PREMIO DE CUENTO JUAN RULFO
Pedro de Isla (México) Papá se pegó un tiro hoy a las 6:52 de la mañana |
Papá se pegó un tiro hoy a las 6:52 de la mañana y lo dejé desangrarse hasta que murió, antes del mediodía.
Sé
la hora exacta en que se disparó porque estaba acostada en mi cama, cubierta
por tres raídas cobijas y con un ojo abierto, vigilando los enormes números
rojos del reloj despertador, viendo cómo avanzaban rápidamente los minutos y
se acercaba sin remedio la odiosa hora de levantarme para ir a la escuela.
Lo
que me hizo levantarme no fue el paso de los minutos ni el disparo, sino el
golpe seco del cuerpo de papá contra la madera del piso de su cuarto, justo al
lado del mío.
He
intentado en este rato recordar el sonido de la descarga saliendo de la escopeta
pero no lo consigo. Quizá fue tan fuerte y repentino que no lo ubiqué de
inmediato y lo dejé disolverse entre las angustias de la mañana. Poco importa.
Quedarme con una nueva grieta en mis recuerdos no cambiará nada. Es sólo que
una no quiere vivir con esa sensación de ausencia. Suficiente tengo con la que
me acaba de dejar papá como para, además, cargar las de mi memoria.
Cuando
entré, lo vi tirado junto a su cama, boca arriba, sobre un gran plástico azul
y una silla volcada a su lado. Primero creí que se tropezó y estaba lastimado.
Luego me topé con la escopeta y con una mancha de sangre que comenzaba bajo él
y seguía el desnivel del piso hasta llegar a un rincón del cuarto, ese donde
colocaba el bote de la ropa sucia que ahora estaba a mitad de la recámara.
Fue
cuando me di cuenta de lo que realmente pasaba. Hasta para matarse intentaba dar
la menor molestia. Estoy segura de que pensó en evitarle un trabajo extra a
quienes terminarían recogiendo el lugar, no solamente por el plástico sobre el
piso sino porque conocía su desnivel y sabía hacia dónde correría la sangre.
Como si la limpieza alrededor de su acto sirviera para limpiar su conciencia y
atenuara mis problemas.
Me
acerqué despacio, segura de que había logrado su objetivo. Era muy metódico y
nunca improvisaría un asunto tan importante. Hay muchas personas que intentan
matarse pero no lo logran o no lo buscan con sinceridad: hacen una última
llamada o usan métodos poco efectivos, como las pastillas. En cambio, el
verdadero suicida, el que no va a dejar opción a la duda o al rescate milagroso,
necesita una gran determinación y debe planear bien su muerte porque de lo
contrario puede terminar con un buen moretón en el cuello, deforme, lisiado o
en estado de coma, y eso es peor que su propio fallecimiento. Es como cargar con
una marca en la cara que diga no sirvo para nada, ni siquiera para morirme.
Al
ver a papá pensé que estaba muerto. Sólo me di cuenta de que seguía vivo
cuando observé que el pecho le temblaba, como si entrara el aire en los
pulmones de a poquito y tuviera que esforzarse un poco más con cada respiración.
Sin
tocar nada, pensé en llamar a la policía o a una ambulancia. Salí de la recámara
y descubrí que había arrancado el cable del aparato.
Tuve
que regresar a su lado. Ahí me di cuenta que la escopeta estaba amarrada a la
silla con mucha cinta café y un cordón pendía del gatillo. Si uno no
conociera a papá pensaría que veía mucha televisión porque yo recordaba algo
similar solamente en las series gringas sobre detectives y en algunas películas.
La verdad es que él odiaba ese aparato. Lo teníamos en casa porque algunas
noches veíamos un noticiero local en español: era la única forma de sentir
que manteníamos contacto con nuestra tierra. Además, su ausencia haría que
las pocas personas que nos visitaban nos consideraran unos pobres inmigrantes
inadaptados.
Lo
más probable es que alguien le describió la forma de matarse con una escopeta
amarrada a una silla e intentó imitarlo. Lástima que algo no le salió como
deseaba, quizá no afianzó la silla al piso y se le movió al momento del
disparo o el cordón estaba muy flojo o muy suelto o vaya uno a saber qué le
pasó. El asunto es que si hubiera hecho las cosas bien, simplemente hubiera
apretado el gatillo y santo remedio, pero su error le costó sufrir de más.
Ahora
que lo pienso un poco más, me doy cuenta que él planeó bien su suicidio:
consiguió cartuchos para la escopeta que le dejó Catarino, inutilizó el teléfono
y se disparó a una hora que nadie se lo esperaría. Consideró todo, excepto
que se le escapara un disparo chueco –o antes de tiempo– y la bala terminara
en su hombro en vez de hacerlo en la cabeza o en el corazón.
Estoy
segura de que también sufrió al verme entrar, acercarme con sorpresa, buscar
el teléfono y darme cuenta cómo ni un suicidio podía hacer correctamente.
Segura
de que no había forma de hablar a los de rescate, me senté en la orilla de la
cama, justo a su lado. El charco que nacía de su hombro seguía creciendo poco
a poco, hasta llegar a la orilla del plástico.
Papá
tenía puesto el traje azul que utilizaba cuando salía a buscar un nuevo
trabajo o solicitaba que lo ascendieran de puesto. Durante muchos años lo
consideró su amuleto. Allá en Saltillo le funcionó muchas veces, pero de este
lado de la frontera perdió su eficiencia. Él, sin embargo, seguía creyendo
que le ayudaría a conseguir el trabajo por el que nos dejó y se vino a
Houston. Sería un trabajo que le permitiría tenernos a todos bajo el mismo
techo, en un gran y nuevo hogar, con todas las comodidades.
Cuando
se enteren mamá, Goyito y Maricarmen, papá logrará en parte su sueño: nos
tendrá a todos bajo la cubierta de la funeraria. Con el traje azul arruinado,
necesitaremos arreglar el otro traje, el que usaba durante las misas
dominicales. Aunque no era religioso, en ocasiones asistía a la iglesia, sobre
todo a las celebraciones de la Semana Santa, de Navidad y de la Virgen de
Guadalupe.
Cuando
aún estábamos en Saltillo, esas eran las fechas en que nos sentaba a la mesa,
exigía silencio y comenzaba a contarnos sobre las maravillas que encontraría
en Estados Unidos. Una oportunidad para salir de donde estábamos y darnos una
educación que nos sacara de la mediocridad que significaba un trabajo de medio
pelo en una empresa sin futuro. Recalcaba que cuando estuviera en Estados Unidos
no sería un simple emigrante, sino uno calificado, necesario para el engranaje
industrial de ese país. Nos recordaba cómo los que se pasaban del otro lado de
la frontera por lo general tenían pocos o nulos estudios y por eso fracasaban.
Él
no. Tenía un título como ingeniero mecánico administrador de un instituto técnico
y con ese simple papel dejaría atrás a tantos otros de los que cruzaban la
frontera. Tal vez empezaría de cero –decía– pero pronto se notará la
diferencia. De eso se encargaría en cuanto tuviera la menor oportunidad.
Ahora,
acostado sobre el charco de sangre, se le veía triste, como si lo que nos
pasaba fuera culpa suya nada más. Como si sólo de él dependiera el éxito de
sus sueños.
Quiso
levantar el brazo izquierdo, el sano, para tocarse la herida. Por sus gestos era
claro que le dolía pero no se quejaba. Seguía sin emitir sonido alguno. Ni un
grito, ni una explicación, ni un reclamo. Así era él.
Yo
tampoco hablaba. ¿Para qué? Si ya le había gritado lo que me quedaba hacía
tres días, cuando llegó del trabajo y me encontró sentada en los cojines que
hacen las veces de sala, esa que las visitas consideran muy moderna y poco
convencional pero que yo veo como una porquería.
Aquella
noche discutimos mucho, o más bien, yo me desahogué. Acababa de pasar el peor
fin de semana de mi vida en Galveston sólo para seguir ayudando a los gastos de
la casa y él simplemente contestaba con monosílabos a mis reclamos. Me aseguró
que las cosas no serían iguales. Ahora comprendía lo que significaban sus
palabras.
Hacía
cuatro años de su primer viaje a Houston y ocho meses desde mi llegada. Cuando
papá se vino la primera vez, junto con un vecino que ya estaba arreglado con su
patrón, mis hermanos todavía eran muy pequeños y yo era la única que se daba
cuenta de lo que pasaba. El vecino ni siquiera había terminado la secundaria,
pero eso no era impedimento para que fuera de norte a sur y de regreso dos veces
al año. Estaba joven, fuerte y decía que no necesitaba más. Catarino –que
así se llamaba– regresaba con dinero suficiente para mantener a su familia.
Eso
ponía furiosa a mamá, que no entendía cómo un fulano así ganaba lo
suficiente para mantener a su familia en el mismo nivel que papá, con todos sus
estudios y capacidad. Alguna vez dijo que era imposible explicar su forma de
vida, que seguro aprovechaba sus idas y vueltas para traficar drogas. Su
prosperidad, en cambio, era la justificación de papá por venirse de este lado.
Si ese tipo podía, él con mayor razón.
Apenas
llegados a Houston, comenzaron a trabajar en unos enormes almacenes industriales
donde descargaban camiones llenos de piezas automotrices y armaban los pedidos
de los pequeños distribuidores, que luego cargaban en camionetas.
Papá
aseguraba que no era un trabajo muy difícil porque utilizaban montacargas, pero
los paquetes se armaban a mano, seleccionando piezas de entre decenas de tipos
diferentes. Decía que era un trabajo muy apenas pero que era el principio y que
así llegaban muchos y luego progresaban. Después se le ocurrió un mejor
sistema de clasificación para los cientos de piezas diferentes. Le dieron un
premio, le tomaron una foto y nos aseguró que ese era el verdadero inicio de su
ascenso. Después de cuatro años seguía embarcado en el mismo sitio.
Al
principio, Catarino y papá rentaban un cuarto cerca del trabajo para ahorrar lo
más posible. Era una casa llena de inmigrantes ilegales. Los vecinos lo sabían,
era obvio que el patrón lo sabía, el policía que daba sus rondas por el
vecindario también lo sabía y no pasaba nada. En ese trabajo conoció a un
montón de paisanos, paisas se decían entre ellos aunque papá nunca les llamó
así. Era muy correcto para hablar.
Compartía
la casa con otros seis trabajadores. Cada uno se encargaba de sus propias cosas.
En los cuartos de quienes tenían más tiempo en Houston había pequeños
frigobares y enormes televisiones que cuidaban como un gran tesoro. Solamente
los gastos por servicios como el agua, al luz y la recolección de basura se
pagaban entre todos. Así papá ahorraba más dinero y lo enviaba a la familia.
Fuera
de eso, cada quién podía hacer de su vida lo que quisiera, siempre y cuando no
llevara gente extraña a la casa después de las ocho de la noche, ni siquiera
en fin de semana. Las mujeres también estaban prohibidas ahí porque ya antes
hubo pleitos a causa de ellas, así que cuando alguno de los que vivían en la
casa comenzaba a verse con alguna mujer, casi siempre inmigrante como ellos, debía
buscarse otro lugar donde vivir.
Recuerdo
que mamá se ponía contenta. No por el dinero que él le mandaba, que luego
supe era un poco menos que su sueldo cuando estaba con nosotros, sino porque lo
oía tan animado cada domingo que hablaban por teléfono. Mamá comenzó a hacer
planes, lo mismo que mis hermanos y yo.
Sentada
en la cama del cuarto, con las piernas cruzadas para no mancharme con la sangre
que comenzaba a salirse del plástico, descubrí que papá había arreglado la
habitación. No solamente colocó el plástico en el suelo, sino que tenía su
cama tendida, la ropa acomodada, el espejo sobre la cómoda limpio y la mesa de
noche ordenada.
La
puerta del baño estaba abierta y se observaba que también había ordenado el
lugar. Estaba como para tomarle una fotografía. Limpio, recogido. Sin duda
estuvo toda la noche eliminando cualquier indicio que dejara ver la vida que
llevábamos: sufriendo por mandar dólares a México, fingiendo que aquí las
cosas mejoraban, escondiendo nuestras mentiras no sólo a mamá y mis hermanos,
sino entre nosotros dos.
Vi
unos papeles sobre la mesa de noche y sin bajarme de la cama me acerqué. Eran
avisos de trabajos invernales. El domingo de la semana pasada papá habló a
Saltillo para explicarles que este año no iríamos porque él trabajaría
tiempo extra.
Es
cierto que el invierno es la mejor época para los inmigrantes. Muchos toman las
fiestas para regresar a México y los pocos que se quedan agarran turnos dobles
por las ventas de Navidad. Hay contrataciones de personal en muchos negocios y
pagan bien. Ese es el momento para recuperarse de los malos meses, cuando el
sueldo se va completito para mamá y mis hermanos y acá tenemos que ver cómo
nos las arreglamos. Además, la frontera se pone muy dura en enero y algunos de
los que se van contentos a ver a la familia luego ya no pueden regresar a este
lado.
Nosotros
no podíamos darnos ese lujo. Por eso nos quedaríamos en esta casa de madera,
muy cerca del centro de Houston y lejos de nuestro propio corazón. Lo malo de
pasarse estos meses acá es que las calles se llenan de carros y se vacían de
gente. Además, aunque ganamos más, no dejamos de gastar dinero, y luego nos
queremos hacer pasar por personas de una sociedad que no es la nuestra y pagamos
por cosas que de otra forma nunca compraríamos: el refrigerador se llena de
botellitas con aceitunas, de calamares, vino tinto, pan de ajo y salmón. Son
pequeñas cantidades, pero cuando juntas lo que cuestan, te duele.
Incluso
el vecindario se muere: la gente tapia por dentro sus casas para sobrevivir a
las nevadas y las ventiscas que se cuelan por todos lados. Nosotros hicimos lo
mismo, colocando maderas tras las cortinas y empujando manteles bien doblados en
los huecos bajo las puertas.
Quizá
por eso él confiaba en que nadie escucharía el disparo ni intentaría entrar
para salvarlo y yo sabía que ningún vecino vendría a tocar o llamaría a la
policía. Sin embargo, ese aislamiento no empezaba con el invierno y su aire frío,
sino que estaba aquí desde que llegué, seguramente desde antes. Tampoco era
culpa de la temperatura: los vecinos casi no nos hablaban y tampoco lo hacían
entre ellos. Este era un barrio mixto como pocos.
Desde
que llegué entendí que acá mucha gente vive en ghettos por decisión propia.
Se obligan a sí mismos a vivir en barrios cafés, grises, amarillos, blancos y
negros, dependiendo de si vienen de México, India, Corea, Polonia o Nigeria.
Muchos
de esos barrios de colores reúnen a gente de clase media baja. Donde vivimos
nosotros, entre ilegales con trabajo más o menos fijo, lo común es encontrarte
con barrios mixtos, como este. Si te refugias ahí, puedes vivir años sin
pronunciar una sola palabra en inglés, recreando la tierra que dejaste, incluso
repitiendo las mismas formas de convivir, relacionarse, trabajar, casarse o
morir.
Puedes
meterte en tu propio mundo y fingir que nada ha cambiado, que sigues en casa,
con los tuyos, entre tu gente. Se trata de una gran mentira pero muchos viven en
ella porque, de lo contrario, ya se hubieran dado un tiro en la cabeza, como lo
intentó hoy papá.
Ahora
que lo veía en el suelo, quería recordar cuánto tiempo había pasado desde la
última vez que estuvimos juntos sin discutir, sin temernos mutuamente ni
cuidarnos las espaldas. Viéndolo sobre su sangre, entendí que papá necesitaba
morirse y yo no encontraba razones para impedírselo.
Estábamos
solos como nunca antes: él, tirado sobre un plástico azul, inmóvil, muriéndose;
y yo, sentada al borde de la cama, viéndolo impotente, sin defensa, dejando que
se fuera.
Por
un momento pensé en torturarlo, agarrar uno de los trinches para asar carne y
tocarle la herida del hombro para luego hundir los picos en la carne viva. No
mucho, sólo un poco, lo suficiente como para obligarlo a gritar, a pedir ayuda,
clemencia o perdón. A que no solamente quedara en su conciencia lo que yo había
sufrido, sino que también le doliera en el cuerpo. No lo hice porque escuché
que tocaban a la puerta.
Era
Esteban, el chico que trabaja en la tienda mexicana. A pesar de vivir en un
barrio mixto, cerca de la casa hay una pequeña tienda donde me siento como en
casa, le llaman la tienda mexicana porque se consiguen productos que no hay en
otra parte de la ciudad.
Me
encanta ir ahí. Una paleta payaso, unos pingüinos o un rielito
me regresan a casa, con mamá y mis hermanos. Ya no se diga una botella de salsa
roja, hecha con chile piquín o habanero. Voy seguido a ese lugar. Me saca de
una tierra que no quiero pero a la que vine porque me dijeron que era mi única
oportunidad de ser alguien.
En
esa tienda compro un mazapán y estoy sentada en una banca de la alameda de
Saltillo. Una bolsa de trozos de piña con chile me lleva a la casa de Amarela y
vemos películas viejas de Pedro Infante o de Marisol. Un taco de barbacoa con
cebolla picada me sienta en el patio de la casa de mis abuelos, en Monclova,
donde cubro con la mano la boca de mi refresco porque se deja venir uno de esos
ventarrones que trae tierra suelta y el polvo rojizo de la acerera.
Es
el único lugar de toda la ciudad donde me siento feliz. No necesito comprar
nada, simplemente tomo una lata de leche Nido y estoy con mamá en el súper
discutiendo si esa lata es para mi hermano o también yo puedo prepararme un
poco.
Esteban
se asustó cuando abrí la puerta. Esperaba encontrar a papá. Le respondí que
me sentía mal, que por eso no había ido a la escuela. Traía un pedido
pendiente del día anterior. Le dije que papá seguía dormido, que si le podía
llevar el dinero yo misma dentro de un rato.
Sonrió,
me recorrió con la mirada y respondió que sólo por ser yo me dejaría la
mercancía, pero que por favor no me pasara del mediodía, porque luego el dueño
lo mandaría para mi casa y no podría regresar hasta que tuviera el dinero en
la mano.
Le
devolví la sonrisa y cerré la puerta. Quería el pago de inmediato. Cómo si
no nos conociera, Cómo si no fuéramos clientes habituales. Qué diferencia a
mi casa en Saltillo donde don Mario, el dueño del estanquillo de la esquina,
apuntaba las cuentas de los clientes en cartoncitos que recortaba de las cajas
donde empaquetaban las cajetillas de cigarrillos. A fin de quincena o de mes,
cada uno de los clientes iba a saldar su deuda. Don Mario te daba el cartoncito,
tú le dictabas las cantidades y él sumaba. Al final pagabas la cuenta y listo.
Ni él desconfiaba de tu dictado ni tú de sus sumas.
Y
es que acá las cosas nunca son lo que parecen. Si le tomara una foto a la casa
donde vivimos, parecería una casa bella y decente. Nada más lejano. Aunque la
fachada está cuidada, por dentro las maderas se pudren, el piso está
desnivelado, hay goteras en la cocina y bichos que viven entre las tablas.
Segura
de que papá seguía en el cuarto, llevé a la cocina el pedido que nos trajo
Esteban. Pan integral, mantequilla, mermelada, cuatro sobres de sopa instantánea,
uno de esos botes de aceite en spray para que no se pegue la comida, una docena
de huevos, un manojo de plátanos y dos botellas de jugo de tomate.
¿Desde
cuándo toma papá jugo de tomate? –pensé–. De inmediato entendí: no era
para él, sino para mí. Se estaba preocupando porque convenció a mamá y me
trajo con tantas ilusiones que se fueron por el meritito caño. Ahora se sentía
responsable.
Guardé
las cosas que necesitaban refrigeración y el resto lo dejé sobre la mesa de la
cocina. Abrí uno de los botes y me serví un gran vaso de ese jugo rojo. Después
le exprimí tres limones, tal y como lo hacía en Saltillo cada vez que me daban
algo que no me gustaba o que no estaba acostumbrada a tomar. Esas gotas me
permitían pasarme casi cualquier cosa.
Regresé
a la sala, o lo que se supone que es la sala. Sentada entre los cojines,
alcanzaba a ver por la puerta abierta los zapatos y parte de las piernas de papá.
Escuché un ruido, parecido a un murmullo y no estaba segura de que viniera de
afuera o del cuarto de papá. Iba a levantarme cuando lo escuché de nuevo: era
como si un grupo de muchachos hubiera decidido jugar en la calle.
Otro
absurdo. Aquí no se puede hacer lo mismo. Para eso utilizan los parques. Las
calles son propiedad exclusiva de los automóviles y ellos protegen a muerte sus
territorios. Aquí no puedes organizar un partido de béisbol y tomar una mancha
de aceite como primera base.
En
Saltillo, nosotros jugábamos en la calle, cuidándonos de la pelota, de los
corredores y de los autos, en ese orden. Niños y niñas armábamos dos equipos,
después se marcaban los límites del campo y listo, a jugar.
Me
quedé dormida, profundamente. Descansé como no lo había hecho en meses. Es
posible que soñara algo, no lo recuerdo. Desperté una hora después, tal vez
un poco más tarde, cuando tocaron a la puerta.
Me
levanté de inmediato, pensando en que el dueño de la tienda había enviado a
Esteban a cobrarme. Por la mirilla de la puerta observé a Catarino. Venía a
buscar a papá y sentí un vació en el estómago. Corrí a cerrar la puerta de
su cuarto en el momento en que él tocó de nuevo el timbre. Lo dejé esperando
un rato, hasta que decidí abrirle.
No
pudo entrar en la casa. Con la puerta entreabierta le dije que seguramente papá
se había marchado temprano porque cuando desperté su cuarto estaba cerrado y
no me contestaba.
Cuando
me preguntó si me acompañaba quiso tomar mi mano y entrar en la casa. Me planté
firme, lo miré a los ojos y le contesté que no, que gracias pero mejor lo
esperaba sola. Después hizo la pregunta que tarde o temprano me haría. No, no
necesitaba dinero ni quería acompañarlo a dar la vuelta ni a tomar un café ni
a ver tiendas ni a un concierto de música texana ni a probar su nuevo auto para
que después me convenciera de irme con él a su casa, esa dónde decía que tenía
lugar para mí pero no para la familia que mantenía engañada en Saltillo,
porque tenía dos años con la residencia americana y no les decía nada.
Quería
tener dos casas, con mujeres distintas y veinte años de diferencia. Si las últimas
veces por puro cansancio le dije que sí y terminé acompañándolo el pasado
fin de semana a un hotel de tercera categoría en Galveston, por nada del mundo
lo volvería a hacer.
En
eso papá estaba de acuerdo conmigo. Sabía que Catarino venía a casa para
verme y él encontraba excusas para justificarlo, diciendo cosas sobre lo duro
que es para un hombre de su edad la lejanía y la soledad. Como si para mí
fuera la cosa más sencilla dejar a mamá, a mis hermanos, a mis amigas y a mi
tierra.
Estoy
segura de que papá también visitaba otras casas cuando salía con sus compañeros
de trabajo. Nunca se lo pregunté y tampoco me lo hubiera dicho, pero sus
justificaciones a Catarino más parecían justificaciones propias. Varias veces
pensé que hasta le pagaba sus diversiones con tal de seguirnos visitando.
Insistió
un poco más. No mucho. Creía que en otra oportunidad me convencería. Antes de
irse, me repitió uno de sus discursos largos y mareadores, tratando de
convencerme de que él era lo mejor para mí. Ya no tienes opción, me dijo, si
no te hubieras ido conmigo a Galveston otra cosa hubiera pasado, pero el hubiera
no existe. Vente de una vez y sácale provecho a tu juventud. Nos la pasamos muy
bien y podemos seguir así.
Cerré
la puerta y me tendí entre los cojines de la sala. No me asomé por la ventana
porque temía que siguiera ahí. Luego escuché el ruido de su camioneta
alejarse.
Cuando
la gente como Catarino dice que el hubiera no existe me río de ellos. Vaya
estupidez.
El
hubiera si existe. Lo hace de la misma forma que existe el pasado o el futuro.
El hubiera son nuestras dudas, nuestras elecciones, a veces también son
nuestros sueños. El hubiera son los caminos que no tomamos, que tuvimos a
nuestro alcance y que decidimos dejar atrás. El hubiera nos condiciona, existe
como una realidad paralela a la que en algún momento decidimos ignorar.
Cuando
me decía que el hubiera no existe, me pregunto si lo hacía porque lo pensaba o
solamente porque otros han dicho semejante sandez y él estaba condenado a
repetirla.
Catarino
se decía realista, objetivo, pragmático. Simples formas para evadir su error.
Ser pragmático es hacer a un lado todo lo que no ayude a un ideal. Es vivir en
un pequeño mundo, reducido por las paredes de una estrechez mental, tal como lo
hace Catarino o mis maestros.
Si
no hubiera decidido matarse tal vez estaría aquí.
Si
hubiera conseguido un ascenso en Saltillo tal vez estaría aquí.
Si
su traje azul le hubiera dado un nuevo trabajo tal vez estaría aquí.
Si
no hubiera decidido seguir unas instrucciones mal dadas no tendría que sentarme
a su lado para ayudarlo a morir.
Si
hubiera concretado su intento de suicidio yo no sabría lo que debo de hacer.
Si
hubiera conseguido otro compañero para su primer viaje ahora estaría toda la
familia junta.
Si
hubiera progresado tal vez estaríamos todos juntos aquí.
Si no hubiera llevado a Catarino a casa quizá tendría
una razón para quedarme y buscar un sueño como el suyo.
Si
no hubiera fallado en su intento yo tampoco tendría este descanso de conciencia,
ni el valor para regresar a casa y decirle a mi mamá lo que puede ocurrir por
no saber escoger el momento correcto para venirse al otro lado.
Al
menos para mí, el hubiera si existe.
Me
levanté para asegurarme que estaban puestos todos los cerrojos. Desde la
mirilla observé la calle desierta. Tomé el vaso con los restos de jugo de
tomate y caminé hasta el cuarto, abriendo con cuidado la puerta.
El
charco había desbordado el plástico azul y se acercaba peligrosamente a las
celosías del baño. Lo vi tranquilo, con las manos sobre el pecho. La sangre lo
abandonaba y con ella sus sueños y sus esperanzas. No se arrepentía de nada y
eso me sacaba de quicio.
Cuando
todavía estaba en Saltillo, veía a mamá preparándole una gran bienvenida
después de tantos meses fuera. Ahorraba lo que podía, hacía algunos trabajos
de mecanografía, principalmente tesis de alumnos de la Universidad, organizaba
tandas. Hacía lo que estaba a su alcance para reunir dinero y comprar algún
aparato nuevo o pintar la casa para que papá viera que su esfuerzo no era en
vano. Allá también le mentíamos a papá. El dinero no nos alcanzaba como él
creía pero no podíamos decírselo, le mataríamos su ilusión.
Lo
miré acostado en el piso. Ya no respiraba. Después tomé su cartera de la
mesita de noche y lo miré por última vez. Me puse mi mejor ropa, junté el
resto en una maleta y salí de la casa. No había nada más que valiera la pena
cargar. Mañana podrían prenderle fuego a esas maderas podridas, con todo lo
que quedaba en ella y no se perdería gran cosa.
Pobre
Esteban –pensé mientras esperaba el autobús que me llevaría a la central de
autobuses y de ahí a la frontera y luego a Saltillo– tendrá que pagar ese último
pedido de papá.
Qué
extraño. Incluso ahora que lo recuerdo vivo, no puedo dejar de decirle
simplemente papá. Sólo cuando lo imagino muerto, sobre el plástico azul,
estirando la mano y sin arrepentirse de nada, puedo decirle por su nombre de
pila: Gregorio. Quizá nombrándole así pueda dejar atrás todo lo que ha
pasado y me envuelvan las cosas que hubieran pasado si desde un principio nos
quedamos en casa, con mamá y mis hermanos.
Autor:
Pedro
Jaime de Isla Martínez
5
de mayo 838-A Ote.
Monterrey,
N.L. 64000
México.
(+52)
81 8344 7685
PREMIO JUAN RULFO 2004 DE NOVELA CORTA (ex-aequo) LAS
VIOLETAS SON FLORES Por
( México ) |
… por mucho menos se muere.
I
La violación comienza con la mirada.
Cualquiera que se haya asomado al pozo de sus deseos, lo sabe. Como contemplar
esas fotografías de muñecas torturadas de Hans Bellmer, apretadas cual carne
floreciente, aprisionada y dispuesta para la mirada del hombre que acecha desde
la sombra. Quiero decir que uno puede asomarse también hacia fuera, y atisbar,
por ejemplo, en la fotografía de un cuerpo atado y sin rostro, una señal
absoluta de reconocimiento: el señuelo que desata los deseos impensados y
desanuda su fuerza de abismo insondable. Porque abrirse al deseo es una condena:
tarde o temprano buscaremos saciar la sed —para unos momentos más tarde
volver a padecerla.
Ahora que todo ha pasado, que mi vida para mí mismo se extingue como una
habitación alguna vez plena de luminosidad que cede al paso inexorable de las
sombras —o lo que es lo mismo, a la irrupción de la luz más enceguecedora—,
me doy cuenta que todos esos filósofos y pensadores que han buscado ejemplos
para explicar el no-sentido de nuestra existencia, han dejado en el olvido una
sombra tutelar: Tántalo, el siempre deseante, el condenado a tocar la manzana
con la punta de los labios y, sin embargo, no poder devorarla.
Debo confesar que cuando conocí su historia, el adolescente que era se
sintió transtornado toda aquella mañana lluviosa de clases ante el relato del
profesor de historia, un hombre todavía joven y recatado que de seguro había
estudiado en algún seminario. Olvidando que en la sesión anterior nos había
prometido continuar el relato de la guerra de Troya, el profesor Anaya narró
con voz apenas audible en esa mañana diluviante, presa de quién sabe qué
delirio interior, la leyenda de un antiguo rey de Frigia, burlador de los dioses,
para quien los del Olimpo habían concebido un castigo singular: sumergido hasta el cuello en un lago
junto al que crecían árboles cargados de frutos, Tántalo padecía el tormento
de la sed y el hambre en su límite extremo, pues en cuanto quería apurar el
agua, ésta retrocedía y se escapaba sin cesar de sus labios, y las ramas de
los árboles se elevaban toda vez que su mano estaba a punto de alcanzarlas.
Y mientras el profesor relataba la leyenda, los dedos de la mano que mantenía a
resguardo en uno de los bolsillos de la gabardina que no se había quitado,
frotaban delicada pero perceptiblemente lo que bien podían haber sido unas
imaginarias migas de pan. Y su mirada, extendida más allá de las ventanas
protegidas con una reja cuadriculada por un alambrado que simulaba cordones de
metal, se mantenía fija, atada a un punto que a muchos les resultaba
inaccesible. En cambio, a los que nos encontrábamos junto al muro de tabiques y
cristal, nos bastaba enderezar un poco la espalda, estirar ligeramente el cuello
en la dirección indicada para descubrir el objeto de su atención.
En el extremo opuesto de las canchas de juego, precisamente en el
corredor de columnas que unía la bodega y el área de baños, tres muchachas,
con sus uniformes guindas de tercer grado, intentaban desalojar el agua que se
iba acumulando gracias al mal funcionamiento de una de las coladeras cercanas.
La labor era ejecutada más como un pretexto para el juego que por cumplir una
tarea a todas luces impuesta como castigo. Así, las chicas se empapaban
sonrientes y probablemente tiritaban más de goce que de frío, ante la
embestida de una de ellas que con el jalador de agua salpicaba de súbitas
oleadas a las otras. Esa chica que mojaba a sus amigas aún conserva un nombre:
Susana Garmendia, y su recuerdo en aquella mañana gris y lúbrica permanece en
mi memoria unido a dos momentos inmóviles: la mirada sin aliento del profesor
de historia que observa la escena del corredor, condenado como Tántalo a verse
rodeado de agua y comida, sin poder calmar la sed y el hambre azuzadas; y el
instante en que Susana Garmendia, antes de permitir que sus compañeras se
desquitaran mojándola cuando por fin lograron entre las dos apropiarse del
jalador de agua, se dirigió a una de las gruesas columnas del pasillo y recargándose
en ella por el lado descubierto al cielo estrepitoso, se dejó empapar olvidada
del mundo de la escuela, sólo de cara a la arremetida de lluvia que la golpeaba
buscando traspasarla. Había distancia de por medio, pero aun así era tangible
el gesto de entrega de la muchacha, su sonrisa invisible, su éxtasis radiante.
Maniatada a la columna sin ataduras evidentes, presa de su propio placer.
A decir verdad, creo que nunca vi de cerca a Susana Garmendia. Su fama de
adolescente problemática que la prefecta de tercer grado había hecho correr
con reportes y suspensiones, aunada al hecho de que perteneciera a la generación
de los mayores de la secundaria, rodeada siempre por sus amigas y los varones
que buscaban su cercanía y la asediaban, apenas si dejaban espacio para que su
imagen se definiera más allá de la vaguedad: flequillo lacio color de miel
sobre una piel tostada, el suéter atado a la cintura como un torso con brazos
que se aferrara al nacimiento de su cadera, las calcetas perfectamente blancas
en unas pantorrillas que habían dejado de ser infantiles pero que conservaban
su nostalgia.
Sin duda alguna era la fruta más apetecida del huerto. Aun por quienes,
ni parados sobre las puntas de los pies, alcanzábamos a vislumbrar más que el
follaje de la rama. Aun por aquellos otros que, apartados desde la atalaya de su
autoridad escolar, podían apreciarla en toda su jugosa morbidez. Alguien, sin
embargo, pudo estirar la mano y coger la fruta. He olvidado su nombre porque a
final de cuentas no era importante. Y no lo era porque su labor de hortelano no
hubiera sido posible sin el consentimiento previo de Susana Garmendia. El oscuro
y silencioso Sí con que aceptó verlo en la bodega que estaba próxima al baño
de mujeres mientras sus dos eternas amigas vigilaban la entrada en distintas
posiciones: una en el comienzo del corredor de columnas, la otra bajo el arco
que daba acceso al patio de los grupos de tercero. No se supo con precisión lo
que había sucedido, si la prefecta sospechaba algo y presionó a la amiga que
estaba en el acceso de tercero para ponerla nerviosa y así conseguir una delación
equívoca e involuntaria, o si la amiga la buscó por su propio pie para
vengarse de algún desplante de Susana, el caso fue que la prefecta había
acudido a la bodega y encontrado a Susana y a un muchacho del turno vespertino
cometiendo indecencias sin nombre.
Tántalo se burló de los dioses en tres ocasiones: la primera, cuando
reveló a los cuatro vientos el sitio donde Zeus escondía a su amante en turno;
la segunda, cuando consiguió robar de la mesa del Olimpo el néctar y la ambrosía
para convidarles a sus parientes y amigos; la tercera, cuando quiso poner a
prueba los poderes de los dioses y los invitó a un banquete cuyo plato
principal estaba confeccionado a base de los trozos de su propio hijo, a quien
había degollado durante el alba como un ternero más de sus establos. A la
brutalidad de Tántalo opusieron los dioses el refinamiento del suplicio. Como
para decirle que con los dioses no se juega. Susana Garmendia fue expulsada sin
contemplaciones. Pocos la vimos salir con sus cosas, flanqueada por sus padres,
bajo la mirada atenazante de la prefecta, la sociedad de padres de familia y el
director de la escuela. Arrancándole a pedazos la dignidad que aún conservaba
y luego arrojándolos con desprecio como trozos sanguinolentos y demasiado vivos.
La escuela tardó en acallar los rumores y retomar su curso bovino de materias y
formaciones cívicas, pero la cercanía de los exámenes semestrales terminó
por dispersar los últimos ecos que aún aserraban la piel y la carne de la
memoria de una Susana caída en desgracia como un cuerpo supliciado. El profesor
Anaya permaneció hasta el fin del año escolar y después pidió su traslado a
un plantel de la zona poniente.
Por supuesto, nunca conversé con él sobre el asunto. Sólo en el
trabajo final en el que nos pidió redactar una composición sobre algún
personaje o suceso del curso a manera de tema libre, decidí escribir sobre Tántalo.
Era una redacción de varias páginas, vehemente en exceso como las fiebres de
la adolescencia, cuyo principal valor, me parece ahora, radicaba en haber
atisbado desde aquella temprana edad el verdadero suplicio del que desea. Más
que la calificación de excelencia, fue la mirada del profesor Anaya –ese
instante de gloria de quien se siente reconocido— mi mayor presea. No vi
entonces, o no quise enterarme, del destello turbio de esa mirada, el desaliento
del que sabe lo que vendrá: que la sed no ha de ser nunca saciada.
En aquella redacción de casi cuatro páginas, en un estilo que ahora al
releer reconozco torpe y pretencioso, alcanzo a atisbar la sombra tenue del
adolescente que, sin saberlo ni proponérselo, se asomaba al pozo de sí mismo:
“… después de probar e intentar miles de veces, Tántalo, por fin
consciente de la inutilidad de sus esfuerzos, debió de quedarse inmóvil a
pesar del hambre y de la sed, sin mover los labios para apresar un trago de agua,
o sin estirar la mano para alcanzar la codiciada fruta que, cual joya preciosa,
pendía de la copa del árbol más cercano. Casi derrotado, alzó la mirada
hacia los cielos. Tal vez, arrepentido, iba a clamar perdón a los dioses. Pero
entonces descubrió en la punta de la rama una nueva fruta temblorosa,
apetecible, que crecía suculenta pero imposible para él. Y debió de maldecir
e injuriar a los dioses cuando comprendió que con el simple acto de mirar el
tormento se reavivaba ferozmente en su entraña”.
Innumerables consecuencias se derivan del acto de mirar. Ahora puedo
afirmarlo con certeza: todo empieza con la mirada. Por supuesto, la violación,
la que se padece en carne propia cuando un ser o un cuerpo se prodigan con
criminal inocencia.
II
Contemplo ahora la fotografía
de la muñeca torturada de Bellmer. No era mi intención hablar de Susana
Garmendia ni del profesor de historia. Si puede resumirse en unas pocas palabras
la vida de un hombre, éste es el relato de un sueño. Intento asirlo en todos
aquellos elementos aledaños que no aparecen en él de manera evidente pero que,
de alguna forma oscura, inciden en su urdimbre de niebla y sombra. Y hacerlo en
esta habitación del jardín, atrincherado con mis pequeños juguetes y “trofeos”,
antes de que me sean arrebatados del todo, tiene que ver con la certeza de un
advenimiento: el instante en que Tántalo contempla la clemencia de los dioses
en la mano de la Sacerdotisa que ha de prodigar la expiación y el término de
la condena. Pero no debo adelantarme ni invocar su presencia en vano. Ella,
semejante a la ninfa etérea de los bosques, llegará en su momento, como antes
Violeta —o como las otras muñecas.
Digamos que mi destino estuvo trazado antes de mi nacimiento. De manera
particular, cuando el recién casado que sería mi padre decidió invertir la
herencia de los abuelos en una fábrica de muñecas. Es decir, que la nueva
empresa le creció como el hijo que por esos mismos días estaba prendiendo en
el vientre de mi madre. Ignoro cuándo, con el correr de pañales y pasos, se
decidió a llevarme a la fábrica pero debió de ser más tarde, cuando mi madre
dio señales de quedar nuevamente embarazada. Pero los intentos resultaban
en vano y yo seguía en mi tiranía de unigénito, el vástago de una
familia que veía peligrar sus deseos de cumplir con la bíblica tarea de
multiplicarse. Entonces me consentían de sobra. Primero Teresa, mi madre, luego
la abuela Adelaida y las numerosas tías que me compraban sombreros y golosinas,
que me disfrazaban de pastorcillo o de cowboy,
que me enseñaban malas palabras para hacer sonrosar a mi padre. Por eso, porque
me estaba criando entre demasiadas mujeres, Julián Mercader, mi padre, apenas
tuve la edad suficiente, se decidió a llevarme a sus terrenos e introducirme en
ese mundo de carruseles y bandas mecánicas en el que se articulaban los
fragmentos de cuerpos de muñecas y dejarme ahí como si me depositara en un
inofensivo jardín de niños, en el que suponía habría de entretenerme y
asombrarme sin cuento mientras se cumplía el plazo para asistir al colegio. Y
para guiarme y enseñarme mientras eso sucedía confió mis visitas a la fábrica
a un hombre de mirada azul que diseñaba y supervisaba la producción de
juguetes, amigo de la carrera de papá, su socio alemán que había crecido en México
después de la segunda guerra y estudiado ingeniería química por las mañanas
y dibujo artístico por las tardes: Klaus Wagner.
