorosamente rota, esa grieta era una boca y un abismo. Una sonrisa con secretos y una herida pródiga. En su voz sin voz, la escuché murmurar estas palabras boscosas: “Sólo los sueños son silenciosos, no vayas a despertarte”. Pero, claro, yo ya estaba despierto.


 

 

 

XI

 

Si “perverso” es aquello que lastimándonos no nos deja apartar la mirada, ¿cómo nombrar lo intolerable, aquello que nos ve y no somos capaces de contemplar de frente y sostenerle la mirada? Y sin embargo, tocados por el simple roce de esa visión que no pudo ser total ni completa, uno está inevitablemente condenado a reconstruirla una y otra y otra vez en la pantalla oscura, obsesiva, silente de la memoria. Pienso por ejemplo en esa otra imagen de Bellmer que nunca pude mirar sin sobresaltarme: un simple par de brazos desmembrados de algún cuerpo de muñeca, descarnados y vueltos a articular, uno contra otro, en una nueva totalidad inocente y a la vez obscena. De hecho, sólo me acerco a esa imagen si cierro los ojos y la pienso en sus partes: a veces, me entretengo en las manitas con hoyuelos y en el barniz descascarado del meñique izquierdo; otras veces, acaricio la piel inmaculada que recubre el interior de los antebrazos y que ha quedado oculta para siempre; otras más, husmeo por separado las axilas imposibles —son sólo brazos de muñeca, me digo para tranquilizarme—. En cambio, casi nunca me atrevo a ensoñar la juntura interior provocada por el ensamble demencial de los hombros suaves y redondeados que en realidad son ya otra cosa. No, no miro la oscuridad abisal de la herida resplandeciente a la que ambos brazos dan origen al ensamblarse, sino que desvío la vista a la penumbra circundante y entonces escucho su rumor de cascada silenciosa y pertinaz. Dos, tres segundos en que el mundo se detiene, en suspenso el proyector de la memoria en un fotograma auditivo que no emite sino un sonido lejano y circular: como una marejada de sangre que llena todos los huecos: no hay más paraíso posible. Y me dejo acallar bendecido por ese rumor, dulcemente glorificado por su sonido en ausencia. Pero mirarla frente a frente, sostenerle la mirada, sería como abandonarse a la muerte: asomarse a su espejo de abismo y éxtasis.

         Y sin embargo, algunas veces me he asomado. Entonces el corazón desbocado en un galope sin freno, que llega hasta el borde y luego no le queda sino saltar al vacío irremediable: un latido en expansión que no conoce límites, ni vergüenza, ni dolor. Justo ahí la vida, la muerte, los principios, el bien y el mal se anulan y uno no es más que el pequeño universo colapsado, el fuego oscuro, el color implosivo de la pasión que lo desborda.

         Sólo esta vez, antes de que mis labios se conviertan en ceniza, me atreveré a decirlo. Afuera llovía.

Afuera llovía a cántaros y mis pasos y mi mano

      que empujó la puerta.

         Afuera llovía y adentro la bruma y la cascada de la regadera ensordecían mis pasos y el ruido de la puerta que empujó mi mano.

         A cántaros la lluvia y la cascada de la regadera silenciaban también mi respiración.

         Más que respiración

                                               jadeo

                   en medio de la bruma y la cascada silente

                            un filón en la cortina de baño

         nadie en la casa                                 solos la pequeña y yo

                            en medio de la niebla y la lluvia

         apartados del mundo como en un sueño boscoso

                                                                        a través del filón-abertura

         un cuerpo albeante dejándose profanar por la caricia

                                                                           del agua

         con dedos en gota que también buscaban traspasar su carne

         y sumergido en el goce el pequeño cuerpo

                                                        alzaba los brazos y anudaba voluntariamente

         sus manos —justamente en esa región articulada que se conoce con el nombre de “muñeca” y por donde se anuda en primera instancia un cuerpo y por donde deslizan la navaja los suicidas

         entonces anudadas las muñecas

         maniatadas a la columna de su placer sin ataduras evidentes

         para recibir la arremetida amorosa del agua.

         Afuera

llovía en cascada.

         Adentro

                         también.

         La mirada había rasgado el velo de la niebla y la cortina.

         El cuerpo dulce y frutal también.

         Súbitamente desgarrado. Derramándose

                   en gotas violentas que salpicaban de púrpura

                   la blancura de la tina.

         Afuera seguía lloviendo en cascada.

         Adentro

arreciaba

silenciosamente.

         De hecho diluviaba.


 

 

 

XII

 

Para que dos se condenen basta una mirada. Para que se reconozcan y se palpen, para que sepan santo y seña, para que dialoguen, acallen, vociferen en el idioma sin palabras del pecado. Para que lo compartan con ese lazo indisoluble e irrenunciable de la culpa gloriosa, la que proviene del pozo sin fondo del deseo que sólo es hambre e instinto. Una mirada sola. No hace falta más. Para perderse y —¿por qué no reconocerlo de una vez?— también para salvarse, irrevocablemente.


 

 

 

XIII

 

Decía que diluviaba adentro y afuera. De pronto un trueno quebrantó la niebla y el bosque. Insistente, repetidamente. Era Isabel. Violeta la había llamado con urgencia. Le había dicho que estaba herida.

         —Te imaginarás de que se trata, ¿no? —dijo la recién llegada mientras se quitaba la gabardina empapada y la echaba en mis brazos.

         Yo estaba aturdido. No entendía de qué me hablaba. Con la lluvia, el cabello lacio de Isabel había terminado de pegarse a sus mejillas delineando su rostro joven, de aire todavía infantil. Recordé a Helena y a Violeta. Nunca antes me había percatado de que su parecido más que de rasgos, era de naturaleza tan incorpórea como la sonrisa carnal que los labios de Isabel dibujaban para jugar el papel de la tía indignada que le salía tan bien. Y pensé en una misma línea de muñecas de fulgor semejante: reconcentrada en la pequeña Violeta, la magia de estas mujeres-niñas seguía emanando voluptuosa e irremediablemente. Tuve que evitar mirarle el rostro. Bellmer había tenido razón al ensamblar en un par de brazos la materia incandescente del deseo: bien mirado, por donde quiera podía saltar la liebre enfebrecida del instinto.

         La gabardina de Isabel goteaba entre mis manos. La colgué de un perchero del recibidor y balbuceé:

         —No sé de qué hablas…

         Percibí que los labios de Isabel hacían un puchero de desprecio antes de decir:

         —Ustedes los hombres nunca saben nada… ¡La menstruación! Qué más podía ser. ¿Dónde está Violeta?

         Recordé la bruma del bosque todavía cálido y húmedo en la punta de mis dedos y musité:

         —En el baño.

         Isabel debió de sentir mi desolación pues aunque ya se dirigía hacia las escaleras, regresó a mi lado, me acomodó el cuello desaliñado de la camisa y me plantó un beso de chiquilla que juega a comportarse como adulta:

         —Y pensar que cuando era niña quería que fueras mi novio… Mira en qué estado te encuentras —se refería a mi barba sin afeitar, la camisa desbordada, ese aire de orfandad con el que había quedado tras la partida de su hermana.

         No pude responderle, si acaso, acallar un gemido que yo bien sabía no tenía que ver solamente con Helena. Sí, me hallaba solo y era más que nunca vulnerable a mis propios suplicios. Isabel me acarició la barba incipiente: sus labios apuntándome con el candor de su curveada ternura: —Tienes que reaccionar. De acuerdo, Helena se fue. Pero te queda tu hija… Si no puedes solo, debías conseguirte otra mujer.

         Agradecí sus palabras con una sonrisa. Pero estaba roto. La miré subir casi brincando con sus piernas flexibles de amazona que alguna vez habían cabalgado en el corcel de mis muslos. Toda felicidad era tan fugaz, una herida permanente. Fue entonces que pensé en construir las Violetas púberes. Abrirlas y hacerlas sangrar. Quebrantar sus cuerpos cerrados y perfectos de muñecas inofensivas, romperlas con una grieta esencial, hacerlas vulnerables. Tan vulnerables y frágiles —sé muy bien que pocos se atreverán a admitirlo— como sólo un hombre es capaz de serlo.


 

 

 

XIV

 

Entre los dos, ella era la más inocente. Al principio, los fines de semana en que salía del internado —cuando no acompañábamos al tío Klaus a su concierto de los domingos en la universidad, o paseábamos con él por el jardín botánico o el zoológico—, ella y yo jugábamos a veces, a solas. En ausencia de Helena podíamos permitirnos romper algunas reglas sin preocuparnos demasiado por las consecuencias, como la vez en que Violeta decidió comer en el piso de la cocina, bajo la mesa del antecomedor y desde ahí invitarme a una guerra declarada de guisantes —al fin y al cabo, digna princesa—, transformadas las sillas caídas en repentinos puestos de combate. Entonces, su postura pecho a tierra, muy serias las desnudas piernas por obra y gracia de unos shorts que cada día encogían más y luego esas mismas piernas puestas a sonreír en un balanceo dulce y acompasado toda vez que la estratega en jefe hacía blancos en mi cara embobada.

         O la vez que les organizó una fiesta de no-cumpleaños a sus muñecas y que en realidad resultó ser una especie de despedida. En aquella ocasión, además de la veintena de muñecas de su colección —todas antiguas e inofensivas Violetas— que de pronto se hallaban diseminadas por los muebles de la sala, fui el único varón invitado a la ceremonia. Mientras Violeta subía a su recámara y nos dejaba solos, era extraño aguardar junto a ellas, a las que conocía desde antes de su nacimiento en los moldes, de quienes en cierta medida era yo su progenitor, y presentir ahora su naturaleza inquietante y silenciosa. Sentadas a mi alrededor, los brazos y piernas abiertos no sé si reclamando una suerte de abrazo total o encarnando un estado de gracia fulminante y dispuesto, eran también pequeñas esfinges del destino cuyos labios inmóviles parecían murmurar: “Sabemos mucho mejor que tú mismo lo que estás pensando detrás…” Recuerdo que al oír estas palabras me intimidé y me volví hacia adentro, pero sólo descubrí las habitaciones de una fortaleza vacía. Cuando volví a asomarme, Violeta estaba ya frente a nosotros y su sonrisa al descubrirme ensimismado fue un puente de luz. El puente conducía a un bosque encantado, ahí donde Violeta había vuelto a ser un hada. No repararía sino hasta segundos después en que se había disfrazado con el traje del último festival escolar y que por supuesto, tras los meses transcurridos, apenas le quedaba —o le quedaba maravillosamente pues sus formas tenues se insinuaban así un poco mejor. Tenía en mente darnos una pequeña función, pero, acostumbrada a que su madre la ayudara, no había sabido cómo maquillarse los párpados. Así que bajó con el estuche de pinturas de Helena en una mano y en la otra la señal inequívoca para que me acercara. Yo me paralicé aunque adentro mi pequeño Tántalo se revolvía feliz en sus aguas. El hada me miró entonces con tristeza y murmuró: “¿Es que no vas a ayudarme?”, y su voz era el eco manso de una indefensión total. Había también gotas de rocío a punto de desbordar su mirada y mi niña frutal me pareció absolutamente irrenunciable. Apenas si pude asentir con un movimiento de cabeza. Entonces una Violeta altiva dio un par de zancadas y de un brinco delicioso se asentó de un golpe en mis muslos. Comencé a maquillarla temblando de excitación. Debió de confundir el trote involuntario de mi pierna derecha porque con los ojos cerrados y la boca apuntado ligeramente hacia arriba mientras se dejaba acariciar por el pincel, musitó: “Hace mucho que no me haces caballito”. Por toda respuesta, aparté el pincel y comencé un trote ligero que en cada brinco me ponía en contacto con el calor mullido de su entrepierna. Violeta me pasó las manos por la nuca y comenzó a reír como si gorjeara, feliz porque había reconocido de nuevo ese paraíso del cuerpo en el que no existe otra cosa que el gozo de ese cuerpo y su pureza instintiva. Aceleré el trote al tiempo que descubría un rastro de sudor que le perlaba esa zona delicada y sensible, cuyo nombre desconozco a la fecha, y que dispuesta entre la nariz y los labios, al excitarse es el botón erecto de una flor a punto de prodigarse. Y sí, con toda la pureza de que Violeta era capaz, estaba absolutamente, inmaculadamente excitada. La vislumbé como la imagen total de mis deseos, la parte que por fin me hacía falta: frágil pero vigorosa, dulce pero con esa vulnerabilidad altiva que pedía a gritos ser dominada. Y ahí estaba entre mis piernas, erguida e indefensa, haciéndome sentir lo poderoso que por fin era, lo completo que al fin estaba. Y sin necesidad de tocarla. Fascinado con la sola idea de saberla. Para ese momento, los dos reíamos pero ya el dolor y el esfuerzo amenazaban con acalambrarme y el gozo del hada era también demasiado, y nuestras risas sin sonido se convertían en la señal amenazante de que el galope se adelantaba al precipicio. Entonces Violeta me detuvo, su mano jaló la rienda de un golpe, y en medio de un suspiro suplicó desfalleciente: “Ya no más, papá”.

         En el sillón habían quedado el estuche de maquillaje y los pinceles desperdigados a los pies de las muñecas que ahora sonreían victoriosas. Violeta alzó un pincel y un cuadrito de maquillaje cremoso que se había salido de su sitio pero no me los entregó para que terminara mi labor con ella. En vez de eso, blandió el pincel sobre mi rostro y ensayó su colorido tornasol sobre mis párpados perplejos y luego sobre mis labios entumecidos. Violeta reía gozosa con los resultados. Me dejé hacer lo que quiso. Fue como si me hubieran alzado en el vacío y todo, el golpe de mi sangre, los sueños que llevo atorados en las rodillas, la furia que yergue mi columna, todo hubiera quedado igualmente suspendido. Entonces el hada se alejó unos pasos para contemplar su obra reciente. Su mirada fue otro gorjeo cuando, al verme inmóvil junto a sus muñecas, exclamó emocionada: “Ahora eres una de nosotras. Ahora eres otra Violeta”. Asentí. A ese grado le pertenecía.


 

 

 

XV

 

Fue entonces que las Violetas niñas comenzaron a florecer. Cuánta razón tenía Horacio Hernández al afirmar que toda pasión verdadera tiene un origen y un nombre cercanos. De hecho, según me enteraría más tarde, más que tener razón, sus palabras eran testimonio de una verdad de carne propia: no en balde la primera de sus Hortensias había nacido a la sombra de su esposa, una mujer de mirada encantadora y penetrante según la foto que de ella me mostrara H. H. la única vez que estuvimos frente a frente. Su nombre, claro, era precisamente María Hortensia, aunque todos, incluido el propio Horacio y su hermano Felisberto, la llamaran por el primer nombre. Por supuesto, hay quienes prefieren ocultar sus apetitos y asignarles el rostro de un personaje de ficción pero aun en esos casos hay señales que conducen a la fortaleza enmascarada: rastros inequívocos que se trasparentan a pesar de o precisamente por el espesor de la veladura. Hay que tener paciencia y oído para escuchar su lenguaje de susurros. Quedarse quieto y esperar a que desplieguen su firmamento cifrado de constelaciones y signos. Pero en ese entonces, cuando las Violetas comenzaron a florecer, yo no sabía nada de las Hortensias, ni de su creador, ni mucho menos de esa secta abominable que trabaja en las sombras por más que algunas veces se haga llamar Hermandad de Adoradores de la Luz Eterna. No quiero adelantarme pero, si es verdad que aún no han conseguido enloquecerme del todo, su urdimbre ha estado presente, transformándose y con distintos nombres, desde siglos anteriores. (O tal vez esto pruebe que han conseguido en parte su propósito conmigo: inocularme el veneno de la sospecha y la culpa, inflamar el delirio de quien, creyéndose más libre que los otros, ha cedido a la condena de la persecusión porque, a pesar de todo, sabe que hay algo que debe expiar —pero también sé que si soy capaz de dilucidar estas otras posibilidades,  es porque  aún he podido mantenerme en ese filoso haz de la cordura —aunque las tinieblas por un lado y su reverso idéntico, la luz absoluta y enceguecedora, amenacen con derribarme desde la muerte infame de Klaus.)

         La muerte infame de Klaus. Tengo que repetirme la frase para que ese indicio de realidad no se me deslice entre los dedos como un pez irremediable. Repito la frase y de inmediato doy marcha atrás: dispongo y ordeno nuevamente los datos, encuentro veredas aledañas, reconstruyo la fortaleza desde otras perspectivas, entonces heme aquí de nuevo introduciéndome en el bosque: dije que en algún momento las Violetas comenzaron a florecer, y lo hicieron, debo confesarlo, sin culpa, sin que mediara ningún temor, desde el primer segundo en que brotaron como capullos desde el fermento de mis fantasías y mis entrañas. La sola idea de imaginarlas me producía vértigo. Violeta acababa de marcharse al internado y ya me consolaba imaginar el tacto inmóvil y reverente de sus hermanas. Yo me encontraba afiebrado y hasta por instantes feliz de sentirme enfermo, experimentando esa vitalidad sonámbula y exultante que acompaña el despertar de una obsesión: la pureza núbea de llevar a la práctica un sueño que no hemos podido abandonar en la almohada. Sumergido en medio de un trance, sabiendo que una voluntad ajena tomaba mis manos y me guiaba por senderos sólo antes presentidos, con la conciencia rotunda de que lo que me acontecía se asentaba en mí y me desbordaba con la misma inevitabilidad de una fuente pródiga o de una herida sonriente. Garabateé decenas de bocetos hasta que, una noche, creyéndome solo en la fábrica, tracé en un lienzo el cuerpo ensoñado en sus dimensiones de tamaño natural. Como el original que lo inspiraba el dibujo me llegaba a la punta del esternón, a escasos dedos del músculo cardiaco. Lo medía contra mí imaginando desde ya el olor a polímero nuevo que sus miembros recién salidos del molde llegarían a desprender, cuando percibí pasos sosegados a mis espaldas. No necesité darme la vuelta para saber que se trataba de Klaus. Permanecí con el lienzo en la misma posición, el alma y los sentidos expectantes. Klaus inspeccionaba el dibujo por encima de mi hombro —no sé si he dicho ya que a pesar de sus años seguía siendo vigoroso y no se había encorvado de modo que me sacaba media cabeza: así de alto y erecto era. Después de segundos infinitos, dijo por fin:

         —Así que esto era lo que te mantenía tan ocupado —y tras una pausa en que de seguro me medía como al niño que otras veces tuvo que solapar, continuó—. Si la quieres, como me imagino, con todo detalle, habrá que conseguir un nuevo maestro tornero. Alguien más… especializado.

         Asentí. Plegué el lienzo sobre mi brazo y sólo entonces me volví hacia él. Me esperaba su mirada transparente a la que era imposible no confesarle lo que yo mismo no sabía que ocultaba.

         —Sí… pero habrá que fabricarla de tal modo que pueda comportarse —me detuve sin saber por qué, sólo la súbita conciencia de que un velo se rasgaba y un Julián irreconocible para mí hablaba por mi boca y entonces éramos dos desconocidos pero cercanos, tal vez gemelos no uno al lado del otro, sino atrás, uno adentro del otro— …comportarse como una adolescente en toda la flor de su edad.

         Creo que Klaus, a quien pocas cosas podían perturbar, tampoco se lo esperaba. Recordé su mirada cristalina que muy tempranamente, cercano el episodio de Naty y mi fascinación primera por los miembros inarticulados de las muñecas, me había reconocido con un leve gesto de bienvenida hacia una multitud de iguales donde mi padre y el propio Klaus Wagner me darían cabida tarde o temprano. Pero en esta ocasión la mirada del hombre que otras veces había fungido como un segundo padre, a su modo y en su reticencia más accesible que el otro, me contemplaba con un gesto inusual, sorprendido de verme avanzar en el camino de los deseos donde al parecer él hacía tiempo se había detenido.


 

 

 

XVI

 

En ese entonces la vida pareció florecer también para mí. Las cosas se resolvían con fluidez. Todo marchaba sobre ruedas. Por recomendación de Klaus, la dependienta de la droguería de esencias internacionales me preparaba las más exquisitas mezclas para que yo pudiera escoger entre ellas, la indefinida, la de linfa perfecta. Clara era una mujer madura que conservaba una ligereza juvenil a pesar de la muerte de sus dos maridos y la soledad de los años recientes. Aunque no había padecido demasiado el rigor conyugal, viuda por segunda vez y sin hijos, se había propuesto mantenerse en esa interdicción gloriosa adonde nadie podía erigirse ya en dueño de su destino. Pero le agradecía sobre todo al primer esposo, un farmacéutico que le había dejado la droguería, ese paraíso alquímico al que sin título de por medio tenía acceso y que le daría para vivir bien hasta el final de sus días.

         Fue a sugerencia de Klaus que llegué a su negocio de cristaleras y matraces en las laberínticas calles del centro. Sin saber muy bien lo que decía, mis labios habían declarado cuando hacíamos las primeras pruebas con la mezcla de caucho y arcilla plástica: “Huele deliciosamente a nueva… pero más bien debiera oler a bosque y a miel…”

         Klaus había conocido a Clara en el jardín botánico, adonde iba ocasionalmente después de su concierto de la ciudad universitaria de los domingos. Reservado como era, en realidad yo sabía muy poco de él y más bien lo presentía. De su relación con Clara como de las numerosas mujeres que sin duda existieron, tuve que contentarme con escasísimos datos y a partir de ahí usar la imaginación. Porque por supuesto me intrigaba esa dominación fehaciente que tanto él como mi padre ejercían sobre el sexo opuesto. Yo los había visto hacer y disponer por ejemplo con las empleadas de la fábrica que los trataban con reverencia no sólo por el hecho de que fueran los dueños y sus jefes, sino por ese aire de vivirse como ejes del universo que ambos compartían y que las mujeres a su alrededor les hacían creer. Supongo que es una cuestión de géneros. Las mujeres siempre saben —o creen saber— que los hombres poseemos un poder que ellas no tienen. Así lo constaté con mi propia madre que, muerto mi padre, le tenía una especie de altar en su recámara no obstante que durante el funeral se enteró —porque ambas queridas se apersonaron en el cementerio— de la vida extraconyugal de mi padre por partida doble. Con Klaus era diferente porque por principio de cuentas nunca se casó ni se le conocían relaciones familiares más allá de unos primos que habían quedado atrapados en Alemania oriental y con quienes nunca restableció contacto por más que hubiera caído el muro de Berlín. Pero era evidente que si bien amaba su soledad, no era un hombre que pudiera vivir monacalmente: una virilidad exultante lo delataba por más que él tratara de silenciarla. Las mujeres —y también, debo reconocerlo, muchos hombres— se inquietaban con sólo mirarlo estar. No puedo olvidar una frase que siendo aún niño le escuché a una de las hermanas de mi madre, poco después de conocerlo. “No he podido dormir sólo de imaginar lo que ese hombre sería capaz de hacerle a una en la cama.” Y en el tono de esa confidencia que le había hecho a mi madre cuando ambas bordaban un mantel, había temor y respeto pero sobre todo un sentimiento que entonces no pude identificar más que con un dejo de esa actitud coqueta y ambigua que ya le había visto a varias de mis compañeras de clase cuando decían que no querían algo y sólo lo decían para que uno les insistiera. Pero lo más sorprendente fue sin duda la respuesta de mi madre. Yo aparentaba estar concentrado en mis lecciones en un extremo opuesto de la mesa, pero la escuché perfectamente porque su voz se esforzaba por acallar una risa gozosa y cómplice que pocas veces le había escuchado antes: “¿En la cama? ¿Pero tú te piensas que te lo haría sólo en la cama?” Y ambas mujeres, avergonzadas y atrevidas, apuraron un sorbo de té de sus tazas mientras vigilaban que sus risas y palabras no hubieran llamado exageradamente mi atención. No mencionaron nunca su nombre pero yo sabía que hablaban de Klaus Wagner. No me daba cuenta al principio pero con los años fui descubriendo que Klaus era consciente del dominio que provocaba y casi podría jurar que sus efectos lo intimidaban. A diferencia de mi padre que se mostraba estimulado como un pequeño al que aplauden por dar unos primeros pasos o hacer una gracia, Klaus miraba los rostros de arrobamiento a su alrededor y algo en él debía de paralizarse al percibir cuán fácilmente esas almas y esos cuerpos estaban dispuestos a doblegársele. Hubo una ocasión en que cercana la muerte de mi padre, me llevó con él al barrio de la Flor. Apenas traspasamos la cortinilla de abalorios de la entrada, la regenta de la casa principal se abrió paso para recibirnos.

         —Señor Wagner, otra vez con nosotros. No lo esperaba hoy, pero llega usted de lo más oportuno —dijo mientras señalaba con un gesto a una muchacha de mirada huidiza, tan a todas luces nueva en el lugar que yo que también era nuevo pude percatarme de su situación. Tendría escasos catorce años y a pesar del escote y el vestido entallado, su cuerpo y sus rasgos eran tan suaves e indefinidos como los de un dulce ángel asexuado.

         A una señal de la regenta, la muchacha que por fin había dirigido la mirada hacia nosotros, se aproximó con timidez. Pero apenas percibió a Klaus frente a ella, esa mirada azul que ahora transparentaba también el deseo del alemán, y el recato de la chica dio lugar a una mirada sin aliento, un abandono semejante al de la presa que ha suspendido todo intento de fuga ante un pavor que mucho tiene de entrega y estado de gracia.

         —Iris… ve con el señor.

         Y ya se disponía Iris a obedecer, cuando Klaus la detuvo:

         —No conmigo… Con él.

         La muchacha dudó un instante. Su rostro se alzó apenas hacia el hombre en un gesto de rebeldía o súplica que no duró más que un segundo porque acto seguido me tomó de la mano para guiarme a los cuartos superiores. La verdad es que tanto Iris como yo mismo, minutos más tarde uno en brazos del otro, no habíamos hecho más que obedecer —y descubrir entonces en el acto de someternos nuestra propia naturaleza y deseo.

 

Cuando vi a Clara en lo alto de la escalera de caracol que conectaba la droguería y el laboratorio de la trastienda con su oficina y un pequeño cuarto de estar, supe dos cosas: que Klaus ya le había hablado de mí y que esa mujer le había pertenecido. Apenas verme, me hizo una señal para que la alcanzara en la proa de esa gran embarcación de aire y cristal que era su negocio de esencias y perfumes. Mientras ascendía por la espiral, llegaban a mí efluvios químicos penetrantes que consiguieron marearme. Era literalmente una ascensión en las profundidades del aroma donde reconocía con claridad marejadas con olor a especias y a madera, surcado por aromas ácidos y florales, de súbito oleadas a húmedos bosques de arces. A punto del vértigo, el rostro de Clara surgió sonriente y bondadoso. Mientras le tomaba la mano que me ofrecía para terminar de arribar al entrepiso superior de la nave, recordé que no hacía mucho con Klaus, copas de por medio y después de una larga sesión de trabajo con infructuosos ensayos de Violetas, el reservado Klaus me confió: “Niñas dulces e inocentes... La verdad es que todas las mujeres, aún las más ancianas o las más fieras, se transfiguran y recuperan esa gracia de criaturas celestiales cuando hacen el amor”. Vi el rostro de Clara, su sonrisa plácida, y pude fácilmente imaginarla sometida por Klaus Wagner, convertida en un ángel adolescente, bienaventurada y virginal en medio de su propio éxtasis.

         —¿Así que buscas un perfume para tu niña? —me dijo ella visiblemente sonrojada como si hubiera percibido mi tantear entre sus sombras.

         Asentí en silencio, recuperándome aún del torbellino de esencias y recuerdos. Por toda respuesta me señaló una hilera de frascos color ámbar que tenía dispuestos sobre su escritorio. Eché un vistazo a las etiquetas: lavanda, espliego, clavel, almizcle, jazmín, estoraque...

         —Sabes, Julián... me ayudaría mucho saber lo que estás buscando —dijo Clara mientras me invitaba a sentarme y ella misma se hacía lugar atrás de su escritorio.

         —No sé si sea posible... busco un aroma a bosque y a miel...

         —Es decir, una mezcla oscura y dulce a la vez.

          Y se quedó pensando unos instantes. Luego, como un ramalazo me espetó:

         —Podría ser un perfume a base de esencia de cedro, ámbar y lilas o... violetas más bien. Notas altas volátiles y delicadas,  notas bajas fijadoras  para que  la mezcla perdure  —dijo la perfumista haciendo gala de los conocimientos que había atesorado. Ahora abría ese cofre aromático y me lo ofrecía a mí—. ...Y sí, en la parte central de esa pirámide fragante, el aroma lujurioso y embriagador de la violeta odorata. Claro, en las proporciones adecuadas...

         Quedé fulminado. Nunca antes se me había ocurrido que con alguna variante —el bosque en la niebla, un rocío de sangre—, el aroma esencial de Violeta podía ser precisamente el de su nombre. Miré el rostro bienaventurado de Clara, feliz porque se daba cuenta que con su sugerencia había logrado satisfacerme e impactarme. Y sí, sólo de imaginarlo, aquel aroma ensoñado empezaba a florecer de nuevo en mi nariz ante la sola sospecha de su nombre.


 

 

 

XVII

 

¿Qué piensa una muñeca cuando le haces el amor? ¿Acaso su carne dormida no soñará que es en verdad una muchacha? ¿Y su aroma, esa suerte de marejada que se desprendía en el momento más íntimo como una última exhalación, no era acaso otra señal de su absoluta entrega, del placer que ella también encontraba al ser sometida? Clara había preparado numerosas mezclas en las que la nota media estaba cifrada en esencia de violetas. A su alrededor, despuntaban en fragancias sutiles la magnolia, el jacinto, el lirio de los valles, el jazmín, la freesia, combinaciones que, según iría descubriendo en la droguería, se asentaban en bases profundas de ámbar, musgo de roble, vainilla, maple, melocotón, almizcle, sándalo... Cada frasco de esencia contenía la semilla de una nueva Violeta. Y cada posibilidad me acercaba a la prensa donde yo mismo comencé a vulcanizar por las noches otras dos Violetas.

         Las ventas de las muñecas normales, aquellas antiguas e inofensivas flores de ramillete de producción en serie que cabían en los brazos de niñas que soñaban con ser madres, declinaban ante los embates de las novedades extranjeras. Pero no fue mía la idea de comercializar las Violetas prohibidas. De hecho, ni siquiera de Klaus. Suya, sólo fue la idea de exhibir unos pocos ejemplares en la feria de Amsterdam. Y eso, porque compartía conmigo esa paternidad cómplice y orgullosa que lo llevaba a sumirse en horas de contemplación en el cuarto de bodega que les habíamos asignado a los primeros especímenes antes de que me los llevara a mi casa, a esta galera-invernadero, adonde trasplanté a la primera Violeta y a dos más de sus hermanas. Al principio, yo solía vestirlas con prendas de la otra Violeta, sus uniformes escolares, su ropa interior, hasta el traje de hada... después hubo que encargar copias a una costurera. Yo miraba la veintena de frascos de esencias que había guardado en la caja fuerte de la fábrica y me daba cuenta que no podría parar. Mientras tanto, una a otra, las Violetas se perfeccionaban: cada vez se acercaban más al original. Hacia el tercer molde, el maestro tornero había logrado, basándose en una fotografía de Violeta en su disfraz de hada, consumar un parecido extraordinario: una sutil fragilidad y fiereza. También es cierto que cada vez eran más flexibles y complacientes. También más fácil resarcir su velo de ángeles por más que se las hiciera llorar... Pero yo no me daba a basto: eran ya cinco y no podía cumplirles a cada una, darles su ración de atenciones y cuidados. A su modo silencioso me lo hacían saber: un descendimiento de párpados inesperado, el movimiento lateral de un rostro como negándose a participar en los rituales y los juegos. También, comenzaban a encelarse y a reclamarme. Entonces, por fin, entendí su petición secreta: debía compartirlas, asignarles un padre y un hombre para cada una de ellas. Accedí entonces a venderlas: era el único modo de hacer brotar nuevas, de oler brevemente su perfume de pecado, de poseerlas así fuera fugazmente con una sola mirada. Klaus se hizo cargo de los arreglos. Después de Amsterdam, comenzamos a atender pedidos selectos: desde la Patagonia hasta Estocolmo, de New Haven a Turkestán.

         Fue una suerte de tregua, un transitorio estado de salud antes de la proliferación del mal. De no haber sido por ese frenético compás de espera que se prolongó prodigiosamente varios años y durante el cual me entretenía cultivando y podando flores de placer para otros jardines, yo mismo hubiera arribado a la locura. Tal vez, ahora lo comprendo, hubiera sido mejor. Precipitarse de una vez por todas en el abismo. Pero, ya lo dijo un hombre santo: por mucho menos se muere —aunque no por lo que de verdad morimos.

         He dicho ya que la violación empieza con la mirada. Maniatadas en el bosque de su placer, las ropas en jirones, la cabeza doblegada, las tres niñas que aún me acompañan continúan prodigándose con criminal e inviolable inocencia.


 

 

 

XVIII

 

He dicho que la violación comienza con la mirada. ¿Cuándo empecé yo a torturar a mis Violetas y a dejarme torturar por ellas? Los juegos de las Violetas. Aunque en un principio, sólo era Violeta. Después, no pude resistirme a la infidelidad: entre todas las fragancias elaboradas por esa mujer pródiga que siempre fue Clara, había dos esencias que, de manera singular, podían montarme y hacerme cabalgar el cuerpo cálido y embriagante del perfume de violetas. Recuerdo que a pesar de mi insistencia Clara se resistía, juguetona, a decirme sus nombres y yo, confundido por la mezcla de aromas que me mostraba con la promesa de revelarme las verdaderas, no atinaba a precisar el matiz distintivo que inflamaba así su lujuria volátil. Una noche llegué a la droguería dispuesto a averiguarlo por mí mismo. Ante la mirada sorprendida de la mujer, comencé a destapar frascos de aceites esenciales y a olerlos indiscriminadamente. “Cuidado, Julián, me dijo ella, vas a enloquecer de amor...” Se equivocaba. La mezcla de esencias sólo me permitió abrirme a un deseo aledaño pero no menos intenso: conocer el placer de Clara que alguna vez Klaus había gozado. Sentirla otra vez niña. Entonces, cuando cedió por fin a mis ímpetus, en cada acometida, mientras retoñaba y volvía al paraíso de su inocencia primera, exclamó en oleadas: “Clavel... narciso... violeta silvestre.”

         Por eso, cuando dos muñecas peculiares exigieron para sí una identidad y un secreto propios, les correspondió a cada cual una de aquellas mezclas avasallantes. Ambas eran Violetas pero, como suele pasar con las muñecas y las mujeres en general, muy pronto se hicieron notar y reclamaron un trato diferente. Aquélla a quien la mezcla de caucho le había correspondido el aroma que ligaba la frescura punzante del clavel, resultó ser una Violeta ingobernable por lo que había que someterla siempre de pie: atada, amordazada, aun descoyuntada, conservaba esa altivez del aire y muchas veces, mientras la contemplaba emerger, desnuda e incompleta en medio del naufragio, me sentía doblegado por su orgullo hiriente. Y claro, en vez de llamarla Violeta, me aproximaba a ella y le decía al oído para que las otras no fueran a escucharme: Despierta ya, vamos a empezar otra vez mi rebelde Clavel.