Recuerdo que la mirada azul de Klaus Wagner solía intimidarme: su
transparencia me hacía pensar que sus ojos no tenían fondo y que en
consecuencia nada podía ocultárseles. Tiempo después, cuando adolescente
comencé a descubrirme deseos y apetitos desconocidos, supe que había tenido
razón en creer que nada escapaba a su mirada. Y de hecho, fue gracias a él,
quien olvidó un día cerrar con llave esa suerte de cuarto oscuro habilitado en
un clóset de su privado, que descubrí las imágenes contagiosas de Bellmer.
Ahora sé que no hubo descuido, que lo hizo para probarme, para conocer mi
madera de árbol petrificado ante el asombro de todo aquello que insinuara una
inocencia mancillada. Pero para entonces pasarían largos años de entrenamiento
e iniciación, marcados en principio por mi capacidad de abstraerme en la
contemplación de los miembros todavía inarticulados de las muñecas que
desfilaban en las bandas mecánicas antes de ser ensamblados para conformar
ejemplares en serie que harían las delicias maternales de niñas anónimas y
distantes.
Y es que cada parte, cada brazo, pierna, torso, cabeza, era una totalidad
asombrosa y resplandeciente, perfecta en su calidad de carne plástica y
torneada, cuya languidez absorta incitaba al tacto y a la cercanía. Yo las veía
emerger de los moldes que don Gabriel y su hijo descargaban en la banda mecánica
para iniciar el proceso de enfriamiento y me parecía que el mundo todo caminaba
en esos rieles, y sin saberlo aprendía, paso a paso, que la belleza más
insoportable es aquella que, en su bostezo letárgico, reclama a gritos una
voluntad irredenta de ser profanada.
—Le gustan mucho las muñecas a tu hijo —dijo Klaus una de las
primeras veces que papá me llevó a la fábrica. Nunca lo escuché hablar en
alemán, como si esa parte de su vida hubiera quedado clausurada inexorablemente.
Me habían asignado un lugar encima de un archivero y ante mí se desplegaba una
pared de vidrio que daba privacía a la oficina de mi padre, que por lo demás
se hallaba situada en una especie de entrepiso, con lo que desde ahí se tenía
una perspectiva privilegiada de todo el movimiento del lugar. No sé cuánto
tiempo llevaba quieto encima del archivero. Klaus me había cargado y había
dicho “no te muevas porque te caes” y yo había obedecido sin pensarlo dos
veces: sencillamente miré a través del vidrio y me sumí en una contemplación
sin tiempo, más fascinante porque a esa distancia los ruidos de la producción
llegaban distorsionados, en una letanía lejana e hipnótica, semejante a la
magia irrenunciable de una película muda.
Mi padre, que se había sumido en los papeles de su escritorio, olvidado
ya de la presencia de su vástago, tardó en contestar casi el mismo tiempo que
yo en recordar dónde me encontraba.
—Mientras le gusten para verlas y no porque quiera ser una muñeca…
—dijo en medio de una carcajada que consiguió aterrorizarme.
Klaus, por su parte, se acercó al archivero. Sus ojos azules buscaron
los míos. Después de escudriñarme durante varios segundos, dictaminó categórico:
—No debes preocuparte, Julián. Tu hijo es de los nuestros.
Poco tiempo después ambos tendrían un motivo para comprobarlo. Klaus
fue más condescendiente, pero mi padre —tal vez obligado por la formalidad de
corregirme— me dio unos buenos cinturonazos y me mantuvo lejos de la fábrica
por algunas semanas. También mis tías, la abuela, mamá misma se mostraron
reservadas y ceñudas, pero yo las escuché celebrar mi “travesura” cuando
me creían dormido o en otra habitación.
—Es todo un hombrecito. Aún no cumple los seis años y ya dispone como
un señor. Se ve que va a salir a su padre…
Esas palabras, la especie de reverencia que ocultaban, si bien me
llenaban de un orgullo desconocido, tampoco dejaban de sorprenderme e intrigarme,
y repasaba las escenas que les habían dado origen. Una y otra vez, en esa
suerte de película muda que se proyectaba en mi recuerdo todavía reciente,
volvía a ver a la hija de la afanadora de la fábrica con su vestidito de
flores, semejante a uno de los atuendos con que vestían a las muñecas. Naty
—su nombre lo supe después cuando me reprendieron por ella— todavía no
hablaba, si acaso cuando le di una muñeca desnuda gorjeó un poco y la arrulló
entre sus brazos. No sé cómo nos habíamos metido en uno de los cuartos que
servían como bodega y adonde, en una gran caja, se acumulaban muñecas todavía
sin vestir, de modo que, subido a un banco, no me fue difícil ofrecerle una
tras otra. No recuerdo a cuál de los dos se nos ocurrió acomodarlas sentadas
en el piso, pero sí que fue la propia Naty quien, de la manera más lógica y
natural, se despojó del vestido para sentarse ella también en la fila como una
muñeca más. Apenas se retiraba el calzoncito de olanes y yo la ayudaba porque
sus movimientos eran más torpes que los míos, cuando descubrí algo entre sus
piernas que no recordaba haber visto antes y que me llenó de asombro. Sin poder
apartar la vista de ese misterio súbito, murmuré en trance:
—Estás rota…
Y luego, repitiendo a media voz, en un eco que más que acusación,
buscaba traspasar y comprender el hallazgo, insistí: “Rota-rota-rota…”
Hay cosas que entienden hasta los niños pequeños y Naty comprendió:
tomó una de las muñecas y le alzó las piernas. Curva y lisa la superficie plástica
no dejaba lugar a ninguna duda: la muñeca no estaba rota. Se levantó del suelo
y escapó en medio de un llanto a gritos. Pero en mi recuerdo no escucho sus
gritos, sólo contemplo su gesto inconsolable, su boca abierta que no emite sino
alaridos de silencio. Su reacción me asustó tanto como conocer el secreto de
su herida. Ignoro cómo conseguí ocultarme en la caja de muñecas sin
asfixiarme hasta que horas después me rescató Klaus. Me quedé dormido
observando los ojos iridiscentes de una pelirroja, confiado en su tenue olor a
resina y tintes. No sabía por qué pero me sentí seguro junto al universo
perfecto de su cuerpo cerrado y sin cicatriz alguna.
III
“Perverso” es aquello
que lastimándonos no nos permite
apartar la mirada. Remueve las tinieblas acalladas en nuestro interior y nos
despierta apetitos urgentes e innombrados: sombras al acecho con una sed
irrevocable de encarnar. Tal vez por eso deseamos algo de lo que nunca nos creímos
capaces; como si se tratara de un deseo dormido que de pronto destapa su aroma
irrenunciable… Entonces, es ahí donde lo perverso encaja su llave maestra y
si te miras un poco en el fondo del espejo ya no te reconoces. Eres otro. ¿Cuándo
dejé yo de ser quien era? ¿O es que debo confesar que hubo un momento
deslumbrante y eterno en que se descorrió un velo y dejé por fin de ocultarme?
Porque tal vez siempre he sido ese hombre, agazapado detrás de un árbol, que
atisba desde la sombra el suave fulgor de una inocencia ultrajada. Pero aunque
mi cuñada Isabel así lo crea, no soy ningún criminal
—al menos no en el sentido en que ella lo piensa. No he matado a
ninguna cría animal, ni le he negado la leche a un recién nacido. Puedo entrar
sin temor al reino de los muertos —aunque por supuesto mi muerte o la prisión
no me preocupan en absoluto. En cambio, el instante en que una vida se alza y
desfallece, ese quejido que aún no escapa de unos labios o una herida y es el pálpito
de una flor que amenaza con abrirse rotunda, son quizá la única promesa que,
por absurdo que parezca, todavía espero. Aunque no pueda tocarla ni llevarla a
mi boca, tan sólo contemplarla en ese su furioso e incurable estado de gracia.
Sé que no debería sorprenderme que sea precisamente Isabel, la hermana
menor de mi Helena, quien sostenga acusaciones semejantes. Ella que de niña
trotaba en el caballito de mis piernas mientras su hermana terminaba de
arreglarse para mí. Entonces, de súbito muy seria y deteniendo el trote de mi
montura, me preguntaba al oído: “¿Verdad que yo soy tu novia de verdad y mi
hermana tu novia de a mentiras?” Y ante la presencia de Helena que por fin
llegaba y veía con celos fingidos nuestra cercanía, yo también le respondía
al oído: “Helena es mi preferida, pero tú… tú eres mi novia consentida.”
Isabel descendía entonces de su corcel como la princesa de nueve años que
entonces era: una amazona flexible y arrogante, deliciosa en su esplendidez
apenas avizorada.
Por esos días, yo acababa de abandonar la carrera de medicina para
hacerme cargo de la fábrica de muñecas. Mi padre acababa de morir de un
infarto y cuando asumí aquella responsabilidad bajo la anuencia y supervisión
de Klaus, estaba lejos de imaginar que unos años después, además de socios,
nos haríamos cómplices en la fabricación de muñecas prohibidas: las
Violetas, esos modelos únicos que circularon subrepticiamente por el mundo para
dirigirse a las alcobas o a la sala de juegos de quien podía pagarlos, pero
también un reino y un nombre por los que nunca debí haberme dejado tentar.
Aunque, a decir verdad, no siempre las Violetas fueron perversas. En las
dimensiones y tamaños habituales, con sus rostros acorazonados, sus cuerpos
prepúberes, enfundadas lo mismo en atuendos de princesas con vestidos de
etiqueta y peinados altos, que al último grito de la moda con minifaldas y
melenas ensortijadas, las Violetas actuaban tan a la perfección su papel de niñas
precoces pero siempre bien portadas, que no hubo en el país otra línea de muñecas
que se mantuviera a la par de los modelos extranjeros que por ese entonces
comenzaron a inundar el mercado nacional.
En mi descargo, señalaré que el nombre lo sugirió la propia Helena que
siempre había soñado con ponerle así a su primera hija, en recuerdo de una
amiga de la infancia porque la amistad entre mujeres, cuando se da, tiene un
sentido profundo de entrega y devoción. Por supuesto, nunca conocí a aquella
lejana Violeta, una niña de suavidad fulgurante con quien mi mujer compartió
juegos y castigos, y cuyo rostro aparece al lado del suyo en una de las dos
fotografías en blanco y negro que, como un tesoro invaluable, conservaba Helena
en una cajita de Olinalá —que fue precisamente de las pocas cosas que llevaría
consigo cuando se marchó—. En esa fotografía, en disfraz de hadas, con
mallas y payasitos que alargaban aún más sus cuerpos de junco, la Violeta
desconocida y mi Helena son el retrato doble de una vivacidad vibrante: par de
cachorras de mirada ávida, a punto de saltar curiosas para saborear hasta el último
sorbo dulces y caricias.
Y debió de ser por eso que en su primera juventud, cuando aún no nos
habíamos encontrado y leyó unos versos del poeta Neruda, decidió que violeta
sería el color de su pasión insomne, por más que esta, a la postre, cambiara
con la veleidad del viento. “De tanto amor mi vida se tiñó de violeta”,
murmuró una noche mientras yo reposaba mi cabeza en su vientre desnudo, en la
época en que sólo me dejaba poseerla con la mirada. “Atesoro tu semilla para
cuando me plantes de violetas”, me decía entonces juguetona.
Cuando lanzamos la primera línea de Violetas al mercado, Helena y yo teníamos
ya dos años de casados pero, ahora, por más que lo intentaba, no conseguía
embarazarse. Siempre amorosa, se resignó a su modo bautizando a las nuevas muñecas
de la fábrica; después concibiendo con Klaus los modelos y el concepto juvenil
de los atuendos. También fueron idea de ella las cajas-vitrinas en que colocábamos
cada ejemplar: verdaderos escenarios a escala para recrear los ambientes donde
situamos a las primeras Violetas: la escuela, la playa, el parque de diversiones,
una fiesta, de viaje por Venecia… Klaus y yo la mirábamos jugar literalmente
a las muñecas como una niña eterna, a quien a su pesar le había crecido el
traje de adulta, desbordándola, transformándola irremediablemente en una mujer
inservible. Eran esos accesos de ternura, sus gestos amorosos con la Isabel
caprichosa que mal había aceptado perder a su hermana —pero también, debo
reconocerlo, al novio de su hermana, su verdadero prometido—, sus cuidados
atentos hacia el mismo Klaus y, por supuesto, hacia mí, como si siempre jugara
a ser una madre entregada en esa mezcla de verdad y simulacro que tienen los
juegos de los niños; todo ello había conseguido despertar mi absoluta
mansedumbre: esa conciencia irrevocable de sabernos ligados y perdidos que nos
vuelve despiadadamente vulnerables y que, sin saber en realidad sus
implicaciones, muchos nombran la costumbre del amor. Por eso, cuando Helena
corrió una tarde a mis brazos para decirme que por fin una pequeña Violeta
florecía en sus entrañas —nunca tuvo duda alguna sobre su sexo—, intuí
vaga pero certeramente que su felicidad estaba ligada a una catástofre. Y la
abracé entonces presintiendo que muy pronto tendría que renunciar a ella.
Imaginé su vientre ajeno, inflado por un genio del mal y hubiera deseado
castigarla, traspasar esa curva de piel, sangre y tejidos, desbaratar ese bulbo
terroso en el que se incubaba mi perdición, y en sueños ponía en práctica lo
que no me atrevía a consumar en la vigilia. Y claro, debía ocultarle a Helena
que su alegría me resultaba dolorosa pero conforme crecía en su seno y me
lastimaba, yo no podía apartar la mirada, a pesar de presentir que a través de
ese vientre que amaba y que cada vez se curvaba más en una sonrisa plena y
triunfal, la nueva Violeta, aun sin ojos, ensimismada por completo en su propia
pureza de capullo inviolado, también me contemplaba mansa, indefensa,
provocadoramente.
IV
Mirándola con la atención suficiente, una
herida bien puede ser una flor abierta o una boca que manda besos cárdenos en
el aire. O lo que es igual: Violeta sentada en las piernas de su madre en una
fotografía que yo mismo le tomé hace casi veinte años. Recién bañada,
envuelta en una toalla que poco cubría su cuerpo de escasos cinco años,
Violeta extendía hacia mí sus brazos y sus labios infantiles en un reclamo de
cercanía inusual pues en esa época todavía continuaba prefiriendo el regazo
de su madre. Ella misma, para mí, se había convertido en un corte, una
desgarradura demasiado viva en la relación con Helena. Y es que Helena no volvió
a ser la misma desde que la dio a luz. Se olvidó de mí y de las Violetas, como
si sólo hubiéramos sido el ensayo, el pretexto para su maternidad unívoca e
irrevocable. A su modo, también a ella habían comenzado a habitarla sus
propias sombras. Pero entonces eran sombras más o menos misericordiosas que aún
la mantenían cerca de mí, aunque cada vez se apartara más de mis labios toda
vez que intentaba beberla, y se alejara de mis manos si me esforzaba en tomarla.
Por supuesto me refugié en la fábrica y en las muñecas. También en
los libros y en las películas silentes que siempre habían ejercido en mí una
fascinación inquietante. A estas últimas acudía muchas veces en compañía de
Klaus, que también las disfrutaba con fruición, a un cinematógrafo de la zona
sur. De los primeros, revisaba sobre todo libros de fotografía, de pintura y de
anatomía. Pero en este terreno, aunque de sobra conocía las coincidencias con
mi socio y amigo, prefería hacer mis propias incursiones. De hecho, nunca
revisamos juntos un libro de Bellmer o un tratado circulatorio de la sangre. En
ese terreno, si algo había que mostrar, recurríamos a la mesa de diseño de
Klaus que albergaba toda suerte de plumillas, puntas, estilógrafos en
permanente estado de alerta. Ahí, en el espacio siempre despejado de su centro,
como un cuerpo disectado, colocábamos el volumen patiabierto con la imagen o el
texto de referencia. Para que cada quien, en solitario, lo contemplara. Fue así,
durante aquellos días en que Helena y Violeta me apartaban, que conocí la
historia de la hija de Butades: una muchacha de Corinto que, en su intento por
preservar la imagen del amado que partía, se aplicó a delinear en la pared, a
la luz de una vela, su sombra fugitiva. El amado, por supuesto, partió y jamás
regresó, pero de ese gesto que delineaba una sombra, de un deseo imposible,
explicaban en el libro, surgiría a la postre el arte de la pintura. (Sólo que
en el cuadro que acompañaba a la leyenda a manera de ilustración, la hija de
Butades, obsesionada por su propia pasión, se había convertido en una sombra,
más opaca y oscura que aquella otra que su mano delineaba.) Y no pude evitar
acordarme de Tántalo y pensar en todos esos intentos que se construyen —aun
sin saberlo— para acercarnos al cuerpo de nuestro deseo. El “cuerpo”
porque siempre se trata de la materialidad del deseo, su huella física: si
pienso en la Helena de los primeros años de nuestro matrimonio cuando sin duda
todavía me amaba, vuelvo a oler el aroma de madreselvas que se ponía en la
ondonada de su vientre. Y de ahí, al cuadro completo: la secuencia silente
donde Helena entra a la recámara de Violeta aún pequeña una noche tibia,
dejando en el aire de las escaleras la huella penetrante de su perfume ya
mezclado con el olor a madera húmeda de su sexo. “Madreselvas y madera”,
pensaba cuando, tras seguirla con la nariz como guía en la oscuridad, me senté
a esperarla al pie de la escalera. Tardó más de lo que había prometido
—Violeta había despertado y Helena canturreó en su oído hasta que se quedó
dormida— y por eso, ya adormecido yo también, me escuchó repetir:
“Madreselvas y madera.”
—¿Sabes tú que cada sexo de mujer tiene un olor diferente? —me
confesó ella de improviso.
—¿Y tú cómo lo sabes? —le pregunté seducido por ese desplante de
mujer experimentada que entonces creí muestra de ingenuidad y coquetería y,
sin poder resistirlo, comencé a besarla en la oscuridad.
—No lo sé, pero lo sé —me contestó firme y luego acalló un gemido
de desaprobación pero también de goce ante mi urgencia.
Desde entonces las primeras Violetas comenzaron a oler: una fragancia
sutil e imperceptible de esencias unas veces puras y otras entremezcladas. Eran
los primeros ensayos. Jacinto, el hijo de aquel don Gabriel que trabajara con mi
padre, se mostraba al principio renuente a las novedades pero al final cedía
hechizado por aquellas fragantes y tiernas pieles recién nacidas de sus manos.
Con la primera Violeta prohibida fue diferente: ésa olía como el modelo
original. Un olor todavía indeciso que ya había percibido en la Violeta de
doce años cuando me besaba para despedirse y regresar al internado del que sólo
volvía como una promesa quincenal. Durante meses luché y me resistí a hurgar
entre las prendas que dejaba en el cesto de ropa sucia esos fines de semana.
Helena nos había abandonado a los dos desde el verano anterior. Inesperada, súbitamente,
viviendo de lleno del lado de sus sombras. Tal vez debí escudriñar en el clóset
donde durante meses permaneció su ropa colgada fantasmalmente. En vez de eso,
me dirigí un día al baño de Violeta y ahí encontré los vestigios de su
esencia resuelta en ninfa: un aroma tenue a bosque y a miel. Y entonces anticipé
el sueño por el que he vivido, el recuerdo de esa herida en el que podría
resumirse mi existencia.
V
Quiero repetirlo una vez más:
mi crimen no es del todo un crimen —aunque
tampoco, lo reconozco, puedo declararme inocente. ¿O es que acaso alguien se
atrevería a condenar a Hans Bellmer por haber soñado sus muñecas?
Por más que los optimistas y los ingenuos —incluidos esos dementes que
se hacen llamar fieles de la Hermandad de la Luz Eterna— se obstinen en creer
que únicamente estamos hechos de luz divina, tendrían que recordar un poco sus
propios sueños para confesarse la espesura de la tiniebla que los habita. El
placer que en esos dominios de la sombra puede producir el que unas manos
desconocidas serruchen nuestra carne en una operación silenciosa y sin dolor. O
el delirio de observar que alguien persigue a uno de nuestros seres amados para,
después de acorralarlo, abandonarse al instinto carnicero de rebanarlo en
cortes tan delgados que incluso la sangre, cuajada en gotas milimétricas, casi
se sonrosa o incluso se transparenta —y temblar empavorecidos y afiebrados al
descubrir que no sólo no hemos acudido en su auxilio, sino que ha sido nuestra
propia sombra, arrebatada de un furor que creíamos desconocer, quien ha
perpetrado tal crimen. ¿O es que acaso ese tipo de delirios solamente los
tenemos unos cuantos a los que entonces debieran apartarnos del resto de los
hombres en calidad de seres abominables? Porque, por ejemplo, nunca con Klaus
nos hemos sentado como chicos que intercambiaran estampas para hacer el recuento
de nuestros sueños, pero juraría que tanto él como Bellmer, como otros que no
menciono ahora, se han sumergido al dormir en ciénagas espesas y turbias que al
despertar apuran con el primer parpadeo y que nada tienen que ver con la imagen
bobalicona de la bondad o la inocencia. Y juraría que también muchos de los
que lean estas palabras han tenido sueños viles, aunque no se atrevan a confesárselo
ni a sí mismos. Entonces, ¿a santo de qué ponernos máscaras angélicas y
fingirnos sin culpa? Claro, en una parte disimular que nada pasa (que nada nos
pasa, nos atraviesa, murmura a través de nosotros, nos surca) se vuelve
necesario como el aceite que permite que los engranes se muevan en una pesada
maquinaria. ¿Pero escandalizarse por lo que de oscuro y prohibido compartimos
todos de una u otra manera? Aunque bien es cierto que sólo he hablado de sueños
de hombres. No los de esa otra especie indescifrable que guarda sus secretos en
el cofre de su vientre: esos seres de cerradura insomne que son las Violetas, mi
Violeta, Helena, Isabel.
VI
Alguna feminista me acusará de equiparar a las mujeres con muñecas,
de reducirlas a su esencia de objeto ritual. Por el contrario. Las Violetas
siempre aspiraron a convertirse en mujeres. Mujeres muy peculiares, por cierto:
en tamaño natural, de cuerpos tiernos y virginales, las Violetas fueron eternas
niñas pubescentes en el incierto cruce de los reinos aéreo y terrenal: sólo
había que mirarles los ojos de guiños acuosos, más que por los iris vidriados,
por la desilusión de no ser tocadas cuando el hombre que las había comprado se
resistía a jugar con ellas, para entenderlo.
Que sangraran, entre otras propiedades físicas como el calor corporal y
la textura aduraznada de la piel general, las hacía particularmente codiciables
a los ojos de aquellos hombres que, intuyendo el fondo oscuro de sus sueños,
encontraron en las Violetas la esperanza de consumar una violación silenciosa…
sin consecuencias. Y su sangre virgen de cálices recién abiertos en la punta
del deseo, también las hacía particularmente distintas a ese antecedente que
ahora podría, no sin sorprenderme del azar recurrente de esta neobotánica del
deseo, clasificar como una suerte de “familia de muñecas-flores del mal”:
las Hortensias. En aquel momento ni Klaus ni yo habíamos oído hablar de las
Hortensias, ni conocíamos nada de su creador: un tal Horacio Hernández, medio
hermano de un escritor del Uruguay que antes había sido pianista itinerante:
Felisberto Hernández, de quien con gran dificultad conseguí un libro impreso
en 1947 en una librería de viejo perdida en el centro de la ciudad. Ignoro si
el arte siguió a la vida, o si fue la vida la que se obstinó en parecerse al
arte, es decir, si Horacio, tocado por los relatos delirantes y sonámbulos del
hermano, llevó a la práctica la fabricación de aquellas Hortensias,
calificadas por la prensa de la época como “nueva falsificación del pecado
original”. Pero también pudo ser que fuera el otro, el escritor Felisberto,
quien consignara los delirios y manías del medio hermano en ese relato titulado
Las Hortensias, del que sólo se
conserva el nombre pues la edición entera sucumbió en las llamas de un
incendio que arrasó la imprenta de un barrio de Montevideo, donde el medio
hermano de Horacio había depositado el único original que poseía para su
impresión. (Hay una versión taquigráfica que el escritor Felisberto
reconstruyó poco antes de su muerte en 1964, pero como tantas de las
excentricidades de los hermanos, está escrita en una taquigrafía inventada
—de qué o de quiénes se protegía, me debí haber preguntado entonces— que
aún no ha podido ser descifrada del todo. Los estudiosos de la obra del
escritor uruguayo en Universität Regensburg han hecho adelantos y prometieron
una edición íntegra de Las Hortensias
para el próximo año, aunque no estoy para nada seguro de llegar a leerla, si
es que consiguen publicarla.)
Pero entonces yo no sabía nada de los hermanos Hernández. Tuve el
primer contacto con H. H. cuando ya las Violetas eran solicitadas desde lugares
tan disímbolos como New Haven y Turkestán, y no nos dábamos abasto con su
producción selecta. Entonces, en una caja de madera semejante a las que usaban
nuestras Violetas para viajar, recibí un envío procedente de Santa Lucía del
Uruguay. Creí que se trataba de una devolución por algún desperfecto, aunque
no recordaba ningún destinatario en esas latitudes, y estaba a punto de pasársela
a Jacinto para que se hiciera cargo de las reparaciones, cuando descubrí
diferencias en la veta de la madera y el tamaño un poco mayor de sus
dimensiones. Supe entonces que la caja contenía algo diferente. Así fue. Al
abrirla me encontré con una muñeca desconocida: en vez de las adolescentes
muchachas de senos albeantes y carnes y líneas fronterizas con uniforme escolar
—con algunas variantes en el color de la falda y los adornos en el cabello o
el tipo de zapatos, por ejemplo, era el modelo preferido por la mayoría de los
clientes, aunque otros optaran por atuendos especiales—, en el interior de la
caja dormía una hermosa mujer apiñonada de veintitantos años, vestida de
noche y con un antifaz de lentejuelas negras sobre el rostro sereno y altivo.
Supe su nombre después, cuando leí el mensaje que me estaba dirigido y que traía
guardado en el discreto bolso de fiesta que anudaba con una cadenilla sus manos
dóciles y perfectas.
Para
uso personal
del señor
Julián Mercader
esta
Hortensia de 1949.
Larga
espera. Á votre santé.
H. H.
A diferencia de nuestras dulces niñas que guardaban un calor corporal
estable que incluso podía graduarse, a esta muñeca había que colocarle agua
caliente por un orificio posterior para conseguir una temperatura más humana.
Sin embargo, la piel de cabritilla tratada con químicos de la época le daba
una tersura de cría animal que me hizo dudar de la mezcla sintética que Klaus
había perfeccionado después de meses de ensayo y error. Y por supuesto,
siguiendo las instrucciones del cuadernillo que acompañaba a la Hortensia recién
llegada, tuve que remover y remojar en una solución salina y avinagrada las
membranas interiores. Sólo así pude constatar la flexibilidad de sus tejidos y
presentir que si aquel remitente de iniciales desconocidas era el creador de
tales modelos portentosos de muñecas adultas, construidos a mediados del siglo
XX, sin duda debió de sentirse perturbado con la fragancia de ninfas aún no
segadas, esa suerte de capullos inviolados que eran las Violetas niñas, entre
otras cosas, gracias al artilugio de redes capilares que, por debajo de la piel
mentida, las hacía sonrosar de pies a cabeza, confiriéndoles lo mismo rubor a
sus mejillas que lubricidad a su oculta sonrisa virginal. No me equivocaba, según
lo constataría más tarde: H. H. casi había regresado de nuevo a la locura por
intermediación de las inocentes Violetas. Y eso que sólo las conocía de
nombre, según me enteraría más tarde. Y eso que sólo había soñado su olor
y no sabía nada de su origen de incesto y devoción.
VII
En aquel momento,
cuando empecé a tener noticias de H. H., no sabía nada de lo que se
desencadenaría. En principio, reconozco que el envío de la Hortensia lo viví
como el apretón de manos de un camarada que nos ha antecedido en el camino, ese
gesto de complicidad que antes había encontrado en el maestro de historia de la
secundaria por el que conocí a Tántalo y aquel primer suplicio de Susana
Garmendia. También, en el rostro casi impávido de Klaus Wagner, cuando le di a
conocer mis hallazgos circulatorios con esa suerte de hemoglobina sustituta, que
permitió a las Violetas y a sus usuarios, hacer eco de unos versos de Neruda
por los que Helena, claro, en otro sentido, había bautizado a la primera serie
de muñecas y a nuestra hija. Serían las Violetas de tamaño natural, flexibles
niñas de tiernos doce años, las que con labios entreabiertos parecían
murmurar esa frase que después se convertiría en un secreto mensaje
publicitario: “Pruébame… y de tanto amor, tu vida se teñirá de
violeta”. Pues, por supuesto, no nos anunciábamos en la televisión ni en el
radio. Bastó con presentar unos cuantas muestras en una Feria de Comercio
Exterior en Amsterdam, repartir algunos folletos que más que explicar sugerían
con fotografías y frases como ésa las bondades de las Violetas. Hubo
ignorantes que a partir de ahí nos escribieron creyendo que nuestros modelos
eran una versión más de las muñecas inflables que pocos años antes habían
empezado a circular en los mercados. Pero los precios los desanimaban de
inmediato, nuestras Violetas sólo podían satisfacer gustos y bolsillos de
coleccionistas.
Ignoro con precisión —aunque puedo imaginar el inmenso poder de lo
clandestino— cómo fue que H. H. tuvo noticia de nuestras muñecas, recluido
como estaba en una casa de retiro en Santa Lucía del Uruguay. Máxime que en
aquellos días, nadie imaginaba que unos años más tarde, las redes de internáutica
serían capaces de ofrecer mares enteros de información y todo ese servicio de
sexo virtual que no hace sino recrudecer la herida y la ausencia del objeto y su
magia inefable. Es decir, señalo que era difícil saber del paradero de las
Violetas, pero no imposible, aun para un anciano como H. H. que más que
dormitar hibernaba su deseo. Así, comenzaron a llegarme cartas y extraños envíos
desde ese otro hemisferio desconocido denominado H. H.
Aquí, en esta galera de jardín donde puedo pasearme entre vitrinas y
contemplar mi historia entre juguetes, recuerdos, papeles y eso que antes he
llamado mis “trofeos” —como la
primera Violeta prohibida y la Hortensia del antifaz—, extraigo una de las
misivas, siempre impecablemente mecanografiadas, de ese hombre del que poco a
poco conocería la extensión y peso de su nombre.
Santa
Lucía del Uruguay, Setiembre 9, 1989
Muy apreciable señor Mercader:
He seguido en ocasiones con desgano, otras con interés los avatares de
este mundo que pocas veces me ha dado motivos para sorprenderme. Desde que murió
María, mi mujer, y desde que, aprovechando mi reclusión en un sanatorio, el
gobierno del Uruguay, instigado por la Junta de Decencia y Justicia, desmanteló
mi fábrica de Hortensias, he tenido que soportar largos periodos de idiocia
moral. Apenas interrumpidos por el relato de ese hombre desencadenado al deseo y
vuelto a encadenar por la culpa que fue el profesor Humbert en aquel retrato
sublime de Lolita —y tan menoscabado por la sarta interminable de sus
lamentaciones… O las demenciales y perversas Poupées de ese alemán desconsolado que fue el artista Hans
Bellmer, cuyas creaciones son verdaderas ventanas al abismo (colecciones de
fotografías que no llegaron al Uruguay sino hasta bien entrada la década de
los sesenta, aunque por supuesto mi contacto de esa época consiguió una edición
francesa que aún permanece en mi mesa de noche). Pero en general mis días se
habían vuelto apacibles aguas de estuario, sólo aguardando a que el pez dorado
de los sueños entrara en la gruta para ya no salir jamás. No obstante, contra
toda corriente, las aguas han vuelto a agitarse. Hace pocos meses tuve noticias
de usted y sus muñecas. Entonces, surgiendo de sueños abisales, despuntando
cual nenúfares violentos, flores de pureza despiadada —ha… puedo imaginarme
su olor de manantial secreto—, emergieron sus Violetas irreprochables. No sé
cómo escaparé de este cementerio de vivos: soy ya muy viejo, mi fortuna ha
menguado y mis contactos ya no son los de antes, pero si un último deseo es
posible: quiero poseer a una de sus niñas y deshojarla con mis propios dedos.
Como la primera vez que leí la carta, mis manos vuelven a temblar. Así
de contagiosas son las pasiones que no hacen sino despertarnos una enfermedad
latente que creíamos ya erradicada.
VIII
No pretendo convencer a nadie
al decir que busqué consumar en las Violetas una pasión que me abrazaba las
entrañas, en vez de dirigirla hacia el objeto real que la despertó tan
despiadadamente. Tampoco que, a mi modo, creía ayudar a otros a salvarse.
“El deseo nunca muere… Antes bien, nos morimos nosotros…”, me
escribió una vez H. H. y adelantándose a mis pensamientos prosiguió:
“Aunque no nos atrevamos a decirlo, toda pasión tiene un origen y un nombre
cercanos. A veces, al imaginar la dulzura de sus pequeñas insolentes, me he
preguntado cuáles pudieron ser los suyos. Por supuesto, sé desde siempre que
su único nombre verdadero —ese que le pertenece a cada quien más allá de la
confusión y la apariencia— es justamente Violeta. La irremediable violada. ¿Verdad
que no me equivoco?”
A Klaus, a quien le había compartido a cuentagotas la información sobre
H. H. y las Hortensias, le parecía extraña la costumbre epistolar del uruguayo
que cada dos o tres semanas me hacía llegar correspondencia o paquetes. “Ya
ni tu hija te escribe tanto”, sentenció aquella vez mientras merodeaba en
torno a mi escritorio, expectante por saber si le dejaría echar un vistazo al
interior de la pequeña caja recién llegada. Era cierto, desde que Violeta había
decidido cursar su especialidad en diseño de paisajes en la universidad de
Manchester —poco tiempo después de que Helena la buscara para restablecer un
contacto al que nuestra hija se negó siempre rotunda, por más que yo mismo
insistiera en que, al menos, la escuchase—, eran contadas las ocasiones en que
recibía una carta o una llamada suyas. La verdad es que no las echaba mucho de
menos: mejor que la distancia entre nosotros se acentuara con la falta de un
contacto que, de alguna manera oscura, ella también consideraba una huella
ominosa. Pero, además, era cierto lo otro: que H. H. persistía en mantener una
comunicación conmigo por más que mis respuestas fueran amables pero reticentes.
Me decidí a abrir el paquete frente a Klaus, tal vez porque quería mostrarle
que mi confianza en él seguía siendo inquebrantable. En el interior había un
estuche de piel, de los que se usan para albergar una joya del tipo collar o
gargantilla. Al deslizar el discreto seguro, surgió ante mí una hoja blanca
doblada con la mecanografía usual de H. H. con aquella frase sibilina que
hablaba de la inmortalidad de los deseos y más abajo, un pequeño saco de
terciopelo negro donde encontré una postal de tonos sepia. Apenas sacarla y el
rostro que apareció consiguió cegarme por completo unos instantes. Para cuando
pude reponerme, ya la mirada azul de Klaus había incidido en la tarjeta y ahora
procedía a disectarme.
—Pero, ¿es que acaso tú le has hablado de… ella? —me inquirió a
su pesar con un titubeo final.
Negué rotundo con la cabeza.
—Entonces, ¿cómo pudo saber? —dijo alejándose con pasos crispados
del escritorio. Ya no era un hombre joven pero los años sólo habían
conseguido hacer más sosegados sus movimientos. Excepto en ese instante de
desconcierto que imponía vehemencia y hasta ansiedad a su mirada.
—Este hombre está rematadamente loco… Pero entonces, te vigila, nos
vigila, ¿o cómo explicarlo? —continuó Klaus frenético.
—No lo sé, no lo sé… —alcancé a balbucear mientras intentaba
apaciguar la revoltura de mis propias aguas. Si bien me sentía súbitamente
atrapado en las corrientes secretas de un remolino voraz, no podía engañarme a
mí mismo como para no reconocer el alborozo, una especie de bendición pues al
fin percibía que alguien conocía mejor que yo los pasadizos secretos de mi
alma. Con todo, el asombro no me abandonaba.
Regresé entonces a la postal de tonos sepia. Era el retrato de una niña
casi adolescente sentada en posición de loto, cuyo cuerpo desnudo estaba
cubierto en parte por un capullo blanco de plumas diminutas, pegadas al papel
con el cuidado minucioso de un artesano experto. No me atreví a hacerlo
teniendo a Klaus a la vista, pero era evidente que si uno soplaba sobre las
plumas conseguiría apartarlas lo suficiente para contemplar la flor abierta de
su inocencia sin par. Recordaba haber visto una imagen semejante en una película
de cine antiguo alemán pero en aquélla eran las piernas de una corista las que
se ponían al descubierto cuando un grupo de estudiantes probaba a soplar sobre
la tarjeta. El Ángel azul, se llamaba la cinta pero no lo recordaría sino hasta
después, cuando Klaus se hubiera marchado y yo, en solitario, probara a soplar
mi pasión sobre aquel otro ángel pubescente, tan parecida a mi hija Violeta
cuando tenía doce años que sólo por el estilo del maquillaje para realzar la
profundidad de la mirada y el peinado a la moda de los veintes, podía uno
pensar que se trataba de una modelo diferente, posando para un souvenir
erótico antiguo.
—No puede ser más que una coincidencia —dije por fin a Klaus que
continuaba mirándome inquisitivamente—. A las claras se ve que es una postal
vieja.
—Ajá… Y también puede ser una coincidencia fabricada.
—Pero, Klaus… H. H. es un anciano. ¿Con qué finalidad fabricaría
una coincidencia así? ¿Además, cómo va a conocernos a mí y, ya no digamos a
la Violeta actual, sino a la que fue ella de niña?
Klaus echó un largo vistazo a la tarjeta, en la que palpitaban la
dulzura de la chica y las plumas blancas por igual, a la espera de una respiración
que las colmara de deseo. Sin atreverse a mirarla más de cerca, sentenció con
la transparencia de esa mirada suya que era una navaja premonitoria:
—Eso es precisamente lo que debería preocuparte.
Pero eso fue precisamente lo que no hice.
IX
¿Cómo se fabrica la piel de un deseo innombrable? Tal
vez del mismo modo que se urde el látigo de un castigo. La mirada y el alma
tensas como una cuerda para apresar el quejido silencioso de un cuerpo cuyo
mayor pecado es precisamente su inocencia. Aunque algunos de los que me lean
—si es que esto puede ser aún posible— les parezca contradictorio, hay
cuerpos y hay seres que son culpables de inocencia: son ellos los que consiguen
tirar de la cuerda y desencadenar el bulto informe, oscuro, irrevocable del
instinto.
Sé que mis palabras parecerán un alegato irresponsable, la excusa
cobarde de alguien que no es capaz de enfrentar sus actos y asumir sus
consecuencias. Quienes ya me han juzgado y encontrado culpable tendrían que
padecer en carne propia el hambre por la fruta inviolada, su voluptuosidad
irrefrenable, casi impúdica. O tendrían que reconocer el acecho de esa sangre
tibia y virgen en oleadas de fragancia irrenunciable, clamando por su inmolación,
en los cuerpos de niñas cercanas y amadas desde la prehistoria de la pasión,
cuando entonces resultaba relativamente fácil descubrirse con la pureza filial
del buen padre, el amante tío, el amorosísimo hermano… La diferencia entre
uno y otros es tan sólo el filo de una sombra, el instante de eternidad
obnibulada en el que la gloria más rotunda, el paraíso más absoluto y atroz,
se perfilan en la punta de nuestros dedos, al borde mismo de la mirada de labios
sedientos, y ya no es posible dar marcha atrás.
Así se fabrica la piel de un deseo innombrable, del mismo modo que se
urde el látigo de su suplicio.
X
Podría argüir que Helena nos había abandonado, que
contra toda lógica —¿pero es que acaso la pasión se rige alguna vez por una
lógica ajena a sí misma?—, se había marchado con el profesor de teatro de
Violeta, dejando a su hija amada literalmente en mis brazos. Violeta estaba por
cumplir doce años. Lo recuerdo demasiado bien porque sucedió poco después del
fin de cursos, cuando la pequeña hizo su aparición en aquella obra de duendes
y hadas, y vestía un payasito con tutú que dejaba al descubierto, a través de
un ovalado escote posterior, su espalda perfilada de pequeños montes alineados
con gracia y provocación hacia la altivez de la nuca en un extremo y hacia la
redonda avaricia de su trasero ya en creciente. No antes descubrí su cuerpo
recién florecido de planicies tersas, colinas inciertas, dulces hoyuelos y
recapacité mientras Helena le acomodaba una diadema de violetas que había
hecho con sus propias manos para la ocasión: “Sí, ya va a cumplir doce años…”
Debí pronunciarlo en voz baja, apenas audible, pero llena de asombro, pues
Helena, en un gesto en el que se confundía el orgullo con la aflicción, abrazó
de súbito a su hija, apartándola de mi mano que dudaba en tocar la constelación
montañosa de su espalda en su estrella más alta, ahí donde una nube de vellos
de la nuca infantil imantaba la mirada. Y en un susurro, que entonces creí un
arranque de ternura ante la hija que comenzaba ya a perder por ese proceso
natural de la vida, Helena exclamó: “…ya comienza el milagro… Si al menos
pudieras quedarte siempre así…” Acto seguido, sacó una cámara fotográfica
de entre el traperío de ropas regadas en la habitación transformada en
vestidor, y se alejó unos pasos para tomarle una fotografía a la pequeña hada.
Yo recordé la otra fotografía que permanecía guardada en la cajita de Olinalá,
donde Helena niña y la Violeta primera jugaban a ser una el espejo vibrátil de
la otra, y le propuse tomarles una fotografía semejante a la madre y a la hija.
Helena se negó rotunda: “No es necesario, dijo, a cada Violeta la llevaré
siempre en el corazón. Además, hace mucho tiempo que dejé de ser un hada…”
Quedé sorprendido. Hacía siglos que no reparaba en Helena y me desconcertó el
tono de gravedad de sus palabras que presagiaban el advenimiento de algo
irremediable. Claro que los años de casados se habían vuelto un ritual de
convivencia amable pero distante y obligada; en efecto, la pasión había ido
menguando y, por ejemplo, Helena ya no me despertaba sembrando versos en mi
pecho (ni siquiera para dar fe de su dolor como la vez en que recién casados
peleamos y entonces punzó con latidos de Neruda: “Áspero amor, violeta
coronada de espinas…”). Por supuesto, también las obligaciones familiares
pesaban con esa carga anodina de los casamientos y los bautizos y los cumpleaños
de los hermanos y los cuñados y los hijos de las hermanas y las cuñadas, sus
padres y mi madre, y la propia Violeta con su trajín matutino, sus actividades
artísticas por las tardes, los sarampiones, las amígdalas, la clase de natación.
Me pareció natural que en los últimos tiempos Helena buscara nuevos
horizontes. Desempolvó su título de educadora y empezó por dar clases en la
escuela de Violeta. Poco después, hizo algo que yo no haría jamás: acudir una
vez por semana a un grupo de terapia recomendado por su hermana Isabel que para
los tiempos que corrían estudiaba psicología en la universidad. Y todos estos
cambios los divisé desde una orilla lejana, apartado como estaba en mi propio
universo de silencios, la rutina extática de divisar las partes plásticas de
las muñecas en la banda mecánica que operaban los ayudantes de Jacinto, las
películas mudas en compañía de Klaus, las ocasionales escapadas con las
prostitutas del barrio de la Flor, siempre más lozanas y púberes que las del
distrito de la Merced… Y los sueños, es decir, un sueño en particular, ése
en el que ya antes he señalado podría resumirse mi existencia. Darle sentido.
Pero quería hablar de Helena. Nunca pude odiarla, no sólo porque
siempre que se ha desencadenado el dolor en mi vida, surge en mí un muro
inexpugnable que me distancia de las personas y las situaciones, sino porque
conforme transcurría el tiempo terminé entendiendo lo poco que la conocía, lo
ajena que siempre estuvo de mis manos y de mis ojos. Tan desconocida y
sorprendente como en realidad lo somos todos para los otros y para nosotros
mismos. “El hombre es el sueño de una sombra”, fue la frase que Klaus dejó
abierta para mí en su mesa de dibujo por aquellos días cercanos a su abandono.
Procedía del libro de un poeta griego que ahora olvido. Pero confieso que
aunque oscura y confusa, la frase me aturdió como si se tratara de una verdad
fulgurante. Como si en ella estuviera cifrada la revelación de toda contradicción
humana, de todos sus tanteos y aproximaciones. Por más sublimes o abominables
que resultaran a la postre.
He dicho que Helena comenzó a acudir a un grupo terapeútico. Al
principio, cuando creía que era ella la que controlaba la situación, solía
contarme cosas. Después, conforme se fueron desanudando las sombras y los
fantasmas, optó por el silencio. De hecho, la última vez que me confió sus
secretos, fui capaz de advertir que un proceso irreversible comenzaba a
desbordarla. Y sentí miedo, tal vez porque adivinaba en él la fuerza de un
arrastre que había alcanzado a atisbar en mi interior cuando, por ejemplo,
revisé las fotografías de un libro de Bellmer que con grandes trabajos y tras
meses de espera conseguí por encargo de la librería francesa de la ciudad.
Antes había apreciado fotografías aisladas del artista alemán, pero ahora…
quedé sin aliento, indefenso ante las imágenes lacerantes de este volumen que
recogía gran parte de su trabajo con la serie sobre Die
Puppe, carnosas muñecas adolescentes desarticuladas, desmembradas,
atormentadas por obra y gracia de un deseo que no tiene piedad ni sosiego,
inmensurable y oscuro como el sabor cálido y acre del instinto. Por supuesto,
revisaba el grueso libro en la fábrica. Sólo semanas después compartiría con
Klaus sus páginas prohibidas, exponiendo a su vista sólo aquellas que me
resultaban más tolerables. Hubo una en particular que jamás hubiera podido
compartir con él ni con nadie y que permanece en mi memoria inexorablemente
arraigada al último secreto que me confió una Helena transtornada por una
revelación de su pasado que había permanecido sellado en una cajita de Olinalá
que ni ella misma sabía guardaba en su interior. Abierta, exhaló su fragancia
perversa e implacable. Y Helena, transtornada y frágil, se refugió esa noche
en mis brazos como no había sucedido en muchos años ni sucedería ya después.
No puedo reproducir palabra por palabra su relato porque sentimientos cruzados,
imágenes que emergían lodosas y luego límpidas me iban abriendo a un
desasosiego gozoso e insoportable. Y la fotografía aquella de Bellmer, entre
todas, articulaba con fragmentos de muñecas esa grieta insondable por donde se
colaba el furor ardiente de mi alma. Hasta donde me es posible recordar, estas
fueron grosso modo sus palabras:
“No sé quién empezó a hablar del tema pero de pronto ahí estábamos
todos abriendo las infancias y el mundo de los manoseos con los mayores.
Toqueteos, besos y en algunos casos, algo más. Y los adultos, casi siempre,
eran familiares cercanos y queridos. Todos, absolutamente todos en el grupo, habían
vivido alguna experiencia semejante, pero en algunos casos, ya de adultos habían
sido los perseguidores… Todos habían hablado menos yo. Al parecer, era la única
que se había salvado. Yo misma me sorprendía de que esa puerta se mantuviera
cerrada en mi caso. Pero era eso: una puerta clausurada. Apenas crucé el umbral
de esta casa —tú le habías entregado a Violeta tu muñeca más reciente: la
sirena atrapada en una burbuja de mar, y ella te plantaba un semillero de besos
en las mejillas—, la otra puerta se descorrió. Entonces recordé. Durante
veinte años el secreto quedó sellado en mi interior. Sólo había sido un sueño
confuso, un juego divertido y luego doloroso que por arte de magia desapareció
y se fue —pero tal vez, olvidarlo porque, lo confieso, al principio también
yo disfruté: fui inmensamente, irreparablemente feliz. No te puedo decir quién
fue, sólo te digo que ahora entiendo por qué no puedo dejar que te me acerques
por detrás. Que me hagas el amor así.”
Recuerdo que mi pequeña Helena temblaba. La calmé como pude: más que
un marido, un padre amoroso que la recostó en la cama, la arropó y le dio unos
calmantes para que se cobijara con el manto etéreo de la inconsciencia. Me quedé
con ella en la recámara, percibiendo su respiración en un principio
intranquila y, poco a poco, después sosegada. La tarde declinaba y por el
ventanal que daba al jardín se colaban las sombras. Pero en mi interior seguía
refulgiendo una grieta que me reclamaba. Más allá de la imagen perturbadora de
Bellmer, del descubrimiento reciente de Helena, incluso, del recuerdo vago de
Naty, aquella primera niña desnuda y dolorosamente rota, esa grieta era una
boca y un abismo. Una sonrisa con secretos y una herida pródiga. En su voz sin
voz, la escuché murmurar estas palabras boscosas: “Sólo los sueños son
silenciosos, no vayas a despertarte”. Pero, claro, yo ya estaba despierto.
XI
Si “perverso” es aquello que
lastimándonos no nos deja apartar la mirada, ¿cómo nombrar lo intolerable,
aquello que nos ve y no somos capaces de contemplar de frente y sostenerle la
mirada? Y sin embargo, tocados por el simple roce de esa visión que no pudo ser
total ni completa, uno está inevitablemente condenado a reconstruirla una y
otra y otra vez en la pantalla oscura, obsesiva, silente de la memoria. Pienso
por ejemplo en esa otra imagen de Bellmer que nunca pude mirar sin sobresaltarme:
un simple par de brazos desmembrados de algún cuerpo de muñeca, descarnados y
vueltos a articular, uno contra otro, en una nueva totalidad inocente y a la vez
obscena. De hecho, sólo me acerco a esa imagen si cierro los ojos y la pienso
en sus partes: a veces, me entretengo en las manitas con hoyuelos y en el barniz
descascarado del meñique izquierdo; otras veces, acaricio la piel inmaculada
que recubre el interior de los antebrazos y que ha quedado oculta para siempre;
otras más, husmeo por separado las axilas imposibles —son sólo brazos de muñeca,
me digo para tranquilizarme—. En cambio, casi nunca me atrevo a ensoñar la
juntura interior provocada por el ensamble demencial de los hombros suaves y
redondeados que en realidad son ya otra cosa. No, no miro la oscuridad abisal de
la herida resplandeciente a la que ambos brazos dan origen al ensamblarse, sino
que desvío la vista a la penumbra circundante y entonces escucho su rumor de
cascada silenciosa y pertinaz. Dos, tres segundos en que el mundo se detiene, en
suspenso el proyector de la memoria en un fotograma auditivo que no emite sino
un sonido lejano y circular: como una marejada de sangre que llena todos los
huecos: no hay más paraíso posible. Y me dejo acallar bendecido por ese rumor,
dulcemente glorificado por su sonido en ausencia. Pero mirarla frente a frente,
sostenerle la mirada, sería como abandonarse a la muerte: asomarse a su espejo
de abismo y éxtasis.
Y sin embargo, algunas veces me he asomado. Entonces el corazón
desbocado en un galope sin freno, que llega hasta el borde y luego no le queda
sino saltar al vacío irremediable: un latido en expansión que no conoce límites,
ni vergüenza, ni dolor. Justo ahí la vida, la muerte, los principios, el bien
y el mal se anulan y uno no es más que el pequeño universo colapsado, el fuego
oscuro, el color implosivo de la pasión que lo desborda.
Sólo esta vez, antes de que mis labios se conviertan en ceniza, me
atreveré a decirlo. Afuera llovía.
Afuera llovía a cántaros y mis pasos y mi mano
que
empujó la puerta.
Afuera llovía y adentro la bruma y la cascada de la regadera ensordecían
mis pasos y el ruido de la puerta que empujó mi mano.
A cántaros la lluvia y la cascada de la regadera silenciaban también mi
respiración.
Más que respiración
jadeo
en medio de la bruma y la cascada silente
un filón en la cortina de baño
nadie en la casa
solos la pequeña y yo
en medio de la niebla y la lluvia
apartados del mundo como en un sueño boscoso
a través del filón-abertura
un cuerpo albeante dejándose profanar por la caricia
del agua
con dedos en gota que también buscaban traspasar su carne
y sumergido en el goce el pequeño cuerpo
alzaba los brazos y anudaba voluntariamente
sus manos —justamente en esa región articulada que se conoce con el
nombre de “muñeca” y por donde se anuda en primera instancia un cuerpo y
por donde deslizan la navaja los suicidas
entonces anudadas las muñecas
maniatadas a la columna de su placer sin ataduras evidentes
para recibir la arremetida amorosa del agua.
Afuera
llovía en cascada.
Adentro
también.
La mirada había rasgado el velo de la niebla y la cortina.
El cuerpo dulce y frutal también.
Súbitamente desgarrado. Derramándose
en gotas violentas que salpicaban de púrpura
la blancura de la tina.
Afuera seguía lloviendo en cascada.
Adentro
arreciaba
silenciosamente.
De hecho diluviaba.
XII
Para que dos se condenen
basta una mirada. Para que se reconozcan y se palpen, para que sepan santo y seña,
para que dialoguen, acallen, vociferen en el idioma sin palabras del pecado.
Para que lo compartan con ese lazo indisoluble e irrenunciable de la culpa
gloriosa, la que proviene del pozo sin fondo del deseo que sólo es hambre e
instinto. Una mirada sola. No hace falta más. Para perderse y —¿por qué no
reconocerlo de una vez?— también para salvarse, irrevocablemente.
XIII
Decía que diluviaba adentro y afuera.
De pronto un trueno quebrantó la niebla y el bosque. Insistente, repetidamente.
Era Isabel. Violeta la había llamado con urgencia. Le había dicho que estaba
herida.
—Te imaginarás de que se trata, ¿no? —dijo la recién llegada
mientras se quitaba la gabardina empapada y la echaba en mis brazos.
Yo estaba aturdido. No entendía de qué me hablaba. Con la lluvia, el
cabello lacio de Isabel había terminado de pegarse a sus mejillas delineando su
rostro joven, de aire todavía infantil. Recordé a Helena y a Violeta. Nunca
antes me había percatado de que su parecido más que de rasgos, era de
naturaleza tan incorpórea como la sonrisa carnal que los labios de Isabel
dibujaban para jugar el papel de la tía indignada que le salía tan bien. Y
pensé en una misma línea de muñecas de fulgor semejante: reconcentrada en la
pequeña Violeta, la magia de estas mujeres-niñas seguía emanando voluptuosa e
irremediablemente. Tuve que evitar mirarle el rostro. Bellmer había tenido razón
al ensamblar en un par de brazos la materia incandescente del deseo: bien mirado,
por donde quiera podía saltar la liebre enfebrecida del instinto.
La gabardina de Isabel goteaba entre mis manos. La colgué de un perchero
del recibidor y balbuceé:
—No sé de qué hablas…
Percibí que los labios de Isabel hacían un puchero de desprecio antes
de decir:
—Ustedes los hombres nunca saben nada… ¡La menstruación! Qué más
podía ser. ¿Dónde está Violeta?
Recordé la bruma del bosque todavía cálido y húmedo en la punta de
mis dedos y musité:
—En el baño.
Isabel debió de sentir mi desolación pues aunque ya se dirigía hacia
las escaleras, regresó a mi lado, me acomodó el cuello desaliñado de la
camisa y me plantó un beso de chiquilla que juega a comportarse como adulta:
—Y pensar que cuando era niña quería que fueras mi novio… Mira en
qué estado te encuentras —se refería a mi barba sin afeitar, la camisa
desbordada, ese aire de orfandad con el que había quedado tras la partida de su
hermana.
No pude responderle, si acaso, acallar un gemido que yo bien sabía no
tenía que ver solamente con Helena. Sí, me hallaba solo y era más que nunca
vulnerable a mis propios suplicios. Isabel me acarició la barba incipiente: sus
labios apuntándome con el candor de su curveada ternura: —Tienes que
reaccionar. De acuerdo, Helena se fue. Pero te queda tu hija… Si no puedes
solo, debías conseguirte otra mujer.
Agradecí sus palabras con una sonrisa. Pero estaba roto. La miré subir
casi brincando con sus piernas flexibles de amazona que alguna vez habían
cabalgado en el corcel de mis muslos. Toda felicidad era tan fugaz, una herida
permanente. Fue entonces que pensé en construir las Violetas púberes. Abrirlas
y hacerlas sangrar. Quebrantar sus cuerpos cerrados y perfectos de muñecas
inofensivas, romperlas con una grieta esencial, hacerlas vulnerables. Tan
vulnerables y frágiles —sé muy bien que pocos se atreverán a admitirlo—
como sólo un hombre es capaz de serlo.
XIV
Entre los dos, ella era la más inocente.
Al principio, los fines de semana en que salía del internado —cuando no
acompañábamos al tío Klaus a su concierto de los domingos en la universidad,
o paseábamos con él por el jardín botánico o el zoológico—, ella y yo jugábamos
a veces, a solas. En ausencia de Helena podíamos permitirnos romper algunas
reglas sin preocuparnos demasiado por las consecuencias, como la vez en que
Violeta decidió comer en el piso de la cocina, bajo la mesa del antecomedor y
desde ahí invitarme a una guerra declarada de guisantes —al fin y al cabo,
digna princesa—, transformadas las sillas caídas en repentinos puestos de
combate. Entonces, su postura pecho a tierra, muy serias las desnudas piernas
por obra y gracia de unos shorts que cada día encogían más y luego esas
mismas piernas puestas a sonreír en un balanceo dulce y acompasado toda vez que
la estratega en jefe hacía blancos en mi cara embobada.
O la vez que les organizó una fiesta de no-cumpleaños a sus muñecas y
que en realidad resultó ser una especie de despedida. En aquella ocasión, además
de la veintena de muñecas de su colección —todas antiguas e inofensivas
Violetas— que de pronto se hallaban diseminadas por los muebles de la sala,
fui el único varón invitado a la ceremonia. Mientras Violeta subía a su recámara
y nos dejaba solos, era extraño aguardar junto a ellas, a las que conocía
desde antes de su nacimiento en los moldes, de quienes en cierta medida era yo
su progenitor, y presentir ahora su naturaleza inquietante y silenciosa.
Sentadas a mi alrededor, los brazos y piernas abiertos no sé si reclamando una
suerte de abrazo total o encarnando un estado de gracia fulminante y dispuesto,
eran también pequeñas esfinges del destino cuyos labios inmóviles parecían
murmurar: “Sabemos mucho mejor que tú mismo lo que estás pensando detrás…”
Recuerdo que al oír estas palabras me intimidé y me volví hacia adentro, pero
sólo descubrí las habitaciones de una fortaleza vacía. Cuando volví a
asomarme, Violeta estaba ya frente a nosotros y su sonrisa al descubrirme
ensimismado fue un puente de luz. El puente conducía a un bosque encantado, ahí
donde Violeta había vuelto a ser un hada. No repararía sino hasta segundos
después en que se había disfrazado con el traje del último festival escolar y
que por supuesto, tras los meses transcurridos, apenas le quedaba —o le
quedaba maravillosamente pues sus formas tenues se insinuaban así un poco mejor.
Tenía en mente darnos una pequeña función, pero, acostumbrada a que su madre
la ayudara, no había sabido cómo maquillarse los párpados. Así que bajó con
el estuche de pinturas de Helena en una mano y en la otra la señal inequívoca
para que me acercara. Yo me paralicé aunque adentro mi pequeño Tántalo se
revolvía feliz en sus aguas. El hada me miró entonces con tristeza y murmuró:
“¿Es que no vas a ayudarme?”, y su voz era el eco manso de una indefensión
total. Había también gotas de rocío a punto de desbordar su mirada y mi niña
frutal me pareció absolutamente irrenunciable. Apenas si pude asentir con un
movimiento de cabeza. Entonces una Violeta altiva dio un par de zancadas y de un
brinco delicioso se asentó de un golpe en mis muslos. Comencé a maquillarla
temblando de excitación. Debió de confundir el trote involuntario de mi pierna
derecha porque con los ojos cerrados y la boca apuntado ligeramente hacia arriba
mientras se dejaba acariciar por el pincel, musitó: “Hace mucho que no me
haces caballito”. Por toda respuesta, aparté el pincel y comencé un trote
ligero que en cada brinco me ponía en contacto con el calor mullido de su
entrepierna. Violeta me pasó las manos por la nuca y comenzó a reír como si
gorjeara, feliz porque había reconocido de nuevo ese paraíso del cuerpo en el
que no existe otra cosa que el gozo de ese cuerpo y su pureza instintiva. Aceleré
el trote al tiempo que descubría un rastro de sudor que le perlaba esa zona
delicada y sensible, cuyo nombre desconozco a la fecha, y que dispuesta entre la
nariz y los labios, al excitarse es el botón erecto de una flor a punto de
prodigarse. Y sí, con toda la pureza de que Violeta era capaz, estaba
absolutamente, inmaculadamente excitada. La vislumbé como la imagen total de
mis deseos, la parte que por fin me hacía falta: frágil pero vigorosa, dulce
pero con esa vulnerabilidad altiva que pedía a gritos ser dominada. Y ahí
estaba entre mis piernas, erguida e indefensa, haciéndome sentir lo poderoso
que por fin era, lo completo que al fin estaba. Y sin necesidad de tocarla.
Fascinado con la sola idea de saberla. Para ese momento, los dos reíamos pero
ya el dolor y el esfuerzo amenazaban con acalambrarme y el gozo del hada era
también demasiado, y nuestras risas sin sonido se convertían en la señal
amenazante de que el galope se adelantaba al precipicio. Entonces Violeta me
detuvo, su mano jaló la rienda de un golpe, y en medio de un suspiro suplicó
desfalleciente: “Ya no más, papá”.
En el sillón habían quedado el estuche de maquillaje y los pinceles
desperdigados a los pies de las muñecas que ahora sonreían victoriosas.
Violeta alzó un pincel y un cuadrito de maquillaje cremoso que se había salido
de su sitio pero no me los entregó para que terminara mi labor con ella. En vez
de eso, blandió el pincel sobre mi rostro y ensayó su colorido tornasol sobre
mis párpados perplejos y luego sobre mis labios entumecidos. Violeta reía
gozosa con los resultados. Me dejé hacer lo que quiso. Fue como si me hubieran
alzado en el vacío y todo, el golpe de mi sangre, los sueños que llevo
atorados en las rodillas, la furia que yergue mi columna, todo hubiera quedado
igualmente suspendido. Entonces el hada se alejó unos pasos para contemplar su
obra reciente. Su mirada fue otro gorjeo cuando, al verme inmóvil junto a sus
muñecas, exclamó emocionada: “Ahora eres una de nosotras. Ahora eres otra
Violeta”. Asentí. A ese grado le pertenecía.
XV
Fue entonces que las Violetas niñas comenzaron a
florecer. Cuánta razón tenía Horacio Hernández al afirmar
que toda pasión verdadera tiene un origen y un nombre cercanos. De hecho, según
me enteraría más tarde, más que tener razón, sus palabras eran testimonio de
una verdad de carne propia: no en balde la primera de sus Hortensias había
nacido a la sombra de su esposa, una mujer de mirada encantadora y penetrante
según la foto que de ella me mostrara H. H. la única vez que estuvimos frente
a frente. Su nombre, claro, era precisamente María Hortensia, aunque todos,
incluido el propio Horacio y su hermano Felisberto, la llamaran por el primer
nombre. Por supuesto, hay quienes prefieren ocultar sus apetitos y asignarles el
rostro de un personaje de ficción pero aun en esos casos hay señales que
conducen a la fortaleza enmascarada: rastros inequívocos que se trasparentan a
pesar de o precisamente por el espesor de la veladura. Hay que tener paciencia y
oído para escuchar su lenguaje de susurros. Quedarse quieto y esperar a que
desplieguen su firmamento cifrado de constelaciones y signos.
Pero en ese entonces, cuando las Violetas comenzaron a florecer, yo no sabía
nada de las Hortensias, ni de su creador, ni mucho menos de esa secta abominable
que trabaja en las sombras por más que algunas veces se haga llamar Hermandad
de Adoradores de la Luz Eterna. No quiero adelantarme pero, si es verdad que aún
no han conseguido enloquecerme del todo, su urdimbre ha estado presente,
transformándose y con distintos nombres, desde siglos anteriores. (O tal vez
esto pruebe que han conseguido en parte su propósito conmigo: inocularme el
veneno de la sospecha y la culpa, inflamar el delirio de quien, creyéndose más
libre que los otros, ha cedido a la condena de la persecusión porque, a pesar
de todo, sabe que hay algo que debe expiar —pero también sé que si soy capaz
de dilucidar estas otras posibilidades, es
porque aún he podido mantenerme en
ese filoso haz de la cordura —aunque las tinieblas por un lado y su reverso idéntico,
la luz absoluta y enceguecedora, amenacen con derribarme desde la muerte infame
de Klaus.)
La muerte infame de
Klaus. Tengo que repetirme la frase para que ese indicio de realidad no se me
deslice entre los dedos como un pez irremediable. Repito la frase y de inmediato
doy marcha atrás: dispongo y ordeno nuevamente los datos, encuentro veredas
aledañas, reconstruyo la fortaleza desde otras perspectivas, entonces heme aquí
de nuevo introduciéndome en el bosque: dije que en algún momento las Violetas
comenzaron a florecer, y lo hicieron, debo confesarlo, sin culpa, sin que
mediara ningún temor, desde el primer segundo en que brotaron como capullos
desde el fermento de mis fantasías y mis entrañas. La sola idea de imaginarlas
me producía vértigo. Violeta acababa de marcharse al internado y ya me
consolaba imaginar el tacto inmóvil y reverente de sus hermanas. Yo me
encontraba afiebrado y hasta por instantes feliz de sentirme enfermo,
experimentando esa vitalidad sonámbula y exultante que acompaña el despertar
de una obsesión: la pureza núbea de llevar a la práctica un sueño que no
hemos podido abandonar en la almohada. Sumergido en medio de un trance, sabiendo
que una voluntad ajena tomaba mis manos y me guiaba por senderos sólo antes
presentidos, con la conciencia rotunda de que lo que me acontecía se asentaba
en mí y me desbordaba con la misma inevitabilidad de una fuente pródiga o de
una herida sonriente. Garabateé decenas de bocetos hasta que, una noche, creyéndome
solo en la fábrica, tracé en un lienzo el cuerpo ensoñado en sus dimensiones
de tamaño natural. Como el original que lo inspiraba el dibujo me llegaba a la
punta del esternón, a escasos dedos del músculo cardiaco. Lo medía contra mí
imaginando desde ya el olor a polímero nuevo que sus miembros recién salidos
del molde llegarían a desprender, cuando percibí pasos sosegados a mis
espaldas. No necesité darme la vuelta para saber que se trataba de Klaus.
Permanecí con el lienzo en la misma posición, el alma y los sentidos
expectantes. Klaus inspeccionaba el dibujo por encima de mi hombro —no sé si
he dicho ya que a pesar de sus años seguía siendo vigoroso y no se había
encorvado de modo que me sacaba media cabeza: así de alto y erecto era. Después
de segundos infinitos, dijo por fin:
—Así que esto era
lo que te mantenía tan ocupado —y tras una pausa en que de seguro me medía
como al niño que otras veces tuvo que solapar, continuó—. Si la quieres,
como me imagino, con todo detalle, habrá que conseguir un nuevo maestro tornero.
Alguien más… especializado.
Asentí. Plegué el
lienzo sobre mi brazo y sólo entonces me volví hacia él. Me esperaba su
mirada transparente a la que era imposible no confesarle lo que yo mismo no sabía
que ocultaba.
—Sí… pero habrá
que fabricarla de tal modo que pueda comportarse —me detuve sin saber por qué,
sólo la súbita conciencia de que un velo se rasgaba y un Julián irreconocible
para mí hablaba por mi boca y entonces éramos dos desconocidos pero cercanos,
tal vez gemelos no uno al lado del otro, sino atrás, uno adentro del otro—
…comportarse como una adolescente en toda la flor de su edad.
Creo que Klaus, a
quien pocas cosas podían perturbar, tampoco se lo esperaba. Recordé su mirada
cristalina que muy tempranamente, cercano el episodio de Naty y mi fascinación
primera por los miembros inarticulados de las muñecas, me había reconocido con
un leve gesto de bienvenida hacia una multitud de iguales donde mi padre y el
propio Klaus Wagner me darían cabida tarde o temprano. Pero en esta ocasión la
mirada del hombre que otras veces había fungido como un segundo padre, a su
modo y en su reticencia más accesible que el otro, me contemplaba con un gesto
inusual, sorprendido de verme avanzar en el camino de los deseos donde al
parecer él hacía tiempo se había detenido.
XVI
En
ese entonces la vida pareció florecer también para mí. Las
cosas se resolvían con fluidez. Todo marchaba sobre ruedas. Por
recomendación de Klaus, la dependienta de la droguería de esencias
internacionales me preparaba las más exquisitas mezclas para que yo pudiera
escoger entre ellas, la indefinida, la de linfa perfecta. Clara era una mujer
madura que conservaba una ligereza juvenil a pesar de la muerte de sus dos
maridos y la soledad de los años recientes. Aunque no había padecido demasiado
el rigor conyugal, viuda por segunda vez y sin hijos, se había propuesto
mantenerse en esa interdicción gloriosa adonde nadie podía erigirse ya en dueño
de su destino. Pero le agradecía sobre todo al primer esposo, un farmacéutico
que le había dejado la droguería, ese paraíso alquímico al que sin título
de por medio tenía acceso y que le daría para vivir bien hasta el final de sus
días.
Fue a sugerencia de
Klaus que llegué a su negocio de cristaleras y matraces en las laberínticas
calles del centro. Sin saber muy bien lo que decía, mis labios habían
declarado cuando hacíamos las primeras pruebas con la mezcla de caucho y
arcilla plástica: “Huele deliciosamente a nueva… pero más bien debiera
oler a bosque y a miel…”
Klaus había conocido
a Clara en el jardín botánico, adonde iba ocasionalmente después de su
concierto de la ciudad universitaria de los domingos. Reservado como era, en
realidad yo sabía muy poco de él y más bien lo presentía. De su relación
con Clara como de las numerosas mujeres que sin duda existieron, tuve que
contentarme con escasísimos datos y a partir de ahí usar la imaginación.
Porque por supuesto me intrigaba esa dominación fehaciente que tanto él como
mi padre ejercían sobre el sexo opuesto. Yo los había visto hacer y disponer
por ejemplo con las empleadas de la fábrica que los trataban con reverencia no
sólo por el hecho de que fueran los dueños y sus jefes, sino por ese aire de
vivirse como ejes del universo que ambos compartían y que las mujeres a su
alrededor les hacían creer. Supongo que es una cuestión de géneros. Las
mujeres siempre saben —o creen saber— que los hombres poseemos un poder que
ellas no tienen. Así lo constaté con mi propia madre que, muerto mi padre, le
tenía una especie de altar en su recámara no obstante que durante el funeral
se enteró —porque ambas queridas se apersonaron en el cementerio— de la
vida extraconyugal de mi padre por partida doble. Con Klaus era diferente porque
por principio de cuentas nunca se casó ni se le conocían relaciones familiares
más allá de unos primos que habían quedado atrapados en Alemania oriental y
con quienes nunca restableció contacto por más que hubiera caído el muro de
Berlín. Pero era evidente que si bien amaba su soledad, no era un hombre que
pudiera vivir monacalmente: una virilidad exultante lo delataba por más que él
tratara de silenciarla. Las mujeres —y también, debo reconocerlo, muchos
hombres— se inquietaban con sólo mirarlo estar. No puedo olvidar una frase
que siendo aún niño le escuché a una de las hermanas de mi madre, poco después
de conocerlo. “No he podido dormir sólo de imaginar lo que ese hombre sería
capaz de hacerle a una en la cama.” Y en el tono de esa confidencia que le había
hecho a mi madre cuando ambas bordaban un mantel, había temor y respeto pero
sobre todo un sentimiento que entonces no pude identificar más que con un dejo
de esa actitud coqueta y ambigua que ya le había visto a varias de mis compañeras
de clase cuando decían que no querían algo y sólo lo decían para que uno les
insistiera. Pero lo más sorprendente fue sin duda la respuesta de mi madre. Yo
aparentaba estar concentrado en mis lecciones en un extremo opuesto de la mesa,
pero la escuché perfectamente porque su voz se esforzaba por acallar una risa
gozosa y cómplice que pocas veces le había escuchado antes: “¿En la cama?
¿Pero tú te piensas que te lo haría sólo en la cama?” Y ambas mujeres,
avergonzadas y atrevidas, apuraron un sorbo de té de sus tazas mientras
vigilaban que sus risas y palabras no hubieran llamado exageradamente mi atención.
No mencionaron nunca su nombre pero yo sabía que hablaban de Klaus Wagner. No
me daba cuenta al principio pero con los años fui descubriendo que Klaus era
consciente del dominio que provocaba y casi podría jurar que sus efectos lo
intimidaban. A diferencia de mi padre que se mostraba estimulado como un pequeño
al que aplauden por dar unos primeros pasos o hacer una gracia, Klaus miraba los
rostros de arrobamiento a su alrededor y algo en él debía de paralizarse al
percibir cuán fácilmente esas almas y esos cuerpos estaban dispuestos a doblegársele.
Hubo una ocasión en que cercana la muerte de mi padre, me llevó con él al
barrio de la Flor. Apenas traspasamos la cortinilla de abalorios de la entrada,
la regenta de la casa principal se abrió paso para recibirnos.
—Señor Wagner,
otra vez con nosotros. No lo esperaba hoy, pero llega usted de lo más oportuno
—dijo mientras señalaba con un gesto a una muchacha de mirada huidiza, tan a
todas luces nueva en el lugar que yo que también era nuevo pude percatarme de
su situación. Tendría escasos catorce años y a pesar del escote y el vestido
entallado, su cuerpo y sus rasgos eran tan suaves e indefinidos como los de un
dulce ángel asexuado.
A una señal de la
regenta, la muchacha que por fin había dirigido la mirada hacia nosotros, se
aproximó con timidez. Pero apenas percibió a Klaus frente a ella, esa mirada
azul que ahora transparentaba también el deseo del alemán, y el recato de la
chica dio lugar a una mirada sin aliento, un abandono semejante al de la presa
que ha suspendido todo intento de fuga ante un pavor que mucho tiene de entrega
y estado de gracia.
—Iris… ve con el
señor.
Y ya se disponía
Iris a obedecer, cuando Klaus la detuvo:
—No conmigo… Con
él.
La muchacha dudó un
instante. Su rostro se alzó apenas hacia el hombre en un gesto de rebeldía o súplica
que no duró más que un segundo porque acto seguido me tomó de la mano para
guiarme a los cuartos superiores. La verdad es que tanto Iris como yo mismo,
minutos más tarde uno en brazos del otro, no habíamos hecho más que obedecer
—y descubrir entonces en el acto de someternos nuestra propia naturaleza y
deseo.
Cuando
vi a Clara en lo alto de la escalera de caracol que conectaba la droguería y el
laboratorio de la trastienda con su oficina y un pequeño cuarto de estar, supe
dos cosas: que Klaus ya le había hablado de mí y que esa mujer le había
pertenecido. Apenas verme, me hizo una señal para que la alcanzara en la proa
de esa gran embarcación de aire y cristal que era su negocio de esencias y
perfumes. Mientras ascendía por la espiral, llegaban a mí efluvios químicos
penetrantes que consiguieron marearme. Era literalmente una ascensión en las
profundidades del aroma donde reconocía con claridad marejadas con olor a
especias y a madera, surcado por aromas ácidos y florales, de súbito oleadas a
húmedos bosques de arces. A punto del vértigo, el rostro de Clara surgió
sonriente y bondadoso. Mientras le tomaba la mano que me ofrecía para terminar
de arribar al entrepiso superior de la nave, recordé que no hacía mucho con
Klaus, copas de por medio y después de una larga sesión de trabajo con
infructuosos ensayos de Violetas, el reservado Klaus me confió: “Niñas
dulces e inocentes... La verdad es que todas las mujeres, aún las más ancianas
o las más fieras, se transfiguran y recuperan esa gracia de criaturas
celestiales cuando hacen el amor”. Vi el rostro de Clara, su sonrisa plácida,
y pude fácilmente imaginarla sometida por Klaus Wagner, convertida en un ángel
adolescente, bienaventurada y virginal en medio de su propio éxtasis.
—¿Así que buscas
un perfume para tu niña? —me dijo ella visiblemente sonrojada como si hubiera
percibido mi tantear entre sus sombras.
Asentí en silencio,
recuperándome aún del torbellino de esencias y recuerdos. Por toda respuesta
me señaló una hilera de frascos color ámbar que tenía dispuestos sobre su
escritorio. Eché un vistazo a las etiquetas: lavanda, espliego, clavel,
almizcle, jazmín, estoraque...
—Sabes, Julián...
me ayudaría mucho saber lo que estás buscando —dijo Clara mientras me
invitaba a sentarme y ella misma se hacía lugar atrás de su escritorio.
—No sé si sea
posible... busco un aroma a bosque y a miel...
—Es decir, una
mezcla oscura y dulce a la vez.
Y
se quedó pensando unos instantes. Luego, como un ramalazo me espetó:
—Podría ser un
perfume a base de esencia de cedro, ámbar y lilas o... violetas más bien.
Notas altas volátiles y delicadas, notas
bajas fijadoras para que
la mezcla perdure —dijo la
perfumista haciendo gala de los conocimientos que había atesorado. Ahora abría
ese cofre aromático y me lo ofrecía a mí—. ...Y sí, en la parte central de
esa pirámide fragante, el aroma lujurioso y embriagador de la violeta odorata. Claro, en
las proporciones adecuadas...
Quedé fulminado.
Nunca antes se me había ocurrido que con alguna variante —el bosque en la
niebla, un rocío de sangre—, el aroma esencial de Violeta podía ser
precisamente el de su nombre. Miré el rostro bienaventurado de Clara, feliz
porque se daba cuenta que con su sugerencia había logrado satisfacerme e
impactarme. Y sí, sólo de imaginarlo, aquel aroma ensoñado empezaba a
florecer de nuevo en mi nariz ante la sola sospecha de su nombre.
XVII
¿Qué
piensa una muñeca cuando le haces el amor? ¿Acaso
su carne dormida no soñará que es en verdad una muchacha? ¿Y su aroma, esa
suerte de marejada que se desprendía en el momento más íntimo como una última
exhalación, no era acaso otra señal de su absoluta entrega, del placer que
ella también encontraba al ser sometida? Clara había preparado numerosas
mezclas en las que la nota media estaba cifrada en esencia de violetas. A su
alrededor, despuntaban en fragancias sutiles la magnolia, el jacinto, el lirio
de los valles, el jazmín, la freesia, combinaciones que, según iría
descubriendo en la droguería, se asentaban en bases profundas de ámbar, musgo
de roble, vainilla, maple, melocotón, almizcle, sándalo... Cada frasco de
esencia contenía la semilla de una nueva Violeta. Y cada posibilidad me
acercaba a la prensa donde yo mismo comencé a vulcanizar por las noches otras
dos Violetas.
Las ventas de las muñecas
normales, aquellas antiguas e inofensivas flores de ramillete de producción en
serie que cabían en los brazos de niñas que soñaban con ser madres,
declinaban ante los embates de las novedades extranjeras. Pero no fue mía la
idea de comercializar las Violetas prohibidas. De hecho, ni siquiera de Klaus.