         La otra, no sé si por la esencia delicadamente masculina que el narciso animaba desde su entraña plástica, de cabello muy corto y a la que le gustaba fingirse un muchacho, a esa había que castigarla de manera diferente: contemplarla celosa de la imagen gemela que en el espejo se burlaba de sus confusiones, pues sabía que más que amarla a ella, lo admiraba a él. De las tres era la única que no toleraba contemplarse desnuda e inerme: sustancialmente rota, irreparablemente incompleta. Aunque de seguro a ella le hubiera fascinado escuchar su nombre de varón por esencia y derecho propio, en vez de decirle Narciso, siempre la llamé la “Desnombrada”.

         A veces, sin que hubieran dado motivo, las ataba muy juntas a las tres pequeñas: sus piernas, brazos, torsos y sexos se entreveraban en una flor compuesta y demencial. Entonces, heridas en su amor propio de muñecas soberbias, tanto la primera Violeta, como a la que le decía Clavel en secreto y a la que nombraba la Desnombrada, se refugiaban en el último rincón de sí mismas y no exhalaban ni el más leve aroma. Infranqueables, herméticas, por completo inaccesibles, me dejaban solo. Yo sufría y buscaba hacerlas reaccionar con dulces manoseos y rechinantes castigos. Pero era hermoso contemplarlas en ese abandono perfecto, esa pasividad extática que sólo las muñecas pubescentes pueden adoptar sin morirse del todo.


 

 

 

XIX

 

¿Fue Bellmer enterrado con su primera muñeca como era su deseo? ¿Murió finalmente en paz o una voz insistente volvía a acorralarlo para ordenarle “Spring!”, salta y no te detengas hasta precipitarte en el fondo del abismo? ¿Conoció en verdad a los Verehrer des Ewigen Lichtes, la versión germánica de los Adoradores de la Luz Eterna, tal y como me reveló Horacio Hernández aquella primera y única vez en que se apersonó en mi oficina una noche demencial de tormenta, cargado de años y recuerdos y delirios pero sobre todo de abominaciones y mentiras? ¿Crueles mentiras o verdades impías? ¿Cómo es que H. H. sabía tantas cosas? ¿Pero se trataba en verdad de Horacio Hernández o era uno de sus sucedáneos? ¿Es decir, el propio Felisberto haciéndose pasar por el medio hermano y fingiendo su propia muerte para salvarse, o, como mucho me temo, alguno de los miembros de la Hermandad de la Luz Eterna que habían decidido cercarme a mí y para lograrlo, ¿qué manera más refinada y siniestra que hacerse pasar por el anciano creador de las Hortensias para conseguir mi más absoluta rendición? Pero no debo precipitarme en la desesperación. Falta tan poco ya para que la oscura verdad cierna su filo de tiniebla, para que corte los amarres de la soga que con trabajos me mantiene en pie, en medio de este bosque inmóvil donde yo, Julián Mercader, y no mis Violetas, permanezco atado a la sed perenne de mi deseo lacerante.


 

 

 

XX

 

Mi vida se había teñido de violetas, impregnado de su aroma irrenunciable. Era sin duda alguna el más feliz de los mortales. Nada me perturbaba, ni los cambios que atormentaban al país, ni las vicisitudes de los que tienen que proveer el diario alimento a sus familias, ni el reconocimiento que hace delirar a los soberbios de mafias y cofradías; vaya, ni siquiera las febriles sorpresas de H. H. que, repentinamente, dejó de enviar correspondencia. Llegué a creer que a sus noventa y tantos años había exhalado el último suspiro, tal vez soñando la fragancia no segada de una Violeta en flor.

         De pronto, las cosas se precipitaron y empezó la catástrofe. ¿Cómo se urde el látigo del peor de los castigos? Los dioses son crueles: sólo para nuestro mal nos hacen conocer el Paraíso.

         La última vez que vi a Violeta fue a causa de la muerte de Klaus. Con el alud de trámites burocráticos que provoca una muerte inesperada, máxime cuando hay evidencias de homicidio, le dio tiempo para tomar el avión desde Manchester, hacer las escalas necesarias, y todavía alcanzarnos en la funeraria. Con un vestido blanco que delineaba su figura aún delicada y una valerina que le contenía el cabello alrededor del rostro suave en un vaivén acompasado, era una hermosa mujer que por momentos, mientras se perdía en algún lugar dentro de sí misma, dejaba aflorar esa su fragante inocencia que yo conocía tan de sobra. Yo me encontraba destrozado, como si a mi fortaleza de muros inexpugnables le hubieran hecho un boquete incomprensible y trascendental, pero bastó verla acomodarse en la punta del asiento cuando trajeron las coronas de flores para que la recordara cabalgando en el corcel de mis muslos como la pequeña amazona insaciable que en realidad era. Muy cerca de mi madre, que por supuesto nos acompañó aquel día aciago, estaba Isabel y algo en su mirada me reprochó ese transporte de goce inesperado. Pero no sabría decir si lo hacía por la gravedad del momento, o porque vislumbró la sombra de deseo que acurruqué en las rodillas todavía dóciles de Violeta. Podía entender su enojo. A final de cuentas, cómo olvidarlo, ella había sido la primera amazona.

         La llegada de Clara, en compañía de dos hombres adustos, de impecable traje y aire monacal, me sacó de mis pensamientos. Hice ademán de incorporarme pero, desde su lugar, Clara esbozó un discreto pero rotundo gesto de negación. Su mirada, que al instante recorrió el pabellón para verificar si alguien se había percatado de nuestro fugaz intercambio, me hizo considerar que debían de estarnos vigilando. Descubrí entonces que había mucha gente desconocida en el lugar; que, incluso para un hombre solitario como Klaus, con prácticamente nula vida social, había demasiada gente. Por supuesto, algunos eran agentes de la procuraduría pero su corte gansteril y siniestro los delataba a primera vista. Había otros en cambio, hombres y mujeres, de mirar impasible, reconcentrados en la tarea de esperar y... verificar que todo estuviera en orden, que las cosas pasaran como tenían que pasar: lo mismo al recoger el pañuelo que se le cayó a Isabel a la hora de levantarse de su sitio, que al disponer el orden exacto de los arreglos florales en derredor del féretro. No llevaban uniforme alguno ni tenían la apariencia de ser trabajadores del lugar, pero no pude encontrar otra razón para su presencia que el formar parte de un servicio discresional de la funeraria, no en balde la más costosa y elegante de la ciudad. De pronto me distraje y dejé de verlos porque sucedió algo que nunca hubiera esperado: el encuadre silente en que Violeta volvió su rostro hacia mí en posición de tres cuartos —la barbilla hundida, los labios carnosamente altivos—, para retarme dulce, encantadoramente. Su gesto tal vez era provocado por el dolor y la vulnerabilidad en que nos sumía aquella muerte inexplicable, pero entonces, en la manera en que desvalidamente me enfrentaba, vislumbré el resplandor de mi suplicio, la sed siempre renovada e inconclusa del deseo: su gloria y su condena. Y pensé en Klaus y su ausencia me punzó el corazón con un dolor físico: me había dejado solo con mis apetitos y pecados, en irremediable, ahora sí, incurable orfandad.


 

 

 

XXI

 

La violación más fulgurante siempre es silenciosa, pero, por sobre todas las cosas, inesperada. No sé cómo pude resistir en pie al borde de la tumba de Klaus sin resbalar con él, pero fue imposible guardar más la compostura apenas traspuse las rejas del panteón alemán de la ciudad. Violeta, que me había visto blandirme como una navaja antes de quebrarse por la mitad, se me acercó, me tomó del brazo y pidió ayuda a su tía Isabel. Ambas me condujeron a la casa. Seguramente fue Isabel la que llamó al médico que se encargó de inyectarme el tranquilizante adecuado: debía dormir y, aunque fuera fugazmente, olvidar. Comencé a verlas desde el interior de una pecera: aguas gelatinosas me separaban más y más de ambas, sus voces me llegaban distantes, sus movimientos desafocados, y una tenue y feliz inconsciencia me reconcentraba sólo en el golpeteo de mi sangre como si de nuevo estuviera en el vientre seguro y cálido de una madre. Era sin duda una madre poderosa: una fortaleza de ladrillo que a su vez era el cuerpo dócil de una muñeca. Adentro, laberintos y pasadizos secretos, mi corazón rebotaba como una pelota mágica, sin necesidad de mano infantil alguna que la empujara. Continuó rebotando hasta que me perdí en la región abisal de un sueño profundo.

         Debieron de pasar horas. Era noche cerrada cuando la pelota volvió a rebotar en mis oídos. Intenté abrir los ojos pero los párpados no me obedecían. Quizá sólo me soñaba despertar y oír que mi corazón —ese traidor— se negaba a abandonar el juego pertinaz de la existencia. De pronto, se hendió la noche. Alguien entornó la puerta de la habitación: no podía tratarse más que de alguna de mis amazonas jugando a ser una enfermera. También jugaba con mi corazón: ahora era suya la mano que lo hacía rebotar más y más intensamente mientras la sentía aproximarse a mi encuentro. Yo seguía sin poder abrir los ojos y, ahora me daba cuenta, sin poder hablar ni tampoco moverme. Me había convertido, qué duda cabía, en una muñeca inerte. Mi visitante no tuvo piedad: subió a la cama y mi corazón dejó de rebotar por unos instantes cuando me abrió de piernas y me obligó a recibir su deseo frontal como un sublime estado de gracia.


 

 

 

XXII

 

Estoy por fin en el bosque. Huele a humedad pero también a una fragancia dulce y silvestre. Me adentro como si supiera que debo llegar a un destino. Cruzo barrancos y riachuelos, también parajes espinosos y agrestes. Cuando me creo perdido, alcanzo a divisar un árbol de tronco enhiesto y vigoroso. Me aproximo y descubro que tiene un hueco del tamaño de mi rostro. Pero el hueco no está vacío: en su interior hay un panal. Como nunca he visto uno de cerca, no sé si es de abejas o de avispas, pero una cosa es cierta: de ahí manan miel y cera, el aroma dulce y silvestre que he estado percibiendo desde un principio. Hundo un dedo en la corriente que baña ya la corteza del árbol y percibo un estremecimiento en la cera que comienza a cuajarse y rápidamente forma el cuerpo de una muchacha parecida a Susana Garmendia. Está unida al árbol como si la hubieran atado con ese propósito. Se halla completamente a mi merced. La penetro con violencia. Ella quiere gritar pero de su boca no sale ningún sonido. Entonces pienso que debe de ser muda. Súbitamente, me invade un terror: puede quedar embarazada. Pero entonces reflexiono: no podrá acusarme, no habrá consecuencias. Continuo forzándola y entonces descubro que su no-grito, ese que se queda atorado en su garganta, es un gemido de placer. “Sólo los sueños son silenciosos, me dice una voz sin voz, no vayas a despertarte.” Y claro, entonces me desperté. Abrí por fin los ojos y vi que no había sido un sueño: montada sobre su placer, cabalgándolo, resplandecía de dulzura mi amazona.


 

 

 

XXIII

 

De todas las muñecas con nombres de flores hay una familia que algunos recordarán como la de las “muñecas-flores del mal”: las Violetas, creadas por Julián Mercader y Klaus Wagner, muñecas de tamaño natural, de cuerpos púberes y virginales con las cuales consumar, para decirlo de una vez, una ensoñada violación silenciosa, sin consecuencias. Pero había un antecedente en esa suerte de neobotánica del deseo que entonces no conocíamos: las Hortensias, concebidas por un hombre singular: Felisberto Hernández, pianista itinerante y escritor del Uruguay que fingió su propia muerte y tomó en préstamo la vida de un medio hermano recluido en un manicomio desde los tiempos en que escribió Las Hortensias y en cuya existencia se inspiró ese relato abismal. Al menos eso fue lo que llegué a creer durante los últimos tiempos, posteriores a la muerte infame de Klaus.

         Había decidido cerrar la fábrica de muñecas. Una firma japonesa se había interesado en comprar la franquicia de las Violetas —registradas por Klaus, que había tenido casi desde un principio la visión de lo que podían representar— para comercializarlas a gran escala. A pesar del duelo, casi se me dibujaba una sonrisa sólo de pensar que en los viveros y florerías de todo el mundo se vende desde hace años una elegante y extraña flor de pétalos invertidos, de colores vivos y evanescentes, pero sin aroma: el cyclamen, mejor conocido como violeta imperial japonesa. Y ya podía imaginarme a las nuevas Violetas japonesas con rasgos y contornos más finos y esos enormes ojos de las caricaturas y cómics orientales, llenos de asombro e inocencia indescriptibles. La verdad es que no me decidía: las Violetas eran un asunto de complicidad filial: tenían que ver con mi hija Violeta pero sobre todo fueron concebidas con ese hombre al que siempre me le rendí como a un padre. No sé si consigo explicarme.

         Ante mi silencio, los japoneses triplicaron la oferta. Me di el lujo de decirles que necesitaba tiempo y me lo concedieron. Mientras tanto, persistí en desmantelar la fábrica. Indemnicé al personal. Las últimas Violetas, aquellas que no habían alcanzado destinatario porque dejé de atender los pedidos, dormían en sus cajas de madera como bellas niñas que hubieran muerto antes de florecer del todo. Aún no sabía lo que haría con ellas: eran demasiadas para mí y las que ya tenía no tolerarían una traición. Y la traición es una veleidad del alma para la que se necesita fuerza y determinación, facultades que yo no tenía —por lo menos en aquel momento. Por el contrario, sin la entereza de Klaus, sin su presencia distante pero cierta como el horizonte y los puntos cardinales, me había convertido en un ser fracturado y vulnerable, un guiñapo —lo confieso sin vergüenza alguna—, una herida lamentable y doliente. La inoperancia de nuestro sistema judicial terminó por cerrar el caso después de que el detective al cargo intentó inculpar sucesivamente a un vecino nuevo del edificio donde vivía Klaus, con quien el siempre impasible alemán había tenido un altercado por los ladridos de su mascota; después a Clara, porque encontraron la tarjeta de la perfumista en una bolsa de la pijama que llevaba puesta cuando lo encontraron muerto, y por último, a mí. Es decir, no tenían nada. Seguramente hubieran declarado “suicidio imprudencial”, arguyendo que había sido presa de sonambulismo y que por eso aquella madrugada, antes de arrojarse por el cubo de las escaleras, dijo en sueños unas palabras en alemán que precisamente había escuchado el vecino del perro. Eso hubieran dicho de no ser por la evidencia de que habían forzado la puerta de su departamento y porque encontraron pequeñas cajas de madera vacías —nunca las vi, pero supongo que eran, en dimensiones menores, del mismo tipo que las que usábamos para transportar a las Violetas adolescentes—, desperdigadas en el estudio con la intención firme —ahora puedo entenderlo— de provocar sospechas sobre su contenido.

         Fue una noche que amenazaba con tormenta —estaban por cumplirse siete meses del asesinato de Klaus—, cuando me apersoné en el despacho que le había servido de oficina y guarida. Ahí estaba su mesa de diseño con el último volumen que habíamos compartido juntos: un ejemplar sobre flores orientales que la propia Violeta le había conseguido en una librería de Bloomsbury y enviado con motivo de su último cumpleaños. Ahí tambien, en el fondo, la puerta entreabierta que conducía a su privado, ese cuarto pequeño y ensimismado donde contemplé por primera vez las imágenes contagiosas de Bellmer. Tuve que armarme de toda la resignación posible para traspasar el umbral. Tan pronto encendí la luz descubrí una foto de gran formato en la pared que no estaba la última vez que, aprovechando que Klaus se había ido de vacaciones, me decidí a entrar. La verdad es que solía hacerlo siempre que podía: a ese grado me intrigaba su mundo reservado y, en gran medida, inaccesible. Se trataba de una fotografía de la muñeca de Bellmer que nunca antes había visto: junto al rostro de perfil de la joven, rozando apenas su torso disectado e incompleto, emergía una figura evanescente que miraba a la cámara en una suerte de autorretrato fantasmal: mucho más joven que el que yo recordaba, pero sin sombra de duda, Klaus Wagner.

         No tuve tiempo de reponerme. Nerviosos e insistentes toquidos golpeaban el cristal opaco de la puerta de la oficina. A mi llegada, le había dado instrucciones precisas al velador para que, por ningún motivo, me interrumpiera. Me precipité hacia el acceso y en un par de zancadas crucé el despacho: ahora que me había decidido a enfrentar los últimos vestigios de Klaus, no me permitían hacerlo. Tiré de la puerta con furia, sin saber que en realidad le franqueaba la entrada al destino.

         En vez de la figura hosca del vigilante, apareció un hombrecito de cabellos revueltos, de mirar pícaro pero benevolente, un poco rechoncho de modo que la gabardina apenas le cerraba, y mucho menos anciano de lo que yo hubiera esperado en un hombre de noventa años. Se apoyaba en un bastón de hueso blanco y traía un cartapacios púrpura bajo el brazo. ¿Quién diablos podía ser este hombre? ¿Cómo es que el velador lo había dejado pasar tan impunemente?

         —Perdonará usted el atrevimiento, pero debemos hablar. Soy Horacio Hernández, H. H., ¿ya no me recuerda? De prisa, de prisa, que no hay mucho tiempo.

         Y sin esperar respuesta, adelantó el bastón, destrabó mi mano que aún se hallaba prendida al picaporte y cerró escrupulosamente la puerta, sin darme tiempo a entender nada. Dio un par de pasos y de pronto, dejando el cartapacios en un mueble lateral, con la mano disponible se sacudió unos goterones que traía en las solapas de la gabardina.

         —Es que esta noche habrá menuda tormenta. ¿Está enterado, señor Mercader? Lo anunciaron por la tarde en el meteorológico nacional.


 

 

 

XXIV

 

No había mucho tiempo pero la tormenta que empezó a caer esa noche apenas el hombrecillo traspuso el umbral, duró más de una hora y en todo ese tiempo, el anciano que se hacía llamar H. H., prácticamente no paró de hablar. Anonadado al principio, lo observé caminar de un lado a otro de la oficina, blandir su bastón, agitarse, gesticular. Incluso, amparado por la sordina exterior de la lluvia, alzar la voz y gritar. Conforme lo veía adueñarse del espacio como un actor dotado y lo escuchaba desgranar sus historias impías, fui entrando en un estado de angustia febril que me hizo dudar de todo, incluso de estar sentado tras al escritorio de Klaus en compañía de este hombre demente. Tal vez, me decía yo mismo, por alguna razón cercana al dolor, estaba desvariando y me inventaba personajes e historias absurdas. Por un momento, pensé en el conejo de Alicia en el país de las maravillas que sacaba a cada rato su reloj y gritaba frenético: “¡Se hace tarde... se hace tarde!”

         Y seguro enloquecía, porque apenas había pensado en el personaje de esa historia delirante, cuando el viejecillo se apartó un poco la gabardina y sacó de la bolsa del chaleco un reloj de leontina. Y tras echar una ojeada en la carátula, sentenció: “Se hace tarde...”

         ¿Y cómo no iba a pensar que había perdido la razón si H. H., o quien quiera que fuese en realidad aquel hombre, había comenzado diciéndome que él sabía quién había asesinado a Klaus Wagner, pero que para que pudiera entenderlo y dar crédito a sus palabras debía revelarme dos historias aledañas? La primera, por supuesto, le concernía y tenía que ver con los motivos de su muerte fingida después de años de persecusión y acoso. Por supuesto, al principio, había acudido con el director del hospital adonde lo recluyeron durante semanas luego del primer intento de “suicidio”. El director, que era devoto de las historias de detectives, vio la oportunidad de ser partícipe de una de ellas y llamó al jefe de la policía. Al principio, mientras Horacio o Felisberto Hernández mencionaba que una de sus mujeres —una española de nombre María Luisa— había sido espía de la KGB, el hombre se mostró interesado, pero cuando el escritor añadió que aquella agencia de espionaje internacional era uno de los nombres de una organización más vasta que tenía como propósito limpiar el pecado de la lujuria del mundo, librarlo de las tinieblas de la carne y dar paso a la luz de la pureza más absoluta, el jefe de la policía sencillamente se echó a reír a carcajadas. Ese día H. H. o F. H. salió del hospital con la advertencia de que podrían recluirlo en un sanatorio de enfermos mentales si persistía con sus invenciones. “Tengo entendido que sos un escritor promisorio. ¿Por qué no seguís escribiendo historias en vez de pretender vivirlas en la realidad?”, le había dicho el hombre mientras se sacaba un pequeño libro de a octavo del saco y se lo ofrecía al escritor explicándole: “Es que aquí mi amigo el doctor me pescó en casa y mi mujer, que es lectora de los autores nacionales, me ha pedido un autógrafo...” Hernández no pudo evitar sentirse halagado. El pequeño volumen estaba encuadernado con pastas púrpura, de modo que no vio el título sino hasta que lo tuvo en sus manos y buscó las páginas preliminares. Entonces, se le cayó de las manos la estilográfica que acababa de alargarle el doctor y el libro empastado que le había dado el jefe de policía. Se trataba de un ejemplar de Las Hortensias.

         —¿Pero es que no lo entiende, señor Mercader? —me decía aquel hombre crispado ante mi inmovilidad estupefacta—. ¿No le dije antes que mi hermano, es decir yo cuando todavía no imaginaba las sombras que iban a cercarme, había escrito un relato titulado con ese mismo nombre, el cual nunca vio la luz pues toda la edición pereció en un incendio del taller tipográfico, junto con el único manuscrito que yo poseía? ¿Va entendiendo usted ahora de la perversidad de la que le hablo? Pero, claro, tendría usted que saber que ese escrito estaba basado en hechos palpables, que las Hortensias existieron como ahora sus Violetas de inocencia irreprochable. ¿Ya no recuerda a la morocha del antifaz que le envié hace algunos años? ¿Tan insatisfecho lo dejó la esplendidez de sus carnes frente a la tersura de sus pequeñas insolentes que ya la desechó de su memoria?

         Negué rotundo con la cabeza.

         —Le parecerá que exagero. Permítame decirle que para un escritor sus escritos son su vida: no hay otra razón para la existencia (por eso, para proteger mis historias de la devastación en que quieren sumirme, me he inventado un sistema de escritura personal e infalible: ¿sabe usted que alguna vez, además de pianista itinerante, fui taquígrafo?). Pero si eso no fuera suficiente podría yo contarle las circunstancias en que murió mi esposa María Hortensia, a quien para su desgracia, dediqué ese relato que nunca llegó a leer impreso..., o el modo en que pereció el pequeño Horacio antes de que me decidiera a tomar en préstamo su vida... Pero se hace tarde y le he prometido revelarle quién, antes bien, quiénes dieron muerte a su amigo Klaus Wagner.

         Entonces, a pesar de que la tormenta continuaba copiosa y un trueno acababa de cimbrarse por los alrededores, el hombrecillo que decía ser el escritor Felisberto Hernández, dijo en un susurro un nombre. Un nombre compuesto y clandestino. Hubiera debido reírme como el policía de su relato de no ser porque eso hubiera supuesto que ya sabía de qué hablaba, que incluso era uno de sus miembros y, por lo tanto, me encontraba a salvo. Pero también hubiera podido reír porque todo aquello sonaba a una historia descabellada, producto de la mente de un hombre senil con delirios de persecusión mesiánica. Recordé entonces que yo había recibido años atrás una Hortensia enviada por H. H., lo mismo que aquel souvenir con la imagen de una chiquilla idéntica a mi hija Violeta cuando tendría doce años, casi desnuda y apenas cubierta por un capullo de finísimas plumas que se movía con el aliento de los deseos que despertaba. Desde el primer momento, Klaus había dicho que debía preocuparme por estos envíos y los que siguieron, y era precisamente ese remitente que ahora se había apersonado en la fábrica, quien iba a revelarme información sobre su asesinato infame. El viejecillo había apoyado las manos en el escritorio y murmuraba ya el nombre de los responsables. En medio de la lluvia torrencial, más que escuchar aquel nombre execrable, lo leí en los labios de H. H. que lo pronunciaron reverencialmente: la Hermandad de la Luz Eterna.


 

 

 

XXV

 

Se hace tarde... —dijo el hombrecillo que ahora se hacía llamar Felisberto Hernández mientras acariciaba nerviosamente el mango de su bastón de hueso. Por fin se había sentado en la poltrona que quedaba frente al escritorio. Por fin, nos hallábamos cara a cara. Suspiró para hacer acopio de concentración y fuerza, y entonces continuó—. Tendré que abreviar lo más posible. Sé que aún duda de mis palabras. ¿Sabe usted, señor Mercader, que su admirado Hans Bellmer, ese artista extraordinario, también fue cercado por los Hermanos? Es decir, por su equivalente en Europa, porque puedo asegurarle que están diseminados por todos los confines del planeta. Si no ha oído hablar de ellos con el nombre que acabo de mencionarle es porque aunque abogan por la luz, trabajan en la sombra. Llevo casi cuarenta años rehuyéndoles, y por eso he aprendido a escuchar sus pasos, a discernir las secretas maneras en que se comportan. Antes le he dicho que creía que su propósito era limpiar el pecado de la lujuria del mundo porque la consideran la herida original, pero he descubierto que su monstruosidad es todavía mayor porque pretenden instaurar un mundo sin matices, abolir la oscuridad, purgar las tinieblas y dar paso a la luz eterna. En ese orden de cosas, se han erigido en inquisidores. Reacios a entender que el mal se halla también en la mirada de quien juzga, han sido capaces a lo largo de la historia —porque sí, se asombraría usted de saber los nombres con los que se han disfrazado en otras épocas y los que tienen hoy en día— de recurrir a los medios más infames y ruines a fin de lograr sus ideales. Y lo disfrutan. Ah cómo disfrutan de castigar la mirada que los confronta: la que los hace sospechar de su propia perversidad. Por eso castigaron a Bellmer, por eso mataron a su amigo Klaus, por eso me llevaron a falsear mi propia muerte, por eso han comenzado a acorralarlo a usted, pero ¿es que no se da cuenta? No me mire con esos ojos. Por supuesto que en ninguna biografía del artista alemán encontrará usted lo que voy a revelarle. Efectivamente, Bellmer no murió a manos de ellos, pero estuvieron cerca. ¿Sabía usted que su última mujer, la escritora Unica Zürn, se suicidó frente a sus narices? Lo que los libros registran es que ella acababa de salir del hospital, donde había estado semanas recuperándose de un brote psicótico. Tan pronto la dieron de alta, se dirigió al piso de Bellmer. Lo que hablaron, lo que se dijeron y no, nadie puede saberlo. Sólo que cuando Bellmer regresaba con un té de arándanos para Unica, la encontró de pie sobre el pretil de la ventana, a punto de arrojarse. Ningún libro registra lo que yo sé. Sé que Bellmer se quedó estupefacto y que murmuró un suave, tenue “Unica... no”, pero una voz afuera del edificio, una voz que sólo escucharon las palomas de las cornisas cercanas, la anciana del piso inferior y el propio Bellmer             —aunque mucho tiempo creyó que había sido una alucinación—, esa voz ordenó: “¡Salta!” Y claro, Unica obedeció. ¿No me cree? Lamentablemente no puedo confiarle las fuentes que me llevaron al testimonio de la anciana, ni hay tampoco tiempo para extenderse en esos detalles. Pero de ser cierto lo que acabo de revelarle, ¿puede usted comprender ahora, señor Mercarder, el alcance siniestro de la Cofradía de la que le hablo?

         Yo había leído algo de la vida de Bellmer y sabía que su última mujer se había suicidado en su presencia, una muerte de la que sólo pudo liberarse unos pocos años después, cuando el propio artista falleció consumido de cáncer y remordimientos. F. H. hizo una pausa que aprovechó para pasarse el dorso de una mano por la frente. No me había dado cuenta, pero, sí, sudaba. La otra mano siguió asiéndose del bastón como si lo necesitara para recuperar energías. Y era preciso. Si bien la tormenta había menguado un poco, aún debía esforzarse para que su voz fuera suficientemente audible si quería terminar su relato. Entonces, cuando había respirado un poco, colocando la mano disponible encima de la otra que se mantenía en el bastón de hueso, prosiguió ante mi consternación absoluta.

         —¿Sabe usted cómo se dice en alemán “¡salta!”? Yo lo sabía desde niño: en Uruguay hay una fuerte comunidad de alemanes que escaparon de la guerra y varios de mis amigos lo eran. Así pues yo conocía la palabra aunque sólo después me la repetiría noche tras noche, como una suerte de conjuro que me evitara mi propia caída. Ahora soy un anciano pero me sigo aferrando a la vida porque hacerlo es tan inevitable para mí como el acto de la ficción y de la escritura. “Spring!”, me digo precisamente para no saltar. “Spring!” fue lo que le ordenaron a su amigo Klaus Wagner. ¿Está listo por fin para aceptar que, así como mis Hortensias prohibidas, las Violetas niñas fueron uno de los motivos principales detrás de esa orden?

         Fue como si me dijera que yo mismo había matado a Klaus. A pesar del delirio que me mareaba y me hacía temblar de pies a cabeza, me alcé del asiento y lo enfrenté.

         —No estoy muy seguro de entender todo lo que me ha dicho, ni mucho menos de creerlo. Pero, si es verdad lo que usted dice, ¿por qué Klaus? Entiéndame, no pretendo envanecerme, las Violetas, usted lo sabe, nacieron de una pasión ilícita: la mía. Fui yo quien las concibió. En todo caso, yo soy el verdadero culpable...

         —La verdad es demasiado terrible. ¿Está usted dispuesto a escucharla, señor Mercader?

         Mi silencio era una mezcla de incredulidad e indignación.

         —¿Sabía usted que él, su amigo Klaus Wagner, fabricaba muñecas por su cuenta? Eran una verdadera obra maestra esas Violetas de cinco, seis años, incluso más pequeñas según el gusto pederasta del cliente. ¿No me cree? Puedo probárselo.

         No quise escucharlo más. Dejó de importarme que fuera un hombre anciano, que fuera el escritor que decía ser, que hubiera creado en la ficción, en la realidad, o en ambas, aquellas delirantes muñecas prohibidas llamadas las Hortensias. Hay de perversidades a perversidades. No podía permitirle a él ni a nadie que me acusara de ser el responsable de la muerte de Klaus Wagner ni que mancillara así la memoria de mi amigo, mi verdadero padre, el hombre que siempre me aceptó sin importar lo que yo fuera. Saqué al hombrecillo a empellones de la oficina. Era más fuerte de lo que hubiera esperado. Intentó calmarme; me decía: “Escuche, Julián, escuche, se hace tarde”. Le contesté que era un rematado demente y un escritorzuelo fracasado, y azoté la puerta y puse llave. Tardó varios minutos en recomponerse, toser y finalmente marcharse. Pero su sombra opaca se perfilaba a través del vidrio esmerilado completamente erguida al momento de alejarse. No me extrañó que se colocara el bastón bajo el brazo y que caminara ligero como si, tras terminar su acto, se hubiera quitado el disfraz de varios años de encima. Hubiera querido gritarle “farsante” pero la cabeza me estallaba. Me derrumbé y cerré los ojos pretendiendo anular el dolor y la turbulencia que de pronto había cobrado el mundo. Mi mundo.

         La tormenta había cesado por completo cuando levanté finalmente el rostro. Al hacerlo, descubrí en la mesita lateral el cartapacios púrpura que el hombrecillo traía consigo al llegar y que debió de haber olvidado con su salida forzada. Iba a arrojarlo con furia al cesto de basura no fuera a ser que contuviera una nueva infamia, cuando se me resbaló de las manos y las hojas volaron como palomas sedientas. Me llamó la atención —pero el hecho no podía ya sorprenderme— que sólo en una de ellas pudiera leerse un par de frases inteligibles.

 

Obras póstumas

(Mi vida como muerto)

por Felisberto H. Hernández

 

         El resto era literalmente el paso de numerosas huellas de paloma: los rasgos de una escritura taquigráfica indescifrable.


 

 

 

XXVI

 

“Sólo la muerte y los sueños son silenciosos. No vayas a despertarte: ¿por qué no saltas de una vez?” Y claro, entonces me desperté. Estaba en un cuarto de hospital. A mi lado, Isabel murmuraba palabras en mi oído. Me decía: “Eres un maldito criminal, un loco depravado... no sé por qué sigo preocupándome”. Yo tampoco lo sabía. La mujer del servicio me había encontrado desmayado en mi casa cuando llegó a hacer la limpieza por la mañana y la había llamado a ella. Había tenido el primer infarto de mi vida. Fulminante, o casi. Quince minutos más tarde y hubiera sido imposible salvarme, habían dicho los doctores. Esa mañana, quince minutos antes del infarto, había recibido una llamada de F. H. H., o como quiera que se llamase aquel hombre. Brevemente, porque se hacía tarde, me alertaba de lo que vendría. Por principio de cuentas, que dos Violetas pequeñas, de la cepa que él seguía atribuyendo a Klaus, habían sido enviadas en sus cajas de madera, una a la dirección de mi cuñada, y la otra a Violeta en Manchester. Que el remitente no era otro que Julián Mercader, o sea yo mismo.

         “La Hermandad tiene maneras impredecibles de actuar y ahora lo ha elegido a usted. Nada en nuestras vidas es fortuito: aunque desconozcamos el sentido del rompecabezas, todo termina encajando en el lugar propicio. Por ejemplo, ignoro por qué a su amigo Klaus lo atormentaron como lo hicieron. No le dije los detalles porque no me dio usted tiempo. Fue muy descortés de su parte, señor Mercader, tratarme como lo hizo. Pero no le guardo rencor. Por el contrario, me preocupa su integridad física y debo añadir... mental. Por eso es que vacilo ahora en revelarle lo que voy a decirle, pero si no se lo digo yo, algún otro miembro de la Hermandad se encargará de hacerlo. Además, espero le servirá para tomar providencias. Usted, como la policía y la prensa, piensa que su amigo Klaus Wagner murió por las fracturas que le provocó la caída desde el quinto piso del edificio donde vivía. Un reporte más detallado y atento del forense hubiera encontrado una agresión previa, una necrosis de tejidos, un estallamiento de una parte específica de su cuerpo que fue perpretado horas antes con un objeto semejante a un mazo... ¿Sabe usted a qué órgano me refiero, verdad? ¿No me responde nada, señor Mercader? ¿Acaso estoy haciendo estallar yo mismo ahora su corazón con estas palabras que le digo? ¿O me sigue considerando un escritorzuelo fracazado, un loco bien piantado que sólo inventa historias y delirios? Permítame decirle que en realidad usted no sabe nada de mí. Usted no conoce más que algunos de mis nombres. Soy Horacio Hernández, soy Felisberto, puedo ser Klaus Wagner o Julián Mercader... Seré lo que sea necesario. Yo no soy nadie, soy muchos. Soy multitudes. Soy legión. Lo que haga falta para salvar al mundo de las tinieblas. Para inundarlo de luz.”

         Entonces un dolor punzante me atravesó el brazo y se abrió camino hasta mi pecho. Literalmente, el corazón me estallaba. Y una oscuridad absoluta me envolvió en el sudario de su noche.