Suya, sólo fue la idea de exhibir unos pocos ejemplares en la feria de
Amsterdam. Y eso, porque compartía conmigo esa paternidad cómplice y orgullosa
que lo llevaba a sumirse en horas de contemplación en el cuarto de bodega que
les habíamos asignado a los primeros especímenes antes de que me los llevara a
mi casa, a esta galera-invernadero, adonde trasplanté a la primera Violeta y a
dos más de sus hermanas. Al principio, yo solía vestirlas con prendas de la
otra Violeta, sus uniformes escolares, su ropa interior, hasta el traje de hada...
después hubo que encargar copias a una costurera. Yo miraba la veintena de
frascos de esencias que había guardado en la caja fuerte de la fábrica y me
daba cuenta que no podría parar. Mientras tanto, una a otra, las Violetas se
perfeccionaban: cada vez se acercaban más al original. Hacia el tercer molde,
el maestro tornero había logrado, basándose en una fotografía de Violeta en
su disfraz de hada, consumar un parecido extraordinario: una sutil fragilidad y
fiereza. También es cierto que cada vez eran más flexibles y complacientes.
También más fácil resarcir su velo de ángeles por más que se las hiciera
llorar... Pero yo no me daba a basto: eran ya cinco y no podía cumplirles a
cada una, darles su ración de atenciones y cuidados. A su modo silencioso me lo
hacían saber: un descendimiento de párpados inesperado, el movimiento lateral
de un rostro como negándose a participar en los rituales y los juegos. También,
comenzaban a encelarse y a reclamarme. Entonces, por fin, entendí su petición
secreta: debía compartirlas, asignarles un padre y un hombre para cada una de
ellas. Accedí entonces a venderlas: era el único modo de hacer brotar nuevas,
de oler brevemente su perfume de pecado, de poseerlas así fuera fugazmente con
una sola mirada. Klaus se hizo cargo de los arreglos. Después de Amsterdam,
comenzamos a atender pedidos selectos: desde la Patagonia hasta Estocolmo, de New
Haven a Turkestán.
Fue una suerte de tregua, un transitorio estado de salud antes de la
proliferación del mal. De no haber sido por ese frenético compás de espera
que se prolongó prodigiosamente varios años y durante el cual me entretenía
cultivando y podando flores de placer para otros jardines, yo mismo hubiera
arribado a la locura. Tal vez, ahora lo comprendo, hubiera sido mejor.
Precipitarse de una vez por todas en el abismo. Pero, ya lo dijo un hombre santo:
por mucho menos se muere —aunque no por lo que de verdad morimos.
He dicho ya que la violación empieza con la mirada. Maniatadas en el
bosque de su placer, las ropas en jirones, la cabeza doblegada, las tres niñas
que aún me acompañan continúan prodigándose con criminal e inviolable
inocencia.
XVIII
He
dicho que la violación comienza con la mirada.
¿Cuándo empecé yo a torturar a mis Violetas y a dejarme torturar por ellas?
Los juegos de las Violetas. Aunque en un principio, sólo era Violeta. Después,
no pude resistirme a la infidelidad: entre todas las fragancias elaboradas por
esa mujer pródiga que siempre fue Clara, había dos esencias que, de manera
singular, podían montarme y hacerme cabalgar el cuerpo cálido y embriagante
del perfume de violetas. Recuerdo que a pesar de mi insistencia Clara se resistía,
juguetona, a decirme sus nombres y yo, confundido por la mezcla de aromas que me
mostraba con la promesa de revelarme las verdaderas, no atinaba a precisar el
matiz distintivo que inflamaba así su lujuria volátil. Una noche llegué a la
droguería dispuesto a averiguarlo por mí mismo. Ante la mirada sorprendida de
la mujer, comencé a destapar frascos de aceites esenciales y a olerlos
indiscriminadamente. “Cuidado, Julián, me dijo ella, vas a enloquecer de amor...”
Se equivocaba. La mezcla de esencias sólo me permitió abrirme a un deseo aledaño
pero no menos intenso: conocer el placer de Clara que alguna vez Klaus había
gozado. Sentirla otra vez niña. Entonces, cuando cedió por fin a mis ímpetus,
en cada acometida, mientras retoñaba y volvía al paraíso de su inocencia
primera, exclamó en oleadas: “Clavel... narciso... violeta silvestre.”
Por eso, cuando dos
muñecas peculiares exigieron para sí una identidad y un secreto propios, les
correspondió a cada cual una de aquellas mezclas avasallantes. Ambas eran
Violetas pero, como suele pasar con las muñecas y las mujeres en general, muy
pronto se hicieron notar y reclamaron un trato diferente. Aquélla a quien la
mezcla de caucho le había correspondido el aroma que ligaba la frescura
punzante del clavel, resultó ser una Violeta ingobernable por lo que había que
someterla siempre de pie: atada, amordazada, aun descoyuntada, conservaba esa
altivez del aire y muchas veces, mientras la contemplaba emerger, desnuda e
incompleta en medio del naufragio, me sentía doblegado por su orgullo hiriente.
Y claro, en vez de llamarla Violeta, me aproximaba a ella y le decía al oído
para que las otras no fueran a escucharme: Despierta ya, vamos a empezar otra
vez mi rebelde Clavel.
La otra, no sé si
por la esencia delicadamente masculina que el narciso animaba desde su entraña
plástica, de cabello muy corto y a la que le gustaba fingirse un muchacho, a
esa había que castigarla de manera diferente: contemplarla celosa de la imagen
gemela que en el espejo se burlaba de sus confusiones, pues sabía que más que
amarla a ella, lo admiraba a él. De las tres era la única que no toleraba
contemplarse desnuda e inerme: sustancialmente rota, irreparablemente incompleta.
Aunque de seguro a ella le hubiera fascinado escuchar su nombre de varón por
esencia y derecho propio, en vez de decirle Narciso, siempre la llamé la “Desnombrada”.
A veces, sin que
hubieran dado motivo, las ataba muy juntas a las tres pequeñas: sus piernas,
brazos, torsos y sexos se entreveraban en una flor compuesta y demencial.
Entonces, heridas en su amor propio de muñecas soberbias, tanto la primera
Violeta, como a la que le decía Clavel en secreto y a la que nombraba la
Desnombrada, se refugiaban en el último rincón de sí mismas y no exhalaban ni
el más leve aroma. Infranqueables, herméticas, por completo inaccesibles, me
dejaban solo. Yo sufría y buscaba hacerlas reaccionar con dulces manoseos y
rechinantes castigos. Pero era hermoso contemplarlas en ese abandono perfecto,
esa pasividad extática que sólo las muñecas pubescentes pueden adoptar sin
morirse del todo.
XIX
¿Fue
Bellmer enterrado con su primera muñeca como era su deseo? ¿Murió
finalmente en paz o una voz insistente volvía a acorralarlo para ordenarle “Spring!”,
salta y no te detengas hasta precipitarte en el fondo del abismo? ¿Conoció en
verdad a los Verehrer des Ewigen Lichtes, la versión germánica de los
Adoradores de la Luz Eterna, tal y como me reveló Horacio Hernández aquella
primera y única vez en que se apersonó en mi oficina una noche demencial de
tormenta, cargado de años y recuerdos y delirios pero sobre todo de
abominaciones y mentiras? ¿Crueles mentiras o verdades impías? ¿Cómo es que
H. H. sabía tantas cosas? ¿Pero se trataba en verdad de Horacio Hernández o
era uno de sus sucedáneos? ¿Es decir, el propio Felisberto haciéndose pasar
por el medio hermano y fingiendo su propia muerte para salvarse, o, como mucho
me temo, alguno de los miembros de la Hermandad de la Luz Eterna que habían
decidido cercarme a mí y para lograrlo, ¿qué manera más refinada y siniestra
que hacerse pasar por el anciano creador de las Hortensias para conseguir mi más
absoluta rendición? Pero no debo precipitarme en la desesperación. Falta tan
poco ya para que la oscura verdad cierna su filo de tiniebla, para que corte los
amarres de la soga que con trabajos me mantiene en pie, en medio de este bosque
inmóvil donde yo, Julián Mercader, y no mis Violetas, permanezco atado a la
sed perenne de mi deseo lacerante.
XX
Mi vida se había teñido de violetas,
impregnado de su aroma irrenunciable. Era sin duda alguna el más feliz de los
mortales. Nada me perturbaba, ni los cambios que atormentaban al país, ni las
vicisitudes de los que tienen que proveer el diario alimento a sus familias, ni
el reconocimiento que hace delirar a los soberbios de mafias y cofradías; vaya,
ni siquiera las febriles sorpresas de H. H. que, repentinamente, dejó de enviar
correspondencia. Llegué a creer que a sus noventa y tantos años había
exhalado el último suspiro, tal vez soñando la fragancia no segada de una
Violeta en flor.
De pronto, las cosas se precipitaron y empezó la catástrofe. ¿Cómo se
urde el látigo del peor de los castigos? Los dioses son crueles: sólo para
nuestro mal nos hacen conocer el Paraíso.
La última vez que vi a Violeta fue
a causa de la muerte de Klaus. Con el alud de trámites burocráticos que
provoca una muerte inesperada, máxime cuando hay evidencias de homicidio, le
dio tiempo para tomar el avión desde Manchester, hacer las escalas necesarias,
y todavía alcanzarnos en la funeraria. Con un vestido blanco que delineaba su
figura aún delicada y una valerina que le contenía el cabello alrededor del
rostro suave en un vaivén acompasado, era una hermosa mujer que por momentos,
mientras se perdía en algún lugar dentro de sí misma, dejaba aflorar esa su
fragante inocencia que yo conocía tan de sobra. Yo me encontraba destrozado,
como si a mi fortaleza de muros inexpugnables le hubieran hecho un boquete
incomprensible y trascendental, pero bastó verla acomodarse en la punta del
asiento cuando trajeron las coronas de flores para que la recordara cabalgando
en el corcel de mis muslos como la pequeña amazona insaciable que en realidad
era. Muy cerca de mi madre, que por supuesto nos acompañó aquel día aciago,
estaba Isabel y algo en su mirada me reprochó ese transporte de goce inesperado.
Pero no sabría decir si lo hacía por la gravedad del momento, o porque
vislumbró la sombra de deseo que acurruqué en las rodillas todavía dóciles
de Violeta. Podía entender su enojo. A final de cuentas, cómo olvidarlo, ella
había sido la primera amazona.
La llegada de Clara, en compañía de dos hombres adustos, de impecable
traje y aire monacal, me sacó de mis pensamientos. Hice ademán de incorporarme
pero, desde su lugar, Clara esbozó un discreto pero rotundo gesto de negación.
Su mirada, que al instante recorrió el pabellón para verificar si alguien se
había percatado de nuestro fugaz intercambio, me hizo considerar que debían de
estarnos vigilando. Descubrí entonces que había mucha gente desconocida en el
lugar; que, incluso para un hombre solitario como Klaus, con prácticamente nula
vida social, había demasiada gente. Por supuesto, algunos eran agentes de la
procuraduría pero su corte gansteril y siniestro los delataba a primera vista.
Había otros en cambio, hombres y mujeres, de mirar impasible, reconcentrados en
la tarea de esperar y... verificar que todo estuviera en orden, que las cosas
pasaran como tenían que pasar: lo mismo al recoger el pañuelo que se le cayó
a Isabel a la hora de levantarse de su sitio, que al disponer el orden exacto de
los arreglos florales en derredor del féretro. No llevaban uniforme alguno ni
tenían la apariencia de ser trabajadores del lugar, pero no pude encontrar otra
razón para su presencia que el formar parte de un servicio discresional de la
funeraria, no en balde la más costosa y elegante de la ciudad. De pronto me
distraje y dejé de verlos porque sucedió algo que nunca hubiera esperado: el
encuadre silente en que Violeta volvió su rostro hacia mí en posición de tres
cuartos —la barbilla hundida, los labios carnosamente altivos—, para retarme
dulce, encantadoramente. Su gesto tal vez era provocado por el dolor y la
vulnerabilidad en que nos sumía aquella muerte inexplicable, pero entonces, en
la manera en que desvalidamente me enfrentaba, vislumbré el resplandor de mi
suplicio, la sed siempre renovada e inconclusa del deseo: su gloria y su condena.
Y pensé en Klaus y su ausencia me punzó el corazón con un dolor físico: me
había dejado solo con mis apetitos y pecados, en irremediable, ahora sí,
incurable orfandad.
XXI
La violación más fulgurante siempre es silenciosa, pero,
por sobre todas las cosas, inesperada. No sé cómo pude resistir en pie al
borde de la tumba de Klaus sin resbalar con él, pero fue imposible guardar más
la compostura apenas traspuse las rejas del panteón alemán de la ciudad.
Violeta, que me había visto blandirme como una navaja antes de quebrarse por la
mitad, se me acercó, me tomó del brazo y pidió ayuda a su tía Isabel. Ambas
me condujeron a la casa. Seguramente fue Isabel la que llamó al médico que se
encargó de inyectarme el tranquilizante adecuado: debía dormir y, aunque fuera
fugazmente, olvidar. Comencé a verlas desde el interior de una pecera: aguas
gelatinosas me separaban más y más de ambas, sus voces me llegaban distantes,
sus movimientos desafocados, y una tenue y feliz inconsciencia me reconcentraba
sólo en el golpeteo de mi sangre como si de nuevo estuviera en el vientre
seguro y cálido de una madre. Era sin duda una madre poderosa: una fortaleza de
ladrillo que a su vez era el cuerpo dócil de una muñeca. Adentro, laberintos y
pasadizos secretos, mi corazón rebotaba como una pelota mágica, sin necesidad
de mano infantil alguna que la empujara. Continuó rebotando hasta que me perdí
en la región abisal de un sueño profundo.
Debieron de pasar horas. Era noche cerrada cuando la pelota volvió a
rebotar en mis oídos. Intenté abrir los ojos pero los párpados no me obedecían.
Quizá sólo me soñaba despertar y oír que mi corazón —ese traidor— se
negaba a abandonar el juego pertinaz de la existencia. De pronto, se hendió la
noche. Alguien entornó la puerta de la habitación: no podía tratarse más que
de alguna de mis amazonas jugando a ser una enfermera. También jugaba con mi
corazón: ahora era suya la mano que lo hacía rebotar más y más intensamente
mientras la sentía aproximarse a mi encuentro. Yo seguía sin poder abrir los
ojos y, ahora me daba cuenta, sin poder hablar ni tampoco moverme. Me había
convertido, qué duda cabía, en una muñeca inerte. Mi visitante no tuvo piedad:
subió a la cama y mi corazón dejó de rebotar por unos instantes cuando me
abrió de piernas y me obligó a recibir su deseo frontal como un sublime estado
de gracia.
XXII
Estoy por fin en el bosque. Huele
a humedad pero también a una fragancia dulce y silvestre. Me adentro como si
supiera que debo llegar a un destino. Cruzo barrancos y riachuelos, también
parajes espinosos y agrestes. Cuando me creo perdido, alcanzo a divisar un árbol
de tronco enhiesto y vigoroso. Me aproximo y descubro que tiene un hueco del
tamaño de mi rostro. Pero el hueco no está vacío: en su interior hay un panal.
Como nunca he visto uno de cerca, no sé si es de abejas o de avispas, pero una
cosa es cierta: de ahí manan miel y cera, el aroma dulce y silvestre que he
estado percibiendo desde un principio. Hundo un dedo en la corriente que baña
ya la corteza del árbol y percibo un estremecimiento en la cera que comienza a
cuajarse y rápidamente forma el cuerpo de una muchacha parecida a Susana
Garmendia. Está unida al árbol como si la hubieran atado con ese propósito.
Se halla completamente a mi merced. La penetro con violencia. Ella quiere gritar
pero de su boca no sale ningún sonido. Entonces pienso que debe de ser muda. Súbitamente,
me invade un terror: puede quedar embarazada. Pero entonces reflexiono: no podrá
acusarme, no habrá consecuencias. Continuo forzándola y entonces descubro que
su no-grito, ese que se queda atorado en su garganta, es un gemido de placer.
“Sólo los sueños son silenciosos, me dice una voz sin voz, no vayas a
despertarte.” Y claro, entonces me desperté. Abrí por fin los ojos y vi que
no había sido un sueño: montada sobre su placer, cabalgándolo, resplandecía
de dulzura mi amazona.
XXIII
De todas las muñecas con nombres de flores
hay una familia que algunos recordarán como la de las “muñecas-flores del
mal”: las Violetas, creadas por Julián Mercader y Klaus Wagner, muñecas de
tamaño natural, de cuerpos púberes y virginales con las cuales consumar, para
decirlo de una vez, una ensoñada violación silenciosa, sin consecuencias. Pero
había un antecedente en esa suerte de neobotánica del deseo que entonces no
conocíamos: las Hortensias, concebidas por un hombre singular: Felisberto Hernández,
pianista itinerante y escritor del Uruguay que fingió su propia muerte y tomó
en préstamo la vida de un medio hermano recluido en un manicomio desde los
tiempos en que escribió Las Hortensias
y en cuya existencia se inspiró ese relato abismal. Al menos eso fue lo que
llegué a creer durante los últimos tiempos, posteriores a la muerte infame de
Klaus.
Había decidido cerrar la fábrica de muñecas. Una firma japonesa se había
interesado en comprar la franquicia de las Violetas —registradas por Klaus,
que había tenido casi desde un principio la visión de lo que podían
representar— para comercializarlas a gran escala. A pesar del duelo, casi se
me dibujaba una sonrisa sólo de pensar que en los viveros y florerías de todo
el mundo se vende desde hace años una elegante y extraña flor de pétalos
invertidos, de colores vivos y evanescentes, pero sin aroma: el cyclamen, mejor
conocido como violeta imperial japonesa. Y ya podía imaginarme a las nuevas
Violetas japonesas con rasgos y contornos más finos y esos enormes ojos de las
caricaturas y cómics orientales, llenos de asombro e inocencia indescriptibles.
La verdad es que no me decidía: las Violetas eran un asunto de complicidad
filial: tenían que ver con mi hija Violeta pero sobre todo fueron concebidas
con ese hombre al que siempre me le rendí como a un padre. No sé si consigo
explicarme.
Ante mi silencio, los japoneses triplicaron la oferta. Me di el lujo de
decirles que necesitaba tiempo y me lo concedieron. Mientras tanto, persistí en
desmantelar la fábrica. Indemnicé al personal. Las últimas Violetas, aquellas
que no habían alcanzado destinatario porque dejé de atender los pedidos, dormían
en sus cajas de madera como bellas niñas que hubieran muerto antes de florecer
del todo. Aún no sabía lo que haría con ellas: eran demasiadas para mí y las
que ya tenía no tolerarían una traición. Y la traición es una veleidad del
alma para la que se necesita fuerza y determinación, facultades que yo no tenía
—por lo menos en aquel momento. Por el contrario, sin la entereza de Klaus,
sin su presencia distante pero cierta como el horizonte y los puntos cardinales,
me había convertido en un ser fracturado y vulnerable, un guiñapo —lo
confieso sin vergüenza alguna—, una herida lamentable y doliente. La
inoperancia de nuestro sistema judicial terminó por cerrar el caso después de
que el detective al cargo intentó inculpar sucesivamente a un vecino nuevo del
edificio donde vivía Klaus, con quien el siempre impasible alemán había
tenido un altercado por los ladridos de su mascota; después a Clara, porque
encontraron la tarjeta de la perfumista en una bolsa de la pijama que llevaba
puesta cuando lo encontraron muerto, y por último, a mí. Es decir, no tenían
nada. Seguramente hubieran declarado “suicidio imprudencial”, arguyendo que
había sido presa de sonambulismo y que por eso aquella madrugada, antes de
arrojarse por el cubo de las escaleras, dijo en sueños unas palabras en alemán
que precisamente había escuchado el vecino del perro. Eso hubieran dicho de no
ser por la evidencia de que habían forzado la puerta de su departamento y
porque encontraron pequeñas cajas de madera vacías —nunca las vi, pero
supongo que eran, en dimensiones menores, del mismo tipo que las que usábamos
para transportar a las Violetas adolescentes—, desperdigadas en el estudio con
la intención firme —ahora puedo entenderlo— de provocar sospechas sobre su
contenido.
Fue una noche que amenazaba con tormenta —estaban por cumplirse siete
meses del asesinato de Klaus—, cuando me apersoné en el despacho que le había
servido de oficina y guarida. Ahí estaba su mesa de diseño con el último
volumen que habíamos compartido juntos: un ejemplar sobre flores orientales que
la propia Violeta le había conseguido en una librería de Bloomsbury y enviado
con motivo de su último cumpleaños. Ahí tambien, en el fondo, la puerta
entreabierta que conducía a su privado, ese cuarto pequeño y ensimismado donde
contemplé por primera vez las imágenes contagiosas de Bellmer. Tuve que
armarme de toda la resignación posible para traspasar el umbral. Tan pronto
encendí la luz descubrí una foto de gran formato en la pared que no estaba la
última vez que, aprovechando que Klaus se había ido de vacaciones, me decidí
a entrar. La verdad es que solía hacerlo siempre que podía: a ese grado me
intrigaba su mundo reservado y, en gran medida, inaccesible. Se trataba de una
fotografía de la muñeca de Bellmer que nunca antes había visto: junto al
rostro de perfil de la joven, rozando apenas su torso disectado e incompleto,
emergía una figura evanescente que miraba a la cámara en una suerte de
autorretrato fantasmal: mucho más joven que el que yo recordaba, pero sin
sombra de duda, Klaus Wagner.
No tuve tiempo de reponerme. Nerviosos e insistentes toquidos golpeaban
el cristal opaco de la puerta de la oficina. A mi llegada, le había dado
instrucciones precisas al velador para que, por ningún motivo, me interrumpiera.
Me precipité hacia el acceso y en un par de zancadas crucé el despacho: ahora
que me había decidido a enfrentar los últimos vestigios de Klaus, no me permitían
hacerlo. Tiré de la puerta con furia, sin saber que en realidad le franqueaba
la entrada al destino.
En vez de la figura hosca del vigilante, apareció un hombrecito de
cabellos revueltos, de mirar pícaro pero benevolente, un poco rechoncho de modo
que la gabardina apenas le cerraba, y mucho menos anciano de lo que yo hubiera
esperado en un hombre de noventa años. Se apoyaba en un bastón de hueso blanco
y traía un cartapacios púrpura bajo el brazo. ¿Quién diablos podía ser este
hombre? ¿Cómo es que el velador lo había dejado pasar tan impunemente?
—Perdonará usted el atrevimiento, pero debemos hablar. Soy Horacio
Hernández, H. H., ¿ya no me recuerda? De prisa, de prisa, que no hay mucho
tiempo.
Y sin esperar respuesta, adelantó el bastón, destrabó mi mano que aún
se hallaba prendida al picaporte y cerró escrupulosamente la puerta, sin darme
tiempo a entender nada. Dio un par de pasos y de pronto, dejando el cartapacios
en un mueble lateral, con la mano disponible se sacudió unos goterones que traía
en las solapas de la gabardina.
—Es que esta noche habrá menuda tormenta. ¿Está enterado, señor
Mercader? Lo anunciaron por la tarde en el meteorológico nacional.
XXIV
No había mucho tiempo
pero la tormenta que empezó a caer esa noche apenas el hombrecillo traspuso el
umbral, duró más de una hora y en todo ese tiempo, el anciano que se hacía
llamar H. H., prácticamente no paró de hablar. Anonadado al principio, lo
observé caminar de un lado a otro de la oficina, blandir su bastón, agitarse,
gesticular. Incluso, amparado por la sordina exterior de la lluvia, alzar la voz
y gritar. Conforme lo veía adueñarse del espacio como un actor dotado y lo
escuchaba desgranar sus historias impías, fui entrando en un estado de angustia
febril que me hizo dudar de todo, incluso de estar sentado tras al escritorio de
Klaus en compañía de este hombre demente. Tal vez, me decía yo mismo, por
alguna razón cercana al dolor, estaba desvariando y me inventaba personajes e
historias absurdas. Por un momento, pensé en el conejo de Alicia en el país de las maravillas que sacaba a cada rato su reloj
y gritaba frenético: “¡Se hace tarde... se hace tarde!”
Y seguro enloquecía, porque apenas había pensado en el personaje de esa
historia delirante, cuando el viejecillo se apartó un poco la gabardina y sacó
de la bolsa del chaleco un reloj de leontina. Y tras echar una ojeada en la carátula,
sentenció: “Se hace tarde...”
¿Y cómo no iba a pensar que había perdido la razón si H. H., o quien
quiera que fuese en realidad aquel hombre, había comenzado diciéndome que él
sabía quién había asesinado a Klaus Wagner, pero que para que pudiera
entenderlo y dar crédito a sus palabras debía revelarme dos historias aledañas?
La primera, por supuesto, le concernía y tenía que ver con los motivos de su
muerte fingida después de años de persecusión y acoso. Por supuesto, al
principio, había acudido con el director del hospital adonde lo recluyeron
durante semanas luego del primer intento de “suicidio”. El director, que era
devoto de las historias de detectives, vio la oportunidad de ser partícipe de
una de ellas y llamó al jefe de la policía. Al principio, mientras Horacio o
Felisberto Hernández mencionaba que una de sus mujeres —una española de
nombre María Luisa— había sido espía de la KGB, el hombre se mostró
interesado, pero cuando el escritor añadió que aquella agencia de espionaje
internacional era uno de los nombres de una organización más vasta que tenía
como propósito limpiar el pecado de la lujuria del mundo, librarlo de las
tinieblas de la carne y dar paso a la luz de la pureza más absoluta, el jefe de
la policía sencillamente se echó a reír a carcajadas. Ese día H. H. o F. H.
salió del hospital con la advertencia de que podrían recluirlo en un sanatorio
de enfermos mentales si persistía con sus invenciones. “Tengo entendido que
sos un escritor promisorio. ¿Por qué no seguís escribiendo historias en vez
de pretender vivirlas en la realidad?”, le había dicho el hombre mientras se
sacaba un pequeño libro de a octavo del saco y se lo ofrecía al escritor
explicándole: “Es que aquí mi amigo el doctor me pescó en casa y mi mujer,
que es lectora de los autores nacionales, me ha pedido un autógrafo...” Hernández
no pudo evitar sentirse halagado. El pequeño volumen estaba encuadernado con
pastas púrpura, de modo que no vio el título sino hasta que lo tuvo en sus
manos y buscó las páginas preliminares. Entonces, se le cayó de las manos la
estilográfica que acababa de alargarle el doctor y el libro empastado que le
había dado el jefe de policía. Se trataba de un ejemplar de Las
Hortensias.
—¿Pero es que no lo entiende, señor Mercader? —me decía aquel
hombre crispado ante mi inmovilidad estupefacta—. ¿No le dije antes que mi
hermano, es decir yo cuando todavía no imaginaba las sombras que iban a
cercarme, había escrito un relato titulado con ese mismo nombre, el cual nunca
vio la luz pues toda la edición pereció en un incendio del taller tipográfico,
junto con el único manuscrito que yo poseía? ¿Va entendiendo usted ahora de
la perversidad de la que le hablo? Pero, claro, tendría usted que saber que ese
escrito estaba basado en hechos palpables, que las Hortensias existieron como
ahora sus Violetas de inocencia irreprochable. ¿Ya no recuerda a la morocha del
antifaz que le envié hace algunos años? ¿Tan insatisfecho lo dejó la
esplendidez de sus carnes frente a la tersura de sus pequeñas insolentes que ya
la desechó de su memoria?
Negué rotundo con la cabeza.
—Le parecerá que exagero. Permítame decirle que para un escritor sus
escritos son su vida: no hay otra razón para la existencia (por eso, para
proteger mis historias de la devastación en que quieren sumirme, me he
inventado un sistema de escritura personal e infalible: ¿sabe usted que alguna
vez, además de pianista itinerante, fui taquígrafo?). Pero si eso no fuera
suficiente podría yo contarle las circunstancias en que murió mi esposa María
Hortensia, a quien para su desgracia, dediqué ese relato que nunca llegó a
leer impreso..., o el modo en que pereció el pequeño Horacio antes de que me
decidiera a tomar en préstamo su vida... Pero se hace tarde y le he prometido
revelarle quién, antes bien, quiénes dieron muerte a su amigo Klaus Wagner.
Entonces, a pesar de que la tormenta continuaba copiosa y un trueno
acababa de cimbrarse por los alrededores, el hombrecillo que decía ser el
escritor Felisberto Hernández, dijo en un susurro un nombre. Un nombre
compuesto y clandestino. Hubiera debido reírme como el policía de su relato de
no ser porque eso hubiera supuesto que ya sabía de qué hablaba, que incluso
era uno de sus miembros y, por lo tanto, me encontraba a salvo. Pero también
hubiera podido reír porque todo aquello sonaba a una historia descabellada,
producto de la mente de un hombre senil con delirios de persecusión mesiánica.
Recordé entonces que yo había recibido años atrás una Hortensia enviada por
H. H., lo mismo que aquel souvenir con la imagen de una chiquilla idéntica a mi hija Violeta
cuando tendría doce años, casi desnuda y apenas cubierta por un capullo de finísimas
plumas que se movía con el aliento de los deseos que despertaba. Desde el
primer momento, Klaus había dicho que debía preocuparme por estos envíos y
los que siguieron, y era precisamente ese remitente que ahora se había
apersonado en la fábrica, quien iba a revelarme información sobre su asesinato
infame. El viejecillo había apoyado las manos en el escritorio y murmuraba ya
el nombre de los responsables. En medio de la lluvia torrencial, más que
escuchar aquel nombre execrable, lo leí en los labios de H. H. que lo
pronunciaron reverencialmente: la Hermandad de la Luz Eterna.
XXV
—Se
hace tarde... —dijo el hombrecillo que ahora se hacía llamar
Felisberto Hernández mientras acariciaba nerviosamente el mango de su bastón
de hueso. Por fin se había sentado en la poltrona que quedaba frente al
escritorio. Por fin, nos hallábamos cara a cara. Suspiró para hacer acopio de
concentración y fuerza, y entonces continuó—. Tendré que abreviar lo más
posible. Sé que aún duda de mis palabras. ¿Sabe usted, señor Mercader, que
su admirado Hans Bellmer, ese artista extraordinario, también fue cercado por
los Hermanos? Es decir, por su equivalente en Europa, porque puedo asegurarle
que están diseminados por todos los confines del planeta. Si no ha oído hablar
de ellos con el nombre que acabo de mencionarle es porque aunque abogan por la
luz, trabajan en la sombra. Llevo casi cuarenta años rehuyéndoles, y por eso
he aprendido a escuchar sus pasos, a discernir las secretas maneras en que se
comportan. Antes le he dicho que creía que su propósito era limpiar el pecado
de la lujuria del mundo porque la consideran la herida original, pero he
descubierto que su monstruosidad es todavía mayor porque pretenden instaurar un
mundo sin matices, abolir la oscuridad, purgar las tinieblas y dar paso a la luz
eterna. En ese orden de cosas, se han erigido en inquisidores. Reacios a
entender que el mal se halla también en la mirada de quien juzga, han sido
capaces a lo largo de la historia —porque sí, se asombraría usted de saber
los nombres con los que se han disfrazado en otras épocas y los que tienen hoy
en día— de recurrir a los medios más infames y ruines a fin de lograr sus
ideales. Y lo disfrutan. Ah cómo disfrutan de castigar la mirada que los
confronta: la que los hace sospechar de su propia perversidad. Por eso
castigaron a Bellmer, por eso mataron a su amigo Klaus, por eso me llevaron a
falsear mi propia muerte, por eso han comenzado a acorralarlo a usted, pero ¿es
que no se da cuenta? No me mire con esos ojos. Por supuesto que en ninguna
biografía del artista alemán encontrará usted lo que voy a revelarle.
Efectivamente, Bellmer no murió a manos de ellos, pero estuvieron cerca. ¿Sabía
usted que su última mujer, la escritora Unica Zürn, se suicidó frente a sus
narices? Lo que los libros registran es que ella acababa de salir del hospital,
donde había estado semanas recuperándose de un brote psicótico. Tan pronto la
dieron de alta, se dirigió al piso de Bellmer. Lo que hablaron, lo que se
dijeron y no, nadie puede saberlo. Sólo que cuando Bellmer regresaba con un té
de arándanos para Unica, la encontró de pie sobre el pretil de la ventana, a
punto de arrojarse. Ningún libro registra lo que yo sé. Sé que Bellmer se
quedó estupefacto y que murmuró un suave, tenue “Unica... no”, pero una
voz afuera del edificio, una voz que sólo escucharon las palomas de las
cornisas cercanas, la anciana del piso inferior y el propio Bellmer —aunque
mucho tiempo creyó que había sido una alucinación—, esa voz ordenó: “¡Salta!”
Y claro, Unica obedeció. ¿No me cree? Lamentablemente no puedo confiarle las
fuentes que me llevaron al testimonio de la anciana, ni hay tampoco tiempo para
extenderse en esos detalles. Pero de ser cierto lo que acabo de revelarle, ¿puede
usted comprender ahora, señor Mercarder, el alcance siniestro de la Cofradía
de la que le hablo?
Yo había leído algo de la vida de Bellmer y sabía que su última mujer
se había suicidado en su presencia, una muerte de la que sólo pudo liberarse
unos pocos años después, cuando el propio artista falleció consumido de cáncer
y remordimientos. F. H. hizo una pausa que aprovechó para pasarse el dorso de
una mano por la frente. No me había dado cuenta, pero, sí, sudaba. La otra
mano siguió asiéndose del bastón como si lo necesitara para recuperar energías.
Y era preciso. Si bien la tormenta había menguado un poco, aún debía
esforzarse para que su voz fuera suficientemente audible si quería terminar su
relato. Entonces, cuando había respirado un poco, colocando la mano disponible
encima de la otra que se mantenía en el bastón de hueso, prosiguió ante mi
consternación absoluta.
—¿Sabe usted cómo se dice en alemán “¡salta!”? Yo lo sabía
desde niño: en Uruguay hay una fuerte comunidad de alemanes que escaparon de la
guerra y varios de mis amigos lo eran. Así pues yo conocía la palabra aunque sólo
después me la repetiría noche tras noche, como una suerte de conjuro que me
evitara mi propia caída. Ahora soy un anciano pero me sigo aferrando a la vida
porque hacerlo es tan inevitable para mí como el acto de la ficción y de la
escritura. “Spring!”, me digo precisamente para no saltar. “Spring!” fue
lo que le ordenaron a su amigo Klaus Wagner. ¿Está listo por fin para aceptar
que, así como mis Hortensias prohibidas, las Violetas niñas fueron uno de los
motivos principales detrás de esa orden?
Fue como si me dijera que yo mismo había matado a Klaus. A pesar del
delirio que me mareaba y me hacía temblar de pies a cabeza, me alcé del
asiento y lo enfrenté.
—No estoy muy seguro de entender todo lo que me ha dicho, ni mucho
menos de creerlo. Pero, si es verdad lo que usted dice, ¿por qué Klaus? Entiéndame,
no pretendo envanecerme, las Violetas, usted lo sabe, nacieron de una pasión ilícita:
la mía. Fui yo quien las concibió. En todo caso, yo soy el verdadero culpable...
—La verdad es demasiado terrible. ¿Está usted dispuesto a escucharla,
señor Mercader?
Mi silencio era una mezcla de incredulidad e indignación.
—¿Sabía usted que él, su amigo Klaus Wagner, fabricaba muñecas por
su cuenta? Eran una verdadera obra maestra esas Violetas de cinco, seis años,
incluso más pequeñas según el gusto pederasta del cliente. ¿No me cree?
Puedo probárselo.
No quise escucharlo más.
Dejó de importarme que fuera un hombre anciano, que fuera el escritor que decía
ser, que hubiera creado en la ficción, en la realidad, o en ambas, aquellas
delirantes muñecas prohibidas llamadas las Hortensias. Hay de perversidades a
perversidades. No podía permitirle a él ni a nadie que me acusara de ser el
responsable de la muerte de Klaus Wagner ni que mancillara así la memoria de mi
amigo, mi verdadero padre, el hombre que siempre me aceptó sin importar lo que
yo fuera. Saqué al hombrecillo a empellones de la oficina. Era más fuerte de
lo que hubiera esperado. Intentó calmarme; me decía: “Escuche, Julián,
escuche, se hace tarde”. Le contesté que era un rematado demente y un
escritorzuelo fracasado, y azoté la puerta y puse llave. Tardó varios minutos
en recomponerse, toser y finalmente marcharse. Pero su sombra opaca se perfilaba
a través del vidrio esmerilado completamente erguida al momento de alejarse. No
me extrañó que se colocara el bastón bajo el brazo y que caminara ligero como
si, tras terminar su acto, se hubiera quitado el disfraz de varios años de
encima. Hubiera querido gritarle “farsante” pero la cabeza me estallaba. Me
derrumbé y cerré los ojos pretendiendo anular el dolor y la turbulencia que de
pronto había cobrado el mundo. Mi mundo.
La tormenta había
cesado por completo cuando levanté finalmente el rostro. Al hacerlo, descubrí
en la mesita lateral el cartapacios púrpura que el hombrecillo traía consigo
al llegar y que debió de haber olvidado con su salida forzada. Iba a arrojarlo
con furia al cesto de basura no fuera a ser que contuviera una nueva infamia,
cuando se me resbaló de las manos y las hojas volaron como palomas sedientas.
Me llamó la atención —pero el hecho no podía ya sorprenderme— que sólo
en una de ellas pudiera leerse un par de frases inteligibles.
Obras póstumas
(Mi
vida como muerto)
por Felisberto H. Hernández
El resto era
literalmente el paso de numerosas huellas de paloma: los rasgos de una escritura
taquigráfica indescifrable.
XXVI
“Sólo
la muerte y los sueños son silenciosos. No vayas a despertarte: ¿por qué no saltas de una
vez?” Y claro, entonces me desperté. Estaba en un cuarto de hospital. A mi
lado, Isabel murmuraba palabras en mi oído. Me decía: “Eres un maldito
criminal, un loco depravado... no sé por qué sigo preocupándome”. Yo
tampoco lo sabía. La mujer del servicio me había encontrado desmayado en mi
casa cuando llegó a hacer la limpieza por la mañana y la había llamado a
ella. Había tenido el primer infarto de mi vida. Fulminante, o casi. Quince
minutos más tarde y hubiera sido imposible salvarme, habían dicho los doctores.
Esa mañana, quince minutos antes del infarto, había recibido una llamada de F.
H. H., o como quiera que se llamase aquel hombre. Brevemente, porque se hacía
tarde, me alertaba de lo que vendría. Por principio de cuentas, que dos
Violetas pequeñas, de la cepa que él seguía atribuyendo a Klaus, habían sido
enviadas en sus cajas de madera, una a la dirección de mi cuñada, y la otra a
Violeta en Manchester. Que el remitente no era otro que Julián Mercader, o sea
yo mismo.
“La Hermandad tiene
maneras impredecibles de actuar y ahora lo ha elegido a usted. Nada en nuestras vidas es fortuito:
aunque desconozcamos el sentido del rompecabezas, todo termina encajando en el
lugar propicio. Por ejemplo, ignoro por qué a su amigo Klaus lo atormentaron
como lo hicieron. No le dije los detalles porque no me dio usted tiempo. Fue muy
descortés de su parte, señor Mercader, tratarme como lo hizo. Pero no le
guardo rencor. Por el contrario, me preocupa su integridad física y debo añadir...
mental. Por eso es que vacilo ahora en revelarle lo que voy a decirle, pero si
no se lo digo yo, algún otro miembro de la Hermandad se encargará de hacerlo.
Además, espero le servirá para tomar providencias. Usted, como la policía y
la prensa, piensa que su amigo Klaus Wagner murió por las fracturas que le
provocó la caída desde el quinto piso del edificio donde vivía. Un reporte más
detallado y atento del forense hubiera encontrado una agresión previa, una
necrosis de tejidos, un estallamiento de una parte específica de su cuerpo que
fue perpretado horas antes con un objeto semejante a un mazo... ¿Sabe usted a
qué órgano me refiero, verdad? ¿No me responde nada, señor Mercader? ¿Acaso
estoy haciendo estallar yo mismo ahora su corazón con estas palabras que le
digo? ¿O me sigue considerando un escritorzuelo fracazado, un loco bien
piantado que sólo inventa historias y delirios? Permítame decirle que en
realidad usted no sabe nada de mí. Usted no conoce más que algunos de mis
nombres. Soy Horacio Hernández, soy Felisberto, puedo ser Klaus Wagner
o Julián Mercader... Seré lo que sea necesario. Yo no soy nadie, soy muchos.
Soy multitudes. Soy legión. Lo que haga falta para salvar al mundo de las
tinieblas. Para inundarlo de luz.”
Entonces un dolor
punzante me atravesó el brazo y se abrió camino hasta mi pecho. Literalmente,
el corazón me estallaba. Y una oscuridad absoluta me envolvió en el sudario de
su noche.
Pero
no fue una noche permanente. De todos modos sé que sólo se trata de una tregua.
Desde que salí del hospital intenté hablar con Violeta pero se ha negado a
recibir mis llamadas telefónicas. Hasta hoy. Sólo que en esta ocasión ha sido
ella quien me ha buscado. Su voz, más oscura que de costumbre, ha dicho sólo
tres frases. Una pregunta, una afirmación y una orden. La verdad, las esperaba.
La verdad, no me las hubiera imaginado en sus labios. Ha preguntado clara,
frontalmente: “¿Por qué me reemplazaste?”, y luego tras un largo silencio,
“Voy en camino... Espérame.” Y no he hecho otra cosa que ponerme al borde
del abismo y obedecerla con la certeza de un advenimiento, una bienaventurada
anunciación.
XXVII
Tal
vez no todo se haya perdido si algunas de estas palabras encuentran un destino diferente
a la hoguera; si alguien llega a conocerlas y no me condena del todo.
XXVIII
Ya se aproxima mi hada.
Mi ninfa del bosque. Mi amazona. Mi sacerdotisa. Su aroma dulce y cruel remonta
las oquedades del sueño. Por un momento —pero
muy breve, lo confieso—, la he confundido con
PREMIO JUAN RULFO 2004 DE NOVELA CORTA (ex-aequo) Mirko
Lauer (
Perú )
ORBITAS.
TERTULIAS. |
Oh Persephone, Persephone, bring back to me from Hades the life of a dead man.
D.H. Lawrence,
Flowers
y todo oscilando
rodando
circulando
Javier Sologuren
Recinto
Hace un año que me vengo acostando muy temprano aquí en la diminuta península,
casi apenas oscurece. Lo hago para evitar ese punto intermedio de la noche en el
cual, creo, todo puede ser perdido. Como me acuesto temprano y duermo poco, me
despierto todavía muy de noche, a veces para salir a pasear en las horas pequeñas
de la madrugada. Como un avestruz onírico cuya mente deambula mientras su
cuerpo yace, cada par de semanas me
ha dado por soñar versiones más o menos disimuladas de una misma historia, al
final de la cual aparece un objeto impreciso hacia el que me atrae una
curiosidad que rápido se convierte en angustia, y me despierta. Influye, estoy
seguro, que desde hace buen tiempo venga tomando a diario el amargo brebaje que
me envía don Alejandro Chumpitaz con una muchacha muy morena y flacucha -¿una
sobrina?- que lo deposita en una botella de gaseosa al pie de la puerta de tela
metálica de mi departamento en el segundo piso de La
Casona, y que apuro antes de irme a la cama.
Vengo soñando con el objeto, al que intuyo un sentido arqueológico,
pero del que sólo sé que es un límite que separa el sueño de la vigilia. He
soñado a través de la primavera, y ahora en el verano sueño más vivamente
que nunca, acaso por el calor. Los paseos se están haciendo más frecuentes,
quizás por la curiosidad y la angustia que crecen. En cierto modo he empezado
el paseo de esta noche saliendo al balcón delantero a probar el fresco, aunque
no lo hay realmente. Me reciben, como cada noche, filas de luces ordenadas como
hileras de colmillos: las del malecón de al pie de mi casa, las del muelle que
a 200 metros da la apariencia de cerrar la bahía, las del
estacionamiento iluminado y las cantinas del otro lado del muelle, mucho las del
pueblo mismo, intercaladas por manchones de copas de eucalipto, y al fondo las
de los vehículos que dan la impresión
de avanzar lentos como caracoles sobre la Panamericana, y por último, donde
casi se pierde la vista, las de la urbanización fantasma Cerro Colorado. Sobre
la mesa de mármol que da al mar descansan algunos volúmenes: la más reciente
edición de Ultima Thulé, que me envía el autor, mi amigo Jean Malaurie; The
64 Sonnets, de John Keats; el tomo II de las Obras
completas de Baltasar Gracián.
Chumpitaz me dice que yo no estaré
volviendo a mi pueblo por un buen tiempo, o que de pronto ya no lo veré más.
Este comentario medio desolador siempre nace de él, y siempre le respondo que
yo no estoy dedicado a extrañar ese
lugar que no conozco. Lo único que puedo afirmar sin peligro es que siento mi
ausencia en su distancia. Hay días en que estoy lejos de mi pueblo y días en
que el pueblo está lejos de mí. En cualquiera de los dos casos, parece que el
lugar y yo estamos condenados a no coincidir, y
ese hecho podría estar cavando agujeros sentimentales en mi persona.
Como es un recuerdo emocionalmente vivo pero muy poco preciso, al grado que
tampoco recuerdo su nombre. Mi pueblo se mueve casi sin límites por el mapa,
incluso yo mismo lo muevo, según el ánimo, y luego tengo problemas para volver
a encontrarlo donde yo mismo lo dejé. A veces lo ubico como una simple confusión
de breves calles en la parte más alta de un valle andino, otras veces como una
tristeza de casas inconclusas a poca distancia de una ciudad costeña, al borde
de un desierto, de los dos lados de un río lento, o también en una hondonada
que le hago compartir con un archipiélago de desolladoras pozas termales.
Alguna vez lo he colocado en un lugar que a todas luces no puede ser, por
ejemplo como una extravaganza teutónica junto a una laguna en la cima de un
pico o en medio de un bosque de flores tropicales.
Todos
estos desencuentros, que ahora me han vuelto luego de años de no pensar en
ellos, para coincidir con el nuevo desorden de mis noches, quizás tienen que
ver con que mi madre nunca me explicó bien lo de mi pueblo, nuestro pueblo, y
ella misma se la pasó moviéndolo de un lugar a otro, según la historia
familiar que me estuviera contando. Durante más de 50 años, toda mi vida, no
le escribió a nadie de su familia, ni contestó mis preguntas sobre el tema.
Ese es el tiempo que me he pasado acostumbrándome a ese movimiento de un pueblo
desconocido a medias, el cual siempre termina siendo una perplejidad que me
arrulla, pero a la vez una cuna de la podría caerme en cualquier momento. Por
eso prefiero que el día me encuentre caminando, que es una manera de fijar un
lugar en la distancia. También escucho radio tempranísimo algunas mañanas,
buscando en la música la clave de la ubicación, aunque en general la música
me desubica. El resultado de todo esto es que ya no hago averiguaciones sobre el
tema porque a la gente no le gusta que le pregunten de dónde es,
de dónde viene, como si prefirieran no ser de ninguna parte, o solo de
Lima, que para muchos es como ninguna parte, o incluso solo del lugar sobre el
que están parados en ese momento. Tal vez también a ellos se les ha olvidado,
como a mí, y no desean que se los recuerde.
Antes de prepararme para salir a
ese perlado mundo de focos encendidos, con
un expresso recalentado delante mío, le paso revista a mi sueño de hoy, que es
más o menos así: siempre comienza con la frase Ça commence, desde hace dos días un vapor con velas arreadas hace
cola ante el puerto con otros seis, anclado a unos cien metros de distancia del
faro, esperando que en la orilla las olas se calmen para que los barcos que han
coincidido frente al puerto puedan depositar
pasajeros y carga. Pero a pesar del leve mar de fondo, de las inmensas
olas en la orilla, de los tumbos y de la demora, mar afuera sobre las cubiertas
de los barcos es una noche tranquila, bañada por una luz de luna llena
abalsamada por un viento caliente de febrero. Cada tanto reaparece la ronda de
los mojados lomos de bufeo, cortando el agua del color de un ópalo veneciano
con decisivas cuchilladas curvas, entre alegres y solemnes. Las naves ancladas
se mecen en racimo, como otros tantos cetáceos de mojado uniforme, y por
momentos parece que en sus puntas las colgaduras de los mástiles en cualquier
instante fueran a enredarse ansiosas unas con otras.
Las empresas navieras instalan
sobre las cuatro cubiertas más elegantes pequeñas mesas con manteles
cuadriculados de damasco blanco para una cena tardía, y en ese ambiente
gregario algunos audaces se dan saltitos en bote para unirse a las tertulias de
otros barcos. En todas la conversación es parecida: los que esperan desembarcar
cuanto antes y los impacientes por seguir caleteando hacia puertos de más al
sur, el extraño verano que parece traer más clima nublado que de costumbre,
los méritos comparados de diversos dulces de Ica, Moquegua, Pisco y La Serena,
temas de la política no polémica, todos orientados a reforzar la simpatía de
clase en lo que finalmente no deja de ser una suave emergencia: barcos detenidos
por una noche entre las cabritillas, y conversación amable pero alerta entre
cuatro de los seis capitanes.
Sin que los comensales ya algo
envinados lo sospechen, desde los bordes de los platos cargados de una comida náutica
sin pretensiones, sobre todo galletas de agua partidas, entreveradas con
aceitunas secas hervidas en orégano sobre un pescado seco difícil de
identificar, las voces más agudas se van elevando hacia el alfiletero de las
tenues estrellas del Can Mayor que esta noche domina la límpida bóveda,
mientras que las voces más graves se dedican a recorrer de ida y vuelta alguna
de las melancólicas espirales de la claridad lunar. Todo esto bañado por vinos
vulgares pero honestos recién recogidos de la campiña chorrillana.
Luego de la cena los pasajeros más
nerviosos se aplican a dar paseos por la cubierta, con el propósito de escudriñar
la costa. Pero los barcos no están anclados de lleno frente a la caleta sino más
bien ante un acantilado que impide ver las instalaciones portuarias y el muelle
que los va a recibir en tierra.. A menos de cien metros las olas lustran la
muralla de rocas negras cada tantos minutos, y bajo la barba blanca de su resaca
dejan intuir un pulular de arañas de mar, falsos cangrejos naranja y negro, y
algo que parece una escalera de piedra que baja hasta el agua, o por lo menos la
huella de lo que fue una escalera. Sin embargo muy hacia la izquierda mirando la
costa, más allá del peñón en forma de gran pájaro sentado, cada tanto el
lomo recién abatido de alguna ola permite ver por unos pocos segundos la
silueta del pueblo, en realidad solo una espaciada hilera de lámparas
mortecinas ayudadas por un halo de claridad nocturna. A pesar de los tumbos que
cimbran dulcemente a las naves, es una escena intensamente inmóvil.
Un poco hacia el norte de ese
panorama, posado entre dunas que se confunden con los primeros cerros andinos,
los más avisados han identificado algo que parece una edificación, la cual ha
producido curiosidad suficiente como para que alguien traiga del puente de mando
un catalejo que empieza a circular de mano en mano. En efecto, es una inmensa
casa en el arenal, plantada a media distancia entre la línea de las olas y la
de los cultivos. Un zaguán y un portón abierto de par en par al fondo de la
terraza central permiten ver la parte delantera de dos grandes cuartos muy bien
iluminados, acaso ordenados y vacíos. Comienza a bordo una animada conversación
acerca de qué pueden significar esa edificación y esos aposentos tan abiertos
al fresco de la noche. Hasta que el catalejo llega a manos de un comerciante de
la zona, quien explica que esa es la casa de playa de Mataratones, una hacienda
del valle, más precisamente de la familia de un político muerto algunos años
antes.
Como la expresión político
muerto arrastra la idea de político asesinado, la mención despierta la
curiosidad de la concurrencia, ávida de explicaciones sobre cualquier cosa que
esté en tierra, y luego de que algunos se persignan el comerciante tiene que
empezar a contar la historia completa. Pero el grito de una señora que se quedó
prendida del catalejo anuncia que un par de figuras ha aparecido entre esas
habitaciones distantes. La gente se va turnando y dando su versión de lo que
hay en esa casa de tierra firme, hasta que el catalejo pasa a manos del
comerciante, quien resuelve buena parte del enigma, pero igual no logra
establecer la edad, y menos la identidad del hombre aparentemente desnudo,
mirando hacia ellos, montado sobre un caballo en el zaguán.Una vista acuciosa
detecta en manos del jinete una lampa y una suerte de fardo. Alguien dice un
pequeño saco de papas.
Los pasajeros se van retirando a
dormir, las olas recién se aplacan al filo del alba, y cuando con la luz del día
siguiente llega la hora de trasladarse a la orilla, las damas que van bajando de
las cubiertas a las chalanas que las llevarán a tierra, lo hacen con vacilantes
pies limeños en busca de un camino por el aire que separa peldaño de peldaño.
En medio de ese desplazamiento con algo de procesión, una niña salta desde
media escalera cargando un paquete envuelto en un trapo de bayeta, y con un
golpe sordo se planta en perfectas cuclillas sobre las anchas bancadas que deben
trasladar al pasaje a tierra. Es una gringuita de algo así como diez años para
once, con un rostro de cierta fealdad aristocrática y algo equina, y un cuerpo
de porte alto de atleta huesuda. Se le nota al comienzo de la pubertad, pues
aunque el vestido floreado muestra que aún no le apuntan los senos, ya se le ha
quebrado el talle, lo cual unido a una postura displicente revela en torno de su
facha rubicunda una sombra hispánica. Tiene la frente alta y ovalada, y el
gesto rígido, como en algunos retratos de terratenientes ingleses del siglo
dieciocho, cejas y pestañas claras que algunos ángulos de luz demasiado
intensos por instantes le borran, haciéndola parecer casi albina. Pero la espléndida
nariz, instalada sin concesiones en el alto centro de su rostro, es
definitivamente andina, cusqueña o huancaína. De los ojos no puede decirse
sino que son pequeños y decididos. De esa cara a medias infantil ya se puede
citar como duro consuelo los versos de John Donne: Aunque sus rasgos donde suelen ir no van, / Igual el anagrama de un
bello rostro dan.
El salto a la chalana le alborota
por varias partes el vestido acampanado y revela tobillos, pantorrillas, muslos,
y hasta una sección de vientre con una blancura de carne de gallina, lechosa y
acaso escarapelante para los tostados remeros. Luego del instante que le toma
componerse se inclina sobre el mar a recoger con el cuenco de la palma un poco
de agua que se echa sobre la coronilla, como bautizándose, se vuelve hacia una
mujer mayor con rasgos orientales que desde cubierta le devuelve una sonrisa
desafiante que es respondida con una leve inclinación de cabeza. Un evidente
llamado de atención. Luego la joven se muerde los labios, primero el de arriba
y luego el de abajo, y espera tranquila que los remeros se pongan en marcha. La
envoltura del paquete se ha aflojado, y aparece un objeto que de pronto se amplía
ante mi mirada y cobra una nitidez insólita. Empiezo entonces una lenta
inspección.
Es una maquinita entre rosa y
naranja, hecha de piezas talladas de la concha spondylus
princeps, unidas por clavitos del mismo material,
una suerte de canasta cilíndrica, de unos 10 centímetros de diámetro,
partida en dos, y al medio, es decir equidistante de los extremos, un disco de
½ centímetro de ancho con un par de centímetros de diámetro más que la
canasta y una ranura en el canto. Todo ello atravesado por un eje de madera
negra jaspeada, de modo que el disco tiene todas las condiciones para girar: es
en cierto modo una rueda, a la que además puede enrollársele una pita en la
ranura y tirar de ella. Cuando por
algún motivo aparezco en escena –de tan nítido el sueño se ha vuelto
borroso- y estiro el brazo para
tomar el objeto de manos de la niña, este se me deshace entre las manos. Me
despierto con la preocupación de haberlo malogrado.
*
Estoy terminando de armar la máquina
de expresso por segunda vez cuando aparece Chumpitaz a compartir un café y a
conversar. Sabe que suelo despertarme como a esta hora y hace esporádicas
visitas, siempre trayendo consigo a la muchacha flaca, que no bien pisa la casa
se traslada a uno de los dormitorios vacíos a revisar mis revistas. Le fascinan
las colecciones de L´oeil y de Beaux
Arts, que hojea lentamente y deja marcadas con un pedacito de periódico
para retomarlas en la siguiente visita. Mi amigo Chumpitaz es un cholo muy bien
plantado, lo que se diría maceteado, más alto que bajo, oscuro de piel, de
pelo lacio sobre un rostro de rasgos finos, pero con una levísima sugerencia de
labio leporino. Flanquean la afilada nariz quechua pómulos salientes que más
parecen tártaros. Además es canoso y señorial. Podría ser un abogado de éxito
a no más de cien metros del Palacio de Justicia, o un American-Indian
congresista en Washington, y lleva el aplomo de esos dos tipos de prosperidad
posible. Cuando el frío lo permite, entre junio y setiembre, se encorbata en
unos ternos antiguos con un diseño que él llama espinazo de arenque, así, en
castellano. En verano, como ahora, se pasa el día en BVD, soltando riachuelos
de sudor por donde pasa. El gesto siempre es de cierta picardía, lo cual a su
vez mueve a hacerle bromas, a pesar de que es un hombre de gran respeto. Tiene
una voz profunda que quiebra las palabras en sílabas guturales, por la lentitud
de la dicción. Es un discreto curandero y magnate inmobiliario local, viejo
amigo de viejos amigos míos.
ALEJANDRO CHUMPITAZ: Listo su encargo, don.
MIRKO LAUER: ¿Cuál sería mi encargo, don Alex?
ACH: La pregunta que me hizo
hace ya un tiempo sobre el objeto que aparece en sus sueños, un huaco o un
adorno, ¿no se acuerda? Creo que se lo he ubicado. Como diría un policía, la
cosa está plenamente identificada. La cuestión ahora es si usted cuando la
reciba se va querer quedar con la cosa, o si va a desprenderse de ella cuando ya
la conozca. Si no la quiere, me avisa, y caballero, como dice mi nieto, que
quiere decir algo así como sin compromiso.
ML: ¿Dónde encontró ese supuesto objeto? ¿O más bien cómo? O mejor
todavía, ¿de qué se trata? Sobre lo que usted llama la cuestión, me gustaría
saber mucho qué es, pero no tanto llevarme el producto a mi casa. No vaya a ser
algo robado, aunque sea a la imaginación, que es lo más probable.
ACH: Le voy a pedir que cuando lo encuentre me haga el servicio de
traerlo aquí mismo su casa. Hágame ese favor. Aquí usted mira si le conviene,
y allí vemos. Puede haber otros interesados.
ML: ¿Gente que soñó lo mismo?
ACH: No, para nada, pero gente que les puede gustar la cosa en sí.
ML: Bueno, dele. Ya veremos cuando aparezca. ¿Y si fuera una sencilla
humita?
ACH: La veo más bien como un anticucho o un picarón, por allí va.
ML: ¡Ah carajo, don Chumpi!
Chumpitaz
se pone serio y entra en uno de sus silencios, que creo que son parte de su
fifulla curandera. Un largo minuto después me sale diciendo.
ACH: ¿Qué está sintiendo? Vuelva a contarme de sus sueños, última
vez.
Vuelvo a contarle todo el ciclo. La manera cómo el año pasado empecé a
dormirme y a despertarme a horas insólitas, produciendo islas de sueño y de
vigilia en medio de las jornadas. Cuando un año atrás llegamos a ese tema y él
me ofreció el brebaje de la muchachita no le conté sobre mis preocupaciones
con la pérdida, pero sí le presenté de manera esquemática aquellos sueños
mudables y recurrentes, que coincidían todos en la aparición de ese objeto en
manos de un similar personaje femenino. Ahora estoy descubriendo que le tengo a
Chumpitaz menos confianza de la que yo creía, y quizás hasta lamento haber
hecho la confidencia. El por algún motivo sigue entusiasmado un año después.
ACH: Eso que usted
está padeciendo, don Mirko, se llama la descompletud. Le está faltando
precisamente conocer ese objeto, y lo que este representa, para que se
recomplete. Siento que usted ya se está acercando al artefacto. Caliente,
caliente, doctor...
Le sonrío, pero no le cuento mi sueño náutico de anoche, y menos el
final. El retoma su antipático hábito de pasear a grandes trancos de un lado
al otro del enorme aposento, y luego de varias pasadas se detiene frente a la
mesa de mármol para decirme:
ACH: Le voy a adelantar. Conocer la forma del objeto es lo de menos. La
cosa es de dónde viene, y cómo se mueve en el mundo. Lo que usted busca está
en poder de una muerta, eso de todas maneras, y en realidad es lo único que
ella tiene ahora, lo único que le queda a esa muerta, y es la parte de
alma que sí se puede tocar y transmitir. Por el cielo mitad oscurecido y
por el aire caliente y movedizo se nota: la muerta está impaciente, y usted de
ningún modo está buscando solo.
Me viene la idea perversa de que mi amigo va a salir a comprar algún
objeto exótico para traérmelo, en una suerte de broma práctica, como dicen
los ingleses. Menos mal que no he demostrado ansias.
Chumpitaz
además de curandero eficaz debe ser, creo, el residente más culto de Cerro
Azul, en el sentido de políticamente formado –es un militante activo desde
los años 40, ya un poco desengañado- y lleno de curiosidad. Es uno de nuestros
temas de conversación. Le encanta la revolución de 1948, como la llama. Una de
sus preocupaciones recientes es incorporarme a un club de debates local. Esta mañana
por fin logra decirme algo concreto sobre el tema: esta noche será la sesión.
ACH: Dos
citas le doy, para que llegue a buen destino. Una en San Luis, para que conozca
a mis amigos de la peña cultural de la que le he hablado y que hoy se reúnen
para incorporarlo. La otra es una invitación a la arqueología informal, para
terminar de abrir una tumbita en el Iguanco. Sobre todo no se pierda lo segundo
por nada en el mundo, le conviene mucho.
Me dicta la
dirección de la peña.
ACH: No se
sorprenda, y sobre todo no se burle, aprenda - me dice al despedirse- es el día
que ha estado esperando, a ver si en una de esas recupera lo que ni siquiera se
da cuenta de que ha perdido.
Es cierto que ya desde hace un
tiempo me voy preparando sin mucho aspaviento ni mucha esperanza para lo que
ahora me ofrece Chumpitaz. Para eso
vengo tomando el brebaje de la muchachita, para eso me acuesto temprano, en el
fondo. En todo caso no es el primer año que me dedico a recorrer el pueblo bajo
el cielo del Can Mayor, los Mellizos, el Centauro y la Cruz del sur en la cumbre
de la bóveda celeste. Con esa misma premonición de un encuentro, en la que ya
he fracasado varias veces, siempre por una mala lectura de los indicios por
parte de Chumpitaz. En esos casos de
desencuentro Chumpitaz ha desaparecido semanas enteras, dejándome abandonado a
mi desconcierto y siempre tomando el brebaje como un cojudo. Por eso ahora
deambulo por la casa como si fuera una noche cualquiera, listo para el ritual más
frecuente: una vuelta por la playa y a retomar mediante la lectura lo que queda
de un descanso interrumpido, que nunca es mucho y del que ya están ausentes mis
ordenados sueños de la noche temprana. Esas segundas dormidas, suerte de
siestas moqueguanas, son un relato hecho de interrupciones y obsesiones banales,
que solo recuerdo como incomodidades físicas causadas por la colcha, la
almohada, una camiseta enredada entre el cuello y las axilas, un calzoncillo
asimétrico en torno de los muslos. Una
vez que Chumpitaz y la muchacha se despiden, decido salir a dar el paseo
habitual por el comienzo de la playa larga del otro lado del muelle, y que lleva
a Los Reyes y Cerro Colorado. La parte del mar la oscurece una niebla cerrada,
pero en la distancia del lado de las montañas despeja la tiniebla una luna
llena adelgazada e intensa, como una moneda muy circulada y hace que a los
costados de la carretera brillen en la distancia las sandías y los melones, a
los que imagino tumbados inmóviles entre las hojas negras y la arena, como
pequeños meteoros que descansan al extremo de su carrera. La luna rota lenta,
algo ocre, cubierta de venas por las que siento circular una sangre geológica,
clara y ligera. Allá
afuera en la línea de la costa aún hay varios autos instalados con las capotas
hacia el horizonte, bajo unas cuantas luces desorientadas que no le hacen mella
a la tiniebla que rodea el estacionamiento. Desde esta distancia la presencia
del mar solo se advierte por el estrépito de las olas, acaso por el olor, y de
vez en cuando por un lampo de espuma, luego otra vez nada.
Hasta
que finalmente salgo, en ropa de baño y camiseta. Rojo, negro y blanco, los
colores del arlequín. Cierro detrás mío
la puerta verde desde la que se puede ver de lleno los restos de la fortaleza
incaica del traspatio, todavía calientes del día soleado. Alcanzo el jardín
hundido al pie de las escaleras, un poco a tientas, y bordeo el césped donde
cada tantos metros se confunden los olorosos mensajes de la madreselva, los
jazmines y el ilán-ilán bajo el zumbido de los reflectores que mantienen
misteriosa el agua clorada de la piscina. Escucho timbrar el teléfono, pero no
quiero volver arriba, menos contestar la llamada en esta hora insólita, y me
quedo inmóvil esperando que se apague. Luego salgo por el generoso zaguán del
condominio que en otros decenios era cruzado por una locomotora que llevab y traía
las balas de algodón y las bolsas de azúcar almacenadas sobre un gran
canchón cubierto, siempre a la espera del próximo barco. El agua de la
caleta, tan movida esta noche, extrañamente no refleja faroles del muelle. Me
espera, como siempre, una suerte de semicírculo ceremonial de columnas
cuadradas cortadas al sesgo a diversas alturas que conmemora un desembarco de gastarbeiter
japoneses en 1898. Un poco más allá una hilera de delfines de expresión
molesta en yeso pintado ensaya una heráldica de Cerro Azul,bautizado El puerto
de los ensueños.
Un
mototaxista lechucero me ofrece sus servicios, pero casi no le respondo.
Prefiero caminar bordeando la caleta hacia la entrada al muelle, para lo cual
hay que cruzar frente al galpón Don Satu, más allá una serie de casas tipo
tienda americana, algunas reconstruidas para parecer mansiones trujillanas en
miniatura, o casitas republicanas de Pacasmayo, y el vértigo arquitectónico de
algunos hostales, con sus ladrillos esmaltados del color de la sangre seca,
ventanas estrechas como troneras y fierros oxidados todo el año. Unos pasos más
allá está el terminal pesquero con cinco mostradores de loseta blanca y azul
vacíos e inodoros a esta hora. Al pie de los mostradores, donde el muelle da la
impresión de estar sacando recién sus columnas de las profundidades de la
arena, duermen apiñadas las chalanas que no salieron. El muelle está cerrado y
un letrero prohíbe pescar con algo que no sea atarraya y cordel, impedidos
“el tramayo, el chinchorro, el espinel y otros aparejos de pesca”. Debajo
chapotea una poza de agua que no juega con la luz, muerta, pero muerta sin
sosiego, en una frondosa flotación de trapos deshilachados y vasos de plástico
a la deriva .
Cruzo
por entre las chalanas, todas de nombres originales y previsibles. No hay cómo
leerlos en la penumbra, pero los conozco casi de memoria, sus colores, las
curvaturas de sus panzas. Incluso en algunos tengo retenidos los nombres de pila
de los familiares que acompañan al nombre propiamente dicho, como en los
camiones y los taxis. Virgen de Chapi, Cerro Azul, Dos hermanas, Tres hermanos,
Marisol, Señor de los milagros (María Alejandra Jimena), Mi Karina, Llegó Coné,
Llegó Hilach. ¿Quizás hay un mensaje en la combinación de todos estos
nombres, como cuando la poeta Blanca Varela cree que hay un mensaje para cada
uno de nosotros en las huellas de las aves marinas sobre la arena? Por lo menos
aquí hay voces incorpóreas en la noche.
*
CORO VOCES EN LA OSCURIDAD:
!!Pinguíííno!! (unas cinco veces)
HECTOR: Pingüino.
WILLY AYALA: Sí señor. ¿Qué
se le sirve?
H: Un ratito. (se vuelve hacia
los demás) ¿Cervecitas?
OSCAR: Simón que síp sip sirip.
CLARA: Para mí también,
gracias.
SOLEDAD: (muy borracha) ¿Tiene
daiquiri?
WA: Eso sí que ya no queda, señorita.
S: ¿Qué hay?
WA: Hay cervecitas.
S: ¿Nada más?
WA: Hay pisco, chilcanos, vino, y
whisky, pero es importado. Gaseosas sí tenemos todas.
S: ¿La cerveza a cuánto?
WA: Igual, un chopp. tres soles.
S: Cerveza, cerveza, cerveza. Ya pues, una cerveza.
Cervezas. Cuatro cervezas chopp. (El mozo parte a traer el pedido y regresa.
Durante ese tiempo las dos parejas se mantienen en silencio. El mozo llega, deja
cuatro vasos, cobra y se retira)
S: Nos han traído aquí a cachar.
O: Oye qué te pasa. Toma tu
cerveza tranquila.
S: !A cachar! !A cachar!
!Cervecitas! A cachar.
O:
Tranquilízate Soledad. Tú dijiste para venir aquí en primer lugar. Esto no es
un hostal. Es una playa.
S:
Peor que un hostal. A cachar en la arena cochina, entre patillos podridos. Para
eso nos han traído.
H: Nadie te va a cachar.
S: Claro que no.
C:
Mejor escuchen el mar, están reventando las olas. Se ve al fondo la espuma
fosforescente.
S: Claro. El mar y las olas para cacharse unas cholas. A
mí no me la hacen. ¡Carajo¡
O:
Ya pues Soledad. No jodas. Estas borracha. ¿Quién le ha pedido una cerveza? Qué
irresponsables.
H: Oye, ¿pero Oscar no es tu
novio? ¿Cuál es el problema?
S: ¿Será mi novio? (se queda
dormida)
[Oscar y Héctor hacen un aparte
a unos metros detrás del automóvil]
O: Qué vaina la que le ha dado a
esta mujer
H: Mala tranca
O: Y eso que no estamos peleados
ni nada
H: Hay días así…
O: Parejas así.
H:
Soledad y mala tranca, no te quejes. Un amigo psicólogo me contó el cuento de
un paciente suyo que vive asado porque es machucante de una mujer casada, que
cada vez que ella se pelea con el marido, ella se pelea también con él.
O: ¿Y por qué se pelea?
H: Por lo mismo que en su casa.
O: Una prolongación del
matrimonio por otros medios.
H:
Sucursal, sí. Y a veces la bronca es peor con el amante-paciente. Ella le saca
cuchillo.
O:
Podrías resolver dos problemas con un solo divorcio, o una sola cuchillada. ¿Pero
cómo es que el pata sabe todo eso sobre su amante y el esposo?
H:
Ella le cuenta al amante, que es el que le cuenta al psicólogo. Es decir, que
empieza a contarle el problema que tuvo en casa, y le pone trampitas por el
camino al amante, que entonces opina, y así…
O:
O sea que el problema es que el amante piensa igual que el marido…
H:
Claro, el amante toma partido por el esposo, y allí comienza.
O: Segurola.
H:
Se parece un poco a otra historia que me contó, de la señora que en los
minutos antes de empezar a tirar con su trampa hace dos cosas: lanza su calzón
por la ventana del cuarto, no importa desde qué piso o hacia dónde, y llama
por teléfono a su marido para colgarle apenas él contesta.
O: ¿A la casa o en horas de oficina?
H:
No sé. La cosa es que el esposo levanta el fono y escucha un clic.
O: El clic de la cosa que
comienza.
H: Sí, gracioso.
O: ¿Pero el marido sabe qué
significa el clic?
H: No se, mi amigo no me dijo.
O:
Uno pensaría que con el tiempo el hombre habrá sacado alguna conclusión más
firme que la del número equivocado. La más obvia, la coincidencia entre el
clic y la ausencia de su esposa.
H:
Y el río de calzones perdidos.
O:
Habría que conseguir algo más de información de ese psicólogo.
En el arenal que sirve de
estacionamiento el exquisito placer hidráulico del primer sorbo es siempre
suyo. Los pocos que conocen de su maña le dicen el murciélago del malecón.
Aunque el apodo algo trillado lo acompaña clandestino, pues jamás se usa
delante de él. Alude a la costumbre que tiene Willy Ayala de sacarle un sorbo
medido, silencioso, imperceptible, ni muy largo ni muy corto, a cada uno de los
tragos que sirve, en el turno de la noche a la madrugada, en el terraplén de
arena apisonada que va de los restaurantes hasta la sempiterna fila de automóviles
hipnotizados por el mar. Pero sospecho que también se lo dicen por otras
evocaciones transilvanias, como su facha vinosa y su mirada profunda de alcohólico
mal nutrido. Pues él es la parte a la vez pública y privada en el paisaje de
todos los alcoholismos que lo rodean, el servicial Ganímedes y el celestino
Mercurio para los Zeus del billete y de la bocina. El murciélago del malecón,
que bien podría ser llamado el colibrí del malecón por su bondad, es un alcohólico
para alcohólicos.
Cuando aparezco en una esquina
del estacionamiento dos parejas jóvenes chillan en un auto, a punto de estallar
hacia la madrugada. Cinco de la mañana. Hay un terral, y delante del terral la
playa con su oscuridad cerrada, que es donde está estacionado el público. Un
mozo corre de un lado al otro con algo parecido a una chaqueta de fumar blanca
arrugada y sucia, transportando cerveza y otros alcoholes en vasos a los automóviles
sobre una bandeja redonda de latón. La escenografía reproduce toda la serie de
bares de provincia costera, delante de los cuales los cuatro jóvenes –Héctor
y Clara, Oscar y Soledad- están discutiendo. En realidad hay gente discutiendo
dentro y fuera de los autos, por todas partes, y sus voces resuenan en el cielo,
como estrellas, a medida que se van apagando en dirección de las constelaciones
visibles del lado del valle.
Willy, Guillermo Riki Ayala Sanín,
es un cholo amarcigado y flaco, un poco rengo, del bello color de la arena húmeda,
a medio camino entre alto y bajo, según si se yergue o se encorva. A sus ojos
marrón claro les falta poco para ser ligeramente verdes, y llevado por su nariz
filuda el rostro oscila entre ícono indigenista y noble italiano, según el
viento sople. De alguna manera el calandrajo blancuzco que usa como uniforme de
trabajo le da a su cuerpo la estructura que no tiene de paisano, pues
transportar una bandeja con líquidos varios, aunque sea con las dos manos, lo
obliga a caminar erguido. Willy tiene el hábito de sonreír con la mirada fija
en el vacío, mientras su mano derecha, cuando está libre, desordena aún más
un pelo grasoso y chuto. Aunque a veces pienso que ese movimiento de la mano es
solo su forma de incomodarse ante mis preguntas. Lo digo porque su sonrisa de
labios plenos, jalados para atrás más que hacia arriba, tiene una extraña
manera de mantener en su sitio la amargura esencial que asoma en el rictus.
Hay meseros que en su parodia de
los clientes y su desolación etílica, en el paso por la trastienda se dedican
a apurar lo que queda en las botellas, y sé de algunos que se sorben hasta los
siempre amarillentos conchos de copas y vasos, apartando con la lengua las
colillas flotantes. He oído hablar de un mozo del Bar Superba de San Isidro que
a fines de los años 70 cobraba su salario completo en copetines constantes y
sonantes, los cuales se aplicaba abiertamente del lado comercial de la barra.
Que yo sepa Willy nunca toca ese fondo. Ni recoge sobras con los labios ni
negocia tragos con la casa. Una explicación fácil de por qué no lo hace sería
que porque su arte de prestilabializador aéreo no lo necesita. Sólo precisa
que lo dejen actuar, que lo dejen transgredir, que le dejen los labios libres,
que le encarguen bandejas de plaqué colmadas de frescura, que no lo miren mucho
de perfil, o al trasluz, porque es allí donde se nota cómo hunde las rápidas
fauces en ese pequeño esplendor lacustre circular y resplandeciente que es la
superficie de un trago recién servido al ras.
C: Las parejas se destruyen en la madrugada.
H: ¿Por qué dices eso?
C: Así lo
siento. Siento que hay algo que no somos nosotros dos cada uno por su cuenta,
que es esa cosa pegada, como dos medias naranjas con chicle, que mi psicóloga
llama la pareja, y que aquí en la playa está más en peligro con cada hora que
pasa. Porque toda pareja tiene un secreto que ella desconoce y que puede
destruirla, y ese secreto aparece en la madrugada.
H: ¿Debemos
irnos?
C: Soledad ya se calmó,
parece contenta. Un ratito más, otro chilcano.
H: Pero en ese ratito puede
sucumbir la pareja a su secreto…
C:
Entonces agárrame fuerte, pero no de las tetas, que me las has molido.
H:
Pero vuelve a explicarme ¿Por qué las parejas se destruyen en la madrugada?
C:
No sé, ya te dije. Porque están muy cansadas. Porque están demasiado sudosas.
Porque uno de los dos ha lubricado demasiado. Porque a esa hora se peleaban sus
padres. Porque no pueden sobrevivir 24 horas sin cerrar los ojos en la
oscuridad. Porque un nuevo día exige una nueva pareja. O por mucho alcohol o
por poco alcohol. Cualquier cosa en realidad.
H:
¿Y tú crees que si seguimos aquí esta pareja que somos se va a destruir?
C:
Pero de todas maneras. Como el vestido de la Cenicienta o las cuerdas vocales de
la Scherezada.
H: ¿Como en cuánto tiempo?
C: Poco tiempo.
H: ¿Cómo vamos a notar los
primeros síntomas?
C: No hay síntomas. No es una
enfermedad. Es como un encantamiento.
H: Será un desencanto más bien.
C: Al revés. Algo sucede que
embruja a la pareja y la hace empezar a vivir en mundos separados, a veces por
un tiempo, a veces para siempre. Es un nuevo entusiasmo que lo revienta todo.
H: Creo que tú ya te estás
encantando en alguna dirección. ¿Es simultáneo?
C: Inevitablemente, aunque
siempre uno se da cuenta antes que el otro. Es decir, ve llegar la aurora cuando
el otro todavía está en su noche.
Pero hay otro lado en la historia
de Willy, que es cuando lo veo sentirse como el mismísimo culo al final de cada
madrugada, digamos en la luz todavía lechosa y deficitaria de las seis menos
unos minutos. A esa hora tambalea entre los automóviles para recoger botellas
realmente vacías y también para tratar de que suelten una propina terminal los
parroquianos que se quedaron a esperar el alba y acabaron pegados a ella, o los
que recién llegan para hacer deporte. A esa hora Willy es Diógenes buscando
entre botellas y propinas como si ellas fueran las últimas verdades, aquellas
que pueden ser llevadas a casa sin consumirse por el camino. Siempre imagino que
sus problemas personales son cosas horribles como llegar a casa sin verdadero
dinero (“Allá solo existo a partir de los doce soles”, me dijo una vez), o
a escuchar nuevas conminaciones finales de su familia, o a comprender que el
ciclo se ha repetido una vez más, o a combatir boca arriba contra la gran náusea
biliosa, o a tratar de dormir con luz de día. Aunque Willy tampoco puede dormir
en la oscuridad, pues el alcohol le bombea una claridad de foco de
neón por las arterias, y él siente a través de ellas como por un vidrio, me
informa.
La
realidad es que Willy casi nunca llega a casa. Cuando la luz se declara en serio
le entra un terror a emprender las pocas cuadras del regreso a casa, en las
afueras del pueblo, y prefiere ir a ocultarse en la tierra aceitosa y muerta de
los entresijos que separan a las terrazas de los restaurantes, donde día y
noche flota una penumbra pringosa que lo reconforta. Para entonces ya es tarde
para guardar su uniforme y su bandeja en la cantina, y además los precisa a
ambos para completar la frazada que se fabrica con algunos periódicos. No volvía
a casa, me contó una vez, porque temía no encontrarla al final del camino, no
por desorientado, sino porque ella hubiera desaparecido. “O que me la hayan
cambiado”.