 

 

Pero no fue una noche permanente. De todos modos sé que sólo se trata de una tregua. Desde que salí del hospital intenté hablar con Violeta pero se ha negado a recibir mis llamadas telefónicas. Hasta hoy. Sólo que en esta ocasión ha sido ella quien me ha buscado. Su voz, más oscura que de costumbre, ha dicho sólo tres frases. Una pregunta, una afirmación y una orden. La verdad, las esperaba. La verdad, no me las hubiera imaginado en sus labios. Ha preguntado clara, frontalmente: “¿Por qué me reemplazaste?”, y luego tras un largo silencio, “Voy en camino... Espérame.” Y no he hecho otra cosa que ponerme al borde del abismo y obedecerla con la certeza de un advenimiento, una bienaventurada anunciación.


 

 

 

XXVII

 

Tal vez no todo se haya perdido si algunas de estas palabras encuentran un destino diferente a la hoguera; si alguien llega a conocerlas y no me condena del todo.


 

 

 

XXVIII

 

Ya se aproxima mi hada. Mi ninfa del bosque. Mi amazona. Mi sacerdotisa. Su aroma dulce y cruel remonta las oquedades del sueño. Por un momento    —pero muy breve, lo confieso—, la he confundido con la Desnombrada al escucharle murmurar que por fin ha de sembrarme en el vientre un nombre y un rostro verdaderos. Sus ojos son hipnóticos: espirales de éxtasis congelado. Su deseo frontal empuña ahora el filo luminoso de mi propia alborada. No será eterna esta noche.

 

 

PREMIO JUAN RULFO 2004 DE NOVELA CORTA (ex-aequo)

Mirko Lauer

( Perú )

                                

                 ORBITAS.   TERTULIAS.

Para Jessica Mc Lauchlan

 

Oh Persephone, Persephone, bring back to me from Hades the life of a dead  man.

                                           D.H. Lawrence, 

                                           Flowers

 

 

                             y todo oscilando

                             rodando

                             circulando

 

                                               Javier Sologuren

                                                              Recinto

                      

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

              Hace un año que me vengo acostando muy temprano aquí en la diminuta península, casi apenas oscurece. Lo hago para evitar ese punto intermedio de la noche en el cual, creo, todo puede ser perdido. Como me acuesto temprano y duermo poco, me despierto todavía muy de noche, a veces para salir a pasear en las horas pequeñas de la madrugada. Como un avestruz onírico cuya mente deambula mientras su cuerpo yace, cada par de semanas  me ha dado por soñar versiones más o menos disimuladas de una misma historia, al final de la cual aparece un objeto impreciso hacia el que me atrae una curiosidad que rápido se convierte en angustia, y me despierta. Influye, estoy seguro, que desde hace buen tiempo venga tomando a diario el amargo brebaje que me envía don Alejandro Chumpitaz con una muchacha muy morena y flacucha -¿una sobrina?- que lo deposita en una botella de gaseosa al pie de la puerta de tela metálica de mi departamento en el segundo piso de La  Casona, y que apuro antes de irme a la cama.

              Vengo soñando con el objeto, al que intuyo un sentido arqueológico, pero del que sólo sé que es un límite que separa el sueño de la vigilia. He soñado a través de la primavera, y ahora en el verano sueño más vivamente que nunca, acaso por el calor. Los paseos se están haciendo más frecuentes, quizás por la curiosidad y la angustia que crecen. En cierto modo he empezado el paseo de esta noche saliendo al balcón delantero a probar el fresco, aunque no lo hay realmente. Me reciben, como cada noche, filas de luces ordenadas como hileras de colmillos: las del malecón de al pie de mi casa, las del muelle que  a 200 metros da la apariencia de cerrar la bahía, las del estacionamiento iluminado y las cantinas del otro lado del muelle, mucho las del pueblo mismo, intercaladas por manchones de copas de eucalipto, y al fondo las de los vehículos  que dan la impresión de avanzar lentos como caracoles sobre la Panamericana, y por último, donde casi se pierde la vista, las de la urbanización fantasma Cerro Colorado. Sobre la mesa de mármol que da al mar descansan algunos volúmenes: la más reciente edición de Ultima Thulé, que me envía el autor, mi amigo Jean Malaurie; The 64 Sonnets, de John Keats; el tomo II de las Obras completas de Baltasar Gracián.

Chumpitaz me dice que yo no estaré volviendo a mi pueblo por un buen tiempo, o que de pronto ya no lo veré más. Este comentario medio desolador siempre nace de él, y siempre le respondo que yo no estoy  dedicado a extrañar ese lugar que no conozco. Lo único que puedo afirmar sin peligro es que siento mi ausencia en su distancia. Hay días en que estoy lejos de mi pueblo y días en que el pueblo está lejos de mí. En cualquiera de los dos casos, parece que el lugar y yo estamos condenados a no coincidir, y  ese hecho podría estar cavando agujeros sentimentales en mi persona. Como es un recuerdo emocionalmente vivo pero muy poco preciso, al grado que tampoco recuerdo su nombre. Mi pueblo se mueve casi sin límites por el mapa, incluso yo mismo lo muevo, según el ánimo, y luego tengo problemas para volver a encontrarlo donde yo mismo lo dejé. A veces lo ubico como una simple confusión de breves calles en la parte más alta de un valle andino, otras veces como una tristeza de casas inconclusas a poca distancia de una ciudad costeña, al borde de un desierto, de los dos lados de un río lento, o también en una hondonada que le hago compartir con un archipiélago de desolladoras pozas termales. Alguna vez lo he colocado en un lugar que a todas luces no puede ser, por ejemplo como una extravaganza teutónica junto a una laguna en la cima de un pico o en medio de un bosque de flores tropicales.

 Todos estos desencuentros, que ahora me han vuelto luego de años de no pensar en ellos, para coincidir con el nuevo desorden de mis noches, quizás tienen que ver con que mi madre nunca me explicó bien lo de mi pueblo, nuestro pueblo, y ella misma se la pasó moviéndolo de un lugar a otro, según la historia familiar que me estuviera contando. Durante más de 50 años, toda mi vida, no le escribió a nadie de su familia, ni contestó mis preguntas sobre el tema. Ese es el tiempo que me he pasado acostumbrándome a ese movimiento de un pueblo desconocido a medias, el cual siempre termina siendo una perplejidad que me arrulla, pero a la vez una cuna de la podría caerme en cualquier momento. Por eso prefiero que el día me encuentre caminando, que es una manera de fijar un lugar en la distancia. También escucho radio tempranísimo algunas mañanas, buscando en la música la clave de la ubicación, aunque en general la música me desubica. El resultado de todo esto es que ya no hago averiguaciones sobre el tema porque a la gente no le gusta que le pregunten de dónde es,  de dónde viene, como si prefirieran no ser de ninguna parte, o solo de Lima, que para muchos es como ninguna parte, o incluso solo del lugar sobre el que están parados en ese momento. Tal vez también a ellos se les ha olvidado, como a mí, y no desean que se los recuerde.

Antes de prepararme para salir a ese perlado mundo de focos encendidos,  con un expresso recalentado delante mío, le paso revista a mi sueño de hoy, que es más o menos así: siempre comienza con la frase Ça commence, desde hace dos días un vapor con velas arreadas hace cola ante el puerto con otros seis, anclado a unos cien metros de distancia del faro, esperando que en la orilla las olas se calmen para que los barcos que han coincidido frente al puerto puedan depositar  pasajeros y carga. Pero a pesar del leve mar de fondo, de las inmensas olas en la orilla, de los tumbos y de la demora, mar afuera sobre las cubiertas de los barcos es una noche tranquila, bañada por una luz de luna llena abalsamada por un viento caliente de febrero. Cada tanto reaparece la ronda de los mojados lomos de bufeo, cortando el agua del color de un ópalo veneciano con decisivas cuchilladas curvas, entre alegres y solemnes. Las naves ancladas se mecen en racimo, como otros tantos cetáceos de mojado uniforme, y por momentos parece que en sus puntas las colgaduras de los mástiles en cualquier instante fueran a enredarse ansiosas unas con otras.

Las empresas navieras instalan sobre las cuatro cubiertas más elegantes pequeñas mesas con manteles cuadriculados de damasco blanco para una cena tardía, y en ese ambiente gregario algunos audaces se dan saltitos en bote para unirse a las tertulias de otros barcos. En todas la conversación es parecida: los que esperan desembarcar cuanto antes y los impacientes por seguir caleteando hacia puertos de más al sur, el extraño verano que parece traer más clima nublado que de costumbre, los méritos comparados de diversos dulces de Ica, Moquegua, Pisco y La Serena, temas de la política no polémica, todos orientados a reforzar la simpatía de clase en lo que finalmente no deja de ser una suave emergencia: barcos detenidos por una noche entre las cabritillas, y conversación amable pero alerta entre cuatro de los seis capitanes.

Sin que los comensales ya algo envinados lo sospechen, desde los bordes de los platos cargados de una comida náutica sin pretensiones, sobre todo galletas de agua partidas, entreveradas con aceitunas secas hervidas en orégano sobre un pescado seco difícil de identificar, las voces más agudas se van elevando hacia el alfiletero de las tenues estrellas del Can Mayor que esta noche domina la límpida bóveda, mientras que las voces más graves se dedican a recorrer de ida y vuelta alguna de las melancólicas espirales de la claridad lunar. Todo esto bañado por vinos vulgares pero honestos recién recogidos de la campiña chorrillana.

Luego de la cena los pasajeros más nerviosos se aplican a dar paseos por la cubierta, con el propósito de escudriñar la costa. Pero los barcos no están anclados de lleno frente a la caleta sino más bien ante un acantilado que impide ver las instalaciones portuarias y el muelle que los va a recibir en tierra.. A menos de cien metros las olas lustran la muralla de rocas negras cada tantos minutos, y bajo la barba blanca de su resaca dejan intuir un pulular de arañas de mar, falsos cangrejos naranja y negro, y algo que parece una escalera de piedra que baja hasta el agua, o por lo menos la huella de lo que fue una escalera. Sin embargo muy hacia la izquierda mirando la costa, más allá del peñón en forma de gran pájaro sentado, cada tanto el lomo recién abatido de alguna ola permite ver por unos pocos segundos la silueta del pueblo, en realidad solo una espaciada hilera de lámparas mortecinas ayudadas por un halo de claridad nocturna. A pesar de los tumbos que cimbran dulcemente a las naves, es una escena intensamente inmóvil.

Un poco hacia el norte de ese panorama, posado entre dunas que se confunden con los primeros cerros andinos, los más avisados han identificado algo que parece una edificación, la cual ha producido curiosidad suficiente como para que alguien traiga del puente de mando un catalejo que empieza a circular de mano en mano. En efecto, es una inmensa casa en el arenal, plantada a media distancia entre la línea de las olas y la de los cultivos. Un zaguán y un portón abierto de par en par al fondo de la terraza central permiten ver la parte delantera de dos grandes cuartos muy bien iluminados, acaso ordenados y vacíos. Comienza a bordo una animada conversación acerca de qué pueden significar esa edificación y esos aposentos tan abiertos al fresco de la noche. Hasta que el catalejo llega a manos de un comerciante de la zona, quien explica que esa es la casa de playa de Mataratones, una hacienda del valle, más precisamente de la familia de un político muerto algunos años antes.

Como la expresión político muerto arrastra la idea de político asesinado, la mención despierta la curiosidad de la concurrencia, ávida de explicaciones sobre cualquier cosa que esté en tierra, y luego de que algunos se persignan el comerciante tiene que empezar a contar la historia completa. Pero el grito de una señora que se quedó prendida del catalejo anuncia que un par de figuras ha aparecido entre esas habitaciones distantes. La gente se va turnando y dando su versión de lo que hay en esa casa de tierra firme, hasta que el catalejo pasa a manos del comerciante, quien resuelve buena parte del enigma, pero igual no logra establecer la edad, y menos la identidad del hombre aparentemente desnudo, mirando hacia ellos, montado sobre un caballo en el zaguán.Una vista acuciosa detecta en manos del jinete una lampa y una suerte de fardo. Alguien dice un pequeño saco de papas.

Los pasajeros se van retirando a dormir, las olas recién se aplacan al filo del alba, y cuando con la luz del día siguiente llega la hora de trasladarse a la orilla, las damas que van bajando de las cubiertas a las chalanas que las llevarán a tierra, lo hacen con vacilantes pies limeños en busca de un camino por el aire que separa peldaño de peldaño. En medio de ese desplazamiento con algo de procesión, una niña salta desde media escalera cargando un paquete envuelto en un trapo de bayeta, y con un golpe sordo se planta en perfectas cuclillas sobre las anchas bancadas que deben trasladar al pasaje a tierra. Es una gringuita de algo así como diez años para once, con un rostro de cierta fealdad aristocrática y algo equina, y un cuerpo de porte alto de atleta huesuda. Se le nota al comienzo de la pubertad, pues aunque el vestido floreado muestra que aún no le apuntan los senos, ya se le ha quebrado el talle, lo cual unido a una postura displicente revela en torno de su facha rubicunda una sombra hispánica. Tiene la frente alta y ovalada, y el gesto rígido, como en algunos retratos de terratenientes ingleses del siglo dieciocho, cejas y pestañas claras que algunos ángulos de luz demasiado intensos por instantes le borran, haciéndola parecer casi albina. Pero la espléndida nariz, instalada sin concesiones en el alto centro de su rostro, es definitivamente andina, cusqueña o huancaína. De los ojos no puede decirse sino que son pequeños y decididos. De esa cara a medias infantil ya se puede citar como duro consuelo los versos de John Donne: Aunque sus rasgos donde suelen ir no van, / Igual el anagrama de un bello rostro dan.

El salto a la chalana le alborota por varias partes el vestido acampanado y revela tobillos, pantorrillas, muslos, y hasta una sección de vientre con una blancura de carne de gallina, lechosa y acaso escarapelante para los tostados remeros. Luego del instante que le toma componerse se inclina sobre el mar a recoger con el cuenco de la palma un poco de agua que se echa sobre la coronilla, como bautizándose, se vuelve hacia una mujer mayor con rasgos orientales que desde cubierta le devuelve una sonrisa desafiante que es respondida con una leve inclinación de cabeza. Un evidente llamado de atención. Luego la joven se muerde los labios, primero el de arriba y luego el de abajo, y espera tranquila que los remeros se pongan en marcha. La envoltura del paquete se ha aflojado, y aparece un objeto que de pronto se amplía ante mi mirada y cobra una nitidez insólita. Empiezo entonces una lenta inspección.

Es una maquinita entre rosa y naranja, hecha de piezas talladas de la concha spondylus princeps, unidas por clavitos del mismo material,  una suerte de canasta cilíndrica, de unos 10 centímetros de diámetro, partida en dos, y al medio, es decir equidistante de los extremos, un disco de ½ centímetro de ancho con un par de centímetros de diámetro más que la canasta y una ranura en el canto. Todo ello atravesado por un eje de madera negra jaspeada, de modo que el disco tiene todas las condiciones para girar: es en cierto modo una rueda, a la que además puede enrollársele una pita en la ranura y tirar de ella. Cuando  por algún motivo aparezco en escena –de tan nítido el sueño se ha vuelto borroso-  y estiro el brazo para tomar el objeto de manos de la niña, este se me deshace entre las manos. Me despierto con la preocupación de haberlo malogrado.

 

*

 

 

Estoy terminando de armar la máquina de expresso por segunda vez cuando aparece Chumpitaz a compartir un café y a conversar. Sabe que suelo despertarme como a esta hora y hace esporádicas visitas, siempre trayendo consigo a la muchacha flaca, que no bien pisa la casa se traslada a uno de los dormitorios vacíos a revisar mis revistas. Le fascinan las colecciones de L´oeil y de Beaux Arts, que hojea lentamente y deja marcadas con un pedacito de periódico para retomarlas en la siguiente visita. Mi amigo Chumpitaz es un cholo muy bien plantado, lo que se diría maceteado, más alto que bajo, oscuro de piel, de pelo lacio sobre un rostro de rasgos finos, pero con una levísima sugerencia de labio leporino. Flanquean la afilada nariz quechua pómulos salientes que más parecen tártaros. Además es canoso y señorial. Podría ser un abogado de éxito a no más de cien metros del Palacio de Justicia, o un American-Indian congresista en Washington, y lleva el aplomo de esos dos tipos de prosperidad posible. Cuando el frío lo permite, entre junio y setiembre, se encorbata en unos ternos antiguos con un diseño que él llama espinazo de arenque, así, en castellano. En verano, como ahora, se pasa el día en BVD, soltando riachuelos de sudor por donde pasa. El gesto siempre es de cierta picardía, lo cual a su vez mueve a hacerle bromas, a pesar de que es un hombre de gran respeto. Tiene una voz profunda que quiebra las palabras en sílabas guturales, por la lentitud de la dicción. Es un discreto curandero y magnate inmobiliario local, viejo amigo de viejos amigos míos.

 

ALEJANDRO CHUMPITAZ: Listo su encargo, don.

              MIRKO LAUER: ¿Cuál sería mi encargo, don Alex?

              ACH: La pregunta que me  hizo hace ya un tiempo sobre el objeto que aparece en sus sueños, un huaco o un adorno, ¿no se acuerda? Creo que se lo he ubicado. Como diría un policía, la cosa está plenamente identificada. La cuestión ahora es si usted cuando la reciba se va querer quedar con la cosa, o si va a desprenderse de ella cuando ya la conozca. Si no la quiere, me avisa, y caballero, como dice mi nieto, que quiere decir algo así como sin compromiso.

              ML: ¿Dónde encontró ese supuesto objeto? ¿O más bien cómo? O mejor todavía, ¿de qué se trata? Sobre lo que usted llama la cuestión, me gustaría saber mucho qué es, pero no tanto llevarme el producto a mi casa. No vaya a ser algo robado, aunque sea a la imaginación, que es lo más probable.

              ACH: Le voy a pedir que cuando lo encuentre me haga el servicio de traerlo aquí mismo su casa. Hágame ese favor. Aquí usted mira si le conviene, y allí vemos. Puede haber otros interesados.

              ML: ¿Gente que soñó lo mismo?

              ACH: No, para nada, pero gente que les puede gustar la cosa en sí.

              ML: Bueno, dele. Ya veremos cuando aparezca. ¿Y si fuera una sencilla humita?

              ACH: La veo más bien como un anticucho o un picarón, por allí va.

              ML: ¡Ah carajo, don Chumpi!

     Chumpitaz se pone serio y entra en uno de sus silencios, que creo que son parte de su fifulla curandera. Un largo minuto después me sale diciendo.

              ACH: ¿Qué está sintiendo? Vuelva a contarme de sus sueños, última vez.

              Vuelvo a contarle todo el ciclo. La manera cómo el año pasado empecé a dormirme y a despertarme a horas insólitas, produciendo islas de sueño y de vigilia en medio de las jornadas. Cuando un año atrás llegamos a ese tema y él me ofreció el brebaje de la muchachita no le conté sobre mis preocupaciones con la pérdida, pero sí le presenté de manera esquemática aquellos sueños mudables y recurrentes, que coincidían todos en la aparición de ese objeto en manos de un similar personaje femenino. Ahora estoy descubriendo que le tengo a Chumpitaz menos confianza de la que yo creía, y quizás hasta lamento haber hecho la confidencia. El por algún motivo sigue entusiasmado un año después.

              ACH: Eso que usted está padeciendo, don Mirko, se llama la descompletud. Le está faltando precisamente conocer ese objeto, y lo que este representa, para que se recomplete. Siento que usted ya se está acercando al artefacto. Caliente, caliente, doctor...

              Le sonrío, pero no le cuento mi sueño náutico de anoche, y menos el final. El retoma su antipático hábito de pasear a grandes trancos de un lado al otro del enorme aposento, y luego de varias pasadas se detiene frente a la mesa de mármol para decirme:

              ACH: Le voy a adelantar. Conocer la forma del objeto es lo de menos. La cosa es de dónde viene, y cómo se mueve en el mundo. Lo que usted busca está en poder de una muerta, eso de todas maneras, y en realidad es lo único que ella tiene ahora, lo único que le queda a esa muerta, y es la parte de  alma que sí se puede tocar y transmitir. Por el cielo mitad oscurecido y por el aire caliente y movedizo se nota: la muerta está impaciente, y usted de ningún modo está buscando solo.

              Me viene la idea perversa de que mi amigo va a salir a comprar algún objeto exótico para traérmelo, en una suerte de broma práctica, como dicen los ingleses. Menos mal que no he demostrado ansias.

 

Chumpitaz además de curandero eficaz debe ser, creo, el residente más culto de Cerro Azul, en el sentido de políticamente formado –es un militante activo desde los años 40, ya un poco desengañado- y lleno de curiosidad. Es uno de nuestros temas de conversación. Le encanta la revolución de 1948, como la llama. Una de sus preocupaciones recientes es incorporarme a un club de debates local. Esta mañana por fin logra decirme algo concreto sobre el tema: esta noche será la sesión.

ACH: Dos citas le doy, para que llegue a buen destino. Una en San Luis, para que conozca a mis amigos de la peña cultural de la que le he hablado y que hoy se reúnen para incorporarlo. La otra es una invitación a la arqueología informal, para terminar de abrir una tumbita en el Iguanco. Sobre todo no se pierda lo segundo por nada en el mundo, le conviene mucho.

Me dicta la dirección de la peña.

ACH: No se sorprenda, y sobre todo no se burle, aprenda - me dice al despedirse- es el día que ha estado esperando, a ver si en una de esas recupera lo que ni siquiera se da cuenta de que ha perdido.

 

Es cierto que ya desde hace un tiempo me voy preparando sin mucho aspaviento ni mucha esperanza para lo que ahora me  ofrece Chumpitaz. Para eso vengo tomando el brebaje de la muchachita, para eso me acuesto temprano, en el fondo. En todo caso no es el primer año que me dedico a recorrer el pueblo bajo el cielo del Can Mayor, los Mellizos, el Centauro y la Cruz del sur en la cumbre de la bóveda celeste. Con esa misma premonición de un encuentro, en la que ya he fracasado varias veces, siempre por una mala lectura de los indicios por parte de Chumpitaz.  En esos casos de desencuentro Chumpitaz ha desaparecido semanas enteras, dejándome abandonado a mi desconcierto y siempre tomando el brebaje como un cojudo. Por eso ahora deambulo por la casa como si fuera una noche cualquiera, listo para el ritual más frecuente: una vuelta por la playa y a retomar mediante la lectura lo que queda de un descanso interrumpido, que nunca es mucho y del que ya están ausentes mis ordenados sueños de la noche temprana. Esas segundas dormidas, suerte de siestas moqueguanas, son un relato hecho de interrupciones y obsesiones banales, que solo recuerdo como incomodidades físicas causadas por la colcha, la almohada, una camiseta enredada entre el cuello y las axilas, un calzoncillo asimétrico en torno de los muslos.  Una vez que Chumpitaz y la muchacha se despiden, decido salir a dar el paseo habitual por el comienzo de la playa larga del otro lado del muelle, y que lleva a Los Reyes y Cerro Colorado. La parte del mar la oscurece una niebla cerrada, pero en la distancia del lado de las montañas despeja la tiniebla una luna llena adelgazada e intensa, como una moneda muy circulada y hace que a los costados de la carretera brillen en la distancia las sandías y los melones, a los que imagino tumbados inmóviles entre las hojas negras y la arena, como pequeños meteoros que descansan al extremo de su carrera. La luna rota lenta, algo ocre, cubierta de venas por las que siento circular una sangre geológica, clara y ligera. Allá afuera en la línea de la costa aún hay varios autos instalados con las capotas hacia el horizonte, bajo unas cuantas luces desorientadas que no le hacen mella a la tiniebla que rodea el estacionamiento. Desde esta distancia la presencia del mar solo se advierte por el estrépito de las olas, acaso por el olor, y de vez en cuando por un lampo de espuma, luego otra vez nada.

Hasta que finalmente salgo, en ropa de baño y camiseta. Rojo, negro y blanco, los colores del arlequín. Cierro detrás  mío la puerta verde desde la que se puede ver de lleno los restos de la fortaleza incaica del traspatio, todavía calientes del día soleado. Alcanzo el jardín hundido al pie de las escaleras, un poco a tientas, y bordeo el césped donde cada tantos metros se confunden los olorosos mensajes de la madreselva, los jazmines y el ilán-ilán bajo el zumbido de los reflectores que mantienen misteriosa el agua clorada de la piscina. Escucho timbrar el teléfono, pero no quiero volver arriba, menos contestar la llamada en esta hora insólita, y me quedo inmóvil esperando que se apague. Luego salgo por el generoso zaguán del condominio que en otros decenios era cruzado por una locomotora que llevab y traía las balas de algodón y las bolsas de azúcar almacenadas sobre un gran  canchón cubierto, siempre a la espera del próximo barco. El agua de la caleta, tan movida esta noche, extrañamente no refleja faroles del muelle. Me espera, como siempre, una suerte de semicírculo ceremonial de columnas cuadradas cortadas al sesgo a diversas alturas que conmemora un desembarco de gastarbeiter japoneses en 1898. Un poco más allá una hilera de delfines de expresión molesta en yeso pintado ensaya una heráldica de Cerro Azul,bautizado El puerto de los ensueños.

Un mototaxista lechucero me ofrece sus servicios, pero casi no le respondo. Prefiero caminar bordeando la caleta hacia la entrada al muelle, para lo cual hay que cruzar frente al galpón Don Satu, más allá una serie de casas tipo tienda americana, algunas reconstruidas para parecer mansiones trujillanas en miniatura, o casitas republicanas de Pacasmayo, y el vértigo arquitectónico de algunos hostales, con sus ladrillos esmaltados del color de la sangre seca, ventanas estrechas como troneras y fierros oxidados todo el año. Unos pasos más allá está el terminal pesquero con cinco mostradores de loseta blanca y azul vacíos e inodoros a esta hora. Al pie de los mostradores, donde el muelle da la impresión de estar sacando recién sus columnas de las profundidades de la arena, duermen apiñadas las chalanas que no salieron. El muelle está cerrado y un letrero prohíbe pescar con algo que no sea atarraya y cordel, impedidos “el tramayo, el chinchorro, el espinel y otros aparejos de pesca”. Debajo chapotea una poza de agua que no juega con la luz, muerta, pero muerta sin sosiego, en una frondosa flotación de trapos deshilachados y vasos de plástico a la deriva .

Cruzo por entre las chalanas, todas de nombres originales y previsibles. No hay cómo leerlos en la penumbra, pero los conozco casi de memoria, sus colores, las curvaturas de sus panzas. Incluso en algunos tengo retenidos los nombres de pila de los familiares que acompañan al nombre propiamente dicho, como en los camiones y los taxis. Virgen de Chapi, Cerro Azul, Dos hermanas, Tres hermanos, Marisol, Señor de los milagros (María Alejandra Jimena), Mi Karina, Llegó Coné, Llegó Hilach. ¿Quizás hay un mensaje en la combinación de todos estos nombres, como cuando la poeta Blanca Varela cree que hay un mensaje para cada uno de nosotros en las huellas de las aves marinas sobre la arena? Por lo menos aquí hay voces incorpóreas en la noche.

 

 

*

 

CORO VOCES EN LA OSCURIDAD: !!Pinguíííno!! (unas cinco veces)

HECTOR: Pingüino.

WILLY AYALA: Sí señor. ¿Qué se le sirve?

H: Un ratito. (se vuelve hacia los demás) ¿Cervecitas?

OSCAR: Simón que síp sip sirip.

CLARA: Para mí también, gracias.

SOLEDAD: (muy borracha) ¿Tiene daiquiri?

WA: Eso sí que ya no queda, señorita.

S: ¿Qué hay?

WA: Hay cervecitas.

S: ¿Nada más?

WA: Hay pisco, chilcanos, vino, y whisky, pero es importado. Gaseosas sí tenemos todas.

S: ¿La cerveza a cuánto?

WA: Igual, un chopp. tres soles.

S: Cerveza, cerveza, cerveza. Ya pues, una cerveza. Cervezas. Cuatro cervezas chopp. (El mozo parte a traer el pedido y regresa. Durante ese tiempo las dos parejas se mantienen en silencio. El mozo llega, deja cuatro vasos, cobra y se retira)

S: Nos han traído aquí a cachar.

O: Oye qué te pasa. Toma tu cerveza tranquila.

S: !A cachar! !A cachar! !Cervecitas! A cachar.

O: Tranquilízate Soledad. Tú dijiste para venir aquí en primer lugar. Esto no es un hostal. Es una playa.

S: Peor que un hostal. A cachar en la arena cochina, entre patillos podridos. Para eso nos han traído.

H: Nadie te va a cachar.

S: Claro que no.

C: Mejor escuchen el mar, están reventando las olas. Se ve al fondo la espuma fosforescente.

S: Claro. El mar y las olas para cacharse unas cholas. A mí no me la hacen. ¡Carajo¡

O: Ya pues Soledad. No jodas. Estas borracha. ¿Quién le ha pedido una cerveza? Qué irresponsables.

H: Oye, ¿pero Oscar no es tu novio? ¿Cuál es el problema?

S: ¿Será mi novio? (se queda dormida)

[Oscar y Héctor hacen un aparte a unos metros detrás del automóvil]

O: Qué vaina la que le ha dado a esta mujer

H: Mala tranca

O: Y eso que no estamos peleados ni nada

H: Hay días así…

O: Parejas así.

H: Soledad y mala tranca, no te quejes. Un amigo psicólogo me contó el cuento de un paciente suyo que vive asado porque es machucante de una mujer casada, que cada vez que ella se pelea con el marido, ella se pelea también con él.

O: ¿Y por qué se pelea?

H: Por lo mismo que en su casa.

O: Una prolongación del matrimonio por otros medios.

H: Sucursal, sí. Y a veces la bronca es peor con el amante-paciente. Ella le saca cuchillo.

O: Podrías resolver dos problemas con un solo divorcio, o una sola cuchillada. ¿Pero cómo es que el pata sabe todo eso sobre su amante y el esposo?

H: Ella le cuenta al amante, que es el que le cuenta al psicólogo. Es decir, que empieza a contarle el problema que tuvo en casa, y le pone trampitas por el camino al amante, que entonces opina, y así…

O: O sea que el problema es que el amante piensa igual que el marido…

H: Claro, el amante toma partido por el esposo, y allí comienza.

O: Segurola.

H: Se parece un poco a otra historia que me contó, de la señora que en los minutos antes de empezar a tirar con su trampa hace dos cosas: lanza su calzón por la ventana del cuarto, no importa desde qué piso o hacia dónde, y llama por teléfono a su marido para colgarle apenas él contesta.

O: ¿A la casa o en horas de oficina?

H: No sé. La cosa es que el esposo levanta el fono y escucha un clic.

O: El clic de la cosa que comienza.

H: Sí, gracioso.

O: ¿Pero el marido sabe qué significa el clic?

H: No se, mi amigo no me dijo.

O: Uno pensaría que con el tiempo el hombre habrá sacado alguna conclusión más firme que la del número equivocado. La más obvia, la coincidencia entre el clic y la ausencia de su esposa.

H: Y el río de calzones perdidos.

O: Habría que conseguir algo más de información de ese psicólogo.

 

 

En el arenal que sirve de estacionamiento el exquisito placer hidráulico del primer sorbo es siempre suyo. Los pocos que conocen de su maña le dicen el murciélago del malecón. Aunque el apodo algo trillado lo acompaña clandestino, pues jamás se usa delante de él. Alude a la costumbre que tiene Willy Ayala de sacarle un sorbo medido, silencioso, imperceptible, ni muy largo ni muy corto, a cada uno de los tragos que sirve, en el turno de la noche a la madrugada, en el terraplén de arena apisonada que va de los restaurantes hasta la sempiterna fila de automóviles hipnotizados por el mar. Pero sospecho que también se lo dicen por otras evocaciones transilvanias, como su facha vinosa y su mirada profunda de alcohólico mal nutrido. Pues él es la parte a la vez pública y privada en el paisaje de todos los alcoholismos que lo rodean, el servicial Ganímedes y el celestino Mercurio para los Zeus del billete y de la bocina. El murciélago del malecón, que bien podría ser llamado el colibrí del malecón por su bondad, es un alcohólico para alcohólicos.

Cuando aparezco en una esquina del estacionamiento dos parejas jóvenes chillan en un auto, a punto de estallar hacia la madrugada. Cinco de la mañana. Hay un terral, y delante del terral la playa con su oscuridad cerrada, que es donde está estacionado el público. Un mozo corre de un lado al otro con algo parecido a una chaqueta de fumar blanca arrugada y sucia, transportando cerveza y otros alcoholes en vasos a los automóviles sobre una bandeja redonda de latón. La escenografía reproduce toda la serie de bares de provincia costera, delante de los cuales los cuatro jóvenes –Héctor y Clara, Oscar y Soledad- están discutiendo. En realidad hay gente discutiendo dentro y fuera de los autos, por todas partes, y sus voces resuenan en el cielo, como estrellas, a medida que se van apagando en dirección de las constelaciones visibles del lado del valle.

Willy, Guillermo Riki Ayala Sanín, es un cholo amarcigado y flaco, un poco rengo, del bello color de la arena húmeda, a medio camino entre alto y bajo, según si se yergue o se encorva. A sus ojos marrón claro les falta poco para ser ligeramente verdes, y llevado por su nariz filuda el rostro oscila entre ícono indigenista y noble italiano, según el viento sople. De alguna manera el calandrajo blancuzco que usa como uniforme de trabajo le da a su cuerpo la estructura que no tiene de paisano, pues transportar una bandeja con líquidos varios, aunque sea con las dos manos, lo obliga a caminar erguido. Willy tiene el hábito de sonreír con la mirada fija en el vacío, mientras su mano derecha, cuando está libre, desordena aún más un pelo grasoso y chuto. Aunque a veces pienso que ese movimiento de la mano es solo su forma de incomodarse ante mis preguntas. Lo digo porque su sonrisa de labios plenos, jalados para atrás más que hacia arriba, tiene una extraña manera de mantener en su sitio la amargura esencial que asoma en el rictus.

Hay meseros que en su parodia de los clientes y su desolación etílica, en el paso por la trastienda se dedican a apurar lo que queda en las botellas, y sé de algunos que se sorben hasta los siempre amarillentos conchos de copas y vasos, apartando con la lengua las colillas flotantes. He oído hablar de un mozo del Bar Superba de San Isidro que a fines de los años 70 cobraba su salario completo en copetines constantes y sonantes, los cuales se aplicaba abiertamente del lado comercial de la barra. Que yo sepa Willy nunca toca ese fondo. Ni recoge sobras con los labios ni negocia tragos con la casa. Una explicación fácil de por qué no lo hace sería que porque su arte de prestilabializador aéreo no lo necesita. Sólo precisa que lo dejen actuar, que lo dejen transgredir, que le dejen los labios libres, que le encarguen bandejas de plaqué colmadas de frescura, que no lo miren mucho de perfil, o al trasluz, porque es allí donde se nota cómo hunde las rápidas fauces en ese pequeño esplendor lacustre circular y resplandeciente que es la superficie de un trago recién servido al ras.

 

 

 

C: Las parejas se destruyen en la madrugada.

H: ¿Por qué dices eso?

C: Así lo siento. Siento que hay algo que no somos nosotros dos cada uno por su cuenta, que es esa cosa pegada, como dos medias naranjas con chicle, que mi psicóloga llama la pareja, y que aquí en la playa está más en peligro con cada hora que pasa. Porque toda pareja tiene un secreto que ella desconoce y que puede destruirla, y ese secreto aparece en la madrugada.

H: ¿Debemos irnos?

C: Soledad ya se calmó,  parece contenta. Un ratito más, otro chilcano.