Willy me
cuenta que su malestar de soledad, así lo llama, se agrava en las noches con
cielo despejado, en que las estrellas como que se desdibujan y lo miran. Nunca
he querido hablarle del famoso cuadro de Van Gogh, y menos mostrárselo, pues lo
asocio con el síndrome alcohólico de Korsakoff que ya lo podría estar
acechando. Pues hay ocasiones en que se me ocurre que Willy ya está alucinando
y ha perdido la capacidad de formar memorias nuevas, y de pronto ya no está
recordando siquiera nuestro anterior encuentro. Nunca lo he sometido a prueba en
ese tema, quizás porque no advierto lagunas en sus comentarios, ni un
particular desorden mental. Sus incursiones en lo que llama su malestar de
soledad tienen la engañosa transparencia de, digamos, un martini. Además hay
cosas que me indican que Willy no ha perdido algunas de sus facultades mentales
más finas. Alguna vez, hace poco, me
sorprendió con un discurso sobre los verdaderos mozos-pingüinos, los de la
playa limeña de la Herradura, a los que evocaba transportando bebidas
elegantes, no me pudo decir cuáles, a través de un espejo de asfalto. Me los
describió de frac, con bandejas cargadas hasta los bordes, caminando a gran
paso ejecutivo en dirección de enormes automóviles negros con parachoques
cromados brillando paralelos a la espuma de las olas limeñas.
S:
¡Cariiiijo!! Acabo de ver en el espejo a ese mozo meterle el hocico a los vasos
que nos está trayendo. Dile algo.
O: ¿Pero qué le digo?
S: No sé, mándalo a la mierda.
Jódelo.
O: Mucho lío. Que se joda solo.
El asunto es los tragos. ¿Qué tomamos?
S:
Yo sí que no tomo esa cochinada. Además se le nota que está borracho. Hasta
se le escucha el tufo cuando habla. ¿Qué fue lo que te dijo?
O:
¿Qué tiene que ver lo que me dijo? No son los primeros que nos tomamos. Ya te
has tomado como tres, me imagino que todos sopeteados.
S:
¡!!AAAJJ!! ¿Qué estás diciendo? ¿Que ya no importa que remoje allí su
labio? ¿Se lo has visto?
O: No, nada de eso, pero…
S: Creo que voy a vomitar. Tú sigue tomando si quieres.
O:
Le voy pedir unos vasos vacíos, y pasamos los chilcanos allí.
S: ¿Más chilcanos rechupeteados? ¿Estás loco? Les va
a pasar la lenguaza de todas maneras.
O: Shhhh. Allí viene.
Una vez Willy me dijo:
WA: Si no tuviera este
trabajo no tomaría.
Tal vez es cierto, o tal vez fue
cierto alguna vez. Pero la cosa es que seis veces por semana, y a veces siete,
Willy le saca sin mayores problemas una borrachera completa y una resaca tamaño
oficio al centenar de tragos que traslada cruzando la tierra apisonada desde la
barra del restaurante-cantina “La geometría variable” hasta los vehículos
estacionados al filo del mar. Pues además de un colibrí o un murciélago,
Willy es un pingüino. Nunca nadie le ha dado o exigido un frac, pero su trabajo
es cruzar esos cincuenta metros de ida y vuelta moviéndolo todo menos la
bandeja. Es más o menos por la mitad del recorrido que Willy de pronto levanta
(o baja, según el caso) la bandeja de plaqué con la precisión de una gaviota
en picada y sorbe inclinando hacia su boca las botellas de cerveza o pega el
labio superior contra el filo de los vasos, según lo que toque. Luego sopla, un
soplido breve y enérgico, staccatto,
como para disipar cualquier aroma suyo que pudiera haber quedado flotando sobre
el vaso.
Para
quien conoce la costumbre de Willy, los vasos que traslada sobre las bandejas drive
in que cuelgan de las puertas de los automóviles tienen una extraña aura,
como si fueran piezas únicas que hubieran pasado por un ritual, y estuvieran a
punto de comunicarle al consumidor un bautizo secreto. El beso del mozo, si se
quiere, pero más probablemente el beso moderno de la velocidad. A veces pienso
que la velocidad ornitológica que tiene Willy para sifonear alcohol no es más
que un tic, una forma de recordarse a sí mismo que lo que está haciendo no es
muy correcto o por lo menos un poco peligroso. Pues por lo general no precisa
ser muy veloz ni muy discreto. La luz, como he dicho, es pobre, y la mayoría de
los dueños de esas bebidas están contemplando el mar embelesados o
transportados mirándose a los ojos con su pareja, o ya no están mirando nada a
más de unos centímetros de distancia. Siempre está la posibilidad de ser
denunciado por otros pingüinos, claro, y quizás algunos en efecto lo utilizan
como argumento para alejar clientes del Geometría: ingeniero, no vaya allá,
que allá le chupan su trago sin que se dé cuenta, o algo así. Pero eso parece
mal negocio para toda la playa.
(El auto está con la puerta del copiloto abierta y
Clara está vomitando con una vaso en la mano. Héctor la recrimina.)
H: Te estás volviendo una
vomitona
C: GHHHHH!!!
H: ¡Pero qué tal vomitona¡
C: ¡GHHHHHH ¡! GHHH!!
H: Creo que te gusta buitrear.
C: Vete a la mierda...
H: Boca sucia
C: Dame un beso
H: Asquerosa.
C: Tanta cojudéz.
H: Los romanos vomitaban para poder seguir chupando
C: Qué dato más estúpido.
H: ¿Otro chilcanito?
C: GHHHHHH!!!
H: ¡Cáaaa-rájo!
C: Creo que arrojo por ti.
H: ¿Vomitas por mí?
C: Creo que cuando arrojo estoy tratando de decirte algo
H: ¿Cómo
que me envías un mensaje?
C: No.
No mensaje. Sino como que esas arcadas son una frase que te estoy diciendo, que
es: no te burles
H: ¿Cómo
en el idioma vomités?
C: ¿Ya
ves? No te burles.
H: Quizás
es tu hígado el que envía mensajes SOS al resto de tu persona.
C: Te
estoy vomitando a ti, limpiando mi organismo de tu persona.
H: Yo
soy el que está limpiando tu organismo, con esta franela.
C: Chúpate
el trapito.
H:Ya
pues Clara. Les voy a decir para irnos.
C: No,
todavía. Quiero ver amanecer. (canta) Tú tienes que ayudarme a conseguiiir…
H: No
Clara, tú sabes el daño que te hace.
Quien invariablemente contempla a
Willy con una especie de reproche blando, y conoce la peripecia en todos sus
aspectos, es Octavio Jerí, el obeso administrador del Geometría, quien maneja
la caja y la barra. Pero él desde su caja, que es un cuaderno borroneado para
beneficio de la propietaria, registro que cada tantos meses se agota o
desaparece, sabe bien que esos sorbos son un complemento importante del ridículo
sueldo de Willy (digamos que son su ingreso líquido), que consiste en medio
salario mínimo, la cena, más todas las propinas que le caigan. Además el sifón
es su pasión. En todos esos años el administrador nunca ha visto a Willy, su
mozo principal y el más popular de la noche, tomarse un trago completo. O a un
cliente exigir que la próxima cerveza se la abran delante suyo. Además ¿quién
decide dónde comienza un vaso? El gordo siempre los llena hasta el borde, como
un desafío o un aliciente, y Willy los entrega con casi un centímetro de
merma, que es más o menos como suelen venir los vasos estándar en la vida,
incluso los que nos ofrecemos nosotros mismos. En una de esas noches de
verdadero ocio llegué a calcular que Willy se podía zumbar casi un metro de
alcohol en una jornada estándar de fin de semana.
Alguna vez le pregunté al
administrador, quien además es un pastor evangélico, sudoso y sabio, que
probablemente hace con las moneditas y los billetes pases parecidos a los que
hace Willy con el alcohol:
ML: ¿No lo jode que le meta
esa chupadita a los vasos?
La pátina profesional de la
respuesta me intriga todavía:
OCTAVIO JERI: ¿Quién? ¿El
murciélago? No señor. Créame que no se nota, y además lo hace tan rápido
que no hay peligro de que se ensucie el vaso. Tengo años en esto, y le digo que
es inevitable que todos se chupen algo por algún lado.
Siempre he querido encontrar algo
de admiración por Willy en ese comentario. El gordo incluso me ha ilustrado al
añadir que peores son los que les retiran a los clientes mareados el vaso a
medio tomar para llevárselo adentro, que les dicen secuestradores. O los que
hacen comprar al parroquiano un trago de más que luego es escamoteado por el
camino, y reaparece a la hora de la cuenta, llamados carruseleros.
Luego hay los licuadores, que le meten agua a los tragos y se toman la
diferencia. Además de los concheros que repasan el fondo de los vasos, están
los cambiadores de copa, los submarinistas que diluyen los tragos, los
brindadores que saben cómo hacerse invitar trago tras trago.
(Soledad
y Oscar, con la lengua ya muy traposa)
S:
Planeta
O:
Satelite
S:
Planeta
O:
Satélite
S:
El firmamento entero
O:
La oquedad que sostiene a las estrellas
S:
Y les roba el fuego
O:
Y nos arroja sus almas como tantas centellas
S:
Planeta
O.
Satélite
S:
Planeta
O:
Círculo filudo de Saturno
S:
Kiss me.
O:
Lávate la cara.
S:
¿Dónde?
O:
En el mar, si quieres.
S:
Me da miedo, acompáñame.
(Se
van caminando)
El mostrador del gordo está algo salido en dirección de
la orilla, y recostado contra él uno puede ver a los lados en perspectiva hasta
tres establecimientos parecidos hacia el norte y dos hacia el sur, cada uno con
su dotación de bebedores indiferentes y rezagados.
Detrás de las cantinas, todas con algo de imaginario y musical,
alineados sobre el jirón José Olaya están los restaurantes, cada uno más
concreto que el siguiente. De sur a norte son el Cañaveral, el Calamar, el
Cordel (“Nuestros cheffs aguardan por usted”), Fabián, Puerto Azul,
Ferrari, Las 200 millas, La Foca II, El Delfín y el Karaoke.
Un poco más allá, en una calle paralela, el Napoleón II. La comida es
más o menos la misma: chitas fritas, jaleas, cebiches, camaroncitos crocantes,
secos de res.
Aquí en el Geometría el Gran Triángulo, un conjunto
local con giras por Lima, que siempre reaparece como un cometa de verano, acaba
de cumplir con un pedido de “Poquita fe” y se ha desplazado a acariciar los
oídos de nuevos parroquianos sentados en la siguiente cantina hacia el norte.
Los veo erguidísimos, mirando, como siempre, directo a las nubes y a la luz de
la luna, cancerbera del bolero. Cada tanto sonríen, casi puede decirse que al
unísono, pues lo hacen al mismo tiempo, pero sin mirarse, como si una palabra
en la letra o un acorde clave les indicara el instante de sonreír. Podría ser
que se sonrían de sus propias cosas, contagiados de la alegría que creen
producir en torno suyo con canciones melancólicas, y hasta deprimentes, un
verdadero pase de magia. Quizás sonríen al aire para no dar la impresión de
estar coqueteando con alguno de los parroquianos, o se reproducen a sí mismos
en alguna antigua fotografía promocional: dos grandes guitarras y una primerísima
voz aferrada a dos maracas. De cuando en cuando el guitarrista más joven se
vuelve hacia un humilde cajonero que toca acuclillado detrás de ellos, como un
cuarto vértice, para alentarlo con
una frase críptica. Como no hay niños ni muchachas tímidas a esta hora, nadie
les hace realmente caso, y por alguna misteriosa razón el Triángulo no se
acerca jamás a los automóviles estacionados, sino que les canta desde lejos,
demasiado lejos, “Hay en tus ojos el verde esmeralda que brota del mar, y en
tu boquita la sangre marchita que tiene el coral. En la cadencia de tu voz
divina la rima de amor, y en tus ojeras se ven las palmeras borrachas de
amor”. Pero solo los pueden escuchar algunos grupos de jóvenes paseanderos
instalados en las esquinas dedicados a terminar de entender las nuevas
relaciones entre ellos, entre ellos y el alcohol, entre el alcohol y el mundo.
Cuando todo esto termina los cuatro salen a peinar el lugar sombrero en mano.
Willy me dice: no tomaría tanto
si tuviera más familia, soy de Acarí. No extraño mucho, pero sí pienso. ¿Volver?
¿Para qué? Allá no se acuerdan de mí. ¿Sabrán mi nombre, mi verdadero
nombre? Yo soy Guillermo, era. Nunca he pensado en volver, me da como un miedo.
No voy, pero sí me acuerdo de la mina, de los camiones inmensos que no pueden
frenar nunca, y que para parar se desvian por el desierto. Allá están mi mamá,
mis hermanos. En San Vicente hay una señora de Acarí. Acarucho, me dice, y yo
la busco para que me diga. Pero cuando voy mucho ella ya se pone a tomar más y
me requiere de coito. Así que voy poco. Mi esposa tampoco es de aquí. Antes me
decía vamos a mi pueblo, por Yauyos, allá no vas a tomar, no vas a padecer
tanto. ¿Pero a qué hacer? ¿A vivir como el pájaro en las alturas muerto de
frío? Así le digo, si ni siquiera hay para el viaje. ¿Quién nos va a
recibir?
Le hago la pregunta de siempre, y
me dice que sí, que está seguro de ser de Acarí. “Tengo un papel”.
O:
Soledad, Soledad, despiértate
S:
Despiértate tú, ¿Yo qué voy a hacer despierta?
O:
A tu casa
S:
Sabes que ya no puedo volver a mi casa
O:
No hagas bromas
S:
Te dije que si nos pasábamos de las doce...
O:
Son casi las seis
S:
me dijeron, ya no podía volver...
O:
Soledad, no jodas, me muero de sueño
S:
..que si volvía me mataban
O:
¿Y para qué está esta pistola? (la
muestra)
S:
Sí pues, para qué está. No te atreviste con el Yayo. ¿Para qué la has traído?
O:
El Yayo es mi amigo
S:
Entonces deja dormir, maricón. Mejor te iría con la otra pistola.
O:
¿A quién le dices maricón?
S:
¿A quién va a ser? Al maricón.
La mezcla que mantiene a Willy es
letal, y por último no tan variada, --cerveza
las más veces, mucho ron con gaseosas negras, chilcanos, piscos en copita,
copas de vino, muy de vez en cuando un whisky--, como corresponde a un
establecimiento de provincia, pero es eficaz. Letal sobre todo porque uno de
tantos principios rígidos que Willy mantiene es no discriminar, en el sentido
de no dejar pasar un solo trago: los va sorbiendo en el orden en que aparecen,
indiferente al clásico consejo de no mezclar alcohol de grano con alcohol de
uva, o tragos largos con tragos cortos, licores claros con licores oscuros, o líquidos
tibios con líquidos helados. Como en ciertas reuniones finlandesas, Willy echa
mano a lo que llegue, y sorbe cada trago como si fuera el último, y en esa
vehemencia, venga como venga la mezcla de la noche, el alba siempre lo encuentra
con todos los sorbos puestos.
Así mismo vuelvo a encontrarlo
esta noche, a minutos de ingresar a una atroz madrugada de verano. Como conozco
bien a Willy, le pido que traiga la botella de agua mineral hasta aquí, la
mejor mesa del establecimiento, una suerte de tabla de triplay donde Jonnhy y
Reubet han tallado sus nombres y que tiene las patas clavadas en la arena a unos
metros de la orilla, y que la destape delante mío. No tengo claro si también
sifonea aguas gaseosas, ni me he tomado la molestia de explicarle por qué lo
hago, pero igual el pedido lo hace sonreír hondo, con una alegría de niño
premiado, y tal como supe que lo haría, se vuelve a acordar de un chiste más
bien malo que ya le he contado docenas de veces, sobre el puntilloso parroquiano
que en un bar alemán quiso protegerse de su propio Willy Ayala.
El chiste es más o menos así:
el parroquiano ha bebido litros y tiene que ir al baño, pero no quiere dejar
desprotegido su vaso de cerveza (en el relato para Willy lo adorno volviéndolo
uno de esos gigantescos chopps alemanes con un galón de capacidad, con escenas
germanas en relieve y tapa de peltre, en medio de un Braufest a Gambrinus, rey de la cerveza). Entonces el parroquiano
escribe y apoya contra su vaso una tarjeta que dice “Yo he escupido en esta
cerveza”. Cuando regresa del baño alguien le ha escrito debajo “Yo también”.
Willy se ríe como loco, y alguna vez me he preguntado si el entusiasmo por el
chiste no lo podría llevar a escupir en alguno de los vasos que sorbe. Pero
siento que no lo ha hecho todavía porque no tendría a quién contárselo, y
además tengo la sospecha de que chiste, vaso y escupitajo se le olvidan a los
pocos minutos. Le he contado chistes peores sobre el mismo tema, pero ningún
otro le ha interesado.
HE: So what are we doing here?
SHE: What do you mean? We have a job to do. Besides, these are very
important prehispanic ruins. Says here in this booklet.
HE: They look like shit to me.
SHE: Don´t be an asshole. You´ve been saying the same all the way down
from Tumbes. Maybe you´re missing which country we´re in. Cut down on your
drinking, snort-ass.
HE: I told you already, I want to see
SHE: Is it really ?
HE: Of course it is...you´ve read…
SHE: So shove the genuine article, I am enjoying myself mucho bonito
here. So fuck off. Besides, the genuine article is the one that what´s-his-name
fuckface will get for the man.
HE: Up yours
SHE: Besides the other man has also offered to sell
HE: So?
SHE: So nothing, keep cool, wait for the moment. Ask straw-lips there for
another two rotguts.
En realidad los chistes no hacen
reír a Willy como loco sino como un loco, como el loco que en el fondo ya se ha
vuelto desde hace años, por haber organizado el traslado de tantas borracheras,
propias como ajenas, de la noche a la madrugada. Esta vez no ha querido celebrar
el chiste un tiempo desmedido y se ha puesto taciturno. Por un instante pienso
que va a pedirme una propina especial por la inminencia del año escolar, pero
no es eso. Se sienta a la mesa, me acerca la cara y dice, como en un soplo:
WA: Hay una persona, un viejo,
que ahora nadie le ve, pero que está corriendo olas en la neblina negra, se
queda sin moverse un ratito, parece que se hubiera quedado dormido, o muerto, y
en eso vuelve a darle rema que te rema con sus brazos paquí, pallá,
y no para de estar corre y corre desde ayer en la tarde, mister. Si uno
se queda mirando lo llega a ver, cuando se acerca para acá, y de allí
desaparece, yendo y viniendo.
En otro contexto la descripción
hubiera sonado fresca como un primer sorbo matinal y cristiano de agua mineral y
deportiva. Pero Willy presenta con exactitud el aspecto siniestr o de la escena,
como si describiera a un insecto luchando por su vida sobre el agua, y ese es el
sentido que él le quiere dar. El tablista está condenado.
ML: ¿De verdad lo has visto en
el agua o te han contado? ¿Alguien te dijo?
¿El gordo?
WA: No. He visto y también me
han dicho. Una pareja de gringos que ya se han ido. No pidieron en el auto, sino
aquí, en esta misma mesa que estamos, una botella de vino blanco chileno de
cuarenta soles. Justo cuando yo le alcanzaba la bebida, iba limpiando la mesa,
poniendo cenicerito, servilletita, apareció un señor en un taxi, y ella le
habló en castellano, “Está en agua,
sigue agua. Sportivo”, y él le
preguntó qué cómo sabía, y ella contestó que lo habían visto entrar, y
moviendo los brazos le dio las explicaciones como las que yo le he dado. Después
los gringos prendieron una radio chiquita, se pusieron a escuchar como
noticieros en volumen bajito. Un poco más tarde, no hace mucho rato, apareció
el taxi de nuevo, y se los llevó. Dejaron casi media botella.
ALBINA GARCÉS:
¿y el huaquero?
BERNARDA
WINTOCK: Un tipo confianzudo, medio pata en el suelo, pero simpático, y de
cuidado. Decía que era arqueólogo, y sí parecía un poco.
AG: ¿Te
dijo algo a ti como para descolgarse?
BW: No, no
nada de eso. Al contrario. Muy callado. Es justo el estilo de quedarse callado,
como si escogiera de cuáles frases mías quería participar y de cuáles no.
Algo así
AG: ¿Coquetón
entonces?
BW: No.
Confianzudo, te digo. Esa es la palabra. Como criticón...
AG: ¿Retrechero?
BW: Pendejón
AG: ¿Motoso?
BW: No
motoso, nada motoso, qué va. Elocuentísimo más bien, mismo curso de oratoria.
Pero como con una distancia deliberada entre lo que estaba pensando y lo que
estaba diciendo.
AG: ¿Y dónde
notaste eso?
BW: En la
soltura con que le hablaba a Raúl, el intermediario. En cambio conmigo era como
si quitara todas las palabras que pudieran sobrar, como quien le saca las
espinas con toda calma a un pescado muy chico sobre el plato.
AG: Eran
muchas...
BW: No sé.
Pero daba la impresión de que eran todas las importantes. Por eso no volví y
le mandé al que tú ya sabes con la plata. Ahora estoy esperando que me
entreguen lo ofrecido.
AG: ¿Y
ahora? ¿Entrega o no entrega?
BW:
Ha mandado decir que sí.
AG: Los dueños
de casa nos deben estar extrañando.
BW: ¿Crees?
A esta hora todos dormidos.
AG: Nunca
todos dormidos. No vuelvas a decirme eso jamás. Acuérdate de Punta Hermosa.
BW:
Chucha, ni me lo recuerdes.
La mención que hace Willy de un
tablista corriendo bajo la mitad opaca de la bóveda me evoca a un acróbata
braille dentro de un estuche de raso negro y me mantiene por largos momentos con
la vista pegada al estrépito marino, intentando detectar una presencia humana
en ese pentagrama de estruendo. Ha comenzado a clarear del lado despejado del
paisaje, sobre las dunas de chiffon escalonado, hacia donde ya se puede ver los
haces de antenas de la microonda y el satélite clavados en la punta de un
cerro, pero el mar sigue envuelto en
impenetrables borrones. Por ningún lado el famoso rosa de la aurora. Solo la
discreta fuga de algunos automóviles advierte que algo va a suceder con las
sombras. Los demás automóviles han subido sus vidrios, como señal de que los
pasajeros se atrincheran a enfrentar el día durmiendo y desde la fortaleza de
sus propios cuerpos reconcentrados. Una leve distracción me hace voltear la
vista hacia el agua, y de pronto encuentro una parte algo despejada, con una
media docena de jóvenes tempraneros, niños en realidad, remando olas adentro.
Cuando mi mirada regresa de
observar a esos tablistas inaugurales me interrumpe la silueta de un par de
ancianos rescatistas, buscadores de reliquias metálicas con los ojos clavados
en el filo móvil del agua y la mente concentrada en el bric-a-brac que podrían
soltar de su tesoro las profundidades marinas. Cosas como antiguas monedas de
plata, hebillas, collares, todo cubierto de moho, anillos entrelazados con
moluscos, partes de armas, además de tuercas, clavos y piezas aun más humildes
de la mecánica de un naufragio, más todo lo que se pueda imaginar brotando de
un oleaje. Hacia la izquierda de los rescatistas, al fondo de la perspectiva, el
paisaje de la mañana propiamente dicha, con las chalanas de los primeros
pescadores bajando las gradas de espuma hacia la arena y los muchachos de los
restaurantes meciendo sus baldes a la espera de los pejerreyes. En la hora y
media que he conversado con Willy un universo comercial entero se ha instalado
en la orilla y por la zona del muelle, sigiloso como la aurora misma con sus
rosados dedos, a vender otros tesoros. Llaveros de delfines y de tablitas
hawaianas, diminutas bailarinas javanesas, reliquias del joyero hippie
universal, enormes caracolas con las paredes interiores enrojecidas, fotos
iluminadas de Cerro Azul antes y ahora.
El estrépito
desde las tinieblas en cierto modo venía vaticinando esta mañana de olas
enormes, irregulares, complicadas de correr, que aparecen inesperadas como
coronas de géiseres espumosos sobre la línea de la rompiente, luego forman una
pared de trepidante perfección por unos cien metros, y por último se
desmoronan adelgazadas por el choque entre su propia fatiga y una insistente
contraola. Pero de todas maneras esta todavía es una primera clareada que no me
permite ubicar del todo a quien me dicen que ha estado surfeando toda la noche.
Pero igual su silueta me llama la atención por el estilo de tablista antiguo.
Luego de mirarlo correr algo más de una hora creo que lo reconozco. Pero en ese
instante se pierde más allá de la línea que vomita las olas, remando con un
ritmo zigzagueante de renacuajo, que casi permite escuchar su jadeo, y luego
vuelve creciendo lentamente, sección tras sección hacia la derecha, casi inmóvil,
hasta que pasa frente a la línea de mi mirada y desaparece en el infierno de
espuma y fragor que da la falsa impresión de cruzar hasta el otro lado del
muelle.
Por el
tamaño, por el estilo, y sobre todo por la hora, es un dinosaurio en el agua,
sobre uno de esos nuevos tablones livianos de casi cuatro metros de largo,
resucitados a comienzos de los años 90. En sus partes menos revueltas el agua
ya se ve caliente y verde, y ahora es posible discernir los yuyos de la orilla,
las palabritas engastadas en la arena, la vibración nerviosa de los muy muyes,
y los espumarajos sucios por el encuentro del agua y la tierra.
Rema
usando los dos brazos al mismo tiempo, con estilo arcaico de mariposa cansada,
en un movimiento que contrasta notoriamente con el ágil enjambre de chiquillos
que se arranchan las olas de la primera hora. Pero él en ningún momento
aprovecha una ola que ya venga reventada, ni le quita una ola a nadie. Es
evidente que no le sobran energías, y que compensa esa falta con paciencia y maña.
Cuando descansa parece que lo hubiera aplastado un diós impaciente: el dios
desvanecido de los surfers antiguos. Pero
a diferencia de los jóvenes, se toma la molestia de esperar las olas más
grandes, y es evidente que la ola le interesa por algo más que la velocidad.
Entre una ola y otra descansa boca abajo sobre la tabla, dejándose mecer como
dormido. Luego lo observo bajar a plomo una ola de dos metros con la cabeza
hacia adelante y los brazos abiertos hacia atrás, como un nadador-kamikaze
partiendo en una competencia. Pero en todas las olas quiebra en el último
segundo, ya casi cubierto por la espuma, y permanece pegado al fondo de la
pared, manejando la tabla con el peso aparentemente inerte de su cuerpo, bamboleándose
apenas, con algo de frío y de deliberado en su postura. No sale de la pared por
el labio de arriba, sino que vuelve a quebrar para encabuzarse en la contraola,
de entre cuyas espumas sale con la cabeza echada hacia atrás, como hacía el
torero Juan Belmonte, alisándose el pelo con las dos manos, como si acabara de
lavárselo.
Recién
a la quinta o sexta ola asocio al corredor con lo que fue el famoso estilo
personal de mi compañero de colegio Arístides Sáenz, y me pregunto si puede
ser él.. Unos minutos de observación me confirman que es él.
Cuando sale del agua y se acerca a donde estoy, veo que le parte el pecho
una cicatriz justo debajo del esternón, de esas que dejaban antes las
operaciones de úlcera, y sobre la cicatriz bailan una cruz egipcia y una
especie de placa de lata. Un grupo
de jóvenes se le acerca corriendo y uno de ellos le hace un gesto de reproche,
recupera la tabla secuestrada, la frota con sex
wax y se mete al mar con una urgencia de lobo marino hambriento.
Son las siete y media de la mañana, y a pesar de que Sáenz recién sale
de horas de ejercicio en el agua, se le ve mal. Tiene esa piel algo ajada y
aceitosa, de tinte oliváceo, que adquieren los fumones de pasta básica en su
tercer año, y por partes del rostro está particularmente escabrosa, con esa
textura de esponja mojada que dejan algunas quemaduras. El mismo ojo caído de
su temprana adultez, y ahora también el resto de la cara magullada. No hay
manera de saber si esto último es algo que viene de años atrás o de unos días
antes. Advierto en sus ojos un brillo, pero una segunda mirada me hace notar que
solo es una refulgencia sin luz propia, una inquietud que no logra reconocerse a
sí misma y que brilla en el vacío. Pero de todos modos es Sáenz. Una espuma
cremosa se le ha pegado a la cara, y tiembla al viento como una barba asiria. Me
mira con una sonrisa que me llega directa de los tiempos escolares, pero es
obvio que no me reconoce.
Aparece
corriendo Willy con dos vasos de cerveza, debo suponer que ya sorbidos, sobre la
bandeja de plaqué, y una toallita. Me sorprende, pues a esta hora Willy
emprende el falso retorno al hogar, o duerme bajo algunas maderas. Le pregunto
por la cortesía de esos vasos y me dice que es un encargo que recién cuando
iba a irse le dio el gordo de la caja, como un favor de la casa al tablista. El
gesto me sorprende tratándose de alguien que no es un habitué. En cualquier
caso, el entusiasmo de Willy es evidente, tanto así que disimula por un momento
su tambaleo. La idea de que el corredor de olas oculto en verdad exista, y que
además requiera de sus servicios, y se deje sorber los vasos, le parece
formidable. Antofagasta se seca las manos con la toalla que le alcanza Willy,
apura los vasos uno tras otro y los clava en la arena, desaparece un momento por
la parte posterior del Geometría y vuelve vestido con una camisa Hang Ten
descolorida, sucia y verde, con varias tallas de más. En dos palabras, vieja y
ajena. Trato de reprimir la idea de que esa ropa se la acaba de robar, como si
ese acto suyo, de haberse dado, hubiera sido también un mal pensamiento mío.
Pero a la vez siento que estoy evitando los recuerdos de nuestro pasado común,
en el colegio, en los encuentros fugaces con la marihuana en la segunda mitad de
los años 60, cuando aún nada parecía definitivo; en las conversaciones, ya más
densas, aunque no menos fugaces, de los años 70; en sus confidencias en un bar
cuando ya había entrado a la condición de coco rayado en los años 80. Cada
una de esas estaciones me produce un pensamiento cruel para los dos. Se me
ocurre que no tengo una imagen de Antofagasta para los años 90, sólo una elegía
extemporánea.
ARISTIDES SAENZ: Qué hay zambo.
MIRKO LAUER: Antofagasta.
AS: ¿Tú eres quién?
ML: Lauer, del colegio.
Vuelve a sonreír, complacido
de haber escuchado su viejo apodo, que a mí siempre me ha sonado más como un
alias, y me arrepiento de haberlo usado. Pero no pregunta cómo así conozco su
chapa, el tema no lo preocupa mucho. Lauer tampoco le dice nada. Aparece Willy
con un tercer vaso de cerveza para Sáenz, otra vez de cortesía.
ML: Sigues corriendo bien.
AS: Y eso que la tabla no era mía.
ML: Noté.
AS: Ah,
¿lo viste al tipo? Un huevoncillo pero rehuevoncillo. Se molesta porque uno
corre unas olitas.
ML: Una vaina.
AS: Super
vaina. Convídate una gaseosita para
esta cerveza.
Antofagasta
quiere armar su cóctel. Llamo a Willy y hago el encargo al crédito. Busco un
tema para seguir el diálogo, pero la idea de que él no registra quién soy me
desanima mucho, y no encuentro nada, solo recuerdos desconexos, viñetas
existenciales, cojudeces. En uno de
los episodios me lo encuentro a mediados de los años 80, en una estación de
gasolina:
ML: ¿Qué haces Arístides?
AS: Aquí preocupado por nuestro
querido Mota, que le está dando demasiado a la de acá (se pasó el índice por
debajo de la nariz varias veces). Se está perjudicando seriamente.
Para entonces ya el propio Sáenz
estaba rejodido. El ojo caído había dejado de ser la huella de un accidente,
para volverse la clara señal de que algo muy temprano e irreparable había
terminado de salir a la superficie de su rostro. Ahora que lo pienso, siempre me
lo andaba encontrando por las estaciones de gasolina, a pesar de que hacía
mucho que él no tenía automóvil. Al comienzo lo asocié con una pasión por
los motores, que de hecho existía. Había estudiado una ñizca de derecho, pero
siempre había tratado de ser copiloto de carreras. Más tarde alguien me dijo
que en esas estaciones de gasolina se vendía adornos robados de automóviles.
Muchos años después me lo
encontré en un avión, enjoyadísimo, exhibiendo un pequeño camafeo antiguo,
formado por dos turquesas opacas unidas por un perímetro de platino
quemado prendido de un alambre exangüe casi sobre el hombro derecho. Un dandy
casi imposible de reconocer. No era una alhaja para clase turista, pero
Antofagasta viajaba cómodo, coronado de cojines azules de aerolínea, los audífonos
bien calados y la mirada perdida en la letra menuda de un cartón de Malboro. En
treinta minutos íbamos a aterrizar en Miami, las piscinas de los cayos ya tenían
el tamaño de cajitas de fósforos, y de debajo nuestro salían zumbando unas
avionetas sin sosiego a posarse en aeropuertos privados. El avión soltó tren
de aterrizaje y llantas con un gemido profundo y un golpe seco, como si fuera
para siempre. Nos hicimos un saludo con la cabeza, pero no nos llegamos a
hablar. Ahora que lo recuerdo pienso que probablemente no sabía a quién estaba
saludando. Poco después mi hermana
Bárbara metió en el sobre de una carta suya desde Fort Lauderdale un recorte: Six
years for Peruvian dealer, la foto de torso desnudo y la historia de siempre
con las bolsas de plástico pegadas al cuerpo.
A esta
hora ya vuela por encima la brisa matinal de febrero.
Ahora estamos en medio de la playa de estacionamiento, frente al Geometría
variable, y sin advertirlo poco a poco empezamos a caminar intercambiando frases
sobre tabla. Su presencia no llega a ser grata pero me llena de recuerdos, como
la versión sobre la primera vez que Antofagasta entró sin saberlo
a una casa y encontró a su madre, tendría unos once años, en uno de
los últimos domingos de ese verano, el guardián estaba puntualmente borracho
en Santa Inés y la propiedad de Los Cóndores vacía. Se coló por una grieta
de la parte del muro que da al cerro, en la parte más alta del terreno, y fue
bajando con cuidado por el huerto hasta llegar al jardín, a la piscina, al
patio de lajas con los muebles oxidados. Estaba algo asustado, no por el posible
regreso del anciano guardián, sino porque quería estar asustado, pues ese
temor indefinido era una parte importante de su libertad en ese momento. Aunque
el corazón se le empezó a acelerar realmente cuando unos patos y pavos
rompieron a graznar y a cloquear a su paso. Pero ese ruido inconstante se ahogó
allí nomás, en la gutural acequia de piedra que bordea el gran campo de césped
y todavía hoy corre casa abajo hasta la laguna de la entrada. Dejó su ropa -
blue jean, calzoncillo, zapatillas, camiseta
desteñida- sobre una chaise longue y se zambulló despacio en la piscina.
Flotando boca arriba observó moverse las puntas de los bambúes al viento,
lanzas flexibles cargando contra el cielo gris. Escuchó dos truenos de las
alturas de Matucana. Minutos después empezó a llover. Cuando salió esperó
que se le secaran las manos, encendió un Nacional Presidente, y empezó a
recorrer, siempre calato, el patio de lajas, las escaleras de servicio, la
terraza de la entrada. El reflejo de su cuerpito huesudo en los vidrios de las
puertas lo turbaba, como si esa duplicación afectara la perfecta soledad en que
creía estar. En esos juegos de reflejos estaba cuando encontró entreabierta la
puerta principal y sin pensarlo mucho se metió a la sala, convencido de que
fuera de temporada la casa estaba deshabitada, como la había imaginado todos
los veranos en que la había rondado, lleno de curiosidad, sobre todo por esta
extraña torrecilla mudéjar que competía con los cipreses y los eucaliptos, y
que él no sabía que estaba llena de cajas de leche Gloria con revistas Cultura
comidas por los pericotes. No se le ocurrió preguntarse por qué estaba abierta
la puerta. Terminaba marzo de 1956..
AS:
Baja el mar.
ML: Sí,
a esta hora entra la marea.
AS: Qué cojudez. Super cojudéz. ¿Corres?
ML: Sí, pero casi de noche, cuando hay poca gente.
He vuelto a correr mal, y no pesco nada.
AS:
El late. Eso sí que es paja. Pero a mí
me gusta el dark. Super dark.
Recontramofostrofólico.
Así me
pasé la mejor parte de tres trabajosas horas, él intentando ser sociable a su
manera, probablemente sin entender por qué,
y yo evocando encuentros que no llegan a ser una vida en común, y que en
su mayoría él acoge con una evidente perplejidad. Como cierto tipo de asceta,
está viviendo el presente absoluto, sin concesiones al paso del tiempo. Mis
intentos de explorar su paso por Miami chocan con una muralla de
silencio, aunque me parece que en esos momentos la mirada se le aguza.
Los
primeros bañistas hace ya buen rato que han salido de los hostales, vemos a los
carperos ubicar con gran concha sus sillas de alquiler sobre los mejores
espacios de la arena pública, a las mujeres extender toallas y ordenar ropa, a
los niños acomodar sus instrumentos de plástico y dejarse frotar con cremas
blancas. En los cuatro puntos cardinales empiezan a llegar nuevos carperos que
no cesan de llenar a baldazos inmensas piscinas de plástico con forma de orca
asesina. Niños impacientes los siguen con la mirada.
De
pronto, como a la altura de la casa de Chumpitaz,
en las afueras, Antofagasta detiene la marcha, se pone serio, se me para
delante, como si estuviera impidiéndome cruzar un umbral invisible, y me clava
su mirada sin lustre, como si hubiese hecho un aterrizaje forzoso sobre un
recuerdo distante.
AS: Amigo.
ML: Arístides.
AS: Amigo. ¿Tú qué eres?
ML: Periodista.
AS:
Periodista, está bien, periodista (se queda un rato con la mirada en blanco,
como calculando el sentido de la palabra). Entonces cuenta que me han cagado. ¿Manyas?
ML: ¿Cagado? ¿Quién?
AS: Unos amigos.
ML: ¿Unos amigos?
AS: Sí,
unos (un silencio largo) puntas con los que vine, y que además me han dejado
botado aquí, con mi chamba. No los ubico. Yo sé cuál es mi chamba, pero igual
volaron. Pero igual voy a hacer mi chamba, porque es mi chamba. No los ubico. Yo
sé cuál es aquí mi chamba, pero igual volaron.
No
logro que me diga cuál es esa chamba, ni quiénes son ellos, ni por qué lo han
dejado, ni si podrían volver, y a partir de allí la conversación toma un giro
extraño, conmigo insistiéndole en que me dijera quiénes eran, y en qué
consistía que lo hubieran cagado, y cuál era la chamba, y con él sin querer
decírmelo, ni decirme cómo ha llegado a esa situación, pero a la vez muy
interesado en seguir con el tema, es decir en darle vueltas sin dirección
alguna. Mientras habla va apuntando con el dedo hacia la distancia, hacia el
lugar donde, supongo, han estado todos juntos hasta que Antofagasta entró al
agua y perdió la parte importante
de sus efectos personales, y se quedó
con este gesto de circunstancia perpleja sobre la cara. Caminamos de vuelta para
que me muestre el lugar de cerca. Es un agujero ceniciento en la tierra, donde
pudo haber una pequeña fogata, un borrón casi imperceptible entre las
sombrillas matinales, a unos pocos metros de distancia. Donde quizás han estado
Antofagasta y sus amigos ahora unos niños juegan con una mezcla de arena y
tierra de playa.
De pronto me clava la mirada y me aprieta el brazo:
AS: No, no zambo, no me tomes por cojudo. No tengo
revolver, pero no necesito tampoco.
ML: No te entiendo Arístides.
Se
queda callado un rato y se concentra en mirarme con su ojo caído. Después,
volviendo a los monosílabos, apunta hacia el cavernoso galpón de madera del
Geometría, luego hacia unos cuantos automóviles estacionados frente a la playa
con las tablas sobre el techo. Recuerdo que el ojo se lo habían terminado de
malograr en una de esas frecuentes trompeaderas en que siempre había llevado la
peor parte. La pasta básica terminó de redondear el personaje.
AS: Pero, ¿y tú? ¿Cómo vas? ¿Tú eres surfer?
ML: Lo primero, bien. Lo segundo más o menos. Allí.
AS: ¿Ola grande o ola chica?
ML: Más o menos. Un poco. Allí voy.
AS: Me han cagado hermano. A mí nadie me caga. Pero
yo consigo todo.
Me pide
acompañarlo hasta la parte de atrás del Geometría a buscar sus cosas, las que
supuestamente le han robado sus amigos. Me hace pasar al cuarto de cartón donde
tiene una deshilachada bolsa de dormir, y empieza a rebuscar con creciente
inquietud, hasta que se voltea hacia mí con una sonrisa de triunfo y un
dobladillo de cartulina blanca en la mano.
AS: ¿Tirito?
Le
respondo que no con la cabeza. El se encoge de hombros y abre el dobladillo,
mira entre sus cosas hasta encontrar un instrumento adecuado, una tarjeta de plástico
con la cual se aplica sendas cargas en las fosas. Cuando levanta los ojos no
pasa nada, su mirada sigue igual de vacía, pero ahora clavada en un punto móvil,
como si estuviera siguiendo el movimiento de algo que se mece a sí mismo
mientras huye, como si recorriera un laberinto de perplejidad.
AS: Mi vitamina. Buenísima.
Esto último
lo dice ya para sí mismo. A partir de allí no para de hablar un solo instante.
Cuando me despido de él no se da por aludido, y sigue explicando con pasión química
algún complejo tema de la mecánica de los motores automovilísticos.
*
Hace rato que se ha pasado la hora para otro generoso
brunch de media mañana que ofrecen mis amigos Rada en celebración de la canícula
y un grupo de visitantes de las opulentas playas de Asia. Pero nadie cree en
esos horarios sociales anglosajones, y además me tienta la idea de volver a
casa a cambiarme de ropa y descansar un rato. El mototaxista de la mañana sigue
allí a unos metros de distancia y haciéndome señas comerciales. Otra vez le
digo que voy a caminar, y me sonríe, una sonrisa de aliento para mí y de
resignación para él. Ya cerca del muelle me distraigo, y me quedo dando
vueltas por la playa, donde me llama la atención una persona en silla de ruedas
con la cara hacia el cielo cubierta por un pañuelo azul a grandes cuadros. Podría
estar dormida, o tomando sol a través del algodón, o asegurando el efecto de
unas gotas nasales. Es una de esas sillas de ruedas antigua de hospital con dos
mangos en el respaldar, con más madera que metal, pesadas al grado de no
considerar realmente la posibilidad de que el pasajero mismo las haga avanzar.
En la arena parece un artefacto encallado, que ya no va a moverse más.
Me viene la idea de llegar al brunch con unos
pescaditos para freír, y entro al terminal pesquero a ver qué han dejado sobre
la loseta los veraneantes madrugadores. Pienso en algo así como una docena de
lenguaditos, llamados también, un poco despectivamente, lenguetas, a pesar de
que fríen bien y muy rápido. Los
cinco mostradores están activos, con los pescados expuestos en orden de
importancia, con pocos clientes, ningún lenguadito. En dos mostradores trabajan
señoras mayores de brazos imponentes, en uno una señora algo más joven, en el
último mostrador un viejo flaco, sin duda ex pescador, envuelto en un saco a
rayas que le da más de una vuelta, dedicado a abrir con toda parsimonia y una
especie de lesna unos choritos diminutos. Las mujeres empuñan unos cuchillos de
mesa afilados con los que le raspan las escamas a los pejerreyes y luego les
hurgan los espinazos. Hay una que tiene al lado un montoncito de yuyo, un par de
ajíes verdes, otro de rocotos, unos cuantos limo, cebollas y algunos limones más
bien amarillentos, por si aparece algún cebichero amateur. A pesar del agua
fresca que corre abundante y el aire fresco que sopla, el sitio es apestoso, y
las caras de todos lo reflejan. Entre los mostradores y el mar hay algunas
chalanas donde todavía se mueve gente dedicada a destrenzar redes de nylon
verde agua de las que se mecen, como las hojas plateadas de un eucalipto, pequeños
pejerreyes. No es una pesca milagrosa, sino más bien miserable, pero no parece
haber una queja en el aire, solo una dedicación de estampita del Nuevo
testamento. Entre chalana y chalana zumban las moscas proyectando una deletérea
luz azul, un falso arco iris. Afuera están llegando tres chalanas más, quizás
las últimas de la jornada. Dudo entre los pejerreyes y unas falsas corvinillas
(para el ojo entrenado pueden ser mis-mises o hasta lizas). Al final me inclino
por una albacora, que me hace pensar en albatros, un falso amigo de ocho kilos que me venden como un atún,
y ahora estoy decidido a llegar al brunch como el hombre que sobre la etiqueta
de un frasco cargaba el enorme bacalao de cuyo hígado salía el aceite con que
mi madre enfrentaba los peligros de la tuberculosis infantil en el invierno limeño.
*
Acabo de hacer la segunda salida
desde mi departamento, cambiado a un pantalón beige, una camisa celeste, unas
chancletas marrones, bajo las cuales siento la leve presión de pisar una línea
imaginaria. Camino de mi cita, calle Comercio arriba, advierto que en efecto
cruzar el mediodía ha sido como cruzar el Ecuador, con todas las cosas
empezando a moverse en otra dirección que en la mañana. Temprano había pasado
de la luz a la oscuridad, y ahora me siento avanzar con una orientación
contraria, repitiendo los rumbos de anoche. Cuando entro a la mansión de los
Rada con mi albacora en una bolsa, siguiendo el camino flanqueado por palmeras
del alto de una persona, ya es el comienzo de una tarde soleadísima, y los demás
invitados se están dando baños de agua helada, varios con vasos de whisky en
la mano, otros con chupetes recién comprados a un heladero
(ya no el difunto Cánepa, sino uno de D´Onofrio que ha descubierto las
ventajas de presentarse en el terraplén posterior de la casa) a quien vi salir
cuando yo llegaba. El agua brota por la boca de una manguera del ancho de un
brazo fuerte, sujeta por la horqueta que forman dos ramas de un eucalipto, a
casi diez metros de altura, y el chorro cae desde allí con una fuerza que clava
al suelo a las personas, transportadas por el frío que llega como del centro de
la tierra, en medio de un bello lecho de mastuerzos anaranjados. Cuando el
chorro no cae sobre un cuerpo, da de lleno contra una tabla de madera negreada
por el musgo y a partir de allí se fragmenta en astillas de agua que se clavan
en la biselada luz de la tarde. En la boca el agua sabe como caída de un cielo
algo salobre, que después va a regar los resquicios de un jardín italiano de
alfalfa, ganado a pulso a una media hectárea de tierra arenosa.
Todos se
despegan con disimulo las ropas de baño de la panza, del trasero, del pecho,
para lavarse las pegajosas arenas del primer baño marino, y entonces el chorro
cambia de sonido, asume resonancias más graves y complejas.
Mi amiga la dueña de casa se
acerca y me reprocha la amabilidad excesiva del regalo, pero en el fondo esta
consumada anfitriona me está diciendo cortésmente que no he debido traer este
pescado enorme y apestoso que a esta hora va a dar más trabajo que ventaja. Un
brunch es un almuerzo disfrazado de desayuno, y servir la carne oscura y grasosa
de un pescadote como ese revelaría todo el juego de lo distinguido y lo
campestre. Rada mira desde lejos a sus invitados llegados de los kilómetros 90
refrescarse, mientras él alimenta alfalfa a su caballo y comenta con uno de sus
primos. A su lado están los Mara, una pareja de húngaros juveniles
recomendados por amigos comunes, que casi no hablan el castellano, y prefieren
manejarse en francés e inglés. Ella es más baja que alta, rubia, casi albina,
con una mirada disforzada, pero con algo que imagino que deben ser exquisitos
modales austrohúngaros, una suerte de amaneramiento que la hace aparecer en
todo momento como frente a un espejo invisible. El es alto, grueso, bien
parecido, con bigotes cuidados, raya al medio, una tenida atildada, y una
distancia cordial. Ella es pianista, él ha sido diplomático hastra que
llegaron los soviéticos a su país. Juntos son la imagen de lo acicalado, por
no decir lo demasiado vestido, ella
con un vestido de seda tejido a crochet que se le pega muy bien al cuerpo y él
con un blazer de lino amarillo oscuro, tabaco claro. Una breve charla de cortesía
me informa que viven desde hace decenios en la urbanización California, al
fondo de Los Angeles, Chaclacayo. La casa es de piedra, muy ventilada para que
ella pueda preparar los repertorios de las giras chopanianas que emprende una
vez al año. Al fondo de la casa hay un sembrío de fresas que por el momento
parece ser lo que más les preocupa. La cosecha está terminando, y ahora vienen
los siete arbolitos de manzanas Winter sembrados en la parte delantera de la
casa. La próxima gira, a Bratislava y Budapest, es en junio. Luego de esta
charla protocolar, pero siempre ilustrativa, en que al inicio casi todos
intervienen con entusiasmo políglota, que
decae a los pocos minutos, nos sentamos en la terraza que da hacia el mar, y los
habitués se desentienden de los recién llegados, descuido que casi de
inmediato pasa a una indiferencia violenta, y cada uno empieza a contar los
chismes cansinos y llenos de sobreentendidos que suelta la gente que se
frecuenta mucho, en el convencimiento de que los Mara, cada vez menos
sonrientes, no van a dar pie con bola, lo cual parece ser, en efecto, el caso.
Es la hora del vicio agrario de los apellidos, y del vicio cortesano de las anécdotas,
aunque siempre con un cierto sentido de lo concreto.
EL
LORO: Me encontré con Arístides Sáenz en la playa ayer en la tarde.
LA
VIEJA: Cómo, ¿ya salió?
ML:¿Cuándo?
¿Ha estado adentro?
LA VIEJA: Claro que sí. En
Miami, por narco. ¿Dónde si no? Un chupo de tiempo.
EL LORO: Pues yo lo acabo de ver
ayer tarde, como digo, más bien
bronce. Magullado, pero igual tostadito, y corriendo tabla como en los viejos
tiempos. Me imagino, pues, que ya tiene un tiempo afuera.
CHIRIMOYA: Eso mismo me dicen,
que ha estado partiendo piedras con una bola al tobillo, allá por los campos de
algodón de la Luisiana, o algo por el estilo.
EL LORO: No, nooo, noooo jodan.
Qué Luisiana. Esto era Miami, porque yo seguí el asunto en Caretas y algunos periódicos en ese momento. Debe haber sido hace
unos seis años. Lo pescaron en una casa de Fort Lauderdale, donde Jaguay Urco,
un cholo medio tablista y medio mercachifle de ropa y muebles del Asia, además
de medio traficante de drogas, que vive allá desde los años 70. Urco es un árbitro
de la joven moda narco en la Florida. Qué comprar, dónde comprar, dónde no
arriesgarse, que abogado contratar, qué otorrino buscar. Según un primo mío
que lo conoce, porque fue abogado suyo en el estudio aquí en Lima pero lo
visitaba allá, el tipo vivía en algo así como una burbuja de aire
acondicionado helado, en una gran urbanización toda de narcos latinoamericanos
de nivel bajo para medio. Sáenz recaló allí en la burbuja diciendo que lo
perseguían unos ecuatorianos, y Urco le ofreció un cuarto, pero Sáenz escogió
instalarse en una salita que había al lado de la cocina. Urco se despidió y ya
no reapareció más. Su huésped se pasó allí casi dos meses, saliendo muy
poco, ignorando las camas disponibles y durmiendo sobre dos sillones pegados,
abultando la cuenta con llamadas a Lima. Parece que cuando no hablaba por teléfono
Antofagasta, porque así le dicen, se pasaba el día calladito mirando hacia el
jardín, con la vista clavada en las aguas recirculadas y calientes de una
piscina en la que hacía meses que no se bañaba nadie, porque un gracioso había
metido pirañas en las lagunas y piscinas de la zona. Todo esto sale en el artículo.
Los tombos entraron a la casa con la pata en alto y una pistola en cada mano,
como en esa escena de Carlitos´ way,
y lo primero que encontraron fue un televisor transmitiendo en silencio, pues a
Sáenz le molestaba el inglés, y decía que en la TV de allá se hablaba un
inglés y un castellano, si me perdonan, ambos de mierda. Las camas de la casa
estaban todas tendidas, como cuando él había llegado unos setenta días antes,
porque la verdad es que desde hacía varios años que le daba nervios dormir en
cama, y se iba a los sofás, los sillones, las alfombras. Pero Sáenz no parece
haber dormido mucho pues se la pasaba haciendo la guardia, de pronto dopándose,
esperando al contacto que lo iba a acompañar seguro de vuelta a Lima. Se llegó
a comer una despensa llena de frascos de pepino kosher encurtido, y se sabía de
memoria los catálogos que las mueblerías, lavanderías, pizzas y chifas
delivery de la zona le deslizaban bajo la puerta. Cuando mi primo volvió un
tiempo después a Miami, llamado por Urco, este le pidió que recogiera las
cosas que Sáenz había dejado detrás. Era un encargo riesgoso, pero el primo
tendría sus motivos para aceptarlo. Me cuenta que casi no encontró cosas de él,
o no pudo distinguirlas, no sé. Su ojo limeño no detectó entre los objetos
americanos del cholo Urco sino un colgador de plástico anaranjado que podía
ser de Lima, un lorito disecado precioso que mi primo y yo le habíamos conocido
en el cuarto que tenía en casa de su abuela, en Santa Beatriz, y que alguien
había tirado debajo del lavatorio, y tres pares de medias peruanísimas
entremezcladas en un cajón con las finas medias francesas de Urco. Mi primo
todavía cree que Urco se tiró su ropa y que Sáenz nunca se dio cuenta de
nada. Así fue arrestado.
Los que
se lo llevaron eran federales, de esos que llaman jimenes, pero de alguna forma
Sáenz logró convencerlos para que no lo transportaran directo a una cárcel,
sino que le permitieran acogerse a uno de esos sistemas gringos por los que si
uno denuncia gente más criminal que uno, gana puntos. Los dos gringos se
dejaron pagar dos días de hotel mientras cuidaban a su preso y preparaban la
redada en el lugar que Sáenz le había ofrecido: la pachamanca a la que lo había
invitado una honorable familia huancaína, la cual no exportaba nada más fuerte
que alcachofas del valle del Mantaro. A Sáenz lo dejaron entrar unos minutos
antes, con la casa ya bien rodeada, para que nadie sospechara su soplo. La policía
cayó gritando amenazas con acento cubano en el preciso momento en que los cuyes
importados asomaban la cabeza por entre las habas, las humitas y las hojas de plátano.
Para suerte de Sáenz en efecto había un narco muy buscado acompañando a una
señorita Sobrevilla, de la high del valle. A ese, con el perdón de las damas, lo cagaron a
golpes en el sitio mismo, ante la mirada atónita de los dueños de casa. Después
se lo llevaron con pareja y todo. Según la persona que me contó todo esto, una
vez que la policía se fue, no sin antes haber citado a todos para la semana
siguiente en Broward, todos se quedaron mirando fijamente sus vasos vacíos,
como si el pisco sour se le hubiera escapado mientras observaban la redada. Vacíos
los vasos y las miradas, colgadas todas de actitudes tolerantes, pero en el
fondo furiosas por esta aparición de lo incomprensible, que parecía haber
brotado de la propia pachamama caliente. Sáenz se quedó deambulando un rato
por esa especie de anticuchada sin anticuchos que se había vuelto la reunión,
y luego se despidió, justo cuando la orquesta típica Taquisun Hialeah estaba
llegando. La gente siguió llegando en grandes grupos, pero el almuerzo de toda
esa pachamanca fría parecía cada vez más remoto. La siguiente vez que oigo de
él está con una condena más bien leve, pasando los fines de semana en la cárcel
y con trabajo comunitario los otros días. Por esas cosas de la vida, le tocó
barrer gratis las oficinas de la Facultad de arqueología de la Universidad de
Florida. Allí conoció a una pareja de gringos dedicados al tráfico de
objetos, creo que maya, que a partir de Sáenz empezaron a interesarse por el
Perú.
EL PERRO: Disculpen que
interrumpa tan buena historia pero, ¿ese Sáenz del que hablan no es el que se
murió en Miami hace ya unos diez años? ¿Ese que ahora tendría unos 62 años?
EL LORO: ¿No te acabo de decir
que lo he visto en el puerto ayer por la tarde? Desmondongado, sí, pero vivo, y
corriendo olas como todo el mundo, incluso mejor que varios aquí. Tan era él
que a la salida del agua lo vi con Coicoi Seminario, el íntimo de su ex esposa.
EL PERRO: Sí, ya te oí. Pero te
voy a contar, para que vean. Un amigo médico que vive allá en Miami me llamó
especialmente -ojo, escucha: es-pe-cial-men-te-, a Boca Raton, donde como saben
yo tenía un departamento, a hacerme el siguiente pedido. ‘¿Tú conoces a un
tal Arístides Sáenz Archimbaud?’ me preguntó. Le dije que no. ‘Porque
como saben que soy médico peruano me han traído su cadáver al freezer del
hospital con un balazo en la frente. La policía necesita un par de peruanos que
lo identifiquen. Le repetí que no lo conocía, y le expresé mi sorpresa por la
manera como parecían estar paseando ese cadáver de peruano en peruano. ‘No
importa que no lo conozcas’ me dijo. ‘Lo importante es tu Peruvian
passport. Se trata de un narco, sin duda, y todo esto es una formalidad para
poder enterrarlo, o mandarlo a su país, o cualquier cosa. Ayúdame a salir de
esta cojudéz’. Por supuesto que me negué a hacer ese reconocimiento peligrosísimo.
Pero el nombre que mencionó y la descripción que luego hizo de la víctima
para convencerme de que yo sí lo conocía, fueron muy claros. El que han visto
paseando por la playa debe ser un homónimo.
EL LORO: O un sinónimo. Se habría
pajareado el médico. De tu cuento saco en claro que nunca viste el cadáver,
sino que te lo contaron. Lo más probable es que otro narco haya utilizado el
nombre de Sáenz y que haya muerto con los papeles peruanos y el nombre puesto.
Esas cosas pasan.
EL CHOLO: Puede ser. Pasan.
Cualquier historia puede ser, pero yo también escuché alguna vez que ese Sáenz
se había muerto, pero no en Miami sino aquí en Lima, hace ya más que cuatro años.
Yo sí lo ubico bien a Sáenz, y cuando volví a verlo por la calle con el ojo
tuerto por delante me di cuenta de que lo de la muerte era una bola. Y ahora aquí
Hugo me confirma que el tipo goza de buena salud.
EL LORO: No he dicho tanto.
Solo que está vivo. Al contrario, me pareció un cadáver ambulante, con
caminada de zombi.
BERNARDA: ¿No había una mujer
en todo ese asunto de Sáenz?
EL LORO: !Ay! !Ay! !Alto! Esa es
otra historia. Buenísima, no se la pierdan. Me la había olvidado. Esta es de
cuando Sáenz se enamoró de la Dolly Parton, así le decían porque era rubia y
cantaba huevadas criollas con acento gringo. Ya era mayorcita, con muchísimo
billete, y la aterrada familia cortó el romance. Allí estuvo preso, pero por
el suegro, que contrató él mismo a unos matones para que lo llevaran hasta una
comisaría y lo tuvieran allí un par de semanas. La Dolly amenazó con matarse.
La familia de Sáenz no era manca. Se consiguió un abogado que a su vez se
consiguió un periodista, o al revés, y el suegro acabó acusado de secuestro.
Tengo entendido que el romance no sobrevivió la encanada.
BERNARDA: ¿Pero ella no era
muy mayor que él? ¿Por qué le hizo tanto lío el suegro? ¿La plata?
EL LORO: Por supuesto que sí,
era mayor, y no fue una cosa tan fugaz como algunos aquí lo hacen parecer en
sus cuentos. Paso a relatar por si hay alguien aquí que no lo haya visto en
vivo en el colegio. La Dolly Parton ya era una mujer de cierta edad cuando iba a
buscarlo a Sáenz al internado en su Chrysler New Yorker guinda, se acordarán,
a llevárselo de fin de semana a Ancón. Eso era al
comienzo. Después empezaron a quedarse allá
en Chaclacayo a chupar con el director del colegio y su esposa, y a quedarse a
dormir en el internado, patrocinados por el propio colegio. Todo esto a pesar de
que la familia de él tenía una casa del otro lado del río, unos kilómetros
antes de Chosica. Aquí hay por lo menos tres ex alumnos que podrían dar fe. ¿Quién
se acuerda del nombre de ese sitio? Todo eso ya ha desparecido, y nunca fue más que
una exhalación, un nombre que uno cruzaba en lo que demorábamos los niños en
pronunciarlo, con Chacrasana antes y Santa María después. Quedaba pasando
debajo de dos tubazos negros tendidos sobre la carretera central, entre bosques
de eucalipto que cultivaban para hacer postes las Empresas Eléctricas
Asociadas, en lo que años después se convertiría en un paradero fantasma del
autovagón Lima-Chosica-Lima. Yanacoto. Nudo negro.
EL CHOLO: Basta de chacacotos,
que ese cuento lo sabe todo el mundo. Más bien acabo de acordarme de otra
historia. Escuchen esta. Buenísima. Alguien me contó que a Sáenz también lo
pescaron, eso ya años más tarde, en el tráfico de objetos arqueológicos.
Hace unos años él y dos amigos más le robaron a un museo de Arequipa un manto
preincaico hecho de plumas de loro, y lo más probable que traído desde Nazca.
Una pieza de la gran puta que, así dicen, entonces valía cien mil, también
verdes. Para que no se notara el robo estos jijunagranputas dejaron un manto
medio parecido, pero de plumas de pollo teñidas, me imagino que con mucho
cuidado, que se habían mandado hacer en Lima con una costurera. El cambiazo los
arequipeños recién lo descubrieron meses después, cuando las plumas de corral
empezaron a despintarse. El museo sentó una denuncia, los periódicos se
volvieron locos un rato, y muy poco después una llamada anónima orientó a los
policías hacia el confesionario de una iglesia cercana.¿Cómo la ven? Iglesia,
policía, confesión…
EL LORO: Y loro..
EL CHOLO: Y loro. Pues allí, del
lado bueno, que es el del confesor, apareció el manto de plumas de loro. La
nota periodística donde apareció la calamitosa historia no noticia sobre el
destino de la pieza de plumas de pollo, pero menciona dos nombres, ambos
probablemente dados por los que compraron el manto y tuvieron que devolverlo.
EL LORO: ¿Los nombres…?
Lo interrumpe la llegada de
Jaime Bernal, de regreso de una caminata a Cerro Colorado.
JAIME: Afuera hay un tipo rarísimo
rondando, hecho tiras, pero con pinta de catástrofe conocida. Algo así como un
mendigo surfer. Casi podría jurar que es Sáenz. ¿Tú no eres el que lo conoce
bien, Hugo?
EL LORO: Hola Bernal, ¿qué te
pasa? ¿Por qué ahora que el hombre está mal resulta que yo soy el que lo
conoce bien? Tú bien que lo conoces, y sabes muy bien por qué lo digo, así
que no te hagas. Mas bien discúlpate por llegar más que tarde al brunch. Aquí
está tu señora, esperándote desde ayer.
JAIME: Sí, ya sé, si yo llegué
con ella. No veo para qué te pones de pie. Pero déjame seguir ilustrándolos.
Puede ser que aquí el dueño de casa lo haya invitado, y Sáenz haya venido por
un traguito, y se ha sentido corto de entrar. Creo que somos varios aquí que
hemos chupado con él. ¿O no? Siéntate, y cuidado que aplastes con la suela a
una de esas suegras que están caminando por el suelo, y nos deje toda la
pestilencia. Tú sabes hacer esas cosas.
A nadie le parecen muy graciosos
los comentarios de Bernal, que son obvias puyas malignas dirigidas a blancos
específicos. Pero él igual celebra casi a gritos sus propias bromas sirviéndose
un trago apurado, como si fuera ese mismo que según él reclama el alcohólico
Sáenz, y dice salud. Doy una excusa para dejar la terraza, convencido de que en
efecto quien ronda la casa es Antofagasta, que de alguna manera me puede haber
seguido hasta aquí, y al que considero perfectamente capaz de colarse a una
casa, y más a una donde apenas entre verá gente que conoció bien, y que por
lo menos en un primer momento no se atrevería a hacerlo expulsar. Pero en
verdad son demasiados los cálculos que le atribuyo, incluida una capacidad para
reconocer a las personas. Camino hasta el portón, pero no lo encuentro. Solo
está, muy de paso, uno de los
panaderos del pueblo volviendo a los hornos por la ruta larga, soplando con
furia su mal talante desde una carretilla celeste, con la bolsa y la corneta
medio vacías. Acelero el paso para hacer las dos cuadras hasta la playa, pero
por ese lado tampoco hay rastros de Sáenz. A la vuelta advierto al mototaxista
que hace tiempo a la sombra.
En lo que me tomó inspeccionar
la cuadra exterior y dos esquinas todos han pasado al comedor, bajo cuya hermosa
teatina de vidrios lechosos, a pesar de la vivacidad que flota en el ambiente,
los comensales parecemos irreales, en el sentido de que siento a la realidad
escapar por entre las conversaciones y que estas están aquí para reemplazar
otras más complicadas que nadie quiere. Como a nadie le gusta lo que William
Burroughs llamaba un almuerzo desnudo, nos la pasamos suspendidos en un
desconocimiento de nosotros mismos en esta circunstancia, incompletos como la
tarde misma que comienza. Nuestros afectos muy reales pero a la deriva, sin
punto al cual llegar que no nos emplace a explicar qué pasa con nuestros
siempre extraños viajes por la vida. Hace calor.
Sobre la mesa no cabe una fuente
más y todo ha sido dispuesto en un orden
jerárquico, con la fuente de pequeños camarones tostados de Lunahuaná al
centro, rodeada por fuentes menores con chicharrones de pescado y de calamar,
lustroso escabeche, yucas de dos colores y un arroz con pollo de tonos suaves
–verde culantro, amarillo cerveza- para hipnotizar a los reunidos. En los
extremos hay causa enrollada con pulpa de cangrejo y mayonesa al centro, rodeada
por causas menores de atún y lenguado fritos y un lomo saltado que expía un
fuerte aroma de vinagre desde una
olla de barro, asediado de pocillos con papas fritas, arroz, ajíes. Observa
todo una fuente de plaqué que es una verdadera laguna de puré de pallares.
Aunque he llegado algo tarde, todavía hay un silencio inicial que evoca la
comunión. Solo dos personas insisten en seguir conversando de un tema que no es
ni los platos servidos ni los chismes de la terraza. A partir de un momento
bajan la voz y ya no se les oye, pero podría ser algo chocarrero lo que
intercambian, a juzgar por la reaparición de series de carcajadas
descontroladas. La dueña de casa los llama al orden colocándoles sendos platos
en las manos. Pasamos a una sala lateral donde están las mesitas puestas para
comer.
Un poco más allá de la terraza
se calienta desde el inicio del verano una piscina antigua que ya nadie usa, en
verdad una poza rectangular de agua salobre, espesa y verde, con mala hierba en
los bordes, nata en las esquinas, una parte cubierta de hojas secas y sobre la
otra en flotilla, como dos juegos distintos de asteriscos, pequeños agregados
de espinas secas de ciprés y avispas muertas boca arriba. Un poco más allá se
desperdician colgados de los árboles puñados de nísperos anaranjados y rojos,
picoteados, oxidados, podridos, muchos de ellos con sus pepas lustrosas al aire,
como pequeñas cabezas de fémures dislocados. Al fondo languidecen, sin flores,
unos tristes rosales de concurso. Me alejo de la gente y cruzo la alfalfa en
dirección del extremo del jardín, donde una higuera reseca sostiene un único
higo en su cúspide, y un mayordomo amable se toma la molestia de seguirme hasta
donde estoy para ofrecerme un plato, que acepto. Es la misma causa enrollada
como un pionono que he visto unos minutos antes, muy salpicada de perejil picado
para que los colores de la papa, el aceite y el ají sumados no entristezcan.
Regreso a donde sigue la conversación y me instalo en una hamaca. Advierto que
me estoy quedando dormido, pero no puedo hacer nada para evitarlo, ni quiero.
Pero logro llegar hasta los postres,
sobre todo hasta una imponente bola de oro adornada con mazapanes que, acaso sin
saberlo, imitan frutas flamencas de un cuadro colonial, y el café.
Concluido el brunch, que por la
avanzada hora ya se ha vuelto un almuerzo sin atenuantes, nos retiramos a
nuestras siestas casi crepusculares. Decido, ahora sí,
hacer la mía en un sillón de rafia (que uso para lo mismo con cierta
eficacia desde hace años) con los pies milagrosamente posados sobre una mesa de
madera, entre unas doce tacitas y platitos vacíos. Ça commence: vuelvo a soñar, ahora una escena adecuada a mi
postura algo aeronáutica. Las hojas de los altos eucaliptos vibran y zumban
como banderolas en un campo de aviación. El motor del avioncito, un Bleriot XI
como el último que ha volado Jorge Chávez tres años antes hacia Domodossola,
está empernado a algo menos de fuselaje, y parece quedarle pequeño a su
abrigadísimo piloto envuelto en cuero de chancho guinda. Dos años antes un
monomotor igual participó en la guerra ítalo-turca, primer avión en ver
combate. Este de Lima acaba de despegar desde Bellavista, cerca de la isla San
Lorenzo, y va ganando altura con el amplio arco que traza sobre los barcos del
Callao mientras se acomoda para tomar la línea de la costa en dirección sur.
Son las 1100 de una mañana de verano muy despejada, y el piloto espera poder
ver y seguir la sombra de su propio avión a la hora del despegue, una
curiosidad nacida de que es la primera vez que vuela de un aeropuerto a otro en
lugar de dar vueltas para volver al mismo de Bellavista. Pero los nervios y el
deseo de llegar cuanto antes al kilómetro de altitud le impiden toda distracción.
El XI vuela a algo menos de 100 por hora y lleva combustible para tres horas y
media, la combinación exacta para llegar a Pisco, a donde nunca antes ha
llegado un avión. No lo espera, en verdad, un aeropuerto, pero unos amigos
hacendados ya le han preparado una cancha adecuada junto al mar de San Andrés.
Viaja apretado dentro de una
suerte de bañera, que en lugar de agua tiene viento arremolinado que entra
silbando desde todas partes, zarandeando los tres o cuatro instrumentos que lo
asisten. Lo rodea a la altura de los hombros el filo de la bañera, algo así
como un pícaro labio de madera lustrosa y metal bruñido. Pegado frente a él
hay un mapa náutico de la costa sur peruana enrollado entre dos cilindros
delgados sobre una tabla, como un papiro antiguo. A un lado del mapa una
plaquita: Aeroplanes L. Bleriot, 39, Route de
Delante suyo una línea de playa
fuga hacia adelante partiendo el orbe en dos: a la izquierda los cultivos del
valle de Lurín, polvorientos al centro de una cesta de áridos montes cuyos
colores van del gris al terracota, y a la derecha el mar de un engañoso violeta
a través de sus goggles. Un instante después aparece el santuario de
Pachacamac, solo entre los sembríos como un campo de aterrizaje de los dioses,
sonríe, y unos diez minutos más allá, la iglesia de Chilca como una torre de
control en la distancia. A su derecha las dos islas que juntas parecen un oso
echado sobre el mar con la mirada clavada en el cielo. Se le ocurre que nadie,
que no sea un brujo, ha visto antes estas escenas desde el aire, ni desde lo
alto el planeo y las zambullidas de urgencia de los patillos aterrados por un
avión.
El
ruido del Bleriot XI espanta a las aves a cientos de metros de distancia, aunque
algunas bandadas con otra presencia de ánimo se dejan ver volando algo más
cerca, en cuñas erráticas que desordenan el aire con su indecisión, tejiendo
redes de impredictibilidad. Son sobre todo pájaros marinos de plumaje beige con
picos celeste (que en el sueño se llaman nalrubes) y otros pequeños que
parecen gaviotas en miniatura y vuelan en familias apretadas. Por instantes sus
graznidos sincronizados superan el ruido del motor, lo duplican. En ese momento
todos están pronunciando el nombre de sus madres y de sus padres, piensa. El
piloto compara ese beige y celeste con los colores del casco, más bien guante,
de cuero que le cubre la cabeza, y recuerda sus lecturas sobre augures romanos
que predicen el futuro precisamente en el vuelo de las aves, o en el palpitar de
sus vísceras recién arrancadas. Luego piensa en lo peligrosa que sería la hélice
del Bleriot XI si el motor no hiciera ruido, y en efecto el avioncito se vuelve
silencioso como los peces que cientos de metros abajo con aparente displicencia
hacen lo mismo que las aves, unos pocos centímetros bajo la superficie del
agua, sobre el abismo marmóreo de las profundidades.
De pronto en medio del desierto
que separa el valle de Mala del valle de Cañete, a más o menos hora y media de
viaje, el Ghnôme Omega de 50 caballos empieza a dar unas leves tosiditas. El
piloto reduce la altura y empieza a considerar campos de aterrizaje tentativos,
solo por si acaso. A partir de un momento logra ver la sombra del Bleriot que lo
sigue sobre la arena a su izquierda: acaba de pasar el maleficio de las 1500
horas. Ha avanzado más lento de lo que pensaba y todavía está a menos de la
mitad del camino a Pisco, y la idea del aterrizaje regresa con algo más de
fuerza: quizás hasta como cábala conviene tocar tierra por el camino, acaso
sobre un tramo propicio del camino. Ahora falta saber cuál.
Al final de la pampa de Asia empiezan a aparecer unas islitas pegadas a
la costa, y un poco más allá, muy a la izquierda, el pueblo de Quilmaná a
medio camino entre el mar y los cerros. Sobre la derecha en la distancia una península,
un puerto, donde una única calle longitudinal de más o menos un kilómetro, se
quiebra un poco hacia el medio, y su tramo final es recto, casi perpendicular a
unas ruinas prehispánicas que dominan un muelle de madera. Vistos desde el
norte los restos arqueológicos son unas cuantas decenas de metros de fragmentos
de muro monumental que no forman ni la sugerencia de un recinto, sino más bien
la imagen misma de lo desperdigado. Son como secciones de muralla lanzadas al
azar sobre el punto de la península donde una hondonada y una colina hacen una
onda de arena. Trozos de dado, enormes muelas de Santa Ana, más encalladas que
construidas. Toda la estructura se apoya en sombras triangulares que la avanzada
tarde ha empezado a deformar.
La
calle comienza y termina en los campos, y no parece tener zanjas o alambres que
la crucen, aunque eso lo sabrá realmente cuando pierda algo de altura. Corre
paralela a una playa larga que viene de más al norte y llega casi hasta el pie
de las ruinas. Hay que elegir, en un cálculo rápido, entre la playa y la
calle. Se decide por la calle, con la esperanza de que los curiosos que han
salido algo alarmados de sus casas despejen el terreno cuando lo vean acercarse
en serio. Pero cuando inclina la punta para el aterrizaje una visión de la
iglesia de San Luis en la distancia y la lentitud con que abre cancha la
multitud lo hacen dudar, y vuelve a ganar un poco de altura para dar una vuelta
en busca de una explanada más cómoda, y menos poblada. Luego baja de nuevo y
el ventarrón que desplaza su vuelo casi rasante va abriendo un surco entre la
caña de azúcar. Al dejar el puerto atrás, el desierto cede el paso a los
campos cultivados, y en el tramo de regreso al puerto de la gran cinta de
Moebius que traza el Bleriot ahora puede ver mejor la chimenea de un ingenio, un
pequeño barrio japonés con templete y todo clavado entre bananos, más allá
una casa hacienda con venecianas rojas rodeando dos patios, un court de tenis donde pululan figuras vestidas de blanco, y el mar.
En un jardincito cerrado un joven escribe inclinado sobre una mesa verde.
Ahora frente al avión las ruinas prehispánicas otra vez.. Vistos ahora
desde el sur los adobes encallados le parecen una ciudad, y la intención
militar del trazo se le revela con sombría claridad.
Ahora da otra vuelta y vuelve a
volar desde el norte, y al fondo ve otra vez el valle, con similares ruinas
empequeñecidas por la distancia sobre cada una de las colinas que puntúan el
verde de los campos salitrosos. De pronto en pleno descenso la tarde cobra un
grado más de sombra, y el avioncito atosigado exige aterrizar cuanto antes.
Desde una hora antes hay una
mujer muy rubia que parece estar esperando al Bleriot que todavía no se ve, con
los ojos entrecerrados en un extremo del Jirón Comercio. Está en medio de una
pequeña multitud de niños igualmente curiosos, a los que ella les ha dicho que
pronto bajará un avión, algo que solo han visto en las fotos de los periódicos.
El pelo delgado de la mujer se enrosca en mechones alrededor de un cuello
largo y grueso. Sus ojos son de un azul quizás demasiado transparente, y están
muy juntos, y alrededor de ellos, y de una nariz algo andina y una boca delgada
pero sin crueldad, ella tiene la piel pegada al hueso y un vestido de seda negra
muy pegado, sin mangas y muy abierto en el escote, y con un tajo lateral que le
sube casi hasta medio muslo y que esta tarde de sol revela una punta de encaje
salmón. Sostiene el cigarrillo entre unas mandíbulas largas y además saca los
labios hacia adelante. La expresión es de una inteligencia antigua y feroz,
oculta detrás de una mirada disforzada. El piloto la ve levantar del suelo un
pequeño paquete, que procede a abrir, y cuando separa las piernas al
inclinarse, el vestido produce entre los muslos una concavidad profunda, en la
que ella deposita una pequeña máquina que es una rueda, con un gesto entre
votivo y gratuito. Unos metros antes de aterrizar el piloto ya le puede ver los
vellos al viento en brazos y pantorrillas, más no un bozo insistente que le
aseria engañosamente la cara y cae sobre una voz áspera y profunda de fumadora
que unos momentos después, cuando la hélice ya se ha detenido, el piloto se ha
descolgado a tierra, le dice:
MA: Bienvenido ¿Doctor Icarus,
me supongo?
Lo dice llevándose la mano a la
cabeza, como si se levantara un sombrero imaginario erizado de plumas de
avestruz. El piloto responde con un gesto automático que da a entender que no
ha entendido ni la frase ni la broma, pero sonríe con alegría y extiende la
mano hacia los dedos huesudos de la dama, cuya baja temperatura lo sorprende. El
sigue con el abrigo de cuero guinda con los poros del cerdo muy marcados, que de
ninguna manera va con el ambiente, entre otras cosas porque lleva a pensar en la
expresión suda como un chancho. Hace unos gestos en dirección de la base de su
espalda, pero nadie lo entiende, hasta que en voz alta pide por favor una silla:
la canastilla del avión le ha afectado la columna. De dentro de una casa una
familia amable se aparece con un silloncito octogonal de palo bobo, pintado de
blanco con cal, respaldar y asiento tejidos de totora doblada. El piloto se
quita el abrigo, toma asiento y contempla la luna que acaba de aparecérsele,
aun de día, entre dos montes. Luego echa en torno suyo la mirada del que se
pregunta dónde va a dormir, quién le va a cuidar el avión, cómo va a
informar a Pisco de su demora. También lanza una mirada de preocupación al
cardumen de chiquillos que esperan el primer descuido para tomar el Bleriot por
asalto. Su mirada regresa a la rubia fumadora y siente que ella está como
desentonando en ese paisaje, aunque es evidente que si hasta el momento alguien
le podría resolver los problemas logísticos en ese pueblito es ella. Después
de unos minutos el piloto dice, como una plegaria al aire, dos palabras:
TM: mecánico, gasolina.
Es el año 1913.
*
El olor a monóxido rancio de un auto me saca de mi
siesta. Es un número equivocado, de esos paseantes que confunden las casas
grandes con hostales, una pareja que pide disculpas mientras mira con estudiada
lentitud en torno suyo, con el leve desdén de los que no son acogidos. Luego
parte, ambos molestos, como si el error fuera de la propiedad con portón y
alameda que da a la calle. En algún momento
he volcado una tacita con el dedo gordo, y el concho ha manchado una
primera plana, como un pequeño diluvio del color de la vainilla. Un poco más
allá un grupo reducido sigue conversando, infatigable, sobre el malogrado Sáenz,
que ya se ha vuelvo un pretexto para cualquier otro tema. El Loro está
desgranando los apellidos como cartas en la mano de un tahur a punto de quedarse
sin aliento:
EL LORO: Este Sáenz es Olivera, es Archimbaud, es
Irasola, es Chávez. Porque es bisnieto de Rosetón Olivera, primo del que fue
ministro de Pardo, nieto del primer matrimonio de Rosetón, abogado muy metido
en empresas inglesas, gringas, entre comienzos del siglo pasado, así se dice
ahora, y 1930, cuando le dio el patatús. El derrame que lo mató ya fue en el
tercer matrimonio, con una Payán, hija del banquero quebrado, gente emparentada
aquí con Mejía Vidaurre, de Puno. Ese primer matrimonio fue con una señorita
Gordon, la cual lo abandonó, lo dejó con una hija y se volvió a Inglaterra,
nunca se supo por qué ninguna de las dos cosas. Costó Dios y su ayuda anular
ese matrimonio, con el peligro de que la inglesa reapareciera en cualquier
momento a reclamarle cosas. La segunda mujer también era pariente de los Mejía
Vidaurre, era Manrique de Lara, y esa sí se murió, dejándolo listo para el
tercer matrimonio, con una prima suya Tagle. A la hijita de la inglesa la
criaron unas sobrinas de Rosetón, las señoritas Rivadeneira, hasta que la
chica creció y se casó con Archimbaud, hijo de unos comerciantes arequipeños,
el que fue concejal de Lima. Es la hija de ese matrimonio, gringuita también
pero que no hay que confundir con la otra, la mamá, la que se casa con el
Chueco Sáenz, que viene a ser un primo segundo o tercero.