H: Pero en ese ratito puede sucumbir la pareja a su secreto…

C: Entonces agárrame fuerte, pero no de las tetas, que me las has molido.

H: Pero vuelve a explicarme ¿Por qué las parejas se destruyen en la madrugada?

C: No sé, ya te dije. Porque están muy cansadas. Porque están demasiado sudosas. Porque uno de los dos ha lubricado demasiado. Porque a esa hora se peleaban sus padres. Porque no pueden sobrevivir 24 horas sin cerrar los ojos en la oscuridad. Porque un nuevo día exige una nueva pareja. O por mucho alcohol o por poco alcohol. Cualquier cosa en realidad.

H: ¿Y tú crees que si seguimos aquí esta pareja que somos se va a destruir?

C: Pero de todas maneras. Como el vestido de la Cenicienta o las cuerdas vocales de la Scherezada.

H: ¿Como en cuánto tiempo?

C: Poco tiempo.

H: ¿Cómo vamos a notar los primeros síntomas?

C: No hay síntomas. No es una enfermedad. Es como un encantamiento.

H: Será un desencanto más bien.

C: Al revés. Algo sucede que embruja a la pareja y la hace empezar a vivir en mundos separados, a veces por un tiempo, a veces para siempre. Es un nuevo entusiasmo que lo revienta todo.

H: Creo que tú ya te estás encantando en alguna dirección. ¿Es simultáneo?

C: Inevitablemente, aunque siempre uno se da cuenta antes que el otro. Es decir, ve llegar la aurora cuando el otro todavía está en su noche.

 

 

 

 

 

 

Pero hay otro lado en la historia de Willy, que es cuando lo veo sentirse como el mismísimo culo al final de cada madrugada, digamos en la luz todavía lechosa y deficitaria de las seis menos unos minutos. A esa hora tambalea entre los automóviles para recoger botellas realmente vacías y también para tratar de que suelten una propina terminal los parroquianos que se quedaron a esperar el alba y acabaron pegados a ella, o los que recién llegan para hacer deporte. A esa hora Willy es Diógenes buscando entre botellas y propinas como si ellas fueran las últimas verdades, aquellas que pueden ser llevadas a casa sin consumirse por el camino. Siempre imagino que sus problemas personales son cosas horribles como llegar a casa sin verdadero dinero (“Allá solo existo a partir de los doce soles”, me dijo una vez), o a escuchar nuevas conminaciones finales de su familia, o a comprender que el ciclo se ha repetido una vez más, o a combatir boca arriba contra la gran náusea biliosa, o a tratar de dormir con luz de día. Aunque Willy tampoco puede dormir en la oscuridad, pues el alcohol le bombea una claridad de foco de neón por las arterias, y él siente a través de ellas como por un vidrio, me informa.

La realidad es que Willy casi nunca llega a casa. Cuando la luz se declara en serio le entra un terror a emprender las pocas cuadras del regreso a casa, en las afueras del pueblo, y prefiere ir a ocultarse en la tierra aceitosa y muerta de los entresijos que separan a las terrazas de los restaurantes, donde día y noche flota una penumbra pringosa que lo reconforta. Para entonces ya es tarde para guardar su uniforme y su bandeja en la cantina, y además los precisa a ambos para completar la frazada que se fabrica con algunos periódicos. No volvía a casa, me contó una vez, porque temía no encontrarla al final del camino, no por desorientado, sino porque ella hubiera desaparecido. “O que me la hayan cambiado”.

Willy me cuenta que su malestar de soledad, así lo llama, se agrava en las noches con cielo despejado, en que las estrellas como que se desdibujan y lo miran. Nunca he querido hablarle del famoso cuadro de Van Gogh, y menos mostrárselo, pues lo asocio con el síndrome alcohólico de Korsakoff que ya lo podría estar acechando. Pues hay ocasiones en que se me ocurre que Willy ya está alucinando y ha perdido la capacidad de formar memorias nuevas, y de pronto ya no está recordando siquiera nuestro anterior encuentro. Nunca lo he sometido a prueba en ese tema, quizás porque no advierto lagunas en sus comentarios, ni un particular desorden mental. Sus incursiones en lo que llama su malestar de soledad tienen la engañosa transparencia de, digamos, un martini. Además hay cosas que me indican que Willy no ha perdido algunas de sus facultades mentales más finas. Alguna vez, hace poco,  me sorprendió con un discurso sobre los verdaderos mozos-pingüinos, los de la playa limeña de la Herradura, a los que evocaba transportando bebidas elegantes, no me pudo decir cuáles, a través de un espejo de asfalto. Me los describió de frac, con bandejas cargadas hasta los bordes, caminando a gran paso ejecutivo en dirección de enormes automóviles negros con parachoques cromados brillando paralelos a la espuma de las olas limeñas.

 

 

 

S: ¡Cariiiijo!! Acabo de ver en el espejo a ese mozo meterle el hocico a los vasos que nos está trayendo. Dile algo.

O: ¿Pero qué le digo?

S: No sé, mándalo a la mierda. Jódelo.

O: Mucho lío. Que se joda solo. El asunto es los tragos. ¿Qué tomamos?

S: Yo sí que no tomo esa cochinada. Además se le nota que está borracho. Hasta se le escucha el tufo cuando habla. ¿Qué fue lo que te dijo?

O: ¿Qué tiene que ver lo que me dijo? No son los primeros que nos tomamos. Ya te has tomado como tres, me imagino que todos sopeteados.

S: ¡!!AAAJJ!! ¿Qué estás diciendo? ¿Que ya no importa que remoje allí su labio? ¿Se lo has visto?

O: No, nada de eso, pero…

S: Creo que voy a vomitar. Tú sigue tomando si quieres.

O: Le voy pedir unos vasos vacíos, y pasamos los chilcanos allí.

S: ¿Más chilcanos rechupeteados? ¿Estás loco? Les va a pasar la lenguaza de todas maneras.

O: Shhhh. Allí viene.

 

 

 

Una vez Willy me dijo:

WA: Si no tuviera este trabajo no tomaría.

Tal vez es cierto, o tal vez fue cierto alguna vez. Pero la cosa es que seis veces por semana, y a veces siete, Willy le saca sin mayores problemas una borrachera completa y una resaca tamaño oficio al centenar de tragos que traslada cruzando la tierra apisonada desde la barra del restaurante-cantina “La geometría variable” hasta los vehículos estacionados al filo del mar. Pues además de un colibrí o un murciélago, Willy es un pingüino. Nunca nadie le ha dado o exigido un frac, pero su trabajo es cruzar esos cincuenta metros de ida y vuelta moviéndolo todo menos la bandeja. Es más o menos por la mitad del recorrido que Willy de pronto levanta (o baja, según el caso) la bandeja de plaqué con la precisión de una gaviota en picada y sorbe inclinando hacia su boca las botellas de cerveza o pega el labio superior contra el filo de los vasos, según lo que toque. Luego sopla, un soplido breve y enérgico, staccatto, como para disipar cualquier aroma suyo que pudiera haber quedado flotando sobre el vaso.

Para quien conoce la costumbre de Willy, los vasos que traslada sobre las bandejas drive in que cuelgan de las puertas de los automóviles tienen una extraña aura, como si fueran piezas únicas que hubieran pasado por un ritual, y estuvieran a punto de comunicarle al consumidor un bautizo secreto. El beso del mozo, si se quiere, pero más probablemente el beso moderno de la velocidad. A veces pienso que la velocidad ornitológica que tiene Willy para sifonear alcohol no es más que un tic, una forma de recordarse a sí mismo que lo que está haciendo no es muy correcto o por lo menos un poco peligroso. Pues por lo general no precisa ser muy veloz ni muy discreto. La luz, como he dicho, es pobre, y la mayoría de los dueños de esas bebidas están contemplando el mar embelesados o transportados mirándose a los ojos con su pareja, o ya no están mirando nada a más de unos centímetros de distancia. Siempre está la posibilidad de ser denunciado por otros pingüinos, claro, y quizás algunos en efecto lo utilizan como argumento para alejar clientes del Geometría: ingeniero, no vaya allá, que allá le chupan su trago sin que se dé cuenta, o algo así. Pero eso parece mal negocio para toda la playa.

 

 

 

 

 

(El auto está con la puerta del copiloto abierta y Clara está vomitando con una vaso en la mano. Héctor la recrimina.)

H: Te estás volviendo una vomitona

C: GHHHHH!!!

H: ¡Pero qué tal vomitona¡

C: ¡GHHHHHH ¡! GHHH!!

H: Creo que te gusta buitrear.

C: Vete a la mierda...

H: Boca sucia

C: Dame un beso

H: Asquerosa.

C: Tanta cojudéz.

H: Los romanos vomitaban para poder seguir chupando

C: Qué dato más estúpido.

H: ¿Otro chilcanito?

C: GHHHHHH!!!

H: ¡Cáaaa-rájo!

C: Creo que arrojo por ti.

H: ¿Vomitas por mí?

C: Creo que cuando arrojo estoy tratando de decirte algo

H: ¿Cómo que me envías un mensaje?

C: No. No mensaje. Sino como que esas arcadas son una frase que te estoy diciendo, que es: no te burles

H: ¿Cómo en el idioma vomités?

C: ¿Ya ves? No te burles.

H: Quizás es tu hígado el que envía mensajes SOS al resto de tu persona.

C: Te estoy vomitando a ti, limpiando mi organismo de tu persona.

H: Yo soy el que está limpiando tu organismo, con esta franela.

C: Chúpate el trapito.

H:Ya pues Clara. Les voy a decir para irnos.

C: No, todavía. Quiero ver amanecer. (canta) Tú tienes que ayudarme a conseguiiir…

H: No Clara, tú sabes el daño que te hace.

 

 

Quien invariablemente contempla a Willy con una especie de reproche blando, y conoce la peripecia en todos sus aspectos, es Octavio Jerí, el obeso administrador del Geometría, quien maneja la caja y la barra. Pero él desde su caja, que es un cuaderno borroneado para beneficio de la propietaria, registro que cada tantos meses se agota o desaparece, sabe bien que esos sorbos son un complemento importante del ridículo sueldo de Willy (digamos que son su ingreso líquido), que consiste en medio salario mínimo, la cena, más todas las propinas que le caigan. Además el sifón es su pasión. En todos esos años el administrador nunca ha visto a Willy, su mozo principal y el más popular de la noche, tomarse un trago completo. O a un cliente exigir que la próxima cerveza se la abran delante suyo. Además ¿quién decide dónde comienza un vaso? El gordo siempre los llena hasta el borde, como un desafío o un aliciente, y Willy los entrega con casi un centímetro de merma, que es más o menos como suelen venir los vasos estándar en la vida, incluso los que nos ofrecemos nosotros mismos. En una de esas noches de verdadero ocio llegué a calcular que Willy se podía zumbar casi un metro de alcohol en una jornada estándar de fin de semana.

Alguna vez le pregunté al administrador, quien además es un pastor evangélico, sudoso y sabio, que probablemente hace con las moneditas y los billetes pases parecidos a los que hace Willy con el alcohol:

ML: ¿No lo jode que le meta esa chupadita a los vasos?

La pátina profesional de la respuesta me intriga todavía:

OCTAVIO JERI: ¿Quién? ¿El murciélago? No señor. Créame que no se nota, y además lo hace tan rápido que no hay peligro de que se ensucie el vaso. Tengo años en esto, y le digo que es inevitable que todos se chupen algo por algún lado.

Siempre he querido encontrar algo de admiración por Willy en ese comentario. El gordo incluso me ha ilustrado al añadir que peores son los que les retiran a los clientes mareados el vaso a medio tomar para llevárselo adentro, que les dicen secuestradores. O los que hacen comprar al parroquiano un trago de más que luego es escamoteado por el camino, y reaparece a la hora de la cuenta, llamados carruseleros.  Luego hay los licuadores, que le meten agua a los tragos y se toman la diferencia. Además de los concheros que repasan el fondo de los vasos, están los cambiadores de copa, los submarinistas que diluyen los tragos, los brindadores que saben cómo hacerse invitar trago tras trago.

 

 

(Soledad y Oscar, con la lengua ya muy traposa)

S: Planeta

O: Satelite 

S: Planeta

O: Satélite

S: El firmamento entero

O: La oquedad que sostiene a las estrellas

S: Y les roba el fuego

O: Y nos arroja sus almas como tantas centellas

S: Planeta

O. Satélite

S: Planeta

O: Círculo filudo de Saturno

S: Kiss me.

O: Lávate la cara.

S: ¿Dónde?

O: En el mar, si quieres.

S: Me da miedo, acompáñame.

(Se van caminando)

 

 

El mostrador del gordo está algo salido en dirección de la orilla, y recostado contra él uno puede ver a los lados en perspectiva hasta tres establecimientos parecidos hacia el norte y dos hacia el sur, cada uno con su dotación de bebedores indiferentes y rezagados.  Detrás de las cantinas, todas con algo de imaginario y musical, alineados sobre el jirón José Olaya están los restaurantes, cada uno más concreto que el siguiente. De sur a norte son el Cañaveral, el Calamar, el Cordel (“Nuestros cheffs aguardan por usted”), Fabián, Puerto Azul, Ferrari, Las 200 millas, La Foca II, El Delfín y el Karaoke.  Un poco más allá, en una calle paralela, el Napoleón II. La comida es más o menos la misma: chitas fritas, jaleas, cebiches, camaroncitos crocantes, secos de res.

Aquí en el Geometría el Gran Triángulo, un conjunto local con giras por Lima, que siempre reaparece como un cometa de verano, acaba de cumplir con un pedido de “Poquita fe” y se ha desplazado a acariciar los oídos de nuevos parroquianos sentados en la siguiente cantina hacia el norte. Los veo erguidísimos, mirando, como siempre, directo a las nubes y a la luz de la luna, cancerbera del bolero. Cada tanto sonríen, casi puede decirse que al unísono, pues lo hacen al mismo tiempo, pero sin mirarse, como si una palabra en la letra o un acorde clave les indicara el instante de sonreír. Podría ser que se sonrían de sus propias cosas, contagiados de la alegría que creen producir en torno suyo con canciones melancólicas, y hasta deprimentes, un verdadero pase de magia. Quizás sonríen al aire para no dar la impresión de estar coqueteando con alguno de los parroquianos, o se reproducen a sí mismos en alguna antigua fotografía promocional: dos grandes guitarras y una primerísima voz aferrada a dos maracas. De cuando en cuando el guitarrista más joven se vuelve hacia un humilde cajonero que toca acuclillado detrás de ellos, como un cuarto vértice,  para alentarlo con una frase críptica. Como no hay niños ni muchachas tímidas a esta hora, nadie les hace realmente caso, y por alguna misteriosa razón el Triángulo no se acerca jamás a los automóviles estacionados, sino que les canta desde lejos, demasiado lejos, “Hay en tus ojos el verde esmeralda que brota del mar, y en tu boquita la sangre marchita que tiene el coral. En la cadencia de tu voz divina la rima de amor, y en tus ojeras se ven las palmeras borrachas de amor”. Pero solo los pueden escuchar algunos grupos de jóvenes paseanderos instalados en las esquinas dedicados a terminar de entender las nuevas relaciones entre ellos, entre ellos y el alcohol, entre el alcohol y el mundo. Cuando todo esto termina los cuatro salen a peinar el lugar sombrero en mano.

Willy me dice: no tomaría tanto si tuviera más familia, soy de Acarí. No extraño mucho, pero sí pienso. ¿Volver? ¿Para qué? Allá no se acuerdan de mí. ¿Sabrán mi nombre, mi verdadero nombre? Yo soy Guillermo, era. Nunca he pensado en volver, me da como un miedo. No voy, pero sí me acuerdo de la mina, de los camiones inmensos que no pueden frenar nunca, y que para parar se desvian por el desierto. Allá están mi mamá, mis hermanos. En San Vicente hay una señora de Acarí. Acarucho, me dice, y yo la busco para que me diga. Pero cuando voy mucho ella ya se pone a tomar más y me requiere de coito. Así que voy poco. Mi esposa tampoco es de aquí. Antes me decía vamos a mi pueblo, por Yauyos, allá no vas a tomar, no vas a padecer tanto. ¿Pero a qué hacer? ¿A vivir como el pájaro en las alturas muerto de frío? Así le digo, si ni siquiera hay para el viaje. ¿Quién nos va a recibir?

Le hago la pregunta de siempre, y me dice que sí, que está seguro de ser de Acarí. “Tengo un papel”.

 

 

O: Soledad, Soledad, despiértate

S: Despiértate tú, ¿Yo qué voy a hacer despierta?

O: A tu casa

S: Sabes que ya no puedo volver a mi casa

O: No hagas bromas

S: Te dije que si nos pasábamos de las doce...

O: Son casi las seis

S: me dijeron, ya no podía volver...

O: Soledad, no jodas, me muero de sueño

S: ..que si volvía me mataban

O: ¿Y para qué está esta pistola?  (la muestra)

S: Sí pues, para qué está. No te atreviste con el Yayo. ¿Para qué la has traído?

O: El Yayo es mi amigo

S: Entonces deja dormir, maricón. Mejor te iría con la otra pistola.

O: ¿A quién le dices maricón?

S: ¿A quién va a ser? Al maricón.

 

 

La mezcla que mantiene a Willy es letal, y por último no tan variada,  --cerveza las más veces, mucho ron con gaseosas negras, chilcanos, piscos en copita, copas de vino, muy de vez en cuando un whisky--, como corresponde a un establecimiento de provincia, pero es eficaz. Letal sobre todo porque uno de tantos principios rígidos que Willy mantiene es no discriminar, en el sentido de no dejar pasar un solo trago: los va sorbiendo en el orden en que aparecen, indiferente al clásico consejo de no mezclar alcohol de grano con alcohol de uva, o tragos largos con tragos cortos, licores claros con licores oscuros, o líquidos tibios con líquidos helados. Como en ciertas reuniones finlandesas, Willy echa mano a lo que llegue, y sorbe cada trago como si fuera el último, y en esa vehemencia, venga como venga la mezcla de la noche, el alba siempre lo encuentra con todos los sorbos puestos.

Así mismo vuelvo a encontrarlo esta noche, a minutos de ingresar a una atroz madrugada de verano. Como conozco bien a Willy, le pido que traiga la botella de agua mineral hasta aquí, la mejor mesa del establecimiento, una suerte de tabla de triplay donde Jonnhy y Reubet han tallado sus nombres y que tiene las patas clavadas en la arena a unos metros de la orilla, y que la destape delante mío. No tengo claro si también sifonea aguas gaseosas, ni me he tomado la molestia de explicarle por qué lo hago, pero igual el pedido lo hace sonreír hondo, con una alegría de niño premiado, y tal como supe que lo haría, se vuelve a acordar de un chiste más bien malo que ya le he contado docenas de veces, sobre el puntilloso parroquiano que en un bar alemán quiso protegerse de su propio Willy Ayala.

El chiste es más o menos así: el parroquiano ha bebido litros y tiene que ir al baño, pero no quiere dejar desprotegido su vaso de cerveza (en el relato para Willy lo adorno volviéndolo uno de esos gigantescos chopps alemanes con un galón de capacidad, con escenas germanas en relieve y tapa de peltre, en medio de un Braufest a Gambrinus, rey de la cerveza). Entonces el parroquiano escribe y apoya contra su vaso una tarjeta que dice “Yo he escupido en esta cerveza”. Cuando regresa del baño alguien le ha escrito debajo “Yo también”. Willy se ríe como loco, y alguna vez me he preguntado si el entusiasmo por el chiste no lo podría llevar a escupir en alguno de los vasos que sorbe. Pero siento que no lo ha hecho todavía porque no tendría a quién contárselo, y además tengo la sospecha de que chiste, vaso y escupitajo se le olvidan a los pocos minutos. Le he contado chistes peores sobre el mismo tema, pero ningún otro le ha interesado. 

 

HE: So what are we doing here?

SHE: What do you mean? We have a job to do. Besides, these are very important prehispanic ruins. Says here in this booklet.

HE: They look like shit to me.

SHE: Don´t be an asshole. You´ve been saying the same all the way down from Tumbes. Maybe you´re missing which country we´re in. Cut down on your  drinking, snort-ass.

HE: I told you already, I want to see Machu Picchu , the real article.

SHE: Is it really ?

HE: Of course it is...you´ve read…

SHE: So shove the genuine article, I am enjoying myself mucho bonito here. So fuck off. Besides, the genuine article is the one that what´s-his-name fuckface will get for the man.

HE: Up yours

SHE: Besides the other man has also offered to sell

HE: So?

SHE: So nothing, keep cool, wait for the moment. Ask straw-lips there for another two rotguts.

 

 

En realidad los chistes no hacen reír a Willy como loco sino como un loco, como el loco que en el fondo ya se ha vuelto desde hace años, por haber organizado el traslado de tantas borracheras, propias como ajenas, de la noche a la madrugada. Esta vez no ha querido celebrar el chiste un tiempo desmedido y se ha puesto taciturno. Por un instante pienso que va a pedirme una propina especial por la inminencia del año escolar, pero no es eso. Se sienta a la mesa, me acerca la cara y dice, como en un soplo:

WA: Hay una persona, un viejo, que ahora nadie le ve, pero que está corriendo olas en la neblina negra, se queda sin moverse un ratito, parece que se hubiera quedado dormido, o muerto, y en eso vuelve a darle rema que te rema con sus brazos paquí, pallá,  y no para de estar corre y corre desde ayer en la tarde, mister. Si uno se queda mirando lo llega a ver, cuando se acerca para acá, y de allí desaparece, yendo y viniendo.

En otro contexto la descripción hubiera sonado fresca como un primer sorbo matinal y cristiano de agua mineral y deportiva. Pero Willy presenta con exactitud el aspecto siniestr o de la escena, como si describiera a un insecto luchando por su vida sobre el agua, y ese es el sentido que él le quiere dar. El tablista está condenado.

ML: ¿De verdad lo has visto en el agua o te han contado? ¿Alguien te  dijo? ¿El gordo?

WA: No. He visto y también me han dicho. Una pareja de gringos que ya se han ido. No pidieron en el auto, sino aquí, en esta misma mesa que estamos, una botella de vino blanco chileno de cuarenta soles. Justo cuando yo le alcanzaba la bebida, iba limpiando la mesa, poniendo cenicerito, servilletita, apareció un señor en un taxi, y ella le habló en castellano, “Está en  agua, sigue  agua. Sportivo”, y él le preguntó qué cómo sabía, y ella contestó que lo habían visto entrar, y moviendo los brazos le dio las explicaciones como las que yo le he dado. Después los gringos prendieron una radio chiquita, se pusieron a escuchar como noticieros en volumen bajito. Un poco más tarde, no hace mucho rato, apareció el taxi de nuevo, y se los llevó. Dejaron casi media botella.

 

ALBINA GARCÉS:  ¿y el huaquero?

BERNARDA WINTOCK: Un tipo confianzudo, medio pata en el suelo, pero simpático, y de cuidado. Decía que era arqueólogo, y sí parecía un poco.

AG: ¿Te dijo algo a ti como para descolgarse?

BW: No, no nada de eso. Al contrario. Muy callado. Es justo el estilo de quedarse callado, como si escogiera de cuáles frases mías quería participar y de cuáles no. Algo así

AG: ¿Coquetón entonces?

BW: No. Confianzudo, te digo. Esa es la palabra. Como criticón...

AG: ¿Retrechero?

BW: Pendejón

AG: ¿Motoso?

BW: No motoso, nada motoso, qué va. Elocuentísimo más bien, mismo curso de oratoria. Pero como con una distancia deliberada entre lo que estaba pensando y lo que estaba diciendo.

AG: ¿Y dónde notaste eso?

BW: En la soltura con que le hablaba a Raúl, el intermediario. En cambio conmigo era como si quitara todas las palabras que pudieran sobrar, como quien le saca las espinas con toda calma a un pescado muy chico sobre el plato.

AG: Eran muchas...

BW: No sé. Pero daba la impresión de que eran todas las importantes. Por eso no volví y le mandé al que tú ya sabes con la plata. Ahora estoy esperando que me entreguen lo ofrecido.

AG: ¿Y ahora? ¿Entrega o no entrega?

BW:  Ha mandado decir que sí.

AG: Los dueños de casa nos deben estar extrañando.

BW: ¿Crees? A esta hora todos dormidos.

AG: Nunca todos dormidos. No vuelvas a decirme eso jamás. Acuérdate de Punta Hermosa.

BW: Chucha, ni me lo recuerdes.

 

 

La mención que hace Willy de un tablista corriendo bajo la mitad opaca de la bóveda me evoca a un acróbata braille dentro de un estuche de raso negro y me mantiene por largos momentos con la vista pegada al estrépito marino, intentando detectar una presencia humana en ese pentagrama de estruendo. Ha comenzado a clarear del lado despejado del paisaje, sobre las dunas de chiffon escalonado, hacia donde ya se puede ver los haces de antenas de la microonda y el satélite clavados en la punta de un cerro,  pero el mar sigue envuelto en impenetrables borrones. Por ningún lado el famoso rosa de la aurora. Solo la discreta fuga de algunos automóviles advierte que algo va a suceder con las sombras. Los demás automóviles han subido sus vidrios, como señal de que los pasajeros se atrincheran a enfrentar el día durmiendo y desde la fortaleza de sus propios cuerpos reconcentrados. Una leve distracción me hace voltear la vista hacia el agua, y de pronto encuentro una parte algo despejada, con una media docena de jóvenes tempraneros, niños en realidad, remando olas adentro.

Cuando mi mirada regresa de observar a esos tablistas inaugurales me interrumpe la silueta de un par de ancianos rescatistas, buscadores de reliquias metálicas con los ojos clavados en el filo móvil del agua y la mente concentrada en el bric-a-brac que podrían soltar de su tesoro las profundidades marinas. Cosas como antiguas monedas de plata, hebillas, collares, todo cubierto de moho, anillos entrelazados con moluscos, partes de armas, además de tuercas, clavos y piezas aun más humildes de la mecánica de un naufragio, más todo lo que se pueda imaginar brotando de un oleaje. Hacia la izquierda de los rescatistas, al fondo de la perspectiva, el paisaje de la mañana propiamente dicha, con las chalanas de los primeros pescadores bajando las gradas de espuma hacia la arena y los muchachos de los restaurantes meciendo sus baldes a la espera de los pejerreyes. En la hora y media que he conversado con Willy un universo comercial entero se ha instalado en la orilla y por la zona del muelle, sigiloso como la aurora misma con sus rosados dedos, a vender otros tesoros. Llaveros de delfines y de tablitas hawaianas, diminutas bailarinas javanesas, reliquias del joyero hippie universal, enormes caracolas con las paredes interiores enrojecidas, fotos iluminadas de Cerro Azul antes y ahora.

El estrépito desde las tinieblas en cierto modo venía vaticinando esta mañana de olas enormes, irregulares, complicadas de correr, que aparecen inesperadas como coronas de géiseres espumosos sobre la línea de la rompiente, luego forman una pared de trepidante perfección por unos cien metros, y por último se desmoronan adelgazadas por el choque entre su propia fatiga y una insistente contraola. Pero de todas maneras esta todavía es una primera clareada que no me permite ubicar del todo a quien me dicen que ha estado surfeando toda la noche. Pero igual su silueta me llama la atención por el estilo de tablista antiguo. Luego de mirarlo correr algo más de una hora creo que lo reconozco. Pero en ese instante se pierde más allá de la línea que vomita las olas, remando con un ritmo zigzagueante de renacuajo, que casi permite escuchar su jadeo, y luego vuelve creciendo lentamente, sección tras sección hacia la derecha, casi inmóvil, hasta que pasa frente a la línea de mi mirada y desaparece en el infierno de espuma y fragor que da la falsa impresión de cruzar hasta el otro lado del muelle. Por el tamaño, por el estilo, y sobre todo por la hora, es un dinosaurio en el agua, sobre uno de esos nuevos tablones livianos de casi cuatro metros de largo, resucitados a comienzos de los años 90. En sus partes menos revueltas el agua ya se ve caliente y verde, y ahora es posible discernir los yuyos de la orilla, las palabritas engastadas en la arena, la vibración nerviosa de los muy muyes,  y los espumarajos sucios por el encuentro del agua y la tierra.

Rema usando los dos brazos al mismo tiempo, con estilo arcaico de mariposa cansada, en un movimiento que contrasta notoriamente con el ágil enjambre de chiquillos que se arranchan las olas de la primera hora. Pero él en ningún momento aprovecha una ola que ya venga reventada, ni le quita una ola a nadie. Es evidente que no le sobran energías, y que compensa esa falta con paciencia y maña. Cuando descansa parece que lo hubiera aplastado un diós impaciente: el dios desvanecido de los surfers antiguos.  Pero a diferencia de los jóvenes, se toma la molestia de esperar las olas más grandes, y es evidente que la ola le interesa por algo más que la velocidad. Entre una ola y otra descansa boca abajo sobre la tabla, dejándose mecer como dormido. Luego lo observo bajar a plomo una ola de dos metros con la cabeza hacia adelante y los brazos abiertos hacia atrás, como un nadador-kamikaze partiendo en una competencia. Pero en todas las olas quiebra en el último segundo, ya casi cubierto por la espuma, y permanece pegado al fondo de la pared, manejando la tabla con el peso aparentemente inerte de su cuerpo, bamboleándose apenas, con algo de frío y de deliberado en su postura. No sale de la pared por el labio de arriba, sino que vuelve a quebrar para encabuzarse en la contraola, de entre cuyas espumas sale con la cabeza echada hacia atrás, como hacía el torero Juan Belmonte, alisándose el pelo con las dos manos, como si acabara de lavárselo.         

Recién a la quinta o sexta ola asocio al corredor con lo que fue el famoso estilo personal de mi compañero de colegio Arístides Sáenz, y me pregunto si puede ser él.. Unos minutos de observación me confirman que es él.  Cuando sale del agua y se acerca a donde estoy, veo que le parte el pecho una cicatriz justo debajo del esternón, de esas que dejaban antes las operaciones de úlcera, y sobre la cicatriz bailan una cruz egipcia y una especie de placa de lata.  Un grupo de jóvenes se le acerca corriendo y uno de ellos le hace un gesto de reproche, recupera la tabla secuestrada, la frota con sex wax y se mete al mar con una urgencia de lobo marino hambriento.  Son las siete y media de la mañana, y a pesar de que Sáenz recién sale de horas de ejercicio en el agua, se le ve mal. Tiene esa piel algo ajada y aceitosa, de tinte oliváceo, que adquieren los fumones de pasta básica en su tercer año, y por partes del rostro está particularmente escabrosa, con esa textura de esponja mojada que dejan algunas quemaduras. El mismo ojo caído de su temprana adultez, y ahora también el resto de la cara magullada. No hay manera de saber si esto último es algo que viene de años atrás o de unos días antes. Advierto en sus ojos un brillo, pero una segunda mirada me hace notar que solo es una refulgencia sin luz propia, una inquietud que no logra reconocerse a sí misma y que brilla en el vacío. Pero de todos modos es Sáenz. Una espuma cremosa se le ha pegado a la cara, y tiembla al viento como una barba asiria. Me mira con una sonrisa que me llega directa de los tiempos escolares, pero es obvio que no me reconoce.

Aparece corriendo Willy con dos vasos de cerveza, debo suponer que ya sorbidos, sobre la bandeja de plaqué, y una toallita. Me sorprende, pues a esta hora Willy emprende el falso retorno al hogar, o duerme bajo algunas maderas. Le pregunto por la cortesía de esos vasos y me dice que es un encargo que recién cuando iba a irse le dio el gordo de la caja, como un favor de la casa al tablista. El gesto me sorprende tratándose de alguien que no es un habitué. En cualquier caso, el entusiasmo de Willy es evidente, tanto así que disimula por un momento su tambaleo. La idea de que el corredor de olas oculto en verdad exista, y que además requiera de sus servicios, y se deje sorber los vasos, le parece formidable. Antofagasta se seca las manos con la toalla que le alcanza Willy, apura los vasos uno tras otro y los clava en la arena, desaparece un momento por la parte posterior del Geometría y vuelve vestido con una camisa Hang Ten descolorida, sucia y verde, con varias tallas de más. En dos palabras, vieja y ajena. Trato de reprimir la idea de que esa ropa se la acaba de robar, como si ese acto suyo, de haberse dado, hubiera sido también un mal pensamiento mío. Pero a la vez siento que estoy evitando los recuerdos de nuestro pasado común, en el colegio, en los encuentros fugaces con la marihuana en la segunda mitad de los años 60, cuando aún nada parecía definitivo; en las conversaciones, ya más densas, aunque no menos fugaces, de los años 70; en sus confidencias en un bar cuando ya había entrado a la condición de coco rayado en los años 80. Cada una de esas estaciones me produce un pensamiento cruel para los dos. Se me ocurre que no tengo una imagen de Antofagasta para los años 90, sólo una elegía extemporánea.

ARISTIDES SAENZ: Qué hay zambo.

MIRKO LAUER: Antofagasta.

AS: ¿Tú eres quién?

ML: Lauer, del colegio.

Vuelve a sonreír, complacido de haber escuchado su viejo apodo, que a mí siempre me ha sonado más como un alias, y me arrepiento de haberlo usado. Pero no pregunta cómo así conozco su chapa, el tema no lo preocupa mucho. Lauer tampoco le dice nada. Aparece Willy con un tercer vaso de cerveza para Sáenz, otra vez de cortesía.

ML: Sigues corriendo bien.

AS: Y eso que la tabla no era mía.

ML:  Noté.

AS: Ah, ¿lo viste al tipo? Un huevoncillo pero rehuevoncillo. Se molesta porque uno corre unas olitas.

ML: Una vaina.

AS: Super vaina. Convídate una gaseosita para esta cerveza.

Antofagasta quiere armar su cóctel. Llamo a Willy y hago el encargo al crédito. Busco un tema para seguir el diálogo, pero la idea de que él no registra quién soy me desanima mucho, y no encuentro nada, solo recuerdos desconexos, viñetas existenciales, cojudeces.  En uno de los episodios me lo encuentro a mediados de los años 80, en una estación de gasolina:

 

ML: ¿Qué haces Arístides?

AS: Aquí preocupado por nuestro querido Mota, que le está dando demasiado a la de acá (se pasó el índice por debajo de la nariz varias veces). Se está perjudicando seriamente.

Para entonces ya el propio Sáenz estaba rejodido. El ojo caído había dejado de ser la huella de un accidente, para volverse la clara señal de que algo muy temprano e irreparable había terminado de salir a la superficie de su rostro. Ahora que lo pienso, siempre me lo andaba encontrando por las estaciones de gasolina, a pesar de que hacía mucho que él no tenía automóvil. Al comienzo lo asocié con una pasión por los motores, que de hecho existía. Había estudiado una ñizca de derecho, pero siempre había tratado de ser copiloto de carreras. Más tarde alguien me dijo que en esas estaciones de gasolina se vendía adornos robados de automóviles.

Muchos años después me lo encontré en un avión, enjoyadísimo, exhibiendo un pequeño camafeo antiguo,  formado por dos turquesas opacas unidas por un perímetro de platino quemado prendido de un alambre exangüe casi sobre el hombro derecho. Un dandy casi imposible de reconocer. No era una alhaja para clase turista, pero Antofagasta viajaba cómodo, coronado de cojines azules de aerolínea, los audífonos bien calados y la mirada perdida en la letra menuda de un cartón de Malboro. En treinta minutos íbamos a aterrizar en Miami, las piscinas de los cayos ya tenían el tamaño de cajitas de fósforos, y de debajo nuestro salían zumbando unas avionetas sin sosiego a posarse en aeropuertos privados. El avión soltó tren de aterrizaje y llantas con un gemido profundo y un golpe seco, como si fuera para siempre. Nos hicimos un saludo con la cabeza, pero no nos llegamos a hablar. Ahora que lo recuerdo pienso que probablemente no sabía a quién estaba saludando.  Poco después mi hermana Bárbara metió en el sobre de una carta suya desde Fort Lauderdale un recorte: Six years for Peruvian dealer, la foto de torso desnudo y la historia de siempre con las bolsas de plástico pegadas al cuerpo.

  A esta hora ya vuela por encima la brisa matinal de febrero.  Ahora estamos en medio de la playa de estacionamiento, frente al Geometría variable, y sin advertirlo poco a poco empezamos a caminar intercambiando frases sobre tabla. Su presencia no llega a ser grata pero me llena de recuerdos, como la versión sobre la primera vez que Antofagasta entró sin saberlo  a una casa y encontró a su madre, tendría unos once años, en uno de los últimos domingos de ese verano, el guardián estaba puntualmente borracho en Santa Inés y la propiedad de Los Cóndores vacía. Se coló por una grieta de la parte del muro que da al cerro, en la parte más alta del terreno, y fue bajando con cuidado por el huerto hasta llegar al jardín, a la piscina, al patio de lajas con los muebles oxidados. Estaba algo asustado, no por el posible regreso del anciano guardián, sino porque quería estar asustado, pues ese temor indefinido era una parte importante de su libertad en ese momento. Aunque el corazón se le empezó a acelerar realmente cuando unos patos y pavos rompieron a graznar y a cloquear a su paso. Pero ese ruido inconstante se ahogó allí nomás, en la gutural acequia de piedra que bordea el gran campo de césped y todavía hoy corre casa abajo hasta la laguna de la entrada. Dejó su ropa - blue jean, calzoncillo, zapatillas,  camiseta desteñida- sobre una chaise longue y se zambulló despacio en la piscina. Flotando boca arriba observó moverse las puntas de los bambúes al viento, lanzas flexibles cargando contra el cielo gris. Escuchó dos truenos de las alturas de Matucana. Minutos después empezó a llover. Cuando salió esperó que se le secaran las manos, encendió un Nacional Presidente, y empezó a recorrer, siempre calato, el patio de lajas, las escaleras de servicio, la terraza de la entrada. El reflejo de su cuerpito huesudo en los vidrios de las puertas lo turbaba, como si esa duplicación afectara la perfecta soledad en que creía estar. En esos juegos de reflejos estaba cuando encontró entreabierta la puerta principal y sin pensarlo mucho se metió a la sala, convencido de que fuera de temporada la casa estaba deshabitada, como la había imaginado todos los veranos en que la había rondado, lleno de curiosidad, sobre todo por esta extraña torrecilla mudéjar que competía con los cipreses y los eucaliptos, y que él no sabía que estaba llena de cajas de leche Gloria con revistas Cultura comidas por los pericotes. No se le ocurrió preguntarse por qué estaba abierta la puerta. Terminaba marzo de 1956..

AS: Baja el mar.

ML: Sí, a esta hora entra la marea.

AS: Qué cojudez. Super cojudéz. ¿Corres?

ML: Sí, pero casi de noche, cuando hay poca gente. He vuelto a correr mal, y no pesco nada.

AS: El late. Eso sí que es paja. Pero a mí me gusta el dark. Super dark. Recontramofostrofólico.

Así me pasé la mejor parte de tres trabajosas horas, él intentando ser sociable a su manera, probablemente sin entender por qué,  y yo evocando encuentros que no llegan a ser una vida en común, y que en su mayoría él acoge con una evidente perplejidad. Como cierto tipo de asceta, está viviendo el presente absoluto, sin concesiones al paso del tiempo. Mis intentos de explorar su paso por Miami chocan con una muralla de  silencio, aunque me parece que en esos momentos la mirada se le aguza.

Los primeros bañistas hace ya buen rato que han salido de los hostales, vemos a los carperos ubicar con gran concha sus sillas de alquiler sobre los mejores espacios de la arena pública, a las mujeres extender toallas y ordenar ropa, a los niños acomodar sus instrumentos de plástico y dejarse frotar con cremas blancas. En los cuatro puntos cardinales empiezan a llegar nuevos carperos que no cesan de llenar a baldazos inmensas piscinas de plástico con forma de orca asesina. Niños impacientes los siguen con la mirada. 

De pronto, como a la altura de la casa de Chumpitaz,  en las afueras, Antofagasta detiene la marcha, se pone serio, se me para delante, como si estuviera impidiéndome cruzar un umbral invisible, y me clava su mirada sin lustre, como si hubiese hecho un aterrizaje forzoso sobre un recuerdo distante.

AS: Amigo.

ML: Arístides.

AS: Amigo. ¿Tú qué eres?

ML: Periodista.

AS: Periodista, está bien, periodista (se queda un rato con la mirada en blanco, como calculando el sentido de la palabra). Entonces cuenta que me han cagado. ¿Manyas?

ML: ¿Cagado? ¿Quién?

AS: Unos amigos.

ML: ¿Unos amigos?

AS: Sí, unos (un silencio largo) puntas con los que vine, y que además me han dejado botado aquí, con mi chamba. No los ubico. Yo sé cuál es mi chamba, pero igual volaron. Pero igual voy a hacer mi chamba, porque es mi chamba. No los ubico. Yo sé cuál es aquí mi chamba, pero igual volaron.

No logro que me diga cuál es esa chamba, ni quiénes son ellos, ni por qué lo han dejado, ni si podrían volver, y a partir de allí la conversación toma un giro extraño, conmigo insistiéndole en que me dijera quiénes eran, y en qué consistía que lo hubieran cagado, y cuál era la chamba, y con él sin querer decírmelo, ni decirme cómo ha llegado a esa situación, pero a la vez muy interesado en seguir con el tema, es decir en darle vueltas sin dirección alguna. Mientras habla va apuntando con el dedo hacia la distancia, hacia el lugar donde, supongo, han estado todos juntos hasta que Antofagasta entró al agua y perdió  la parte importante de sus efectos personales,  y se quedó con este gesto de circunstancia perpleja sobre la cara. Caminamos de vuelta para que me muestre el lugar de cerca. Es un agujero ceniciento en la tierra, donde pudo haber una pequeña fogata, un borrón casi imperceptible entre las sombrillas matinales, a unos pocos metros de distancia. Donde quizás han estado Antofagasta y sus amigos ahora unos niños juegan con una mezcla de arena y tierra de playa.

De pronto me clava la mirada y me aprieta el brazo:

AS: No, no zambo, no me tomes por cojudo. No tengo revolver, pero no necesito tampoco.

ML: No te entiendo Arístides.

Se queda callado un rato y se concentra en mirarme con su ojo caído. Después, volviendo a los monosílabos, apunta hacia el cavernoso galpón de madera del Geometría, luego hacia unos cuantos automóviles estacionados frente a la playa con las tablas sobre el techo. Recuerdo que el ojo se lo habían terminado de malograr en una de esas frecuentes trompeaderas en que siempre había llevado la peor parte. La pasta básica terminó de redondear el personaje.

AS: Pero, ¿y tú? ¿Cómo vas? ¿Tú eres surfer?

ML: Lo primero, bien. Lo segundo más o menos. Allí.

AS: ¿Ola grande o ola chica?

ML: Más o menos. Un poco. Allí voy.

AS: Me han cagado hermano. A mí nadie me caga. Pero yo consigo todo.

Me pide acompañarlo hasta la parte de atrás del Geometría a buscar sus cosas, las que supuestamente le han robado sus amigos. Me hace pasar al cuarto de cartón donde tiene una deshilachada bolsa de dormir, y empieza a rebuscar con creciente inquietud, hasta que se voltea hacia mí con una sonrisa de triunfo y un dobladillo de cartulina blanca en la mano.

AS: ¿Tirito?

Le respondo que no con la cabeza. El se encoge de hombros y abre el dobladillo, mira entre sus cosas hasta encontrar un instrumento adecuado, una tarjeta de plástico con la cual se aplica sendas cargas en las fosas. Cuando levanta los ojos no pasa nada, su mirada sigue igual de vacía, pero ahora clavada en un punto móvil, como si estuviera siguiendo el movimiento de algo que se mece a sí mismo mientras huye, como si recorriera un laberinto de perplejidad.

AS: Mi vitamina.  Buenísima.

Esto último lo dice ya para sí mismo. A partir de allí no para de hablar un solo instante. Cuando me despido de él no se da por aludido, y sigue explicando con pasión química algún complejo tema de la mecánica de los motores automovilísticos.

 

*

 

 

Hace rato que se ha pasado la hora para otro generoso brunch de media mañana que ofrecen mis amigos Rada en celebración de la canícula y un grupo de visitantes de las opulentas playas de Asia. Pero nadie cree en esos horarios sociales anglosajones, y además me tienta la idea de volver a casa a cambiarme de ropa y descansar un rato. El mototaxista de la mañana sigue allí a unos metros de distancia y haciéndome señas comerciales. Otra vez le digo que voy a caminar, y me sonríe, una sonrisa de aliento para mí y de resignación para él. Ya cerca del muelle me distraigo, y me quedo dando vueltas por la playa, donde me llama la atención una persona en silla de ruedas con la cara hacia el cielo cubierta por un pañuelo azul a grandes cuadros. Podría estar dormida, o tomando sol a través del algodón, o asegurando el efecto de unas gotas nasales. Es una de esas sillas de ruedas antigua de hospital con dos mangos en el respaldar, con más madera que metal, pesadas al grado de no considerar realmente la posibilidad de que el pasajero mismo las haga avanzar. En la arena parece un artefacto encallado, que ya no va a moverse más.

Me viene la idea de llegar al brunch con unos pescaditos para freír, y entro al terminal pesquero a ver qué han dejado sobre la loseta los veraneantes madrugadores. Pienso en algo así como una docena de lenguaditos, llamados también, un poco despectivamente, lenguetas, a pesar de que fríen bien y muy rápido. Los cinco mostradores están activos, con los pescados expuestos en orden de importancia, con pocos clientes, ningún lenguadito. En dos mostradores trabajan señoras mayores de brazos imponentes, en uno una señora algo más joven, en el último mostrador un viejo flaco, sin duda ex pescador, envuelto en un saco a rayas que le da más de una vuelta, dedicado a abrir con toda parsimonia y una especie de lesna unos choritos diminutos. Las mujeres empuñan unos cuchillos de mesa afilados con los que le raspan las escamas a los pejerreyes y luego les hurgan los espinazos. Hay una que tiene al lado un montoncito de yuyo, un par de ajíes verdes, otro de rocotos, unos cuantos limo, cebollas y algunos limones más bien amarillentos, por si aparece algún cebichero amateur. A pesar del agua fresca que corre abundante y el aire fresco que sopla, el sitio es apestoso, y las caras de todos lo reflejan. Entre los mostradores y el mar hay algunas chalanas donde todavía se mueve gente dedicada a destrenzar redes de nylon verde agua de las que se mecen, como las hojas plateadas de un eucalipto, pequeños pejerreyes. No es una pesca milagrosa, sino más bien miserable, pero no parece haber una queja en el aire, solo una dedicación de estampita del Nuevo testamento. Entre chalana y chalana zumban las moscas proyectando una deletérea luz azul, un falso arco iris. Afuera están llegando tres chalanas más, quizás las últimas de la jornada. Dudo entre los pejerreyes y unas falsas corvinillas (para el ojo entrenado pueden ser mis-mises o hasta lizas). Al final me inclino por una albacora, que me hace pensar en albatros, un falso amigo de ocho kilos que me venden como un atún, y ahora estoy decidido a llegar al brunch como el hombre que sobre la etiqueta de un frasco cargaba el enorme bacalao de cuyo hígado salía el aceite con que mi madre enfrentaba los peligros de la tuberculosis infantil en el invierno limeño.

 

 

*

 

 

Acabo de hacer la segunda salida desde mi departamento, cambiado a un pantalón beige, una camisa celeste, unas chancletas marrones, bajo las cuales siento la leve presión de pisar una línea imaginaria. Camino de mi cita, calle Comercio arriba, advierto que en efecto cruzar el mediodía ha sido como cruzar el Ecuador, con todas las cosas empezando a moverse en otra dirección que en la mañana. Temprano había pasado de la luz a la oscuridad, y ahora me siento avanzar con una orientación contraria, repitiendo los rumbos de anoche. Cuando entro a la mansión de los Rada con mi albacora en una bolsa, siguiendo el camino flanqueado por palmeras del alto de una persona, ya es el comienzo de una tarde soleadísima, y los demás invitados se están dando baños de agua helada, varios con vasos de whisky en la mano, otros con chupetes recién comprados a un heladero   (ya no el difunto Cánepa, sino uno de D´Onofrio que ha descubierto las ventajas de presentarse en el terraplén posterior de la casa) a quien vi salir cuando yo llegaba. El agua brota por la boca de una manguera del ancho de un brazo fuerte, sujeta por la horqueta que forman dos ramas de un eucalipto, a casi diez metros de altura, y el chorro cae desde allí con una fuerza que clava al suelo a las personas, transportadas por el frío que llega como del centro de la tierra, en medio de un bello lecho de mastuerzos anaranjados. Cuando el chorro no cae sobre un cuerpo, da de lleno contra una tabla de madera negreada por el musgo y a partir de allí se fragmenta en astillas de agua que se clavan en la biselada luz de la tarde. En la boca el agua sabe como caída de un cielo algo salobre, que después va a regar los resquicios de un jardín italiano de alfalfa, ganado a pulso a una media hectárea de tierra arenosa.  Todos se despegan con disimulo las ropas de baño de la panza, del trasero, del pecho, para lavarse las pegajosas arenas del primer baño marino, y entonces el chorro cambia de sonido, asume resonancias más graves y complejas.

Mi amiga la dueña de casa se acerca y me reprocha la amabilidad excesiva del regalo, pero en el fondo esta consumada anfitriona me está diciendo cortésmente que no he debido traer este pescado enorme y apestoso que a esta hora va a dar más trabajo que ventaja. Un brunch es un almuerzo disfrazado de desayuno, y servir la carne oscura y grasosa de un pescadote como ese revelaría todo el juego de lo distinguido y lo campestre. Rada mira desde lejos a sus invitados llegados de los kilómetros 90 refrescarse, mientras él alimenta alfalfa a su caballo y comenta con uno de sus primos. A su lado están los Mara, una pareja de húngaros juveniles recomendados por amigos comunes, que casi no hablan el castellano, y prefieren manejarse en francés e inglés. Ella es más baja que alta, rubia, casi albina, con una mirada disforzada, pero con algo que imagino que deben ser exquisitos modales austrohúngaros, una suerte de amaneramiento que la hace aparecer en todo momento como frente a un espejo invisible. El es alto, grueso, bien parecido, con bigotes cuidados, raya al medio, una tenida atildada, y una distancia cordial. Ella es pianista, él ha sido diplomático hastra que llegaron los soviéticos a su país. Juntos son la imagen de lo acicalado, por no decir lo demasiado vestido,  ella con un vestido de seda tejido a crochet que se le pega muy bien al cuerpo y él con un blazer de lino amarillo oscuro, tabaco claro. Una breve charla de cortesía me informa que viven desde hace decenios en la urbanización California, al fondo de Los Angeles, Chaclacayo. La casa es de piedra, muy ventilada para que ella pueda preparar los repertorios de las giras chopanianas que emprende una vez al año. Al fondo de la casa hay un sembrío de fresas que por el momento parece ser lo que más les preocupa. La cosecha está terminando, y ahora vienen los siete arbolitos de manzanas Winter sembrados en la parte delantera de la casa. La próxima gira, a Bratislava y Budapest, es en junio. Luego de esta charla protocolar, pero siempre ilustrativa, en que al inicio casi todos intervienen con entusiasmo políglota,  que decae a los pocos minutos, nos sentamos en la terraza que da hacia el mar, y los habitués se desentienden de los recién llegados, descuido que casi de inmediato pasa a una indiferencia violenta, y cada uno empieza a contar los chismes cansinos y llenos de sobreentendidos que suelta la gente que se frecuenta mucho, en el convencimiento de que los Mara, cada vez menos sonrientes, no van a dar pie con bola, lo cual parece ser, en efecto, el caso. Es la hora del vicio agrario de los apellidos, y del vicio cortesano de las anécdotas, aunque siempre con un cierto sentido de lo concreto.

 

EL LORO: Me encontré con Arístides Sáenz en la playa ayer en la tarde.

LA VIEJA: Cómo, ¿ya salió?

ML:¿Cuándo?  ¿Ha estado adentro?

LA VIEJA: Claro que sí. En Miami, por narco. ¿Dónde si no? Un chupo de tiempo.

EL LORO: Pues yo lo acabo de ver ayer tarde, como digo,  más bien bronce. Magullado, pero igual tostadito, y corriendo tabla como en los viejos tiempos. Me imagino, pues, que ya tiene un tiempo afuera.

CHIRIMOYA: Eso mismo me dicen, que ha estado partiendo piedras con una bola al tobillo, allá por los campos de algodón de la Luisiana, o algo por el estilo.

EL LORO: No, nooo, noooo jodan. Qué Luisiana. Esto era Miami, porque yo seguí el asunto en Caretas y algunos periódicos en ese momento. Debe haber sido hace unos seis años. Lo pescaron en una casa de Fort Lauderdale, donde Jaguay Urco, un cholo medio tablista y medio mercachifle de ropa y muebles del Asia, además de medio traficante de drogas, que vive allá desde los años 70. Urco es un árbitro de la joven moda narco en la Florida. Qué comprar, dónde comprar, dónde no arriesgarse, que abogado contratar, qué otorrino buscar. Según un primo mío que lo conoce, porque fue abogado suyo en el estudio aquí en Lima pero lo visitaba allá, el tipo vivía en algo así como una burbuja de aire acondicionado helado, en una gran urbanización toda de narcos latinoamericanos de nivel bajo para medio. Sáenz recaló allí en la burbuja diciendo que lo perseguían unos ecuatorianos, y Urco le ofreció un cuarto, pero Sáenz escogió instalarse en una salita que había al lado de la cocina. Urco se despidió y ya no reapareció más. Su huésped se pasó allí casi dos meses, saliendo muy poco, ignorando las camas disponibles y durmiendo sobre dos sillones pegados, abultando la cuenta con llamadas a Lima. Parece que cuando no hablaba por teléfono Antofagasta, porque así le dicen, se pasaba el día calladito mirando hacia el jardín, con la vista clavada en las aguas recirculadas y calientes de una piscina en la que hacía meses que no se bañaba nadie, porque un gracioso había metido pirañas en las lagunas y piscinas de la zona. Todo esto sale en el artículo. Los tombos entraron a la casa con la pata en alto y una pistola en cada mano, como en esa escena de Carlitos´ way, y lo primero que encontraron fue un televisor transmitiendo en silencio, pues a Sáenz le molestaba el inglés, y decía que en la TV de allá se hablaba un inglés y un castellano, si me perdonan, ambos de mierda. Las camas de la casa estaban todas tendidas, como cuando él había llegado unos setenta días antes, porque la verdad es que desde hacía varios años que le daba nervios dormir en cama, y se iba a los sofás, los sillones, las alfombras. Pero Sáenz no parece haber dormido mucho pues se la pasaba haciendo la guardia, de pronto dopándose, esperando al contacto que lo iba a acompañar seguro de vuelta a Lima. Se llegó a comer una despensa llena de frascos de pepino kosher encurtido, y se sabía de memoria los catálogos que las mueblerías, lavanderías, pizzas y chifas delivery de la zona le deslizaban bajo la puerta. Cuando mi primo volvió un tiempo después a Miami, llamado por Urco, este le pidió que recogiera las cosas que Sáenz había dejado detrás. Era un encargo riesgoso, pero el primo tendría sus motivos para aceptarlo. Me cuenta que casi no encontró cosas de él, o no pudo distinguirlas, no sé. Su ojo limeño no detectó entre los objetos americanos del cholo Urco sino un colgador de plástico anaranjado que podía ser de Lima, un lorito disecado precioso que mi primo y yo le habíamos conocido en el cuarto que tenía en casa de su abuela, en Santa Beatriz, y que alguien había tirado debajo del lavatorio, y tres pares de medias peruanísimas entremezcladas en un cajón con las finas medias francesas de Urco. Mi primo todavía cree que Urco se tiró su ropa y que Sáenz nunca se dio cuenta de nada. Así fue arrestado.

Los que se lo llevaron eran federales, de esos que llaman jimenes, pero de alguna forma Sáenz logró convencerlos para que no lo transportaran directo a una cárcel, sino que le permitieran acogerse a uno de esos sistemas gringos por los que si uno denuncia gente más criminal que uno, gana puntos. Los dos gringos se dejaron pagar dos días de hotel mientras cuidaban a su preso y preparaban la redada en el lugar que Sáenz le había ofrecido: la pachamanca a la que lo había invitado una honorable familia huancaína, la cual no exportaba nada más fuerte que alcachofas del valle del Mantaro. A Sáenz lo dejaron entrar unos minutos antes, con la casa ya bien rodeada, para que nadie sospechara su soplo. La policía cayó gritando amenazas con acento cubano en el preciso momento en que los cuyes importados asomaban la cabeza por entre las habas, las humitas y las hojas de plátano. Para suerte de Sáenz en efecto había un narco muy buscado acompañando a una señorita Sobrevilla, de la high del valle. A ese, con el perdón de las damas, lo cagaron a golpes en el sitio mismo, ante la mirada atónita de los dueños de casa. Después se lo llevaron con pareja y todo. Según la persona que me contó todo esto, una vez que la policía se fue, no sin antes haber citado a todos para la semana siguiente en Broward, todos se quedaron mirando fijamente sus vasos vacíos, como si el pisco sour se le hubiera escapado mientras observaban la redada. Vacíos los vasos y las miradas, colgadas todas de actitudes tolerantes, pero en el fondo furiosas por esta aparición de lo incomprensible, que parecía haber brotado de la propia pachamama caliente. Sáenz se quedó deambulando un rato por esa especie de anticuchada sin anticuchos que se había vuelto la reunión, y luego se despidió, justo cuando la orquesta típica Taquisun Hialeah estaba llegando. La gente siguió llegando en grandes grupos, pero el almuerzo de toda esa pachamanca fría parecía cada vez más remoto. La siguiente vez que oigo de él está con una condena más bien leve, pasando los fines de semana en la cárcel y con trabajo comunitario los otros días. Por esas cosas de la vida, le tocó barrer gratis las oficinas de la Facultad de arqueología de la Universidad de Florida. Allí conoció a una pareja de gringos dedicados al tráfico de objetos, creo que maya, que a partir de Sáenz empezaron a interesarse por el Perú.

EL PERRO: Disculpen que interrumpa tan buena historia pero, ¿ese Sáenz del que hablan no es el que se murió en Miami hace ya unos diez años? ¿Ese que ahora tendría unos 62 años?

EL LORO: ¿No te acabo de decir que lo he visto en el puerto ayer por la tarde? Desmondongado, sí, pero vivo, y corriendo olas como todo el mundo, incluso mejor que varios aquí. Tan era él que a la salida del agua lo vi con Coicoi Seminario, el íntimo de su ex esposa.

EL PERRO: Sí, ya te oí. Pero te voy a contar, para que vean. Un amigo médico que vive allá en Miami me llamó especialmente -ojo, escucha: es-pe-cial-men-te-, a Boca Raton, donde como saben yo tenía un departamento, a hacerme el siguiente pedido. ‘¿Tú conoces a un tal Arístides Sáenz Archimbaud?’ me preguntó. Le dije que no. ‘Porque como saben que soy médico peruano me han traído su cadáver al freezer del hospital con un balazo en la frente. La policía necesita un par de peruanos que lo identifiquen. Le repetí que no lo conocía, y le expresé mi sorpresa por la manera como parecían estar paseando ese cadáver de peruano en peruano. ‘No importa que no lo conozcas’ me dijo. ‘Lo importante es tu Peruvian passport. Se trata de un narco, sin duda, y todo esto es una formalidad para poder enterrarlo, o mandarlo a su país, o cualquier cosa. Ayúdame a salir de esta cojudéz’. Por supuesto que me negué a hacer ese reconocimiento peligrosísimo. Pero el nombre que mencionó y la descripción que luego hizo de la víctima para convencerme de que yo sí lo conocía, fueron muy claros. El que han visto paseando por la playa debe ser un homónimo.

EL LORO: O un sinónimo. Se habría pajareado el médico. De tu cuento saco en claro que nunca viste el cadáver, sino que te lo contaron. Lo más probable es que otro narco haya utilizado el nombre de Sáenz y que haya muerto con los papeles peruanos y el nombre puesto. Esas cosas pasan.

EL CHOLO: Puede ser. Pasan. Cualquier historia puede ser, pero yo también escuché alguna vez que ese Sáenz se había muerto, pero no en Miami sino aquí en Lima, hace ya más que cuatro años. Yo sí lo ubico bien a Sáenz, y cuando volví a verlo por la calle con el ojo tuerto por delante me di cuenta de que lo de la muerte era una bola. Y ahora aquí Hugo me confirma que el tipo goza de buena salud.

EL LORO: No he dicho tanto. Solo que está vivo. Al contrario, me pareció un cadáver ambulante, con caminada de zombi.

BERNARDA: ¿No había una mujer en todo ese asunto de Sáenz?

EL LORO: !Ay! !Ay! !Alto! Esa es otra historia. Buenísima, no se la pierdan. Me la había olvidado. Esta es de cuando Sáenz se enamoró de la Dolly Parton, así le decían porque era rubia y cantaba huevadas criollas con acento gringo. Ya era mayorcita, con muchísimo billete, y la aterrada familia cortó el romance. Allí estuvo preso, pero por el suegro, que contrató él mismo a unos matones para que lo llevaran hasta una comisaría y lo tuvieran allí un par de semanas. La Dolly amenazó con matarse. La familia de Sáenz no era manca. Se consiguió un abogado que a su vez se consiguió un periodista, o al revés, y el suegro acabó acusado de secuestro. Tengo entendido que el romance no sobrevivió la encanada.

BERNARDA: ¿Pero ella no era muy mayor que él? ¿Por qué le hizo tanto lío el suegro? ¿La plata?

 EL LORO: Por supuesto que sí, era mayor, y no fue una cosa tan fugaz como algunos aquí lo hacen parecer en sus cuentos. Paso a relatar por si hay alguien aquí que no lo haya visto en vivo en el colegio. La Dolly Parton ya era una mujer de cierta edad cuando iba a buscarlo a Sáenz al internado en su Chrysler New Yorker guinda, se acordarán, a llevárselo de fin de semana a Ancón. Eso era al comienzo. Después empezaron a quedarse allá en Chaclacayo a chupar con el director del colegio y su esposa, y a quedarse a dormir en el internado, patrocinados por el propio colegio. Todo esto a pesar de que la familia de él tenía una casa del otro lado del río, unos kilómetros antes de Chosica. Aquí hay por lo menos tres ex alumnos que podrían dar fe. ¿Quién se acuerda del nombre de ese sitio? Todo eso ya ha desparecido, y nunca fue más que una exhalación, un nombre que uno cruzaba en lo que demorábamos los niños en pronunciarlo, con Chacrasana antes y Santa María después. Quedaba pasando debajo de dos tubazos negros tendidos sobre la carretera central, entre bosques de eucalipto que cultivaban para hacer postes las Empresas Eléctricas Asociadas, en lo que años después se convertiría en un paradero fantasma del autovagón Lima-Chosica-Lima. Yanacoto. Nudo negro.

EL CHOLO: Basta de chacacotos, que ese cuento lo sabe todo el mundo. Más bien acabo de acordarme de otra historia. Escuchen esta. Buenísima. Alguien me contó que a Sáenz también lo pescaron, eso ya años más tarde, en el tráfico de objetos arqueológicos. Hace unos años él y dos amigos más le robaron a un museo de Arequipa un manto preincaico hecho de plumas de loro, y lo más probable que traído desde Nazca. Una pieza de la gran puta que, así dicen, entonces valía cien mil, también verdes. Para que no se notara el robo estos jijunagranputas dejaron un manto medio parecido, pero de plumas de pollo teñidas, me imagino que con mucho cuidado, que se habían mandado hacer en Lima con una costurera. El cambiazo los arequipeños recién lo descubrieron meses después, cuando las plumas de corral empezaron a despintarse. El museo sentó una denuncia, los periódicos se volvieron locos un rato, y muy poco después una llamada anónima orientó a los policías hacia el confesionario de una iglesia cercana.¿Cómo la ven? Iglesia, policía, confesión…

EL LORO: Y loro..

EL CHOLO: Y loro. Pues allí, del lado bueno, que es el del confesor, apareció el manto de plumas de loro. La nota periodística donde apareció la calamitosa historia no noticia sobre el destino de la pieza de plumas de pollo, pero menciona dos nombres, ambos probablemente dados por los que compraron el manto y tuvieron que devolverlo.

EL LORO: ¿Los nombres…?

Lo interrumpe la llegada de Jaime Bernal, de regreso de una caminata a Cerro Colorado.

JAIME: Afuera hay un tipo rarísimo rondando, hecho tiras, pero con pinta de catástrofe conocida. Algo así como un mendigo surfer. Casi podría jurar que es Sáenz. ¿Tú no eres el que lo conoce bien, Hugo?

EL LORO: Hola Bernal, ¿qué te pasa? ¿Por qué ahora que el hombre está mal resulta que yo soy el que lo conoce bien? Tú bien que lo conoces, y sabes muy bien por qué lo digo, así que no te hagas. Mas bien discúlpate por llegar más que tarde al brunch. Aquí está tu señora, esperándote desde ayer.

JAIME: Sí, ya sé, si yo llegué con ella. No veo para qué te pones de pie. Pero déjame seguir ilustrándolos. Puede ser que aquí el dueño de casa lo haya invitado, y Sáenz haya venido por un traguito, y se ha sentido corto de entrar. Creo que somos varios aquí que hemos chupado con él. ¿O no? Siéntate, y cuidado que aplastes con la suela a una de esas suegras que están caminando por el suelo, y nos deje toda la pestilencia. Tú sabes hacer esas cosas.

 

A nadie le parecen muy graciosos los comentarios de Bernal, que son obvias puyas malignas dirigidas a blancos específicos. Pero él igual celebra casi a gritos sus propias bromas sirviéndose un trago apurado, como si fuera ese mismo que según él reclama el alcohólico Sáenz, y dice salud. Doy una excusa para dejar la terraza, convencido de que en efecto quien ronda la casa es Antofagasta, que de alguna manera me puede haber seguido hasta aquí, y al que considero perfectamente capaz de colarse a una casa, y más a una donde apenas entre verá gente que conoció bien, y que por lo menos en un primer momento no se atrevería a hacerlo expulsar. Pero en verdad son demasiados los cálculos que le atribuyo, incluida una capacidad para reconocer a las personas. Camino hasta el portón, pero no lo encuentro. Solo está, muy de paso,   uno de los panaderos del pueblo volviendo a los hornos por la ruta larga, soplando con furia su mal talante desde una carretilla celeste, con la bolsa y la corneta medio vacías. Acelero el paso para hacer las dos cuadras hasta la playa, pero por ese lado tampoco hay rastros de Sáenz. A la vuelta advierto al mototaxista que hace tiempo a la sombra.

En lo que me tomó inspeccionar la cuadra exterior y dos esquinas todos han pasado al comedor, bajo cuya hermosa teatina de vidrios lechosos, a pesar de la vivacidad que flota en el ambiente, los comensales parecemos irreales, en el sentido de que siento a la realidad escapar por entre las conversaciones y que estas están aquí para reemplazar otras más complicadas que nadie quiere. Como a nadie le gusta lo que William Burroughs llamaba un almuerzo desnudo, nos la pasamos suspendidos en un desconocimiento de nosotros mismos en esta circunstancia, incompletos como la tarde misma que comienza. Nuestros afectos muy reales pero a la deriva, sin punto al cual llegar que no nos emplace a explicar qué pasa con nuestros siempre extraños viajes por la vida. Hace calor.

Sobre la mesa no cabe una fuente más y todo ha sido dispuesto en un  orden jerárquico, con la fuente de pequeños camarones tostados de Lunahuaná al centro, rodeada por fuentes menores con chicharrones de pescado y de calamar, lustroso escabeche, yucas de dos colores y un arroz con pollo de tonos suaves –verde culantro, amarillo cerveza- para hipnotizar a los reunidos. En los extremos hay causa enrollada con pulpa de cangrejo y mayonesa al centro, rodeada por causas menores de atún y lenguado fritos y un lomo saltado que expía un fuerte aroma de vinagre desde  una olla de barro, asediado de pocillos con papas fritas, arroz, ajíes. Observa todo una fuente de plaqué que es una verdadera laguna de puré de pallares. Aunque he llegado algo tarde, todavía hay un silencio inicial que evoca la comunión. Solo dos personas insisten en seguir conversando de un tema que no es ni los platos servidos ni los chismes de la terraza. A partir de un momento bajan la voz y ya no se les oye, pero podría ser algo chocarrero lo que intercambian, a juzgar por la reaparición de series de carcajadas descontroladas. La dueña de casa los llama al orden colocándoles sendos platos en las manos. Pasamos a una sala lateral donde están las mesitas puestas para comer.

Un poco más allá de la terraza se calienta desde el inicio del verano una piscina antigua que ya nadie usa, en verdad una poza rectangular de agua salobre, espesa y verde, con mala hierba en los bordes, nata en las esquinas, una parte cubierta de hojas secas y sobre la otra en flotilla, como dos juegos distintos de asteriscos, pequeños agregados de espinas secas de ciprés y avispas muertas boca arriba. Un poco más allá se desperdician colgados de los árboles puñados de nísperos anaranjados y rojos, picoteados, oxidados, podridos, muchos de ellos con sus pepas lustrosas al aire, como pequeñas cabezas de fémures dislocados. Al fondo languidecen, sin flores, unos tristes rosales de concurso. Me alejo de la gente y cruzo la alfalfa en dirección del extremo del jardín, donde una higuera reseca sostiene un único higo en su cúspide, y un mayordomo amable se toma la molestia de seguirme hasta donde estoy para ofrecerme un plato, que acepto. Es la misma causa enrollada como un pionono que he visto unos minutos antes, muy salpicada de perejil picado para que los colores de la papa, el aceite y el ají sumados no entristezcan. Regreso a donde sigue la conversación y me instalo en una hamaca. Advierto que me estoy quedando dormido, pero no puedo hacer nada para evitarlo, ni quiero. Pero  logro llegar hasta los postres, sobre todo hasta una imponente bola de oro adornada con mazapanes que, acaso sin saberlo, imitan frutas flamencas de un cuadro colonial, y el café.

Concluido el brunch, que por la avanzada hora ya se ha vuelto un almuerzo sin atenuantes, nos retiramos a nuestras siestas casi crepusculares. Decido, ahora sí,  hacer la mía en un sillón de rafia (que uso para lo mismo con cierta eficacia desde hace años) con los pies milagrosamente posados sobre una mesa de madera, entre unas doce tacitas y platitos vacíos. Ça commence: vuelvo a soñar, ahora una escena adecuada a mi postura algo aeronáutica. Las hojas de los altos eucaliptos vibran y zumban como banderolas en un campo de aviación. El motor del avioncito, un Bleriot XI como el último que ha volado Jorge Chávez tres años antes hacia Domodossola, está empernado a algo menos de fuselaje, y parece quedarle pequeño a su abrigadísimo piloto envuelto en cuero de chancho guinda. Dos años antes un monomotor igual participó en la guerra ítalo-turca, primer avión en ver combate. Este de Lima acaba de despegar desde Bellavista, cerca de la isla San Lorenzo, y va ganando altura con el amplio arco que traza sobre los barcos del Callao mientras se acomoda para tomar la línea de la costa en dirección sur. Son las 1100 de una mañana de verano muy despejada, y el piloto espera poder ver y seguir la sombra de su propio avión a la hora del despegue, una curiosidad nacida de que es la primera vez que vuela de un aeropuerto a otro en lugar de dar vueltas para volver al mismo de Bellavista. Pero los nervios y el deseo de llegar cuanto antes al kilómetro de altitud le impiden toda distracción. El XI vuela a algo menos de 100 por hora y lleva combustible para tres horas y media, la combinación exacta para llegar a Pisco, a donde nunca antes ha llegado un avión. No lo espera, en verdad, un aeropuerto, pero unos amigos hacendados ya le han preparado una cancha adecuada junto al mar de San Andrés.

Viaja apretado dentro de una suerte de bañera, que en lugar de agua tiene viento arremolinado que entra silbando desde todas partes, zarandeando los tres o cuatro instrumentos que lo asisten. Lo rodea a la altura de los hombros el filo de la bañera, algo así como un pícaro labio de madera lustrosa y metal bruñido. Pegado frente a él hay un mapa náutico de la costa sur peruana enrollado entre dos cilindros delgados sobre una tabla, como un papiro antiguo. A un lado del mapa una plaquita: Aeroplanes L. Bleriot, 39, Route de la Revoete , Levallois (Seine), y el perfil del mismo avioncito dibujado. A su izquierda el reloj, a la derecha la brújula, y al centro el timón, también de madera, entre las piernas. El piloto padece una versión leve del mal de La Tourette, que consiste en un tic compuesto: cada tantos segundos se pasa la lengua por los labios y lustra la plaquita con una esquina de la manga izquierda.

Delante suyo una línea de playa fuga hacia adelante partiendo el orbe en dos: a la izquierda los cultivos del valle de Lurín, polvorientos al centro de una cesta de áridos montes cuyos colores van del gris al terracota, y a la derecha el mar de un engañoso violeta a través de sus goggles. Un instante después aparece el santuario de Pachacamac, solo entre los sembríos como un campo de aterrizaje de los dioses, sonríe, y unos diez minutos más allá, la iglesia de Chilca como una torre de control en la distancia. A su derecha las dos islas que juntas parecen un oso echado sobre el mar con la mirada clavada en el cielo. Se le ocurre que nadie, que no sea un brujo, ha visto antes estas escenas desde el aire, ni desde lo alto el planeo y las zambullidas de urgencia de los patillos aterrados por un avión.

 El ruido del Bleriot XI espanta a las aves a cientos de metros de distancia, aunque algunas bandadas con otra presencia de ánimo se dejan ver volando algo más cerca, en cuñas erráticas que desordenan el aire con su indecisión, tejiendo redes de impredictibilidad. Son sobre todo pájaros marinos de plumaje beige con picos celeste (que en el sueño se llaman nalrubes) y otros pequeños que parecen gaviotas en miniatura y vuelan en familias apretadas. Por instantes sus graznidos sincronizados superan el ruido del motor, lo duplican. En ese momento todos están pronunciando el nombre de sus madres y de sus padres, piensa. El piloto compara ese beige y celeste con los colores del casco, más bien guante, de cuero que le cubre la cabeza, y recuerda sus lecturas sobre augures romanos que predicen el futuro precisamente en el vuelo de las aves, o en el palpitar de sus vísceras recién arrancadas. Luego piensa en lo peligrosa que sería la hélice del Bleriot XI si el motor no hiciera ruido, y en efecto el avioncito se vuelve silencioso como los peces que cientos de metros abajo con aparente displicencia hacen lo mismo que las aves, unos pocos centímetros bajo la superficie del agua, sobre el abismo marmóreo de las profundidades.

De pronto en medio del desierto que separa el valle de Mala del valle de Cañete, a más o menos hora y media de viaje, el Ghnôme Omega de 50 caballos empieza a dar unas leves tosiditas. El piloto reduce la altura y empieza a considerar campos de aterrizaje tentativos, solo por si acaso. A partir de un momento logra ver la sombra del Bleriot que lo sigue sobre la arena a su izquierda: acaba de pasar el maleficio de las 1500 horas. Ha avanzado más lento de lo que pensaba y todavía está a menos de la mitad del camino a Pisco, y la idea del aterrizaje regresa con algo más de fuerza: quizás hasta como cábala conviene tocar tierra por el camino, acaso sobre un tramo propicio del camino. Ahora falta saber cuál.  Al final de la pampa de Asia empiezan a aparecer unas islitas pegadas a la costa, y un poco más allá, muy a la izquierda, el pueblo de Quilmaná a medio camino entre el mar y los cerros. Sobre la derecha en la distancia una península, un puerto, donde una única calle longitudinal de más o menos un kilómetro, se quiebra un poco hacia el medio, y su tramo final es recto, casi perpendicular a unas ruinas prehispánicas que dominan un muelle de madera. Vistos desde el norte los restos arqueológicos son unas cuantas decenas de metros de fragmentos de muro monumental que no forman ni la sugerencia de un recinto, sino más bien la imagen misma de lo desperdigado. Son como secciones de muralla lanzadas al azar sobre el punto de la península donde una hondonada y una colina hacen una onda de arena. Trozos de dado, enormes muelas de Santa Ana, más encalladas que construidas. Toda la estructura se apoya en sombras triangulares que la avanzada tarde ha empezado a deformar.

 La calle comienza y termina en los campos, y no parece tener zanjas o alambres que la crucen, aunque eso lo sabrá realmente cuando pierda algo de altura. Corre paralela a una playa larga que viene de más al norte y llega casi hasta el pie de las ruinas. Hay que elegir, en un cálculo rápido, entre la playa y la calle. Se decide por la calle, con la esperanza de que los curiosos que han salido algo alarmados de sus casas despejen el terreno cuando lo vean acercarse en serio. Pero cuando inclina la punta para el aterrizaje una visión de la iglesia de San Luis en la distancia y la lentitud con que abre cancha la multitud lo hacen dudar, y vuelve a ganar un poco de altura para dar una vuelta en busca de una explanada más cómoda, y menos poblada. Luego baja de nuevo y el ventarrón que desplaza su vuelo casi rasante va abriendo un surco entre la caña de azúcar. Al dejar el puerto atrás, el desierto cede el paso a los campos cultivados, y en el tramo de regreso al puerto de la gran cinta de Moebius que traza el Bleriot ahora puede ver mejor la chimenea de un ingenio, un pequeño barrio japonés con templete y todo clavado entre bananos, más allá una casa hacienda con venecianas rojas rodeando dos patios, un court de tenis donde pululan figuras vestidas de blanco, y el mar. En un jardincito cerrado un joven escribe inclinado sobre una mesa verde.  Ahora frente al avión las ruinas prehispánicas otra vez.. Vistos ahora desde el sur los adobes encallados le parecen una ciudad, y la intención militar del trazo se le revela con sombría claridad.

Ahora da otra vuelta y vuelve a volar desde el norte, y al fondo ve otra vez el valle, con similares ruinas empequeñecidas por la distancia sobre cada una de las colinas que puntúan el verde de los campos salitrosos. De pronto en pleno descenso la tarde cobra un grado más de sombra, y el avioncito atosigado exige aterrizar cuanto antes. 

Desde una hora antes hay una mujer muy rubia que parece estar esperando al Bleriot que todavía no se ve, con los ojos entrecerrados en un extremo del Jirón Comercio. Está en medio de una pequeña multitud de niños igualmente curiosos, a los que ella les ha dicho que pronto bajará un avión, algo que solo han visto en las fotos de los periódicos.  El pelo delgado de la mujer se enrosca en mechones alrededor de un cuello largo y grueso. Sus ojos son de un azul quizás demasiado transparente, y están muy juntos, y alrededor de ellos, y de una nariz algo andina y una boca delgada pero sin crueldad, ella tiene la piel pegada al hueso y un vestido de seda negra muy pegado, sin mangas y muy abierto en el escote, y con un tajo lateral que le sube casi hasta medio muslo y que esta tarde de sol revela una punta de encaje salmón. Sostiene el cigarrillo entre unas mandíbulas largas y además saca los labios hacia adelante. La expresión es de una inteligencia antigua y feroz, oculta detrás de una mirada disforzada. El piloto la ve levantar del suelo un pequeño paquete, que procede a abrir, y cuando separa las piernas al inclinarse, el vestido produce entre los muslos una concavidad profunda, en la que ella deposita una pequeña máquina que es una rueda, con un gesto entre votivo y gratuito. Unos metros antes de aterrizar el piloto ya le puede ver los vellos al viento en brazos y pantorrillas, más no un bozo insistente que le aseria engañosamente la cara y cae sobre una voz áspera y profunda de fumadora que unos momentos después, cuando la hélice ya se ha detenido, el piloto se ha descolgado a tierra, le dice:

MA: Bienvenido ¿Doctor Icarus, me supongo?

Lo dice llevándose la mano a la cabeza, como si se levantara un sombrero imaginario erizado de plumas de avestruz. El piloto responde con un gesto automático que da a entender que no ha entendido ni la frase ni la broma, pero sonríe con alegría y extiende la mano hacia los dedos huesudos de la dama, cuya baja temperatura lo sorprende. El sigue con el abrigo de cuero guinda con los poros del cerdo muy marcados, que de ninguna manera va con el ambiente, entre otras cosas porque lleva a pensar en la expresión suda como un chancho. Hace unos gestos en dirección de la base de su espalda, pero nadie lo entiende, hasta que en voz alta pide por favor una silla: la canastilla del avión le ha afectado la columna. De dentro de una casa una familia amable se aparece con un silloncito octogonal de palo bobo, pintado de blanco con cal, respaldar y asiento tejidos de totora doblada. El piloto se quita el abrigo, toma asiento y contempla la luna que acaba de aparecérsele, aun de día, entre dos montes. Luego echa en torno suyo la mirada del que se pregunta dónde va a dormir, quién le va a cuidar el avión, cómo va a informar a Pisco de su demora. También lanza una mirada de preocupación al cardumen de chiquillos que esperan el primer descuido para tomar el Bleriot por asalto. Su mirada regresa a la rubia fumadora y siente que ella está como desentonando en ese paisaje, aunque es evidente que si hasta el momento alguien le podría resolver los problemas logísticos en ese pueblito es ella. Después de unos minutos el piloto dice, como una plegaria al aire, dos palabras:

TM: mecánico, gasolina.

Es el año 1913.

 

*

 

El olor a monóxido rancio de un auto me saca de mi siesta. Es un número equivocado, de esos paseantes que confunden las casas grandes con hostales, una pareja que pide disculpas mientras mira con estudiada lentitud en torno suyo, con el leve desdén de los que no son acogidos. Luego parte, ambos molestos, como si el error fuera de la propiedad con portón y alameda que da a la calle. En algún momento  he volcado una tacita con el dedo gordo, y el concho ha manchado una primera plana, como un pequeño diluvio del color de la vainilla. Un poco más allá un grupo reducido sigue conversando, infatigable, sobre el malogrado Sáenz, que ya se ha vuelvo un pretexto para cualquier otro tema. El Loro está desgranando los apellidos como cartas en la mano de un tahur a punto de quedarse sin aliento:

EL LORO: Este Sáenz es Olivera, es Archimbaud, es Irasola, es Chávez. Porque es bisnieto de Rosetón Olivera, primo del que fue ministro de Pardo, nieto del primer matrimonio de Rosetón, abogado muy metido en empresas inglesas, gringas, entre comienzos del siglo pasado, así se dice ahora, y 1930, cuando le dio el patatús. El derrame que lo mató ya fue en el tercer matrimonio, con una Payán, hija del banquero quebrado, gente emparentada aquí con Mejía Vidaurre, de Puno. Ese primer matrimonio fue con una señorita Gordon, la cual lo abandonó, lo dejó con una hija y se volvió a Inglaterra, nunca se supo por qué ninguna de las dos cosas. Costó Dios y su ayuda anular ese matrimonio, con el peligro de que la inglesa reapareciera en cualquier momento a reclamarle cosas. La segunda mujer también era pariente de los Mejía Vidaurre, era Manrique de Lara, y esa sí se murió, dejándolo listo para el tercer matrimonio, con una prima suya Tagle. A la hijita de la inglesa la criaron unas sobrinas de Rosetón, las señoritas Rivadeneira, hasta que la chica creció y se casó con Archimbaud, hijo de unos comerciantes arequipeños, el que fue concejal de Lima. Es la hija de ese matrimonio, gringuita también pero que no hay que confundir con la otra, la mamá, la que se casa con el Chueco Sáenz, que viene a ser un primo segundo o tercero.

ALBINA: De los Sáenz de Piura, o más bien de un poco más allá de Sullana, las dos haciendas, no me acuerdo el nombre…

EL LORO: No pues. Cómo se te ocurre una barbaridad así. Esos son Sáenz Monllor, que en realidad vienen de Tarma. Esa es la familia de Angeliquita Pereira, la corredora de inmuebles. Yo estoy hablando de los Sáenz Lazarte. Déjame seguir. La mamá del Sáenz que estamos hablando era la escritora.

 

     Me levanto de la tertulia de los visitantes con la idea de lavarme el café del pie, pero desisto y me quedo deambulando por la casa silenciosa, cada vez más convencido de que dueños de casa y una parte de los invitados tienen planeado dormir detrás de sus puertas cerradas hasta muy caída la tarde. En la sala una luz construida de espirales de polvo despierta un poco el claroscuro del retrato de Pedro Paz Soldán y Unánue por pintor desconocido. Lo que ahora es la casa de los Rada fue su refugio en las jornadas en que se esperaba la llegada de un barco del sur o del norte. A Juan de Arona, su seudónimo, se le ve feo y –si uno ha leído algo suyo o recibido alguna anécdota- mal. De ningún modo un autor para la hora de la siesta. Aun así la casa le sienta mejor que a los descendientes y sus invitados, que siempre dan la impresión de moverse demasiado rápido, sin el aplomo necesario para circular entre los grandes espacios vacíos del siglo diecinueve. De Arona, en cambio, ya no se mueve y deja que los juegos de luz lo recorran a su antojo, por momentos haciendo de su rostro un muaré baconiano que me hace pensar en el grito de Inocencio X a partir de Velásquez, pero no como una resonancia vaticana, sino como un ronquido agrario. Me pregunto qué se hacía el autor en esta casa, a diez kilómetros de la vivienda familiar con su columnata de plantación sureña. Si la versión de la espera de barcos es cierta, entonces quizás es aquí donde escribía separado de la tarea agrícola, de la biblioteca y del jardín botánico de rigeur legado por el abuelo naturalista. Arona escribía cosas más bien mustias, que tenían todas una atmósfera de guano de patillo, concebidas en el humor minoritario de los criollos ricos. Se salvan acaso poemas como el “Catafalco ideal” a la memoria de Miguel Grau, su amigo de París. Pero me cuesta imaginarlo escribiendo en esta soledad antigua, rodeado de distancias clásicas y silencio aristocrático. No lo digo solo por el costumbrismo liso de su obra, acaso aprendido de Felipe Pardo, sino también por la situación misma: una casa necesitada de toda clase de servicios, visitada por toda suerte de solicitudes, con una influyente familia de guardianes para las temporadas sin cabotaje y en las demás disponible en todo momento, presencias de otros señores del valle en pos de un refugio elegante prestado para la pascana. Arona pasa sus temporadas en Cerro Azul escribiendo rodeado de una multitud, en el lugar donde ahora hay una vieja mecedora metálica de Bancarto, escribe en medio de la noche, indiferente al retumbar de las olas o cualquier otro estrépito local, pensando en temas literarios clavados, como espinas, en otro lugar.

Considero la posibilidad de un paseo por el perímetro de la casa antes de pedir otro café. Pero en la terraza la mesita ya ha sido despejada, arreglada, y su orden me desanima. Termino optando por un paseo sin café. Camino del portón me despido del guardián que ahora riega las palmeras e ingenuamente salgo a buscar el fresco de la tarde, como si el clima del valle pudiera vivir una vida diferente del otro lado del muro. Como era de prever me encuentro todavía con un sol maduro, nada fresco, del color de una yema enfurecida, que obliga a las señoras de las modestas casas de quincha contiguas a seguir arrojando agua sobre la tierra apisonada, como lo han hecho ya en la primera mañana. Son señoras en púdicas batitas que podrían ser mandiles, que luchan escoba en mano para evitar que más pobreza irrumpa polvorienta en sus hogares. La tierra apisonada me hace pensar en un corral, y un corral a su vez en las gallinas de pelea de Chumpitaz, y en las dos citas que hemos pactado en las primeras horas del día.  

    

Avanzo con mi paseo hasta el lugar de la playa donde unas horas antes encontré a Antofagasta. Willy todavía no ha reaparecido. Me topo con una multitud chapoteando en el agua, como en esos grandes bautizos pentecostalistas colectivos en algunos aguafuertes que adornan biblias de fines del siglo diecinueve. Niños gritones sobre todo, muchos de ellos tomados de las manos, en rondas, pero que las olas desacomodan, obligándolos a buscar a tientas su antigua ubicación, alegres y solidarios ante un peligro en el que no creen. En los grabados siempre hay bañistas con medio cuerpo en el agua, flotando en el cuenco de una ola en alza, pero en cambio aquí todos están con los pies firmes sobre la arena del fondo, atentos a los peligros del calambre, del pastelillo, de la ola marina que da la vuelta y jala, bajo la mirada aburrida de un salvavidas. Sigo mi camino hasta unos cientos de metros más allá, donde la playa se despeja y ya aloja solo a docena y media de personas apartadas de la multitud para cumplir tareas lentísimas: paseantes, lectores de diarios doblados, jubilados filosofando por parejas en plena tarde, empeñosos pescadores de cordel y tramayo condenados a sacar pejerreyes en sartas, mirones del horizonte, enamorados inmóviles bajo un cono de luz divina, y un vendedor de helados cuya carretilla hace pensar en una explosión de retamas frescas. Repito para mis adentros unas cuantas veces “fría carretilla”. Más allá, donde ya no hay sino un elegante nisei inmóvil que sostiene una caña de pescar vestido a la usanza limeña de los años 30, y algunos pájaros que se organizan sobre la arena y juntos son como la sombra plana de algo que luego intentan mostrarme cuando alzan el vuelo, en apariencia espantados por mi avance. Entre los pájaros que despegan delante de mí y los que aterrizan detrás forman un delicioso torbellino de irrealidad.

 

Siento que es tiempo de regresar a la casa donde almorcé, pero por el camino la curiosidad que me despierta una corriente de transeúntes me hace pasar de largo frente al portón de los Rada y desviarme hacia la iglesia ubicada en la plaza al final de la calle, donde se ha puesto en marcha una concurrida misa de ángelus con un público mixto en medio del cual destacan los veraneantes, vestidos con algo así como ropa seria de verano, y los pescadores, salados y atentos a cualquier alusión bíblica a su oficio, que supongo que es lo que más los entusiasma. Es evidente que he querido venir a sentarme sobre estas bancas, entre estos feos ladrillos calcáreos que hablan de un paraíso prefabricado, no sé desde qué momento del día. El sacerdote, un joven español del Opus Dei con anteojos Bausch & Lomb apenas ahumados, que hacen extraño contraste con el gris refractario de las paredes, ha estado cantando en latín, con acento alemán, hasta un minuto después de mi llegada. Pero ahora se está despachando con gran dulzura una homilía autoritaria sobre los deberes entre los diversos miembros de la familia y la sociedad, entre los cuales no parece distinguir, comparándolos con las relaciones, quizás gravitacionales, de varios tipos de cuerpos celestes, lo cual le da a su ceremonia un tono medieval. Miro los pantalones cortos de los hombres de clase media y las blusas que revelan ombligos entre las jóvenes de toda condición, y no me parece una feligresía que necesite refuerzo del principio de autoridad. Me voy quedando, a la espera de que el cura vuelva a cantar, pero la homilía continua. Estrellas y planetas se han convertido de vuelta en cuerpos humanos, ahora rondados por el diablo nuestro enemigo, en la imagen de un león rugiente, que es a su vez un bólido pecaminoso en una órbita luciferina de la mecánica celeste. Definitivamente demasiado para esta feligresía. Un monaguillo-pescador agita un sahumerio que no zahuma pero suelta un silbido que evoca más bien a una serpiente turiferaria enroscada en torno al silencio caliente de la parte superior de la nave. A un lado de ese son sibilante, que sugiere que en efecto el diablo puede estar en el ambiente, avanza el barullo crepuscular de la plaza, donde ha comenzado la retreta con la banda de un pueblo vecino cuya música ríspida proclama que el error humano de los pobres puede ser una tristeza reparable, que no reconoce grandes pecados, ni precipita grandes caídas, sino también sonrisas.

 

Hacia el final de la misa la acumulación de insistentes alusiones al otro mundo, espiritual y astronómico, me decide a visitar el cementerio del otro lado de la carretera. Me voy alejando de la carretera entre totorales hasta llegar al diminuto cementerio amurallado por los propios nichos, algunos de ellos enrejados para evitar el robo de la lápida. Cruzo delante de los diminutos nichos para niños del pabellón Arcángel San Gabriel. No hay mucho que hacer aquí. Comprarle frunas a la señora de la puerta. Sentarse y mirar el campo, y más allá el mar. Pero de pronto advierto que en un sector del fondo están reactivadas algunas tarjetas musicales fúnebres, quizás las que fueron dejadas allí en el día de los muertos, meses atrás. Son imágenes sobre todo religiosas, o piadosas, o solo melosas, con un elemental aparato de reproducción musical al dorso, un chip y un micrófono. Por lo general los chiquillos les roban la pequeña pila eléctrica apenas calculan que los deudos ya no volverán, es decir horas después de haber sido prendidas de la lápida con cinta adhesiva o medios más elaborados, y las tarjetas se quedan mudas como sus destinatarios, luego pasan a empaparse pegadas al cemento por el relente, y por último resecas bajo el sol. Algunos días de muertos estos artefactos llegan casi a medio centenar, pero ahora hay unos cuantos, digamos una media docena, produciendo un concierto que el viento transporta en dirección de algunos sembríos de algodón y yuca hasta los que no llega la sordina rugiente del mar. Me pregunto si se han pasado meses sonando sin público viviente, si he tenido la suerte de una función extraordinaria por una fecha reciente que desconozco, o si son tarjetas frescas de deudos particularmente dedicados. Ahora mismo una de ellas está tocando la marcha nupcial, quizás informando al muerto de un reciente matrimonio. Otra transmite una versión plana de lo que puede ser un aria de Los pescadores de perlas o lo que queda de una canción napolitana. Completo la vuelta al camposanto y me dispongo a salir. Cerca de la puerta me llaman la atención dos inscripciones. Una del dulce Jacinto Gonzáles Pachas (27.11.82): “No se olviden de mí, y en sus corazones guarden mis recuerdos”, y otra de un imperativo Demetrio Manco (8.6.96): “Yo no estoy muerto, solo estoy durmiendo; moriré el día que no vengan a visitarme”. Quiero pensar que lo he hecho revivir un poco, aunque sea al paso.

Vuelvo a la carretera pensando en cómo hacer más tiempo para mi cita en la peña cultural San Luis, y decido contratar al insistente mototaxista, cuya presencia ya doy por sentada a la vuelta de todas las esquinas. El artefacto hindú de color rojo encendido y una decoración de lenguas de fuego rampantes lleva puesta una frase en caracteres góticos de un extremo al otro de su toldo de plástico: Conozco a todos, pero nadie me conoce a mí, y abajo, sobre el parachoques, Life´s a beach: Los Reyes.  En uno de los costados dice alucina, y en el otro canincula. Pacto un precio y le pido que avance por El Iguanco arriba, y que luego bordee Quilmaná por los caminos de las chacras, todo lo que pueda. Casi llegando a San Vicente pierdo las ganas de entrar a la ciudad o me asustó de entrar a ella y le pido al mototaxista, un joven muchacho albino, que siga de largo por la Panamericana hacia el sur. Pero al toparnos con la cuesta del arenal que lleva a Chincha el joven me advierte que para avanzar tiene problemas de autorización municipal y además tendría que cargar combustible extra, de modo que damos media vuelta. Por último entramos a San Vicente donde compro, más por costumbre que por interés, dos periódicos amarillentos de un quiosco rezagado. Le pido seguir de largo hacia Imperial, y media hora más tarde estamos respirando la atmósfera andina de Lunahuaná, donde los comerciantes están retirando los últimos puestos de comida de la plaza. Tomamos el camino de vuelta y cuando llegamos a San Vicente ya puede decirse que es de noche,  y es casi la hora de mi cita. Le pido al joven volver a San Luis y dejarme cerca del club chino.

La iglesia de San Luis se alza sobre una pequeña colina en cuyas laderas también está el pueblo. Es una edificación de paredes claras, en las que se intuye el blanco original bajo el jaspe polvoriento, y que  por su porte organiza la visión de toda esta parte del valle. Para quien se mueve entre las ciudades y los pueblos de Cañete, todas las cosas del orbe –cerros, casas, sembríos, calles, árboles, establecimientos comerciales- están antes o después, encima o debajo, a la izquierda o a la derecha de esta iglesia. Desde la curva que lleva de Cerro Azul a la ex hacienda Casa Blanca se empieza a ver en la distancia su perfil de templo colonial, aunque de cerca todo sea republicano. Aún así, es la iglesia más ilustre del valle, y siempre la imagino, guardando distancias, como una catedral del alto medioevo que domina una llanura. Chartres, por supuesto. Tiene una cúpula al extremo de una nave central, contra la que se apoyan dos naves laterales cortas. Desde cierta distancia es un equilibrio espléndido. Solo que el encanto se desvanece apenas uno llega a San Luis por la carretera y la iglesia, construida cuando el mundo pasaba exactamente del lado opuesto, muestra al viajero un trasero sin gracia, rodeado de feos terrenos baldíos, derrumbes intactos que cubren la colina con sus desórdenes cuarteados de adobe no querido. Corralones en los que se intuye un olor a mojón reseco. Recién cuando uno se empieza a alejar en cualquier dirección, el templo comienza a recobrar dignidad arquitectónica, y el medio punto de la nave rematado por una pequeña teatina parece un pezón limpio y pícaro ofrecido al cielo, que esta noche de estrellas va a dejar pasar todo el tiempo del universo antes de acercar sus labios.

Cerca de la salida sur de San Luis, en una callejuela perpendicular a la carretera, a metros del antiguo club chino, está el punto que me ha indicado Chumpitaz. Bajo una hermosa parra obsesionada por cubrir un enrejado de palos redondos, en uno de los últimos cuartos interiores de una fonda sin nombre ubicada sobre un promontorio de adobe antiguo y con una cierta vista sobre el lado costero del valle, una mujer de edad indefinida pontifica acalorada ante una mesa de hombres sudosos en mangas de camisa. Chumpitaz es uno de ellos, el único que bebe un trago largo con hielo hasta el borde, mientras los demás calientan vasos de cerveza. Me presenta al grupo como un amigo periodista de Cerro Azul, con lo cual creo que quiere dar a entender que no soy solo un veraneante, pero tampoco llego a ser un vecino del valle. Además de que amigo periodista también quiere decir “no ataca”. Por las miradas advierto que su explicación no ha funcionado en absoluto. Los tanto gustos pasan en un instante y se produce un silencio que exige retomar el curso de la conversación en algún punto del principio, lo cual está demorando en suceder. Mientras afuera rugen los camiones que llegarán a Lima en unas tres horas y en sentido contrario los que esperan alcanzar sus destinos de más al sur en la madrugada, aquí en la fonda hay una tranquilidad expectante. Sin embargo en uno de los cuartos del fondo ha empezado a timbrar un teléfono. Es el sonido desubicado de un aparato antiguo.

Para mi sorpresa la señora que me ha sido presentada como la abogada Rosamel del Valle Fayed, justo le está empezando a explicar a los congregados la necesidad apremiante de un golpe militar, que nadie desea pero que, insiste con unos suaves puñetazos sobre la mesa, es una necesidad, y además con un brillante porvenir en este mundo globalizado. Sería suicida, dice, enfrentarse a él cuando llegue, si llega a venir, dios no lo quiera. Sus oyentes hacen sutiles movimientos de cabeza indicativos de que no tienen la menor intención de enfrentarse a él, pero que les encantaría seguir escuchando ese tipo de palabras fuertes un rato más. La abogada es cincuentona y no tiene una sola línea más o menos recta en su cuerpo, como lo muestra a las claras su sastre guinda oscuro al cuete. Son puras líneas curvas a punto de reventar, y una gran papada que su gesticulación política de mentón estirado hacia arriba y adelante trata como si no estuviera allí. Su único adorno es un reloj pulsera de oro macizo, de un diseño rectangular antiguo, una heredad. Un maletín de cuero beige al que se le escapan como queso caliente las hojas de los expedientes de la corte de San Vicente hace de cartera. Un poco con el mismo ritmo se le escapa la camisa –no llega realmente a ser una blusa- por la pretina de la falda, y el cuello amarillo almidonado hace su propio juego entre las solapas algo casposas. La gordura suaviza, hasta casi endulzarlos, los rasgos de la cara, pero los ojos porcinos de puñalada en pellejo con los que perfora el aire cuentan otra historia. Chumpitaz apura el trago y se despide corriendo pues tiene un compromiso, y a la salida me hace una señal giratoria con el dedo: nos vemos más tarde como quedamos. Acabo de ser abandonado a mi suerte. A la abogada de pronto le alcanzan un micrófono gigante de los que ya no se usan, que no puedo creer que sea inalámbrico, porque no tiene un cable que lleve a ninguna parte y su presencia no modifica en nada la voz de la oradora que está diciendo un, dos, tres, cuatro probando probando. El teléfono sigue timbrando, pero nadie se da por aludido. Más bien lo que levanta volumen cada vez más son los puñetazos  con que la jurisconsulta aporrea la mesa

ROSAMEL DEL VALLE FAYED: La democracia siempre necesita de un respiro, una leve interrupción, homeopática, profiláctica, sanitaria, para revertir su debilidad o fortalecerse aun más de lo que ya está. Este es, qué duda cabe, uno de esos momentos. Solo los militares pueden hoy salvarla de sus enemigos, decimos, con tanta fuerza es que la deseamos y la necesitamos, a la democracia. Mas no estamos preparados del todo para ella, quiero decir para la democracia. Hay un problema de educación: indios y cholos se dejan engañar fácilmente por los partidos políticos, que les prometen hacerlos llegar al gobierno, o por lo menos a puestos de trabajo permanentes. Blancos y gringos se aprovechan de todo lo que pueden. Nada de eso es democracia. Esas son pendejadas, puras pendejadas de unas cuantos vivos, que en el fondo son mayoría. Lo que esos partidos buscan es entregarnos a los intereses extranjeros. Son poderes sinárquicos y euroasiáticos, claramente populistas, enemigos del nuevo globalismo nacionalista. Un golpe es el futuro del Perú, amigos, siempre lo fue. Además, nosotros sí sabemos que da lo mismo quién gobierne. Lo importante es el Estado y su continuidad en la historia, como dijo don Jorge Basadre ya en 1929. Se necesita un golpe que se rodee de técnicos, no de políticos que buscan su propio beneficio. Porque al indio y al cholo hay que darles educación, construirles colegios y universidades, antes de poder darles nada o de meterlos en política. Si no toda la vida nos la vamos a pasar dándoles.

 

La doctora decreta una breve interrupción, que yo imagino que es para contestar el teléfono, pero se me informa que es para que los hombres salgamos a orinar al campo, bajo unas enredaderas a medio marchitar de las que ya han sido cosechadas todas las caiguas, un contertulio indiscreto me informa, pájaro en mano, que contra toda apariencia, la abogada no es una machona. Más bien es una cazadora activa del amor masculino, me revela, que en el intento ha recibido tremendas golpizas, también de las sentimentales. Esto se sabe porque ella es de Cerro Azul. De hecho he advertido que ella dirige su mirada al cenáculo de autodidactas del sur chico como si todos y cada uno de ellos, ahora de nosotros, fuera un posible amante, es decir un golpeador en potencia. Pero los hombres no la miran realmente a ella, sino que cuelgan de su prédica a favor del golpe: vendedores de insecticida, pescadores adventistas, albañiles del sindicato de Construcción Civil, un dueño de alojamiento, unos medianos agricultores del propio San Luis. En otros tiempos hubieran sido una célula de partido. Ahora parecen espiritistas laicos. Ella no se hace problemas, noto, con la naturaleza del auditorio,  que más bien parece infundirle una suerte de energía pedagógica. 

Una sábila exangüe cuelga boca abajo sobre el vano de la puerta, el blanco de su raíz ya medio confundido con la soguilla mosqueada y sus verdes tentáculos recostados contra el marco como un manojo de pequeños animales embarazados. Naturaleza muerta muy mosqueada. Cerca de las esquinas,en lo alto, unos espejos abisagrados demasiado al sesgo contra la pared, no duplican casi nada, salvo sus recíprocas confusiones, quizás, que no dan la sensación de multiplicar a los hombres, sino de trizar el aposento. Bajo la óptica cruzada de los espejos dos mostradores esquinados van a su mutuo encuentro sin tocarse jamás, y por la brecha que ellos dejan con su desencuentro pasa todo el negocio del establecimiento: dos mozos cetrinos de chaquetas blancas y visiblemente pringosas, que transportan tintineando haces de cubiertos en un bolsillo, y fajos de servilletas triangulares de papel lustre en el otro. Por la brecha entre los mostradores entran los mozos a colocarle cada pedido bajo las narices al propietario casi ciego y acaso temeroso del famoso carrusel que pudiera armarle un mozo deshonesto, pero que reconoce los platos con el puro olfato, y pronuncia su nombre a medida que pasan:

 

NEGROTE ISMODES: ¡Seco! ¡panqueque! ¡palta reina camarones! ¡huevera! ¡lomo jugo! ¡jalea! ¡tomatado! ¡causa pollo!

 

La verdad es que los dos mozos casi no tienen tiempo para la deshonestidad: van y vienen a la carrera entre las mesas, y entre viaje y viaje se zambullen en la cocina a recoger la orden que esté lista, para luego volver a somorgujar entre los parroquianos del gran salón. Cada viaje de vuelta de la cocina lanza sobre el cuarto una nueva vaharada de aromas a fritanga marina.

Detrás de la abogada Rosa, a menos de dos metros de ella, está el más cuidado de los dos mostradores, sobre el cual un andamio casi cúbico, hecho con tubos de cromo reluciente,  desde una plancha de madera lustrosa eleva varias plataformas de vidrio. Sobre la plancha un trío de lechoncitos beneficiados enseña las patitas, otras más se exhiben al aire cubiertas con una salsa de cebolla y ají verde, otras al fondo de una densa galantina color jade claro. Al lado de las patitas una fuente puntillista de atropellados choros a la chalaca. Encima de las patitas, posadas sobre el primer vidrio, una media docena de temblorosas gelatinas rojas que refractan la luz, y junto a ellas una docena de panes de las seis de la tarde, versiones contemporáneas del carioca y el tolete, todo cubierto a medias por servilletas, como diminutos cadáveres colocados respetuosamente junto al accidente de ruta que es el día transcurrido. Sobre el segundo vidrio descansan una alcuza medio vacía y un losange de copitas boca abajo. Sobre el vidrio superior, ya más alto que la estatura de un hombre promedio, se alarga una bandeja de loza blanca cubierta con un secador de damasco. Allí descansa el cebiche, que la casa prepara a la antigua, adelantado dos veces al día, y remata cuando ya está a punto de cerrar el establecimiento, me informan para animarme. Al lado esperan el culantro picado y el jugo de ají, con rígidos cilindros de camote y choclo.

 

Un hombre moreno de más o menos la misma edad que la doctora aprovecha la demora en un viaje de la abogada al baño para ponerse de pie, caminar hasta la mesita donde han puesto a descansar al micrófono, empuñarlo y empezar a blandirlo como un cetro. Ahora pide silencio a los reunidos y se dirigie a mí en tono ceremonioso. Viste un terno combinado azul y verde, camisa gris a rayas, y corbata. Sus palabras resuenan con un timbre de agua cayendo sobre una palangana metálica vacía, o con unos cuantos boliches dentro, y desde cierta altura. Los timbrazos del teléfono se han vuelto un antipático telón de fondo.

 

DON BALA (golpea varias veces el micro con la uña del dedo anular, siempre probando): Estimado señor visitante, mis queridos amigos, no quisiera al final de esta velada  volver a casa de quienes me están alojando tan amablemente en el valle también este año sin aprovechar que nuestra querida abogada ha ido a aliviarse con todo derecho al sanitario y contarles un secreto que varios aquí conocen, pero que a su vez no quisiera dejar de transmitirle a nuestro invitado aquí presente, pues es algo que marca el misterio de la comarca en que nos encontramos. No es un secreto que tenga que ver con la conjunción doctora-sanitario, no. Me refiero a que en este mismo valle el ex hacendado Landaburu, no quisiera dejar de decir que muy amigo mío, guarda en su biblioteca un tesoro que él llama de curiosidades improbables, dicen, pero la tiene bajo llave y no la enseña a nadie. Cosas como el último manuscrito de José Carlos Mariátegui, ese que Falcón le perdió en España durante la Guerra Civil, y en el cual, según un par de personas que pudieron leerlo a la volada, se declaró social-demócrata y confesó que su verdadera vocación era la de empresario, como quizás el tiempo ha demostrado. Una de las cinco copias del poemario manuscrito de Víctor Raúl Haya de la Torre dedicado a Jeanne l´unijambiste, la famosa corista de una sola pierna que causó furor en los años 20, papeles que él mismo mandó destruir en un rapto de celos desde Moscú. El par de brevísimos cuentos, mitad católicos y mitad pornográficos, escritos a medias por Jorge Basadre y Víctor Andrés Belaunde imitando al español Ramón del Valle Inclán en un feriado chorrillano de fin de semana que luego fue borrado del calendario. Las fotos de Mercedes Cabello de Carbonera desnuda tomadas en París por un médico deshonesto. El huaco-retrato Mochica a tergo  con que se quedó Rafael Larco Herrera cuando regaló su colección arqueológica al Museo del Prado de Madrid, en 1903. Las partituras, puestas en pentagrama por otro, es verdad, de los valses y polkas compuestos por Ricardo Palma. Además tiene, dicen, una copia de los documentos manuscritos en base a los cuales se reconoció todo tipo de falsas deudas de la guerra de independencia bajo Rufino Echenique, un expediente de corrupción que Ramón Castilla mandó reunir, pero que jamás pensó usar, me jura Landaburu. También las órdenes manuscritas, civiles y militares, para los fusilamientos de apristas en Chan Chan, enviadas desde fiestas sociales limeñas.  He visto sobre su escritorio el N°6 de la revista Poliedro. Todos esos textos le han ido cayendo entre las manos, luego de pagarlos generosamente, de diversas maneras. Pero son posesiones, conocimientos, poderes que han ido frustrando su carrera de abogado: su imaginación no ha podido sobreponerse a tanta realidad concreta y oculta.

RDVF: Cállate la boca, viejo huevón, despepítate. Me voy al baño un ratito y mira con lo que vuelves a salir. ¿Qué va a decir el señor? Quítenle el micro. Qué sabe el burro de abogados.

DON BALA: Es alfajores.

RDVF: Alfajores, qué carajo, de eso sí sabes. Si eres perfectamente conciente de que Landaburu es un mitómano perdido, que ni siquiera se apellida así. Igual que tú, claro, o no estarías repitiendo sus historias como un submitómano, y ahora metiéndole el dedo a nuestro distinguido invitado aquí. Ni siquiera es abogado, sino zootécnico sin graduar, como todo el mundo sabe, y tú ni siquiera has visto esos papeles que dice, solo te los ha contado. Eres un palero de segunda mano.

HORTENSIO GAGO: Déjalo hablar Rosita, ya no lo jodas, y a mí también,  que me alcancen el micro pues, quiero que el doctor aquí escuche mi discurso sobre la sombra de indiferencia que le ha caído encima al Perú en su cultura. Todo un Machu Picchu de distancia y hielo internacionales.

RDVF: ¿Que tú hables?

CORO: Sí, que hable, nunca habla.

HG: Mejor hablo yo que Don Bala. No vaya a pensar, mister, que esto que voy a decir lo estoy diciendo ahora. En realidad lo digo en otro momento, hace mucho tiempo. Nunca lo he escrito, más bien esto es como dar un ensayo vocífero, que lo tengo de memoria en la memoria, valga la redundancia. Ya se va a dar cuenta, cuando vaya oyendo lo que no digo ahora, sino antes. Que no es recuerdo sino olvido de olvido.

RDVF: Ya nos jodimos. Tiene para horas de traquetear los dados con esa homilía transvesti que alguien le ha empujado por la oreja. Quítenle el micro, o por lo menos aléjenselo.

HG: Ñaca. A su salud, aquí va: Hace unas semanas que he vuelto de Europa y Nueva York, y llegando siento que el aislamiento cultural del Perú da pavor. En los círculos artísticos nadie se refiere a nosotros, los jóvenes creadores de San Luis. Y no es que no hablen de otros países de la patria grande latinoamericana, nuestra América, como la llamó Mariátegui. Hay países latinos que allá los horrorizan y otros que los entusiasman. Pero créanme, amigos, que el Perú no les produce nada. Somos una isla rodeada de indiferencia por todas partes. A veces pienso que todo esto ha sido culpa del remoto Benavides, por no dejar que los republicanos españoles vinieran aquí en el 36. A los europeos no se les dice no (carcajadas de aprobación de los reunidos, con la puntualidad de quien conoce el libreto). Y querían venir, querían, claro que querían, se morían por venir. Varios me lo dijeron en Estados Unidos. Tampoco Juan Velasco Alvarado, como siempre mal aconsejado por Carlos Delgado, dejó entrar a los chilenos fugitivos de la carnicería de Kissinger y Pinochet. Y los escritores, ¿qué me dicen de los escritores?: Andrés Bretón, Dé Hache Lawrence, Ramón Gómez de la Serna, a comienzos del siglo veinte, un momento clave, todos pasaron o por México o por la Argentina. Denme el nombre de un escritor ilustre que se haya querido codear con nosotros (se agacha un poco y se frota los codos como sanándolos). Nada. Novelas de fuera sobre Perú casi no hay. Una de Christopher Isherwood sobre cóndores, otra del comunista Otto Storm que le valió ser expulsado del Perú a comienzos de los años 30. Otra novela más en que aparecemos jugando como chunchos en las praderas del Señor. Algunas personas ilustres pasaron hace ya tiempo, como el Príncipe de Gales hace más de 70 años, pero ninguno viene a quedarse un tiempo. Digamos, a convivir, a meternos en su obra completa, como Enrique Michaux a Bolivia o Claudio Levi-Strauss a Uruguay. ¿Qué los espanta? ¿Qué es esta distancia nuestra? ¿Es pura oligarquía mazamorrera o falta de burguesía moderna y artistas liberados que los extranjeros ilustres huelen a pesar de todos los disimulos? ¿Huelen que hay sospecha frente al forastero? ¿Malos hoteles, pistas con huecos? Turismo es la palabra, amigos, sí. Turismo. Porque allá me la pasé conversando con varios escritores.  Una de ellas, la poeta Isabel Bishop -¿conocen?- , ya había ido a conocer México un par de años atrás, y cuando allí le expliqué sobre Perú, le ofrecí mi casa aquí en San Luis, o la de mi primo en Quilmaná, me di cuenta de que sólo podía ofrecerle un viaje de exploración, lo que ahora llaman turismo de aventura. "Yo quiero algo más que buenos monumentos arqueológicos", me dijo la muy malcriada, pero esa es otra historia. Pero aquí, en familia, no nos cojudeemos, es que el Perú, el literario y también el otro, el del billete y el de la falta de billete, es cruel. El español Cuerpo Barga, por ejemplo, que pasó largos decenios dedicado a ser ignorado en Lima, como tantos intelectuales extranjeros, terminará terminado de olvidar en poco tiempo, si no lo está ya. ¿Conocen? (su interlocutor más cercano hace un NO enérgico con la cabeza, sincronizado con una cerveza que menea como la varilla de un metrónomo enfurecido) Hay algo en el Perú que no perdona, y eso no viene de una sola clase social. En realidad no perdonar y no perdonarse es un pacto tácito de lo peruano, una de las delgadas fibras que sostienen el tejido de lo nacional. No perdonarse y no perdonar. México tiene en la Malinche, la india que se vuelve traidora y puta por enamorarse del hombre de una cultura equivocada, del invasor, un mito del resentimiento y del reproche, pero también uno de reconocimiento y aceptación del mestizaje como hijo del agravio. Inevitable, como todo hijo que ya llegó, el mestizaje como algo que se puede resolver, aunque sea en una cantina. Chingo y soy chingado, licenciado. Aquí nuestra ilustre abogada del Valle podría ser la Anglo-Peruvian Malinche, si no fuera tan tarde en la historia (más carcajadas). ¿No les parece que el Perú sólo tiene mitologías que sirven para retrotraer o posponer el verdadero tiempo social? Sólo el Apra, perdónenme los demás, esa banda de deprimidos que querían exaltarse, ha postulado siempre la vigencia del tiempo presente, en la imperfección de la democracia occidental trasplantada a las chacras del tercer mundo. ¡Espacio-tiempo y olé! (esta vez un silencio que sin embargo sonó como un carraspeo preacordado de censura). Pero es que es así, compañeros. La derecha nunca parte pero siempre quiere estar volviendo a, o prolongar, un tiempo cómodo para ellos y ficticio para todos. La izquierda quiere hacer acumulación capitalista para un futuro mejor, pero no hay capitalistas. Por eso los verdaderos apristas, los que llevan un letrero invisible que dice "soy cholo", nunca son elegantes en un país donde señores e indios sí lo son, cada uno a su manera, pero ambos planteando no tener necesidades inmediatas, sino sólo nostalgia y utopía. Hace ya sus buenos años Sánchez, el aprista, escribió un artículo sobre la tristeza peruana. Pas mal, como decimos en Cerro Azul. Pero yo estoy escribiendo un libro entero sobre eso, en el tiempo que me deja un hijito que tengo que cuidar entre clase y clase que doy. Pero ahora que está tan avanzado mi texto empiezo a entender que ese no es el tema, que ese no es el tema. El rostro que apartamos de la realidad los variadísimos peruanos no es triste, es de rabia no procesada, es decir sin lágrimas en los ojos, de rechazo refrenado, siempre dando vueltas sin dirección dentro nuestro. Por eso la mala relación con el extranjero: no hay asidero que le sirva a quienes no pueden conocer, intuir o sentir lo peruano, y entonces están condenados a rechazarlo, o cuando menos a ignorarlo, pues no soportan entrar en un pacto que no comprenden. En eso México es más flexible, más táctico, más seguro de sí mismo. México una tortilla, Perú una piedra. Salud.

RDVF: Bueno ya que termine de hablar huevadas, que hable el arqueólogo y de allí nos vamos a comer al salón de adelante, que está más fresco y ya sin gente, para seguirla más tarde. Necesitamos algo nuevo.

El timbre del teléfono se detiene unos instantes, como saltándose dos timbradas, y retoma sus mensajes a la indiferencia. Alguien le acerca el falso micro al arqueólogo, pero este lo rechaza con un gesto cortés, para mí señal de que no es un miembro estable de la peña.

LUIS ALZÁBAL: Gracias Rosita, oportunidades como esta no abundan en San Luis. Antes que nada mi saludo a nuestro invitado, y espero que me pueda ayudar con mi pesquisa. Yo quiero para todo ser franco, pues para qué les mentiría. Mi tema de hoy: todo lo que sale de las tumbas de la costa desde que empezaron a ser destripadas en el siglo diecinueve es chafalonía. Lo único importante es algo que todavía no ha aparecido, es un objeto que está dibujado sobre un huaco Paracas que se destruyó aquí en el valle de Cañete en 1948. El fotógrafo y compositor de operetas checo Edward Ingris lo llegó a tomar y en Lima le pasó la foto a sus compatriotas Julio y Marta Ebel. La foto muestra algo así como la imagen de una rueda y lleva tallada la figura del personaje lengua larga de Paracas en la base. La lengua es clave, si se trata del objeto de una cultura de la que no conocemos la lengua, precisamente, sino el silencio, la boca cerrada que, como le decimos a los niños silenciosos ahora, le comió la lengua el gato. El francés Pascal Quignard escribe que: “Las palabras que no quieren volver a nuestros labios mantienen sobre nosotros un poder desproporcionado a su carencia. Hacen anticipar un saber, en su declive, que remite a la repugnancia. Ellas veneran una emoción o un miedo que no podemos controlar pues nos faltan en el designio de que ellas nos faltan”. En un congreso de Washington de 1915 el egregio Julio C. Tello hizo notar que podría haber una oralidad implícita en ese apéndice, que se repite mucho en esa zona desértica, como una lengua larga que sale de la boca de un rostro bordado sobre una tela Paracas. Sesenta años más tarde Emilio Hart Terré asistió al desenfardelamiento de un conjunto de momias Paracas que Tello había dejado en un museo de La Magdalena, en Lima. La visión de la lengua desmesurada lo conmovió al grado de hacerlo iniciar una reflexión apasionada, que publicó al año siguiente. Su conclusión: es un “signo verbal”, el rostro Paracas desea decirnos que está hablando, pero no tiene los instrumentos para decirnos qué. Como algunos códices y algunos comics. Para el arquitecto Hart Terré ese signo es una manera de desafiar al silencio histórico impuesto por la ausencia de escritura. Como si el artista hubiera querido dejar por lo menos el testimonio de que se hablaba, conciente de que el futuro envolvería a su pueblo en el silencio, como lo hacía cada día que pasaba en sus vidas. Imaginemos a esa lengua larga Paracas  -desilenciada por la gráfica- a punto de hablar para la posteridad. Capaz de decirnos la palabra que podría establecer toda la comunicación verbal nunca habida, como una mueca de Rosetta. Quignard nos invita a imaginar a esa palabrita condenada al silencio en la punta de la lengua. Pero si para el autor europeo esa palabra que no llega es un olvido paralizante, una amnesia, un bloqueo, para el artista Paracas esa ausencia parece más bien una indefinición. El hombre de la lengua larga la ha estirado hasta donde es posible hacerlo sin una escritura: está en un límite, es el silencio que en este caso que no es personal, sino de toda una cultura. Para Quignard esa lengua que se establece como un pararrayos de toda la virtualidad de la comunicación es un falo suspendido en el tiempo, a la espera de un desfogue de significado. ¿Podemos pensar igual del rostro Paracas, como de un rostro fálico ansioso por eyacular las palabras de la tribu? ¿Cara de pinga? Mientras esperan la palabra capaz de comunicar hacia el futuro, los rostros que estiran sus lenguas Paracas se colman de adornos proliferantes. Dioses, animales, diseños. Para nuestra mirada esa lengua está dos veces muda, dos veces deseosa de hablar. La cultura está en la punta de la lengua, seca. Una cervecita por el amor de Dios.

RDVF: Gracias amigo Alzábal. Deje la lengua allí, metida en la cola de su rollo, que no se siga secando de tanto moverla. Pero no podemos despedir esta parte de la reunión sin pedirle algo a nuestro ilustre visitante, que ya me han dicho que se va a tener que ir temprano por un compromiso. Quizás un alcance de algún expediente periodístico, de su vida seguro tan llena de aventuras, siempre lo más apropiado, que nos enriquecería.

Mi primera reacción es rechazar el falso micro, que en realidad nadie me está ofreciendo. La segunda es pedir que alguien conteste, o por lo menos descuelgue ese teléfono. Pero en ese mismo momento, como si me hubiera escuchado, el aparato deja de sonar. He visto venir el pedido desde el inicio, en realidad desde que Chumpitaz me describió bastante por encima esas reuniones, y en cierto modo me he preparado, y ahora me dispongo a la oratoria con la actitud displicente de quien está dispuesto a que su relato se vuelva incoherente en cualquier momento. Los veo y los oigo retener el aliento como si fueran a oir mi voz por primera vez. Como ese momento en la oscuridad prelúdica de una sala de conciertos en que los instrumentos de cuerda inmóviles suenan todos a golpes sobre las cajas de madera que realmente son. Con ese pasmo el aire se despeja un poco de sus tufos y  les empiezo a contar sobre mi frustración literaria en relación a una mujer a la que nunca conocí. Una frustración que fue académica, además, les digo, con la esperanza de que puedan entenderme. Yo había juntado algunos datos y borroneado unas pocas páginas sobre ella, una escritora vinculada a Cerro Azul, precisamente, desconocida y hasta en vías de desaparición como personaje de la historia literaria, cuando se me ocurrió consultar con un pariente suyo del extranjero que aparecía con cierta frecuencia en las versiones que yo recogía de contemporáneos. Porque era una historia que empezaba muy antes de los años 30. Cuando emprendí aquel viaje de 1988 pensaba que una entrevista con aquel pariente suyo californiano –un hallazgo, pues el individuo era un tremendo alcohólico indiscreto que además hablaba con la prosa de Truman Capote- le daría un empujón decisivo a mi trabajo sobre la escritora. Pero luego de vuelta en Lima, al sentarme a revisar mis notas (mis grabaciones con la Panasonic TCM-82 resultaron casi todas ininteligibles), me encontré con las manos aun más vacías que antes. Fue como si el encuentro con el sobrino-ex esposo --en otro momento se puede contar esa parte-- hubiese borrado buena parte de lo poco que yo tenía aprendido sobre la escritora, sin añadir nada nuevo. Por eso decidí escribir sobre el gringo mismo que era, como ya dije, flor de borracho malediciente y tenía su propia historia, llena de descaradas e interesantes mentiras que contar. Así, lo acumulado en un par de años de pedichear papeles a los deudos de la escritora y de esculcar en otras pobres bibliotecas privadas de Lima, bajo la mirada casi electrónica de sus dueños, dejó de ser el rico punto de partida que yo había imaginado. La información se fue haciendo cada vez más escasa, y los motivos de eso cada vez más claros. En mi desánimo incluso llegué a aceptar que la oficiosa y tiesa necrología de otro pariente, lejano además, aparecida como aviso pagado en La Prensa a los pocos meses de la muerte de la escritora, contenía más o menos todo lo que yo había logrado acumular en una caja llena de fichas rayadas, que en los peores momentos yo ya estaba llenando con una letra decididamente ilegible.

Fue por entonces que busqué a mi querido amigo, compadre y director de tesis Enrique Gutiérrez para pedirle que me ayudara a volver con provecho a uno de mis temas previos, del cuál él mismo me había desanimado con buen criterio: una exploración de la vida diaria de José María Eguren, en la hacienda Chuquitanta, lo que ahora está más allá del aeropuerto de Lima. Más que un tema erudito es un tema aburrido, de pronto hasta cruel, me había dicho con toda razón, y que no le puede interesar a nadie. No se si por obligación o sincero sentido de la responsabilidad, se ofreció a imaginar algún otro tema que me reconectara al mundo de las letras. Pero en el tiempo que le tomó sopesar las cosas, y por supuesto antes de que pudiera terminar de ilustrarme sobre ese tercer tema mi director, que era un hombre atlético y de hábitos saludables, sufrió una carambola de graves males. Una peritonitis mal tratada devino una septicemia galopante, que desembocó en una meningitis asesina, y Gutiérrez entró en coma. Tragedia que me heló el corazón y luego me quitó toda gana de trabajar en cualquier tema de tesis por varios dolorosos meses, que luego fueron años. Los pasé acudiendo de cuando en cuando a la clínica Stella Maris y más tarde cuando le dieron de alta, participando en las visitas semanales que le hacíamos tres desolados amigos y antiguos alumnos comprometidos con el dramático sesgo que había tomado su vida, y decididos a verlo repuesto.

En algún punto de esta historia mi director recuperó la conciencia y fue posible empezar a sacarlo periódicamente a tomar capuchinos y bocaditos en inhóspitos salones de té de las inmediaciones de su casa. Sus dos hijas lo cuidaban con cierta ayuda de la abuela. La madre de las muchachas se había ido, inexplicablemente con un colega en el fondo idéntico a Gutiérrez, el cual a su vez había abandonado a una esposa bastante parecida a la de Gutiérrez. En esos encuentros Gutiérrez nos acompañaba con las facultades muy limitadas en lo neurológico y, como era de esperar, con ningún interés en mi tesis. La verdad es que para entonces yo mismo ya me había olvidado de la escritora y, mucho más importante, de la idea misma de una tesis. Por eso me fue tan fácil persistir en la espera, en parte por inercia y en parte porque en el fondo de mi mente, ustedes comprenderán, sabía que tarde o temprano tendría que pedir otro director a la facultad, y producir alguna tesis a medias convincente si quería seguir enseñando. En eso, como habíamos temido que sucediera, la situación de Gutiérrez se complicó de nuevo. Volvió a los silencios melancólicos del tiempo en que había salido del coma, y eso fue dificultando cada vez más los capuchinos con bocaditos. No por falta de apetito, que iba en aumento, sino por el clima lúgubre producido por las dificultades para la comunicación, y a partir de un momento incluso para la deglución, y  deprimiéndonos también a los amigos, al grado que uno de ellos no reapareció más. A esas alturas los neurólogos sostenían que mi compadre no era víctima de las sucesivas mini-trepanaciones que servían para acomodarle una válvula de drenaje, sino de una profunda depresión. Los silencios melancólicos terminaron por tragarse también mi entusiasmo por aquellos temas en que él hubiera podido ayudarme, escritora incluida.

De bimestre en bimestre, en que los silencios se iban volviendo lagunas cada vez más extendidas, mi director volvió a hablar con cierta fluidez, pero solo de temas eruditos, de preferencia de sus célebres fichas sobre literatura colonial. Lo cual al comienzo pareció una bendición, sobre todo porque parecía tener relación con una mejoría, pero pronto demostró ser lo contrario. A Gutiérrez le dio por enfrascarse en abstrusos debates consigo mismo sobre las letras sagradas en la Colonia. La angustia de los amigos se empezó a convertir en franco tedio. Frente a mi propio tema primero empezó a sostener, con la intrincada morosidad que le causaban sus limitaciones, pero con el mismo aplomo de siempre, que el personaje de mi tesis nunca había existido. Ante mi protesta y la promesa de traer libros, recortes, fotos, documentos oficiales, prometió revisar sus papeles, y unos meses más tarde (a estas alturas los plazos ya eran verdaderamente atroces, y la universidad de todos modos ya no le iba a permitir asesorar una tesis) concedió que quizás todo se debía a un error en el nombre, y se ofreció a seguir buscando por su cuenta. Por último empezó a no reconocer el nombre, y a esas alturas cada mención mía de la palabra le malograba un poco más un humor ya de por sí estragado por el hartazgo frente a la enfermedad y su secuela. El día que mi director se puso vociferante y blasfemo en una cafetería de la Avenida Salaverry comprendí que no debía volver a tocarle el tema de la escritora.

En algún momento, mucho antes de que llegaran las desgracias,  había hablado de la suciedad de la escritora, y el comentario me hizo volver a las entrevistas que hice en la primera etapa de mis estudios. En efecto, algunas de las mujeres que la trataron más, que ya eran viejas cuando las visité, me contaron cosas concretas y crueles, como que era sucia, en el sentido de descuidada en su aseo más personal, que no le gustaba usar calzón, que no se afeitaba los sobacos ni el desborde del vello pubiano, lo cual se prestaba a malévolas anécdotas y comentarios, y que compraba toda su ropa de segunda mano en Londres. Yo no tenía cómo saber cuánto de eso era cierto, pero en mi fuero interno nunca desmentí nada, pues me fascinaba la manera en que esas historias construían, acaso con ignorancia pero con obvia imaginación, un personaje que competía con el que yo me había construido desde el lado académico. Que la escritora fuera sucia nunca me había cruzado por la cabeza, ni me parece relevante. Al contrario, siempre me había parecido que tendría la pulcritud desaprensiva de los deportistas: sudores frescos, la ducha en lugar de la tina. Lo que me fascinaba era fantasear sobre cómo se había ganado esa fama, y mi teoría preferida todavía es que sucia sólo quería decir diferente de las mujeres más locales de la época. Pero también pudo ser a causa de un prurito por mostrar el cuerpo.

Así llegué a las antevísperas del siglo veintiuno. Habían pasado diez años desde mi entrevista en San Francisco. Para entonces yo ya había conseguido otro tema de tesis, no quisiera mencionarlo aquí, había redactado y me había graduado. Cierto día en uno de esos rastreos por entre los buscadores de Internet leí que mi entrevistado el pariente de California había fallecido. Fue como si recién en ese momento la historia terminara. La sola idea de que hubieran fallecido todos los personajes de mi antigua curiosidad me dio bríos para volver a mis pesquisas, por unas cuantas semanas. Al final, aburrido de tanta interrupción, me prometí no volver a tocar el tema por ningún lado, y he cumplido hasta este momento. Aunque a veces recuerdo a la escritora con un suspiro.

 

Cuando reaparezco en el presente la docena de oyentes viene al encuentro de mi suspiro con otros tantos, y un aplauso cerrado: creo que los he superado a todos en el cartón-piedra de lo oratorio. Mientras hablaba advertí que varios tomaban notas, obviamente para incorporar secciones de mi perplejidad a la suya, acaso convencidos de la mendacidad de mi cuento. No importa. Probablemente una parte importante de mi propio relato no sea cierta. Si me plagian no harán sino llevarse esa mentira mía trenzada con la suya, dos serpientes médicas enmudecidas ante la verdad.  En el instante en que dejo el aposento, entre apretones de manos y promesas de volver, el teléfono vuelve a timbrar, ahora sí para siempre.

 

 

*

 

 

 

Salgo de San Luis con los oídos cargados y tomo la mototaxi que me espera a la vuelta de la esquina, de vuelta a Cerro Azul, a hacer tiempo hasta la hora de recoger a Chumpitaz, quien vive al fondo del pueblo, más allá del imperio de aceites oscuros del bicicletero que trabaja bajo un árbol de mimosa. Es temprano para la cita, y aprovecho para volver a la casa donde almorcé. El guardián me informa que todos han partido. Doy un paseo por la casa ahora oscura y deshabitada, lo cual no a matar mucho tiempo, a lo más unos  pocos minutos, y decido salir a la playa, pues pienso que las olas hacen menos angustiosas las esperas. El mototaxista se ha quedado cerca de la puerta con la esperanza de una nueva carrera. Desde esa distancia la antigua aduana en cuyo segundo piso ahora vivo, con sus palmeras delante, parecería una postal del Caribe, si no fuera por unas luces de magnesio que alumbran la escena de lleno y le devuelven un resabio agroindustrial. Sombras de la British Sugar Co. Se me va el tiempo en ese tipo de reflexión y ya es hora de buscar a Chumpitaz para emprender el camino hacia las dunas del Iguanco.

 

 

ACH: ¿Y? ¿Qué le pareció la tertulia sanluisina?

ML: En cierto modo la disfruté, pero no la termino de comprender. Me hubiera gustado tomar notas.

ACH: Tómelas en una próxima reunión, porque en todas dicen más o menos lo mismo, o así me parece al menos. Unos, como la gorda, porque están obsesionados con un tema, y otros porque alguien les ha escrito un guión y no pueden salirse de allí. Tengo entendido que el rollo de Don Bala se lo escribieron entre dos mujeres, hacendadas ellas,  hace ya decenios, y que él se lo memorizó, y lo va repitiendo con algunos cambios. Incluso hay una historia según la cual una de las mujeres aparece cada tantos años para refrescarle el discurso, lo cual es probable, porque mi compadre no es ninguna bala, sino más bien lento y limitado. Pero siempre hay que caer de vez en cuando, porque aparecen visitantes infrecuentes, y hasta contertulios completamente nuevos, jóvenes incluso. Ya le pasarán la voz.

ML: ¿Y usted? ¿Cuál es su tema en esa peña?

ACH: Mi rollo no es en la peña, porque no tengo mucha labia ante un público, sino fuera de ella. Yo los voy siguiendo, como si le llevara la cuenta a sus espíritus, y hay una noche cada semestre en que algunos de ellos, y unos cuantos otros, pueden traer a su gente querida que necesite que yo la vea. Aunque hay gente que no viene y solo llega en alma, buscando lo que quiere. Hay uno que me envía a su perro con un sobrino, cargando toda su espiritualidad entre las pulgas. Viene rabioso con un bozal de soguilla puesto, y lo regreso moviendo la cola, sin bozal.

ML: ¿Y en este primer semestre cuándo es que cae esa noche?

ACH: Esa noche es esta noche.

ML: ¿Y a quién le han traído?

ACH: Para ponerlo como usted lo pone, es a usted a quien me lo han traído, con todo respeto.

ML: ¿Quiénes? ¿Para qué?

ACH: Ya le dije anoche, don, para que le entreguen el objeto que había encargado. En cuanto a quiénes, supongo que son los personajes de sus sueños, que quieren unas vacaciones.

ML: Oiga don Alejandro, ¿y ese teléfono que dejan joder con sus timbrazos toda la noche?

ACH: Es el dueño, que le tiene fobia a los números equivocados, y ese es su teléfono.

ML:¿Y por qué no manda contestar a otro?

ACH: Creo que no es una cosa personal, ni práctica, sino que es la equivocación en sí misma la que le repugna.

Chumpitaz se trepa a la mototaxi, saluda al conductor con gran familiaridad y cariño,  y me informa que es hijo de una sobrina establecida en Imperial con nuevo hijos mototaxistas. Por el camino paramos por un hostal del Jirón Jorge Chávez a recoger a quien descubro que es  el mismo arqueólogo Alzábal con el que hemos estado poco tiempo antes. Se ha puesto un mameluco caqui lleno de bolsillos, y en general su estampa ha cambiado, como si se hubiera acicalado para la noche, lo cual quizás es el caso.

 El vehículo cruza la Panamericana frente a la perricholesca entrada principal del pueblo y empieza a subir unos pocos minutos hacia la dunas por entre campos donde las motas de algodón sin cosechar replican el fósforo de la luna llena. Chumpitaz detiene al conductor, que se llama Hermes, al borde de un terreno que se extiende duna arriba. La mototaxi parte y nosotros dos empezamos a avanzar hacia el único punto iluminado en medio de un bosquecillo de huarangos. Allí encontramos a unas ocho personas con los torsos desnudos y los rostros cubiertos con bolsas hechas del tocuyo blanco de los sacos de harina, en torno de una tumba ya medio abierta.  Por las cabezas embolsadas la escena  parece una reunión del Ku Klux Klan. Hay dos lámparas Coleman colgadas de uno de los huarangos como extraños frutos, y bajo ellas un olor a sudor, pisco y salsa criolla, cada persona con un ramo de ruda en la mano izquierda, para pegárselo a la cara cuando se acerca demasiado a lo mortuorio, me explica Chumpitaz, canastas para cargar el esperado botín, y en el borde del círculo exterior de la luz una señora que mantiene calientes choclos en una olla de aluminio. Las pintas son de pescadores moviéndose con cierta agilidad, como esquivando los rayos de luna que perforan las sombras de algarrobo. Chumpitaz me presenta con un nombre falso. El arqueólogo de la peña de San Luis y yo no nos inmutamos al ser ambos presentados con nombres distintos de los de hace unas horas. Chumpitaz me ha contado que el arqueólogo es en realidad un huaquero que de cuando en cuando escribe con seudónimo sobre sus hallazgos más interesantes, todos intensamente desconocidos por el gremio. Me extiende una mano enguantada y me dice Astor Hernández, arqueólogo natural, como si recién nos conociéramos. Le digo el nombre que me acaba de poner Chumpitaz y me quedo dudando sobre si ese Hernández es su nombre o su seudónimo. Tiene ojos verdes, partes de la cara marcadas por la viruela, barba y bigotes a la Bolognesi, una enorme melena canosa, y un tic muy preocupante que consiste en pegarse sin parar lamidas a las yemas de cuatro dedos de cada mano, como si estuviera a punto de hojear un libro polvoriento. El libro del desierto, pienso.

 

A pesar de la suma de rasgos incómodos, el arqueólogo natural es persona culta, de obvia inteligencia, y un narrador animoso, que me empieza a contar el origen del hueco que estamos rodeando: un individuo con fama de compactado se ha pasado el anterior otoño cañetano perseguido por el sueño de una mujer oscura que lleva en la mano un objeto que nadie conoce, un objeto que viene del sur. El individuo decide no contarle a nadie, pero con la llegada del invierno el sueño aumenta en intensidad, en el sentido de que se repite, por momentos hasta dos veces en un mismo día, y prolifera en detalles de manera atosigante. Cuando empieza a llegar el fin del año, el sueño se le vuelve insoportable, al grado que un día decide quintuplicar su dosis semanal y apurar tres vasos llenos de jugo del cactus de San Pedro macerado, traído desde el norte. Emprende el vuelo como siempre, caminando entre las dunas y los sembríos, y en ese paseo se le aparece lo que podría ser la clave de su sueño: la mujer, que venía siendo oscura, se pone rubia como el otoño en almanaque gringo, y de allí pasa a transformarse en un enorme pájaro negro (¿un guardacaballos?) que se pone a planear sobre el dunal y luego de muchas vueltas llega a posarse sobre una alta zarza de huaranguillo, enredada en torno de un huarango. El muchacho se pasa unas tres semanas reponiéndose del sampedrazo, tomando sobre todo leche de cabra cruda que la da su mamá. Al mes siguiente, cuando vuelve la luna llena, que fue la que lo loqueó para comenzar, opina el arqueólogo natural, el hombre empieza a cavar con las manos a unos veinte metros  del árbol, donde la arena era más blanda, poseído de visiones furiosas de los perros piuranos llamados perros chinos calatos.      

En su embrutecimiento le toma unos quince días más de lampa darse cuenta que por algo se ha posado el pájaro justo sobre la copa espinosa del huarango. Acerca su excavación a ese punto, y empieza a desbrozar el campo con un machete al lado para cortar raíces. Dos días más tarde ya tiene una pequeña cancha despejada en torno del árbol. Apenas levanta algo de tierra del fondo el zonqueado muchacho la encuentra fofa y húmeda, apestosa incluso, a caca de animales, y luego descubre un boquete ya trabajado tiempo atrás que se alarga bajo la penumbra lunar como una segunda sombra. Un metro y medio abajo encuentra 29½ esqueletos de perros (“Uno por cada día del mes lunar”, precisa un estudioso de este tipo de descubrimientos). Debajo de los perros, esqueletos humanos con los pies amputados: guardias que ya no se moverán de su puesto. Más abajo algunas joyas y los primeros purés de madera descompuesta. Mientras progresa en la confección de un forado razonable, al muchacho le vuelven y se le multiplican las visiones sanpedristas (se ha estado ayudando con un resto de botella de San Pedro macerado en aguardiente que encontró por el camino), entre ellas luces y luciérnagas, anunciadoras de oro en las inmediaciones. Pero hay en el aire un vientecillo frío que es un límite, que le desaconseja meter el cuerpo al hueco, por miedo a las perturbaciones en el conocimiento. Además hay que hacer primero el hueco, y eso es imposible sin una ración suficiente de pisco, que en ese momento se le ha agotado.

 

Mientras Alzábal relata, el equipo KKK ha estado trabajando en silencio. Cuando le pregunto a Chumpitaz qué va a pasar con eso, me dice que vamos a seguir hasta entrar al vientre del entierro, que esta noche se va a terminar de destripar. Le pregunto si el adicto al San Pedro está entre los reunidos, y me informa que ya lleva semanas en el hospital de San Vicente. Me acerco al borde de la excavación. No parece una tumba profanada, sino un túmulo revuelto, todavía hediondo de una humedad hermética y funeraria. Al borde ha aparecido parado Antofagasta, en la misma ropa de baño de la mañana, tomado por una inmensa excitación. Llevo a Chumpitaz a un aparte. 

ML: ¿Qué hace aquí este cojudazo?

ACH: ¿Lo conoce? Aparece aquí con dinero para excavar de cuando en cuando, al parecer enviado por un coleccionista de San Francisco, de quien es sobrino y proveedor. Este es el que va a separar todo y llevarse lo que quiera cuando acaben de trabajar los muchachos. Pero no lo veo separando más que los objetos metálicos de los demás, pero quién sabe. Unos días más tarde va a aparecer un chileno, el doctor Sergio Sanpatricio, quien perfecciona la compra misma, es decir la termina de pagar según lo que se encuentre, y la carga en un camioncito que contrata en San Vicente. Hasta allí llego yo.

ML: ¿No sería más fácil que viniera el propio chileno de una vez? ¿O es que este selecciona y decide?

ACH: No, este señor Sáenz no selecciona ni decide. Más bien hace problemas con el personal por los disfuerzos que ya verá en un instante. Pero esa es la condición, y esta es la séptima desenterrada que nos compran en diversos puntos del sur. Pero el pastrulo, como dicen los chicos, es una verdadera joda. Tengo que buscar lampeadores nuevos cada vez, lo cual de por sí es complicado, y apenas el tipo se pone a hacer sus gracias empiezan a persignarse y sobre todo a buscarme la mirada exigiendo explicaciones. Ya es bastante joda que el negocio esté cargado de temores supersticiosos, usted los conoce. Los peones para estas cosas ya no son muchos, y se pasan la voz. Ahora lo que hago es duplicarles el pago y rogar que el susto los deje callados, sobre todo frente a la policía. No sabe, esta gente es brava. Sé de organizadores de excavaciones que los han asesinado porque le pareció a los peones que había profanación y mal agüero. ¿Nunca le conté la historia del tipo que  perdió la compostura y se puso a convulsionar junto a su lampa prendido del rosario que llevaba al cuello?

ML: Bueno, cambio de tema. ¿De dónde así tumbas con cosas vendibles en el valle de Cañete? Nunca me ha contado.

ACH: Comenzaron a aparecer hace unos tres o cuatro años. Parece que son momias viajeras de muy otros siglos, tumbas traídas completitas de otras partes, de Ica, de Chiclayo, ya bastante avanzada la Conquista. Como si esta parte del valle fuera una especie de lo que llaman un cementerio cosmopolita, o mejor, un cementerio de cementerios, algo así como una falsa huaca,  precisamente para salvar objetos preciosos de los huaqueros de otros lugares en diversos tiempos, y los tiempos que vinieran después, como ahora nosotros. 

 

 

 Uno de los lamperos se acerca a don Alejandro y le hace notar un fardo pequeño colocado en el umbral de la parte visible del boquete excavado. Con un solo gesto de la mano el brujo le indica que lo separe y lo oculte dentro de la propia excavación. Luego pasamos a saludar a Antofagasta, quien sigue sin reconocerme. Se le nota el pulso acelerado en el temblor de los finos bordes cartilaginosos de las fosas nasales, una suerte de excitación sexual que debo pensar es de origen arqueológico. Con la hiperventilación pasa a desvestirse –más bien a arrancarse los pocos botones y luego la ropa toda- para lanzarse excavación adentro con gran aplomo, como si supiera qué es lo que le aguarda en esa oscuridad. Antes de zambullirse mira para arriba y su mirada me da de lleno en la cara, pero aun así no me reconoce, en hora buena, pues yo estoy mirando todo esto con cierta repulsión, más todavía a partir del momento en que ya solo puedo intuir cuando escucho cómo tritura los huesos regados, con mordiscos secos que suenan a galleta partida en medio de tanta humedad. Un revolcón entre postmurciélago y exhibicionista, con literal nostalgie de la boue. Así se pasa una buena media hora entre los restos, que va mondando de sus pieles apergaminadas, como de otros tantos pollitos a la brasa, aunque Chumpitaz se me acerca al oído para decirme que son perros, un dato que yo ya tenía, gracias al arqueólogo Astor.

  Todo esto mientras Chumpitaz me va haciendo inmutable conversación ligera, como si estuviera esperando que un niño terminara de ir jugar. Desde arriba percibo que de la osamenta de los animales menores la atención de Antofagasta se ha desplazado hacia el fardo del muerto principal, apelmazado con amarillenta tierra muerta. A ese le hinca los dientes con guturales aullidos de placer. Entonces insiste en que dos menudos peones de rasgos algo asiáticos, cuya presencia recién advierto, desenfardelen la momia grande en ese mismo momento, al fondo del hueco, en lugar de llevársela a un lugar seguro y bien iluminado, como suele hacerse. Acatan su pedido a regañadientes y Antofagasta sigue ese trabajo desde la inmovilidad de una fiera salvaje. Una vez pelado el bulto, pega un salto y muerde a la momia desfardelada en el cráneo. Extrañamente la calavera lleva un velo de tela pintada  sobre el rostro, en el estilo de los artesanos Mochica. Recién entonces, con las encías sangrando por el daño que le ha causado dar tantas dentelladas inútiles, se calma. Levanta la cabeza con el contorno de la boca pegoteado del polvo amarillento y resbaloso de la excavación, y lanza en torno suyo una sonrisa inocente, como buscando aprobación para una travesura infantil, como si todo fuera solo una payasada, que acaso es. Luego permanece inmóvil unos minutos hasta dar la voz para que le arrojen su ropa y lo ayuden a salir.

Antofagasta sale del agujero, conferencia en un aparte con Chumpitaz y el arqueólogo natural, y parte sin despedirse, a paso acelerado y entonces comienza un ajetreo de otro tipo en torno de la tumba. Luego de una hora de lampeo y barrido más o menos cuidadoso Chumpitaz le indica con un silbido a los peones que detengan la obra y me inviten a entrar a la caverna, para lo cual primero tienen que salir del hueco ayudados por una soga. A estas alturas ya estoy saturado de un cañazo atroz pero indispensable para participar en la faena, lo cual me hace presentarme ante aquellas tinieblas interiores de un salto. Al final de la caída piso de golpe una concavidad acolchada por la arenilla y me mantengo inmóvil hasta que con gritos de entusiasmo los peones me bajan una linterna. En una esquina del recinto,  que es como el interior de un gran huevo, con unos dos metros de diámetro en la parte ancha, pegado a una de las paredes encuentro el pequeño fardo que ya había visto a los peones separar un momento antes. Alentado por el cañazo y las circunstancias (encima mío hay media docena de peones siguiendo lo que pueden del espectáculo) me sobrepongo a cierto asco por la cosa fúnebre y empiezo a tantear el fardo, sin una idea clara de cómo vincularme a él. Considero llevarlo arriba, pero pesa demasiado para hacerlo solo. ¿O no debo hacer nada y volver a la superficie? En medio de mis dudas advierto que el fardo tiene un agujero en el costado, más o menos a la altura en que uno imaginaría las costillas. Luego de algunos tanteos avanzo una mano que se siente algo necrofílica. El agujero en la momia de la joven cacica –es lo que imagino en ese momento para suavizar las cosas- me lleva directo hacia una cavidad traposa donde toco una evidente mano crispada con los relieves de una canastilla de huesos resecos, calcinados por el tiempo, que presionada por mi mano hace una vibración de hojarasca estrujada, y otra igual pero algo más fuerte al ser abierta. Aún antes de verlo advierto que podría ser el mismo objeto que he venido conociendo en sueños. Por un impulso me meto rápido el hallazgo al bolsillo y sigo buscando, o más bien rebuscando, sin mucho entusiasmo, hasta que uno de los peones cae a mi lado de un salto en la medialuz, como una fruta desprendida del árbol.

PEON: ¿Lo ayudo a salir, don? ¿Encontró oro? A veces hay, en collarcitos, no crea. Oro blandito, casi parece chocolate, don, que se lo puede acomodar uno entre los dientes medio masticado, o quedarse masticándolo como un chicle.

ACH: No lo jodas al señor, ya vete. Perdone, don. Se aprovecha porque en el fondo se nota que usted no es de aquí, se lo repito siempre, porque es de importancia. La migrantéz está en su mirada, que se detiene más de lo que se usa, una mirada que siempre está extrañando, aunque no lo sepa, siempre está pidiendo lugar. Yo soy también de Acobamba, de por Tarma, y allá también tengo unas tierras cerca del santuario del Señor de Muruhuay, que las cultiva un hijo. Usted lo que necesita don son unas tierritas en su pueblo. Si me dice cuál es, yo se las ubico.

 

  Me quito la tierra de encima, todo lo que se puede, acepto otro trago de cañazo, quedo con Chumpitaz en que él vendrá a casa más tarde, o mañana, y emprendo el regreso. Luego de tres cuartos de hora de caminata ya estoy en medio del pulular entrecruzado de la calle con la noche. Se me han pasado las horas seguras de refugiarme en el sueño y de salir de él, pero por algún motivo no me importa. Estoy recorriendo un boulevard populoso donde la energía más intensa la proporcionan las desordenadas expectativas de los jóvenes. Tablistas varados, habitúes deslumbrados, amantes ensimismados, familias reunidas, anticucheras reconcentradas, curiosos insaciables, chiquillos prófugos que se recuestan contra la oscuridad en paseos relajados y pascanas mosquísimas, bebiendo de la protección maternal que flota en el balsámico ambiente de una canícula fuerte. Muchachas feas corren a paso decidido, en grupos emprendedores y reilones la ola tentadora de la penumbra. La playa, acogedora y decisiva para los adolescentes, nunca está a más de dos cuadras para quienes conocen el dato, sin faroles, abierta como una mano húmeda y decidida contra la piel del valle. Casi una de cada dos casas tiene algo que vender a la calle: comida y tragos, música, ambiente del familiar o turístico, descanso, todos los negocios conmovedoramente iguales en su relación esforzada y amateur con un turismo aún sin forma definida. En algún lugar no tan lejano una anticuchada crepita su esplendor. El rumor de las conversaciones apaga un poco el siseo de la carne sobre el brasero, pero no del todo. Cada dueña de casa es la mamá cocinando la acogida a niños vagamente desamparados, prófugos de una Lima remota. Los precios son bajos para los veraneantes, que pagan sin comentarios y piden más, con timidez: uno de los placeres de la provincia sigue siendo la idea inconciente, en el sentido de secreto bien guardado, de que todavía puede existir una pequeña burguesía psicológica o económicamente viable. Resulta de todo ello una calle de doce o trece cuadras iluminadas por los enrojecidos braseros, al lado de los cuales los visitantes son un pequeño río humano esperando desembocar en otro día. En una esquina, a la sombra de la orquesta de las cervezas Backus, bullanga tropical gratis en la vía pública, unas cuantas parejas incapaces de timidez bailan sin picardía, aprovechando sabias y solemnes una burbuja de alegría. La noche avanza disfrazada de feria vacía e interminable, de esperanza irracional, de promesa que no puede defraudar. A un extremo del pueblo doce mesas de fulbito de mano esperan a las parejas indecisas, a las bandas de adolescentes que ignoran la magia consensual de la noche, a los viejos cansados de descifrar los remolinos reincidentes de personas que forman el pueblo, el puerto, el balneario, la playa, el municipio, la pobreza, la amnesia, el cansancio, la vida.

 

 

 

 

 SOLEDAD: Aloooo…

 (silencio 15”)

 S: No sé, tal vez en marzo

 (silencio 15”)

 S: Eso es cosa tuya

 (silencio 10”)

 S: Claro que es cosa tuya

 (silencio 15”)

 S: Yo te digo que no-es-co-sa-mía

 (silencio 50”)

 S: Háblale tú. Tú háblale.

 (silencio)

S: A ti te va a escuchar. Yo cuántas veces le he dicho.

(silencio 30”)

S: Bueno, si esa es la situación, pues que sea.

 

*

 

 

 A medida que me voy acercando a casa empiezo a sentir los efectos de las 24 horas sin dormir, sobre todo en el leve entumecimiento de algunas facultades habituales. Esta noche es muy distinta de la anterior, pues ya no hay mar oscuro y  campiña clara, sino una sola astronomía de estrellas titilantes, como en el madrigal de Claudio Monteverdi, inferno d´amore. Siento sobre mi cuerpo las vueltas que he dado por buena parte del valle de Cañete., las partes más alejadas en el agarrotamiento de las piernas, la playa próxima en algún lugar del cuello atorticolado, los diversos arenales y terrales por los que pasé en la humedad pringosa de las manos. Pero la esperable sensación de frío nocturno en pies y manos ha cedido el paso a una temperatura insólitamente pareja por todo el cuerpo, novedad un poco sofocante. Además me ataca un vivo deseo escapista de no estar pensando ni sintiendo absolutamente nada, y por instantes la engañosa ilusión de que lo estoy logrando.

         Mientras camino me  envuelve, a milímiteros de mi piel, una calma profunda que es también un malestar.  La impaciencia me lleva a detenerme bajo un poste  a la entrada del Puerto Viejo y darle una primera revisada al objeto: es, como en el fondo ya sabía, una suerte de moneda  de concha perforada, montada sobre un eje, todo a su vez instalado sobre un pequeño bloque de concha spondylus , uno de cuyos lados muestra una sola talla en el estilo Paracas: el capitán lengua larga. La parte más evidente de la forma ya me había sido comunicada por el tacto, agujero de momia adentro, pero es distinto verla ahora bajo la luz lechosa de un foco de mercurio. Pues recién en el contacto con la mirada puede comenzar una curiosidad en serio. Los faros de un bus de la línea Cerro Azul-San Luis-San Vicente me hacen volver a ocultarlo, y apretar el paso.

         Cada tanto vuelvo a meter la mano al bolsillo donde está el disco,  al que ahora ya llamo así con tranquilidad, hasta con seguridad,  aunque  le voy rotando nombres tentativos con cada reencuentro de la mano: disco solar, disco funerario, disco Paracas, disco ornamental, disco marino.  Pero no es cierto que yo no  esté sintiendo nada, como quisiera. Está la sensación de que comparar el objeto que cargo con el que recuerdo de mis sueños puede resultar una delicia, se parezca o no. Luego el placer sin rostro de ser el dueño de algo extraordinario,  obtenido a cambio de nada,  además. Luego  un sentimiento de zozobra frente al curso evidentemente esotérico que están tomando las cosas, y un cierto cansancio ante  el peligro de tener que revisar mis sueños con disco, lo que me quede de ellos. Aunque no me consta que el objeto que traigo sea el mismo que  este día apareció cargando la niña rubia recién desembarcada, o la dama mandibulona que recibió al aviador, sería una locura no vincularlos. Lo cual me condena a transportar algo que me ha llegado, para decirlo de alguna manera, por encargo. Me viene la idea del pacto con el diablo, en este caso el bondadoso Chumpitaz. ¿Pero pacto a cambio de qué? Todavía si en vez del disco se hubiera aparecido la gringa fea. Pero quizás es el comienzo de una carrera en la arqueología y el prólogo a una venta fabulosa: la única prueba de que el mundo prehispánico sí conoció la rueda, con eje y todo. La posibilidad siempre me pareció portentosa, hasta este momento, en que la siento como una suerte de banalidad contrafáctica.

Ya al pie de la casona me pregunto si la muchacha delgada habra dejado el brebaje junto a la puerta. En el fondo deseo que la botella no esté allí cuando yo llegue. Cruzo el portón, bordeo el jardín, me dejo hipnotizar un instante por la piscina, estoy de vuelta en casa. No está la botella, lo cual me sugiere que el tratamiento de Chumpitaz ha terminado. Me descalzo, me quito la camisa, me saco el botín del bolsillo y lo coloco sobre la mesa.  En efecto es el objeto que carga la mujer en el sueño de los barcos a la espera. Pero ahora soy yo el que lo tiene, como un personaje de mis sueño, y no sé cómo explicármelo. Ha pasado del mundo de los sueños al de la vigilia a través del conducto de una momia  Lo alejo un poco sobre la palma de la mano. Empiezo a preguntarme por su funcionamiento.

         El objeto no podría bailar sobre sí mismo, pero tiene todos los atributos para rodar a trompicones: es una rueda a la que se le puede enrollar una pita en la ranura, y luego jalarla para ponerla a girar. Si es lo que parece, por lo menos alguien en el mundo prehispánico conoció la rueda, y fabricó una de laboratorio. Por lo menos dos personas, el artesano y la cacica, si no fueron una misma persona.  Le doy vueltas en la penumbra por un largo tiempo, y al tacto llegó a la idea de que puede ser una suerte de cetro sin mango, un símbolo del poder, un objeto incomprensible para los demás. Sombras del Atón en la historia del faraón monoteísta. Pero sería demasiada historia escamoteada como para ser verosímil.

Me lo imagino llegando de un enterrado mundo de pérdidas y hallazgos al azar, una acumulación de objetos reunidos por ese viento que se desliza justo debajo de la superficie de la arena, un murmullo enterrado entre diversas dunas, bañado por la Paraca oscura, el  viento de la muerte.  De todo el silencio de esa riqueza sin registro siempre prefiero el objeto sorprendente, aquel que disuena de la coherencia del conjunto, la pieza que traiciona al velo protector de la coherencia y revela la intemperie del individuo. Piezas como la pinza de tres puntas, el artefacto inexplicable que parece una batidora de huevos antigua hecha con alambres de oro, el guacamayo rojo con escamosa cola de sirena, el minúsculo cadaver de lapislázuli con una pieza de oro martillado en la boca. Se  me ocurre simplemente no pensar nada sobre el disco, y guardarlo, o más bien mostrarlo a mis visitantes, en un museo de un solo objeto. Pero siento que una vez presas las piezas en vitrinas, sus lógicas se multiplican. La lógica económica de la violencia estética: lo más bello mata nuestra atención por lo menos bello; la lógica de los materiales: el oro y las piedras valiosas nos llevan a ignorar lo demás; la lógica de las inutilidades: nos atrae más aquello cuyo uso no comprendemos; la lógica del llanto por los seres queridos: cuerpos bañados por un polvo rojo de cinabrio aguardan que la carne desaparezca para mudar los adornos a la siguiente tumba. Por último la lógica de la falsa codicia:  a pesar de que han demostrado ser tan abundantes,  y en última instancia baratos, hay una pasión por falsificar estos objetos que  invitan a jugar como suele hacerlo en nuestra infancia aquello que es barato y valioso. Mueven a la falsificación, porque son objetos que vienen de la muerte, y hay una pasión por copiar la muerte, como dice Roberto Juarroz: “La vida dibuja un árbol , y la muerte dibuja otro.  La vida dibuja un nido, y la muerte lo copia. La vida dibuja un pájaro  para que habite el nido, y la muerte de inmediato, dibuja otro pájaro”.

 

 

 

Sigo acumulando hipótesis, y sobre todo fantasías,  con el paso de las horas:  un juguete, el prototipo de algo que nunca fue construido, algo traído de algún punto de la costa al norte de Panamá donde abunda el spondylus, la imagen de algo que fue copiado, un trompo estacionario. El objeto tiene una solidez inusitada para ser tan pequeño, no la fragilidad de algo hecho para ser exhibido, sino construido para funcionar, girar. Lo que no revela por ningún lado es para qué girar. Pero desde el punto de vista del tamaño no es realmente una máquina sino un bibelot, una maqueta, una joya, aunque podría tener algo que ver con la producción textil. Un huso quizás. Pero más se parece a los tractorcitos que me enseñaron a fabricar de niño, haciendo muescas en los bordes de madera a carretes vacíos de hilo Tren que mi madre descartaba. Era un juguete que pasaba a través del centro hueco del carrete un elástico trenzado hasta encarrujarse y luego encogerse sobre sí mismo, y que al desenrollarse le daba al conjunto la energía para hacerlo avanzar, con torpeza. Como el elástico estaba sujeto por dos palitos de fósforo que hacía de pines uno en cada extremo, y uno de ellos era más largo que el diámetro del carrete, el juguete avanzaba dando algo así como saltos, o más bien sobresaltos, elevándose a la altura de los extremos de cada palito, y volviendo a caer. El tractorcito no avanzaba hacia ningún lugar que no fuera la demostración de que podía funcionar, y hubiera sido perfecto en un espacio de arenales como Cerro Azul. Tras algunas cavilaciones me ilumino, enciendo la luz, y salgo a pedirle al guardián de la noche una pita para hacer girar la rueda (¿siempre el disco?). Como siempre, el guardián vuelve con el encargo. Entonces confirmo en los hechos que la rueda gira, pero que igual al girar no va a ninguna parte ni suena en un sentido significativo, ni se queda girando mucho tiempo.

 

¿Por qué quiero que el disco sea algo definido desde más allá de sí mismo? Quizás porque es la única manera de encontrarle algún sentido al tema de su búsqueda y hallazgo, del que me ha convencido Chumpitaz. Además está la obvia importancia arqueológica. Una pieza así debe intentarse conocer a fondo, sobre todo por ser tan distinta de todo lo que ya se conoce. Sin quererlo he tomado el triste partido de la ciencia frente al misterio, y esa sí es una actitud fáustica, fuera de lugar en los mundos comunicantes de los sueños y de los deseos.

 

 Pero cuando dejo el objeto sobre la baranda del balcón delantero, el viento sopla como a través de la rueda, y le hace dar por su cuenta, digamos, unas vueltas lentas, como poco convencidas. Como que es una suerte de rueda Pelton, con diminutas escamas de spondylus. No parece haber, pues, mayor magia, más allá del misterio de su origen, es decir su presencia fuera de contexto.  Quizás algún bromista post-hispánico haya abierto el fardo y colocado la pieza. O que se trate del entierro post-hispánico de una dignataria autóctona de la zona. O acaso un satánico en que  Chumpitaz lo ha organizado todo para mi beneficio, o maleficio, según quiera verse.

 

*

 

Detrás mío la fortaleza vacía. Vaciada ya por los Inca 1470, verdugos del pueblo desconocido de Guarco, demasiado orgulloso o demasiado tonto para entrar al imperio.  “La más agraciada y vistosa fortaleza” dice Cieza de León, que la vió,  cuando “abajaba una escalera de piedra que llegaba hasta la mar”. Aquí la tierra arqueológica no es rica y no vomita sino un continuo de fragmentos marrón oscuro, que incluso extendidos sobre la palma de la mano no revelan al observador sino las perplejidades de una vida indescifrable. Aun si uno lograra imaginar los altos de muertos en esta península, no es un cementerio donde los cuerpos viajan hacia el más allá envueltos en la belleza que dejan detrás, sino una explanada de violencia sobre la que los cuerpos caen y nunca dejan de transpirar el polvo rojo del mundo por la eternidad histórica. Pero los dos o tres muros que siguen en pie evocan las imágenes que Mariano de Rivero y Johan Jakob Tschudi mandaron publicar en 1851, y que tienen la capacidad de evocar un gran número de otras culturas surgidas de las arenas y luego engullidas por ellas. Suelo recorrer la fortaleza derruida discriminando una mezcla de orines recientes y adobes centenarios. Cada tanto salen al paso trapos antiguos que no alcanzan la dignidad de lo arqueológico. Por un brevísimo instante despiertan una suerte de codicia, que muy pronto se aplaca. Son restos sin arte, retazos de una vida de soldado, probablemente despreciables cuando aun circulaban de mano en mano: toscos jubones, bolsas para faenas comunitarias, envoltorios desechables. La indiferencia de los paseantes dice a las claras que quienes los usaron no interesan, porque no tuvieron herencia que dejar a los siglos. Es decir, la fortaleza está realmente vacía. Por ninguna parte asoman formas habitadas por el espíritu, con mensajes, fúnebres o festivos, para la posteridad.

 

Ya llevo algunas horas de lectura, esperando dormirme,  deseando no pensar en el objeto, frente al cual siento que no he avanzado nada. Interrumpo mi lectura. Vuelvo a hacerlo girar sobre la mesa de mármol, lo coloco en esquilibrio inestable sobre el peligroso borde. Me distrae un pájaro diminuto – quizás una golondrina- que ha entrado por error al inmenso cuarto, y ahora aletea desesperado por huir. La puerta de tres hojas por la que ha entrado da al balcón y a la bahía, , sigue abierta de par en par, pero el intruso se siente más seguro en las alturas del aposento, y se desplaza pegado al cielorraso, esquivando las vigas en su vuelo. Un metro y medio más abajo y se salvaría. Pero la posibilidad no se le ocurre, o lo aterra, no hay cómo saberlo, y el ciclo se repite en las alturas. Hasta que una mezcla de pánico y cansancio va reduciendo la altitud de sus vuelos entre pared y pared, lo cual le permite en un punto del trayecto empezar a posarse en la parte superior de la puerta, al filo de la libertad, si lo supiera. En un instante duda si instalarse sobre una pequeña rejita de spondylus (mullu) que estoy mantengo como un adorno sobre el mármol, y desiste de ello. Entiendo que el objeto circular que acabo de traer y está sobre la mesa es un corazón,  un diminuto corazón mecánico. El objeto en su inmovilidad parece pulsar sereno, como el pecho de una madre. Me pregunto si pulsaba así en la mano de la momia, y llego a la conclusión de que no: soy yo quien lo ha traído a la vida con mi obsesión, soy yo quien está pulsando realmente en medio de la noche y quien logrará hacerlo girar dentro de mí, único, imposible, mágico, mañana por la mañana. Ahora soy yo, que he mirado al pájaro intentar y errar por unos 20 minutos, quien empieza a angustiarse. Pero ayudarlo me exigiría asustarlo, enfrentarlo aún más intensamente a su desesperación, y eso me desanima. Siempre puede venir el guardián nocturno del condominio con un escobillón a resolver el asunto, cuando yo me haya ido. La idea me tranquiliza, pero igual vuelvo a seguir los desatinos del ave, que empiezan a ser los míos. Hasta que sucumbo al tedio de esa preocupación y me termino de hundir en mi libro. La siguiente vez que levanto la mirada, el pájaro ha desaparecido. La hora me devuelve a la misma somnolencia.

 

Sobre un sofá detrás mío está extendida mi versión de lo que sería el traje de fiesta tradicional de mi pueblo. Sin duda un mamarracho antropológico.  El sastre limeño ha entregado un disfraz carísimo de algo así como un abogado-demonio-swat: un pasamontañas tejido en fibra sintética con un boca sonriente y ojos circulares, aunque algo inyectados con círculos de lana roja, una chaqueta color cinabrio con alamares de los que cuelgan borlas con los colores de un arco iris virado varios grados al verde, un pantalón bolsudo que arrastra una tercera manga vacía al centro, en otro avatar acaso una cola mal cosida. Como no voy al pueblo desde mi infancia y no sé cómo se llega,  no tengo manera de saber si se sigue usando igual, ni tiempo ni nadie con quién consultar. Apago la luz y me lo empiezo a poner lentamente, decidido a dormir con él a pesar del calor. Poco a poco me voy durmiendo y los barcos comienzan a reaparecer en la distancia. Es la flota del pirata holandés  Spilimbergo que viene desde el sur. Afuera hay voces que no llego a descifrar.

 

 

(Las mismas dos parejas de la noche anterior, pero ahora sombrías junto al auto estacionado frente al mar, delante de mi casa. La radio suena en volumen alto, casi no deja escuchar la conversación. Una de ellas llorosa y visiblemente ebria, habla con un policía)

SOLEDAD: Jefe, ¿no ve que está muerto?

POLICIA: Sí, me ha dicho el muchacho que mandaron. ¿Qué le ha pasado?

S: Le digo que está muerto.

P: ¿Pero cómo ha muerto? ¿Ingirió mucho licor? ¿La droga?

S: Nada de eso. Se ha muerto por no poder sentir el amor de los demás.

P: ¿Qué quiere decir, señorita? Los que llamaron a la comisaría dijeron que lo había matado un fumón.  ¿Usted qué sabe de eso?  ¿Dónde lo llevamos?

S: Todos somos fumones, la cosa es si entra en la camioneta.

P: No se va a poder, atrás está lleno de habas. Además casi no hay gasolina y el chofer aquí ya está fuera de turno. ¿No lo pueden llevar en su auto de ustedes?

S: Sí podemos, ¿pero a dónde?

P: Mejor no lo movemos, llamamos al fiscal.

S: ¿Hasta mañana? Va a pensar que nunca lo hemos querido.

P: ¿Nombre?

S: Oscar

P: ¿Apellido?

S: Arévalo

P: ¿Usted señorita?

S: Soledad

P: Apellidos también.

S: López Góngora

P: ¿Y el fumón?

X: Yo le digo, jefe. Le preguntó a Oscar si era periodista, y le empezó a reclamar una cosa. Oscar le preguntaba ¿Cuál cosa? , y el otro solo gritaba repitiendo “!Una cosa! ¡Una cosa!”, y Oscar dale con preguntarle, hasta que el fumón sacó ese fierro que hay allí y le metió el golpe que lo ha matado.

P: ¿Y de allí?

X: Le mordió entre el cuello y la oreja, eso que usted ve allí, pero nosotros empezamos a gritar, y se apartó. En eso llegó una pareja de gringos en un carro, lo recogieron y se lo llevaron medio a empujones.

P: ¿Marca y número de placa?

X: Nissan oscuro, no me acuerdo. Parecía un número medio religioso.

 

              El cambio de palabras en la vereda ha terminado por despertarme. Los personajes están dedicados a hacer conversación extrañamente ligera. Por último ha llegado un abrumado fiscal en motocicleta y prácticamente en piyama, y ahora el grupo se está llevando el cadáver en caravana. El auto de las dos parejas, que ya son una y media, a la cabeza. Al medio la camioneta policial de Cerro Azul. Cerrando el cortejo, por alguna razón, la mototaxi de ayer, y la moto del fiscal.

              Cuando el cortejo desaparece camino de San Vicente, me  dan unas intensas ganas de volver a dormir, ça commence,  una joven que sueña que pesca tres lenguados, a la misma hora que su padre está dedicado a lanzar serena e infructuosamente un anzuelo desde la punta de su caña, en el extremo del muelle desierto. Los peces han saltado sigilosos desde la fresca agua verde del mediodía en la costa sur, y se han deslizado bajo los párpados de la muchacha, que luego cuenta la historia con una sonrisa en los labios.

Pero me acaban de despertar unos timbrazos: es Chumpitaz que acaba de llegar. Me pide disculpas por no haber podido enviar la botella con el brebaje,  y con gran ceremonia me pregunta si deseo conservar el objeto que está sobre la mesa, al cual mira con curiosidad, y me pregunto si lo hace por primera vez. Le ofrezco una copa de la cave de tequila que me dejaron mis amigos los Villanueva. Le digo que más me importaría saber qué es el objeto, y le cuento de mis elucubraciones. Me dice que no lo sabe, pero arriesga la tesis de que es un aparato astronómico, “como un sextante o teodolito”, y repite que la decisión de conservarlo o dárselo es toda mía.

ML: ¿Se lo puedo cambiar por algo?

ACH: ¿Otro objeto?

ML: No no. Un dato. No me lo tiene que dar ahora, don Alex.

ACH: Si está en mí, encantado.

ML: Ahora que el objeto es suyo, o quizás debo decir otra vez suyo, ¿qué va a hacer con él? ¿Colocárselo de nuevo a la momia?

ACH: Qué pasa don Mirko. Sucede que tengo un encargo y creo que esta como brújula es el tipo de cosa que  están buscando. Son clientes que me esperan en Montalbán. Ya después le cuento, por si vuelve a interesarse. Y sobre el dato que quiere que le busque, tiene que decirme cuál es.

ML: De una vez. Ubíqueme un lugar exacto.

ACH: ¿Lugar exacto?

ML: Exacto.

ACH: Eso lo voy a tener que pensar un poco. ¿Alguna orientación?

ML: Ese es parte del problema.

 

 

               Me quedo callado un rato, hasta que empiezo lentamente a envolver el disco en una bolsa de papel, y se lo entrego.

Lo acompaño hasta la escalera. Antes de partir levanta la bolsa blanca y me dice “Ahora tengo que irme un tiempito, todavía no tengo claro a dónde. No voy a poder estar viniendo, pero usted visíteme siempre, doctor, cuando se pueda”.

antado.

Todavía tiene tiempo para hacerme un saludo con la mano desde el mototaxi que se lo lleva.

 

*

 

 

Me acabo de despertar, unas horas después del mediodía.   Los bañistas de esta parte de la playa están estáticos en una inmovilidad de lagartija. No tengo el extraño objeto que pasó por mis manos unas horas, y lo más probable es que nunca más lo tenga. Pero no lo quiero. Tampoco se ha producido esa especie de siniestro total que yo temía de mis sueños. Ahora avanzo pegado al muelle hacia la línea donde empiezan las olas, arrastro un poco los pies para protegerme de los pastelillos, que en esta época llegan a confundirse con los lenguados del fondo. El agua está fría y cristalina, las olas muy altas y delgadas, con un trasluz verdoso de porcelana antigua que permite ver al sol de la tarde como un círculo de jade. He llegado al punto en que las olas se alzan segundos antes de reventar y donde el viento se lleva de un soplo la parte más alta de su labio, la que parece un borde de encaje que se desteje a toda velocidad. No puedo evitar pensar en un poema que publiqué en 1985, donde una ola cargada de dioses varios me va llevando hasta mi propia parodia. Avanzo unos pasos más, hasta donde un tumbo espléndido está empezando a alzar un lomo liso, y me dispongo a descolgarme por la pared instantánea que produce. Antes de lanzarme de lleno a correr la ola, le pego una rápida, oblicua, furtiva mirada a la  orilla que me espera. 

 

FIN