ALBINA: De los Sáenz de Piura, o más bien de un poco más
allá de Sullana, las dos haciendas, no me acuerdo el nombre…
EL LORO: No pues. Cómo se te ocurre una barbaridad así.
Esos son Sáenz Monllor, que en realidad vienen de Tarma. Esa es la familia de
Angeliquita Pereira, la corredora de inmuebles. Yo estoy hablando de los Sáenz
Lazarte. Déjame seguir. La mamá del Sáenz que estamos hablando era la
escritora.
Me levanto de la tertulia de los visitantes con la idea de lavarme el café
del pie, pero desisto y me quedo deambulando por la casa silenciosa, cada vez más
convencido de que dueños de casa y una parte de los invitados tienen planeado
dormir detrás de sus puertas cerradas hasta muy caída la tarde. En la sala una
luz construida de espirales de polvo despierta un poco el claroscuro del retrato
de Pedro Paz Soldán y Unánue por pintor desconocido. Lo que ahora es la casa
de los Rada fue su refugio en las jornadas en que se esperaba la llegada de un
barco del sur o del norte. A Juan de Arona, su seudónimo, se le ve feo y –si
uno ha leído algo suyo o recibido alguna anécdota- mal. De ningún modo un
autor para la hora de la siesta. Aun así la casa le sienta mejor que a los
descendientes y sus invitados, que siempre dan la impresión de moverse
demasiado rápido, sin el aplomo necesario para circular entre los grandes
espacios vacíos del siglo diecinueve. De Arona, en cambio, ya no se mueve y
deja que los juegos de luz lo recorran a su antojo, por momentos haciendo de su
rostro un muaré baconiano que me hace pensar en el grito de Inocencio X a
partir de Velásquez, pero no como una resonancia vaticana, sino como un
ronquido agrario. Me pregunto qué se hacía el autor en esta casa, a diez kilómetros
de la vivienda familiar con su columnata de plantación sureña. Si la versión
de la espera de barcos es cierta, entonces quizás es aquí donde escribía
separado de la tarea agrícola, de la biblioteca y del jardín botánico de
rigeur legado por el abuelo naturalista. Arona escribía cosas más bien
mustias, que tenían todas una atmósfera de guano de patillo, concebidas en el
humor minoritario de los criollos ricos. Se salvan acaso poemas como el
“Catafalco ideal” a la memoria de Miguel Grau, su amigo de París. Pero me
cuesta imaginarlo escribiendo en esta soledad antigua, rodeado de distancias clásicas
y silencio aristocrático. No lo digo solo por el costumbrismo liso de su obra,
acaso aprendido de Felipe Pardo, sino también por la situación misma: una casa
necesitada de toda clase de servicios, visitada por toda suerte de solicitudes,
con una influyente familia de guardianes para las temporadas sin cabotaje y en
las demás disponible en todo momento, presencias de otros señores del valle en
pos de un refugio elegante prestado para la pascana. Arona pasa sus temporadas
en Cerro Azul escribiendo rodeado de una multitud, en el lugar donde ahora hay
una vieja mecedora metálica de Bancarto, escribe en medio de la noche,
indiferente al retumbar de las olas o cualquier otro estrépito local, pensando
en temas literarios clavados, como espinas, en otro lugar.
Considero la posibilidad de un paseo por el perímetro
de la casa antes de pedir otro café. Pero en la terraza la mesita ya ha sido
despejada, arreglada, y su orden me desanima. Termino optando por un paseo sin
café. Camino del portón me despido del guardián que ahora riega las palmeras
e ingenuamente salgo a buscar el fresco de la tarde, como si el clima del valle
pudiera vivir una vida diferente del otro lado del muro. Como era de prever me
encuentro todavía con un sol maduro, nada fresco, del color de una yema
enfurecida, que obliga a las señoras de las modestas casas de quincha contiguas
a seguir arrojando agua sobre la tierra apisonada, como lo han hecho ya en la
primera mañana. Son señoras en púdicas batitas que podrían ser mandiles, que
luchan escoba en mano para evitar que más pobreza irrumpa polvorienta en sus
hogares. La tierra apisonada me hace pensar en un corral, y un corral a su vez
en las gallinas de pelea de Chumpitaz, y en las dos citas que hemos pactado en
las primeras horas del día.
Avanzo con mi paseo hasta el
lugar de la playa donde unas horas antes encontré a Antofagasta. Willy todavía
no ha reaparecido. Me topo con una multitud chapoteando en el agua, como en esos
grandes bautizos pentecostalistas colectivos en algunos aguafuertes que adornan
biblias de fines del siglo diecinueve. Niños gritones sobre todo, muchos de
ellos tomados de las manos, en rondas, pero que las olas desacomodan, obligándolos
a buscar a tientas su antigua ubicación, alegres y solidarios ante un peligro
en el que no creen. En los grabados siempre hay bañistas con medio cuerpo en el
agua, flotando en el cuenco de una ola en alza, pero en cambio aquí todos están
con los pies firmes sobre la arena del fondo, atentos a los peligros del
calambre, del pastelillo, de la ola marina que da la vuelta y jala, bajo la
mirada aburrida de un salvavidas. Sigo mi camino hasta unos cientos de metros más
allá, donde la playa se despeja y ya aloja solo a docena y media de personas
apartadas de la multitud para cumplir tareas lentísimas: paseantes, lectores de
diarios doblados, jubilados filosofando por parejas en plena tarde, empeñosos
pescadores de cordel y tramayo condenados a sacar pejerreyes en sartas, mirones
del horizonte, enamorados inmóviles bajo un cono de luz divina, y un vendedor
de helados cuya carretilla hace pensar en una explosión de retamas frescas.
Repito para mis adentros unas cuantas veces “fría carretilla”. Más allá,
donde ya no hay sino un elegante nisei inmóvil que sostiene una caña de pescar
vestido a la usanza limeña de los años 30, y algunos pájaros que se organizan
sobre la arena y juntos son como la sombra plana de algo que luego intentan
mostrarme cuando alzan el vuelo, en apariencia espantados por mi avance. Entre
los pájaros que despegan delante de mí y los que aterrizan detrás forman un
delicioso torbellino de irrealidad.
Siento
que es tiempo de regresar a la casa donde almorcé, pero por el camino la
curiosidad que me despierta una corriente de transeúntes me hace pasar de largo
frente al portón de los Rada y desviarme hacia la iglesia ubicada en la plaza
al final de la calle, donde se ha puesto en marcha una concurrida misa de ángelus
con un público mixto en medio del cual destacan los veraneantes, vestidos con
algo así como ropa seria de verano, y los pescadores, salados y atentos a
cualquier alusión bíblica a su oficio, que supongo que es lo que más los
entusiasma. Es evidente que he querido venir a sentarme sobre estas bancas,
entre estos feos ladrillos calcáreos que hablan de un paraíso prefabricado, no
sé desde qué momento del día. El sacerdote, un joven español del Opus Dei
con anteojos Bausch & Lomb apenas ahumados, que hacen extraño contraste con
el gris refractario de las paredes, ha estado cantando en latín, con acento
alemán, hasta un minuto después de mi llegada. Pero ahora se está despachando
con gran dulzura una homilía autoritaria sobre los deberes entre los diversos
miembros de la familia y la sociedad, entre los cuales no parece distinguir,
comparándolos con las relaciones, quizás gravitacionales, de varios tipos de
cuerpos celestes, lo cual le da a su ceremonia un tono medieval. Miro los
pantalones cortos de los hombres de clase media y las blusas que revelan
ombligos entre las jóvenes de toda condición, y no me parece una feligresía
que necesite refuerzo del principio de autoridad. Me voy quedando, a la espera
de que el cura vuelva a cantar, pero la homilía continua. Estrellas y planetas
se han convertido de vuelta en cuerpos humanos, ahora rondados por el diablo
nuestro enemigo, en la imagen de un león rugiente, que es a su vez un bólido
pecaminoso en una órbita luciferina de la mecánica celeste. Definitivamente
demasiado para esta feligresía. Un monaguillo-pescador agita un sahumerio que
no zahuma pero suelta un silbido que evoca más bien a una serpiente turiferaria
enroscada en torno al silencio caliente de la parte superior de la nave. A un
lado de ese son sibilante, que sugiere que en efecto el diablo puede estar en el
ambiente, avanza el barullo crepuscular de la plaza, donde ha comenzado la
retreta con la banda de un pueblo vecino cuya música ríspida proclama que el
error humano de los pobres puede ser una tristeza reparable, que no reconoce
grandes pecados, ni precipita grandes caídas, sino también sonrisas.
Hacia el final de la misa la acumulación de
insistentes alusiones al otro mundo, espiritual y astronómico, me decide a
visitar el cementerio del otro lado de la carretera. Me
voy alejando de la carretera entre totorales hasta llegar al diminuto cementerio
amurallado por los propios nichos, algunos de ellos enrejados para evitar el
robo de la lápida. Cruzo delante de los diminutos nichos para niños del pabellón
Arcángel San Gabriel. No hay mucho que hacer aquí. Comprarle frunas a la señora
de la puerta. Sentarse y mirar el campo, y más allá el mar. Pero de pronto
advierto que en un sector del fondo están reactivadas
algunas tarjetas musicales fúnebres, quizás las que fueron dejadas allí en el
día de los muertos, meses atrás. Son imágenes sobre todo religiosas, o
piadosas, o solo melosas, con un elemental aparato de reproducción musical al
dorso, un chip y un micrófono. Por lo general los chiquillos les roban la pequeña
pila eléctrica apenas calculan que los deudos ya no volverán, es decir horas
después de haber sido prendidas de la lápida con cinta adhesiva o medios más
elaborados, y las tarjetas se quedan mudas como sus destinatarios, luego pasan a
empaparse pegadas al cemento por el relente, y por último resecas bajo el sol.
Algunos días de muertos estos artefactos llegan casi a medio centenar, pero
ahora hay unos cuantos, digamos una media docena, produciendo un concierto que
el viento transporta en dirección de algunos sembríos de algodón y yuca hasta
los que no llega la sordina rugiente del mar. Me pregunto si se han pasado meses
sonando sin público viviente, si he tenido la suerte de una función
extraordinaria por una fecha reciente que desconozco, o si son tarjetas frescas
de deudos particularmente dedicados. Ahora mismo una de ellas está tocando la
marcha nupcial, quizás informando al muerto de un reciente matrimonio. Otra
transmite una versión plana de lo que puede ser un aria de Los pescadores de
perlas o lo que queda de una canción napolitana. Completo la vuelta al camposanto y me dispongo a salir. Cerca de
la puerta me llaman la atención dos inscripciones. Una del dulce Jacinto Gonzáles
Pachas (27.11.82): “No se olviden de mí, y en sus corazones guarden mis
recuerdos”, y otra de un imperativo Demetrio Manco (8.6.96): “Yo no estoy
muerto, solo estoy durmiendo; moriré el día que no vengan a visitarme”.
Quiero pensar que lo he hecho revivir un poco, aunque sea al paso.
Vuelvo a la carretera pensando en cómo hacer más
tiempo para mi cita en la peña cultural San Luis, y decido contratar al
insistente mototaxista, cuya presencia ya doy por sentada a la vuelta de todas
las esquinas. El artefacto hindú de color rojo encendido y una decoración de
lenguas de fuego rampantes lleva puesta una frase en caracteres góticos de un
extremo al otro de su toldo de plástico: Conozco
a todos, pero nadie me conoce a mí, y abajo, sobre el parachoques, Life´s
a beach: Los Reyes. En uno de
los costados dice alucina, y en el
otro canincula. Pacto un precio y le
pido que avance por El Iguanco
arriba, y que luego bordee Quilmaná por los caminos de las chacras, todo lo que
pueda. Casi llegando a San Vicente pierdo las ganas de entrar a la ciudad o me
asustó de entrar a ella y le pido al mototaxista, un joven muchacho albino, que
siga de largo por la Panamericana hacia el sur. Pero al toparnos con la cuesta
del arenal que lleva a Chincha el joven me advierte que para avanzar tiene
problemas de autorización municipal y además tendría que cargar combustible
extra, de modo que damos media vuelta. Por último entramos a San Vicente donde
compro, más por costumbre que por interés, dos periódicos amarillentos de un
quiosco rezagado. Le pido seguir de largo hacia Imperial, y media hora más
tarde estamos respirando la atmósfera andina de Lunahuaná, donde los
comerciantes están retirando los últimos puestos de comida de la plaza.
Tomamos el camino de vuelta y cuando llegamos a San Vicente ya puede decirse que
es de noche, y es casi la hora de mi
cita. Le pido al joven volver a San Luis y dejarme cerca del club chino.
La iglesia de San Luis se alza sobre una pequeña colina
en cuyas laderas también está el pueblo. Es una edificación de paredes
claras, en las que se intuye el blanco original bajo el jaspe polvoriento, y que
por su porte organiza la visión de toda esta parte del valle. Para quien
se mueve entre las ciudades y los pueblos de Cañete, todas las cosas del orbe
–cerros, casas, sembríos, calles, árboles, establecimientos comerciales- están
antes o después, encima o debajo, a la izquierda o a la derecha de esta
iglesia. Desde la curva que lleva de Cerro Azul a la ex hacienda Casa Blanca se
empieza a ver en la distancia su perfil de templo colonial, aunque de cerca todo
sea republicano. Aún así, es la iglesia más ilustre del valle, y siempre la
imagino, guardando distancias, como una catedral del alto medioevo que domina
una llanura. Chartres, por supuesto. Tiene una cúpula al extremo de una nave
central, contra la que se apoyan dos naves laterales cortas. Desde cierta
distancia es un equilibrio espléndido. Solo que el encanto se desvanece apenas
uno llega a San Luis por la carretera y la iglesia, construida cuando el mundo
pasaba exactamente del lado opuesto, muestra al viajero un trasero sin gracia,
rodeado de feos terrenos baldíos, derrumbes intactos que cubren la colina con
sus desórdenes cuarteados de adobe no querido. Corralones en los que se intuye
un olor a mojón reseco. Recién cuando uno se empieza a alejar en cualquier
dirección, el templo comienza a recobrar dignidad arquitectónica, y el medio
punto de la nave rematado por una pequeña teatina parece un pezón limpio y pícaro
ofrecido al cielo, que esta noche de estrellas va a dejar pasar todo el tiempo
del universo antes de acercar sus labios.
Cerca de la salida sur de San
Luis, en una callejuela perpendicular a la carretera, a metros del antiguo club
chino, está el punto que me ha indicado Chumpitaz. Bajo una hermosa parra
obsesionada por cubrir un enrejado de palos redondos, en uno de los últimos
cuartos interiores de una fonda sin nombre ubicada sobre un promontorio de adobe
antiguo y con una cierta vista sobre el lado costero del valle, una mujer de
edad indefinida pontifica acalorada ante una mesa de hombres sudosos en mangas
de camisa. Chumpitaz es uno de ellos, el único que bebe un trago largo con
hielo hasta el borde, mientras los demás calientan vasos de cerveza. Me
presenta al grupo como un amigo periodista de Cerro Azul, con lo cual creo que
quiere dar a entender que no soy solo un veraneante, pero tampoco llego a ser un
vecino del valle. Además de que amigo periodista también quiere decir “no
ataca”. Por las miradas advierto que su explicación no ha funcionado en
absoluto. Los tanto gustos pasan en un instante y se produce un silencio que
exige retomar el curso de la conversación en algún punto del principio, lo
cual está demorando en suceder. Mientras afuera rugen los camiones que llegarán
a Lima en unas tres horas y en sentido contrario los que esperan alcanzar sus
destinos de más al sur en la madrugada, aquí en la fonda hay una tranquilidad
expectante. Sin embargo en uno de los cuartos del fondo ha empezado a timbrar un
teléfono. Es el sonido desubicado de un aparato antiguo.
Para mi sorpresa la señora que me ha sido presentada
como la abogada Rosamel del Valle Fayed, justo le está empezando a explicar a
los congregados la necesidad apremiante de un golpe militar, que nadie desea
pero que, insiste con unos suaves puñetazos sobre la mesa, es una necesidad, y
además con un brillante porvenir en este mundo globalizado. Sería suicida,
dice, enfrentarse a él cuando llegue, si llega a venir, dios no lo quiera. Sus
oyentes hacen sutiles movimientos de cabeza indicativos de que no tienen la
menor intención de enfrentarse a él, pero que les encantaría seguir
escuchando ese tipo de palabras fuertes un rato más. La abogada es cincuentona
y no tiene una sola línea más o menos recta en su cuerpo, como lo muestra a
las claras su sastre guinda oscuro al cuete. Son puras líneas curvas a punto de
reventar, y una gran papada que su gesticulación política de mentón estirado
hacia arriba y adelante trata como si no estuviera allí. Su único adorno es un
reloj pulsera de oro macizo, de un diseño rectangular antiguo, una heredad. Un
maletín de cuero beige al que se le escapan como queso caliente las hojas de
los expedientes de la corte de San Vicente hace de cartera. Un poco con el mismo
ritmo se le escapa la camisa –no llega realmente a ser una blusa- por la
pretina de la falda, y el cuello amarillo almidonado hace su propio juego entre
las solapas algo casposas. La gordura suaviza, hasta casi endulzarlos, los
rasgos de la cara, pero los ojos porcinos de puñalada en pellejo con los que
perfora el aire cuentan otra historia. Chumpitaz apura el trago y se despide
corriendo pues tiene un compromiso, y a la salida me hace una señal giratoria
con el dedo: nos vemos más tarde como quedamos. Acabo de ser abandonado a mi
suerte. A la abogada de pronto le alcanzan un micrófono gigante de los que ya
no se usan, que no puedo creer que sea inalámbrico, porque no tiene un cable
que lleve a ninguna parte y su presencia no modifica en nada la voz de la
oradora que está diciendo un, dos, tres, cuatro probando probando. El teléfono
sigue timbrando, pero nadie se da por aludido. Más bien lo que levanta volumen
cada vez más son los puñetazos con
que la jurisconsulta aporrea la mesa
ROSAMEL DEL VALLE FAYED: La democracia siempre necesita
de un respiro, una leve interrupción, homeopática, profiláctica, sanitaria,
para revertir su debilidad o fortalecerse aun más de lo que ya está. Este es,
qué duda cabe, uno de esos momentos. Solo los militares pueden hoy salvarla de
sus enemigos, decimos, con tanta fuerza es que la deseamos y la necesitamos, a
la democracia. Mas no estamos preparados del todo para ella, quiero decir para
la democracia. Hay un problema de educación: indios y cholos se dejan engañar
fácilmente por los partidos políticos, que les prometen hacerlos llegar al
gobierno, o por lo menos a puestos de trabajo permanentes. Blancos y gringos se
aprovechan de todo lo que pueden. Nada de eso es democracia. Esas son
pendejadas, puras pendejadas de unas cuantos vivos, que en el fondo son mayoría.
Lo que esos partidos buscan es entregarnos a los intereses extranjeros. Son
poderes sinárquicos y euroasiáticos, claramente populistas, enemigos del nuevo
globalismo nacionalista. Un golpe es el futuro del Perú, amigos, siempre lo
fue. Además, nosotros sí sabemos que da lo mismo quién gobierne. Lo
importante es el Estado y su continuidad en la historia, como dijo don Jorge
Basadre ya en 1929. Se necesita un golpe que se rodee de técnicos, no de políticos
que buscan su propio beneficio. Porque al indio y al cholo hay que darles
educación, construirles colegios y universidades, antes de poder darles nada o
de meterlos en política. Si no toda la vida nos la vamos a pasar dándoles.
La doctora decreta una breve interrupción, que yo
imagino que es para contestar el teléfono, pero se me informa que es para que
los hombres salgamos a orinar al campo, bajo unas enredaderas a medio marchitar
de las que ya han sido cosechadas todas las caiguas, un contertulio indiscreto
me informa, pájaro en mano, que contra toda apariencia, la abogada no es una
machona. Más bien es una cazadora activa del amor masculino, me revela, que en
el intento ha recibido tremendas golpizas, también de las sentimentales. Esto
se sabe porque ella es de Cerro Azul. De hecho he advertido que ella dirige su
mirada al cenáculo de autodidactas del sur chico como si todos y cada uno de
ellos, ahora de nosotros, fuera un posible amante, es decir un golpeador en
potencia. Pero los hombres no la miran realmente a ella, sino que cuelgan de su
prédica a favor del golpe: vendedores de insecticida, pescadores adventistas,
albañiles del sindicato de Construcción Civil, un dueño de alojamiento, unos
medianos agricultores del propio San Luis. En otros tiempos hubieran sido una célula
de partido. Ahora parecen espiritistas laicos. Ella no se hace problemas, noto,
con la naturaleza del auditorio, que
más bien parece infundirle una suerte de energía pedagógica.
Una sábila exangüe cuelga boca abajo sobre el vano de
la puerta, el blanco de su raíz ya medio confundido con la soguilla mosqueada y
sus verdes tentáculos recostados contra el marco como un manojo de pequeños
animales embarazados. Naturaleza muerta muy mosqueada. Cerca de las esquinas,en
lo alto, unos espejos abisagrados demasiado al sesgo contra la pared, no
duplican casi nada, salvo sus recíprocas confusiones, quizás, que no dan la
sensación de multiplicar a los hombres, sino de trizar el aposento. Bajo la óptica
cruzada de los espejos dos mostradores esquinados van a su mutuo encuentro sin
tocarse jamás, y por la brecha que ellos dejan con su desencuentro pasa todo el
negocio del establecimiento: dos mozos cetrinos de chaquetas blancas y
visiblemente pringosas, que transportan tintineando haces de cubiertos en un
bolsillo, y fajos de servilletas triangulares de papel lustre en el otro. Por la
brecha entre los mostradores entran los mozos a colocarle cada pedido bajo las
narices al propietario casi ciego y acaso temeroso del famoso carrusel que
pudiera armarle un mozo deshonesto, pero que reconoce los platos con el puro
olfato, y pronuncia su nombre a medida que pasan:
NEGROTE ISMODES: ¡Seco! ¡panqueque! ¡palta reina
camarones! ¡huevera! ¡lomo jugo! ¡jalea! ¡tomatado! ¡causa pollo!
La verdad es que los dos mozos casi no tienen tiempo para
la deshonestidad: van y vienen a la carrera entre las mesas, y entre viaje y
viaje se zambullen en la cocina a recoger la orden que esté lista, para luego
volver a somorgujar entre los parroquianos del gran salón. Cada viaje de vuelta
de la cocina lanza sobre el cuarto una nueva vaharada de aromas a fritanga
marina.
Detrás de la abogada Rosa, a menos de dos metros de
ella, está el más cuidado de los dos mostradores, sobre el cual un andamio
casi cúbico, hecho con tubos de cromo reluciente,
desde una plancha de madera lustrosa eleva varias plataformas de vidrio.
Sobre la plancha un trío de lechoncitos beneficiados enseña las patitas, otras
más se exhiben al aire cubiertas con una salsa de cebolla y ají verde, otras
al fondo de una densa galantina color jade claro. Al lado de las patitas una
fuente puntillista de atropellados choros a la chalaca. Encima de las patitas,
posadas sobre el primer vidrio, una media docena de temblorosas gelatinas rojas
que refractan la luz, y junto a ellas una docena de panes de las seis de la
tarde, versiones contemporáneas del carioca y el tolete, todo cubierto a medias
por servilletas, como diminutos cadáveres colocados respetuosamente junto al
accidente de ruta que es el día transcurrido. Sobre el segundo vidrio descansan
una alcuza medio vacía y un losange de copitas boca abajo. Sobre el vidrio
superior, ya más alto que la estatura de un hombre promedio, se alarga una
bandeja de loza blanca cubierta con un secador de damasco. Allí descansa el
cebiche, que la casa prepara a la antigua, adelantado dos veces al día, y
remata cuando ya está a punto de cerrar el establecimiento, me informan para
animarme. Al lado esperan el culantro picado y el jugo de ají, con rígidos
cilindros de camote y choclo.
Un hombre moreno de más o menos la misma edad que la
doctora aprovecha la demora en un viaje de la abogada al baño para ponerse de
pie, caminar hasta la mesita donde han puesto a descansar al micrófono, empuñarlo
y empezar a blandirlo como un cetro. Ahora pide silencio a los reunidos y se
dirigie a mí en tono ceremonioso. Viste un terno combinado azul y verde, camisa
gris a rayas, y corbata. Sus palabras resuenan con un timbre de agua cayendo
sobre una palangana metálica vacía, o con unos cuantos boliches dentro, y
desde cierta altura. Los timbrazos del teléfono se han vuelto un antipático
telón de fondo.
DON BALA (golpea varias veces el micro con la uña del
dedo anular, siempre probando): Estimado señor visitante, mis queridos amigos,
no quisiera al final de esta velada volver
a casa de quienes me están alojando tan amablemente en el valle también este año
sin aprovechar que nuestra querida abogada ha ido a aliviarse con todo derecho
al sanitario y contarles un secreto que varios aquí conocen, pero que a su vez
no quisiera dejar de transmitirle a nuestro invitado aquí presente, pues es
algo que marca el misterio de la comarca en que nos encontramos. No es un
secreto que tenga que ver con la conjunción doctora-sanitario, no. Me refiero a
que en este mismo valle el ex hacendado Landaburu, no quisiera dejar de decir
que muy amigo mío, guarda en su biblioteca un tesoro que él llama de
curiosidades improbables, dicen, pero la tiene bajo llave y no la enseña a
nadie. Cosas como el último manuscrito de José Carlos Mariátegui, ese que
Falcón le perdió en España durante la Guerra Civil, y en el cual, según un
par de personas que pudieron leerlo a la volada, se declaró social-demócrata y
confesó que su verdadera vocación era la de empresario, como quizás el tiempo
ha demostrado. Una de las cinco copias del poemario manuscrito de Víctor Raúl
Haya de la Torre dedicado a Jeanne l´unijambiste,
la famosa corista de una sola pierna que causó furor en los años 20, papeles
que él mismo mandó destruir en un rapto de celos desde Moscú. El par de brevísimos
cuentos, mitad católicos y mitad pornográficos, escritos a medias por Jorge
Basadre y Víctor Andrés Belaunde imitando al español Ramón del Valle Inclán
en un feriado chorrillano de fin de semana que luego fue borrado del calendario.
Las fotos de Mercedes Cabello de Carbonera desnuda tomadas en París por un médico
deshonesto. El huaco-retrato Mochica a tergo
con que se quedó Rafael Larco Herrera cuando regaló su colección
arqueológica al Museo del Prado de Madrid, en 1903. Las partituras, puestas en
pentagrama por otro, es verdad, de los valses y polkas compuestos por Ricardo
Palma. Además tiene, dicen, una copia de los documentos manuscritos en base a
los cuales se reconoció todo tipo de falsas deudas de la guerra de
independencia bajo Rufino Echenique, un expediente de corrupción que Ramón
Castilla mandó reunir, pero que jamás pensó usar, me jura Landaburu. También
las órdenes manuscritas, civiles y militares, para los fusilamientos de
apristas en Chan Chan, enviadas desde fiestas sociales limeñas.
He visto sobre su escritorio el N°6 de la revista Poliedro.
Todos esos textos le han ido cayendo entre las manos, luego de pagarlos
generosamente, de diversas maneras. Pero son posesiones, conocimientos, poderes
que han ido frustrando su carrera de abogado: su imaginación no ha podido
sobreponerse a tanta realidad concreta y oculta.
RDVF: Cállate la boca, viejo huevón, despepítate. Me
voy al baño un ratito y mira con lo que vuelves a salir. ¿Qué va a decir el
señor? Quítenle el micro. Qué sabe el burro de abogados.
DON BALA: Es alfajores.
RDVF: Alfajores, qué carajo, de eso sí sabes. Si eres
perfectamente conciente de que Landaburu es un mitómano perdido, que ni
siquiera se apellida así. Igual que tú, claro, o no estarías repitiendo sus
historias como un submitómano, y ahora metiéndole el dedo a nuestro
distinguido invitado aquí. Ni siquiera es abogado, sino zootécnico sin
graduar, como todo el mundo sabe, y tú ni siquiera has visto esos papeles que
dice, solo te los ha contado. Eres un palero de segunda mano.
HORTENSIO GAGO: Déjalo hablar Rosita, ya no lo jodas, y
a mí también, que me alcancen el
micro pues, quiero que el doctor aquí escuche mi discurso sobre la sombra de
indiferencia que le ha caído encima al Perú en su cultura. Todo un Machu
Picchu de distancia y hielo internacionales.
RDVF: ¿Que tú hables?
CORO: Sí, que hable, nunca habla.
HG: Mejor hablo yo que Don Bala. No vaya a pensar,
mister, que esto que voy a decir lo estoy diciendo ahora. En realidad lo digo en
otro momento, hace mucho tiempo. Nunca lo he escrito, más bien esto es como dar
un ensayo vocífero, que lo tengo de memoria en la memoria, valga la
redundancia. Ya se va a dar cuenta, cuando vaya oyendo lo que no digo ahora,
sino antes. Que no es recuerdo sino olvido de olvido.
RDVF: Ya nos jodimos. Tiene para horas de traquetear los
dados con esa homilía transvesti que alguien le ha empujado por la oreja. Quítenle
el micro, o por lo menos aléjenselo.
HG: Ñaca. A su salud, aquí va: Hace unas semanas que he
vuelto de Europa y Nueva York, y llegando siento que el aislamiento cultural del
Perú da pavor. En los círculos artísticos nadie se refiere a nosotros, los jóvenes
creadores de San Luis. Y no es que no hablen de otros países de la patria
grande latinoamericana, nuestra América, como la llamó Mariátegui. Hay países
latinos que allá los horrorizan y otros que los entusiasman. Pero créanme,
amigos, que el Perú no les produce nada. Somos una isla rodeada de indiferencia
por todas partes. A veces pienso que todo esto ha sido culpa del remoto
Benavides, por no dejar que los republicanos españoles vinieran aquí en el 36.
A los europeos no se les dice no (carcajadas de aprobación de los reunidos, con
la puntualidad de quien conoce el libreto). Y querían venir, querían, claro
que querían, se morían por venir. Varios me lo dijeron en Estados Unidos.
Tampoco Juan Velasco Alvarado, como siempre mal aconsejado por Carlos Delgado,
dejó entrar a los chilenos fugitivos de la carnicería de Kissinger y Pinochet.
Y los escritores, ¿qué me dicen de los escritores?: Andrés Bretón, Dé Hache
Lawrence, Ramón Gómez de la Serna, a comienzos del siglo veinte, un momento
clave, todos pasaron o por México o por la Argentina. Denme el nombre de un
escritor ilustre que se haya querido codear con nosotros (se agacha un poco y se
frota los codos como sanándolos). Nada. Novelas de fuera sobre Perú casi no
hay. Una de Christopher Isherwood sobre cóndores, otra del comunista Otto Storm
que le valió ser expulsado del Perú a comienzos de los años 30. Otra novela más
en que aparecemos jugando como chunchos en las praderas del Señor. Algunas
personas ilustres pasaron hace ya tiempo, como el Príncipe de Gales hace más
de 70 años, pero ninguno viene a quedarse un tiempo. Digamos, a convivir, a
meternos en su obra completa, como Enrique Michaux a Bolivia o Claudio
Levi-Strauss a Uruguay. ¿Qué los espanta? ¿Qué es esta distancia nuestra? ¿Es
pura oligarquía mazamorrera o falta de burguesía moderna y artistas liberados
que los extranjeros ilustres huelen a pesar de todos los disimulos? ¿Huelen que
hay sospecha frente al forastero? ¿Malos hoteles, pistas con huecos? Turismo es
la palabra, amigos, sí. Turismo. Porque allá me la pasé conversando con
varios escritores. Una de ellas, la
poeta Isabel Bishop -¿conocen?- , ya había ido a conocer México un par de años
atrás, y cuando allí le expliqué sobre Perú, le ofrecí mi casa aquí en San
Luis, o la de mi primo en Quilmaná, me di cuenta de que sólo podía ofrecerle
un viaje de exploración, lo que ahora llaman turismo de aventura. "Yo
quiero algo más que buenos monumentos arqueológicos", me dijo la muy
malcriada, pero esa es otra historia. Pero aquí, en familia, no nos cojudeemos,
es que el Perú, el literario y también el otro, el del billete y el de la
falta de billete, es cruel. El español Cuerpo Barga, por ejemplo, que pasó
largos decenios dedicado a ser ignorado en Lima, como tantos intelectuales
extranjeros, terminará terminado de olvidar en poco tiempo, si no lo está ya.
¿Conocen? (su interlocutor más cercano hace un NO enérgico con la cabeza,
sincronizado con una cerveza que menea como la varilla de un metrónomo
enfurecido) Hay algo en el Perú que no perdona, y eso no viene de una sola
clase social. En realidad no perdonar y no perdonarse es un pacto tácito de lo
peruano, una de las delgadas fibras que sostienen el tejido de lo nacional. No
perdonarse y no perdonar. México tiene en la Malinche, la india que se vuelve
traidora y puta por enamorarse del hombre de una cultura equivocada, del
invasor, un mito del resentimiento y del reproche, pero también uno de
reconocimiento y aceptación del mestizaje como hijo del agravio. Inevitable,
como todo hijo que ya llegó, el mestizaje como algo que se puede resolver,
aunque sea en una cantina. Chingo y soy chingado, licenciado. Aquí nuestra
ilustre abogada del Valle podría ser la Anglo-Peruvian Malinche, si no fuera
tan tarde en la historia (más carcajadas). ¿No les parece que el Perú sólo
tiene mitologías que sirven para retrotraer o posponer el verdadero tiempo
social? Sólo el Apra, perdónenme los demás, esa banda de deprimidos que querían
exaltarse, ha postulado siempre la vigencia del tiempo presente, en la
imperfección de la democracia occidental trasplantada a las chacras del tercer
mundo. ¡Espacio-tiempo y olé! (esta vez un silencio que sin embargo sonó como
un carraspeo preacordado de censura). Pero es que es así, compañeros. La
derecha nunca parte pero siempre quiere estar volviendo a, o prolongar, un
tiempo cómodo para ellos y ficticio para todos. La izquierda quiere hacer
acumulación capitalista para un futuro mejor, pero no hay capitalistas. Por eso
los verdaderos apristas, los que llevan un letrero invisible que dice "soy
cholo", nunca son elegantes en un país donde señores e indios sí lo son,
cada uno a su manera, pero ambos planteando no tener necesidades inmediatas,
sino sólo nostalgia y utopía. Hace ya sus buenos años Sánchez, el aprista,
escribió un artículo sobre la tristeza peruana. Pas mal, como decimos en Cerro Azul. Pero yo estoy escribiendo un
libro entero sobre eso, en el tiempo que me deja un hijito que tengo que cuidar
entre clase y clase que doy. Pero ahora que está tan avanzado mi texto empiezo
a entender que ese no es el tema, que ese no es el tema. El rostro que apartamos
de la realidad los variadísimos peruanos no es triste, es de rabia no
procesada, es decir sin lágrimas en los ojos, de rechazo refrenado, siempre
dando vueltas sin dirección dentro nuestro. Por eso la mala relación con el
extranjero: no hay asidero que le sirva a quienes no pueden conocer, intuir o
sentir lo peruano, y entonces están condenados a rechazarlo, o cuando menos a
ignorarlo, pues no soportan entrar en un pacto que no comprenden. En eso México
es más flexible, más táctico, más seguro de sí mismo. México una tortilla,
Perú una piedra. Salud.
RDVF: Bueno ya que termine de hablar huevadas, que hable
el arqueólogo y de allí nos vamos a comer al salón de adelante, que está más
fresco y ya sin gente, para seguirla más tarde. Necesitamos algo nuevo.
El timbre del teléfono se detiene unos instantes, como
saltándose dos timbradas, y retoma sus mensajes a la indiferencia. Alguien le
acerca el falso micro al arqueólogo, pero este lo rechaza con un gesto cortés,
para mí señal de que no es un miembro estable de la peña.
LUIS ALZÁBAL: Gracias Rosita,
oportunidades como esta no abundan en San Luis. Antes que nada mi saludo a
nuestro invitado, y espero que me pueda ayudar con mi pesquisa. Yo quiero para
todo ser franco, pues para qué les mentiría. Mi tema de hoy: todo lo
que sale de las tumbas de la costa desde que empezaron a ser destripadas en el
siglo diecinueve es chafalonía. Lo único importante es algo que todavía no ha
aparecido, es un objeto que está dibujado sobre un huaco Paracas que se destruyó
aquí en el valle de Cañete en 1948. El fotógrafo y compositor de operetas
checo Edward Ingris lo llegó a tomar y en Lima le pasó la foto a sus
compatriotas Julio y Marta Ebel. La foto muestra algo así como la imagen de una
rueda y lleva tallada la figura del personaje lengua larga de Paracas en la
base. La lengua es clave, si se trata del objeto de una cultura de la que no
conocemos la lengua, precisamente, sino el silencio, la boca cerrada que, como
le decimos a los niños silenciosos ahora, le comió la lengua el gato. El francés Pascal Quignard
escribe que: “Las palabras que no quieren volver a nuestros labios mantienen
sobre nosotros un poder desproporcionado a su carencia. Hacen anticipar un
saber, en su declive, que remite a la repugnancia. Ellas veneran una emoción o
un miedo que no podemos controlar pues nos faltan en el designio de que ellas
nos faltan”. En un congreso de Washington de 1915 el egregio Julio C. Tello
hizo notar que podría haber una oralidad implícita en ese apéndice, que se
repite mucho en esa zona desértica, como una lengua larga que sale de la boca
de un rostro bordado sobre una tela Paracas. Sesenta años más tarde Emilio
Hart Terré asistió al desenfardelamiento de un conjunto de momias Paracas que
Tello había dejado en un museo de La Magdalena, en Lima. La visión de la
lengua desmesurada lo conmovió al grado de hacerlo iniciar una reflexión
apasionada, que publicó al año siguiente. Su conclusión: es un “signo
verbal”, el rostro Paracas desea decirnos que está hablando, pero no tiene
los instrumentos para decirnos qué. Como algunos códices y algunos comics.
Para el arquitecto Hart Terré ese signo es una manera de desafiar al silencio
histórico impuesto por la ausencia de escritura. Como si el artista hubiera
querido dejar por lo menos el testimonio de que se hablaba, conciente de que el
futuro envolvería a su pueblo en el silencio, como lo hacía cada día que
pasaba en sus vidas. Imaginemos a esa lengua larga Paracas
-desilenciada por la gráfica- a punto de hablar para la posteridad.
Capaz de decirnos la palabra que podría establecer toda la comunicación verbal
nunca habida, como una mueca de Rosetta. Quignard nos invita a imaginar a esa
palabrita condenada al silencio en la punta de la lengua. Pero si para el autor
europeo esa palabra que no llega es un olvido paralizante, una amnesia, un
bloqueo, para el artista Paracas esa ausencia parece más bien una indefinición.
El hombre de la lengua larga la ha estirado hasta donde es posible hacerlo sin
una escritura: está en un límite, es el silencio que en este caso que no es
personal, sino de toda una cultura. Para Quignard esa lengua que se establece
como un pararrayos de toda la virtualidad de la comunicación es un falo
suspendido en el tiempo, a la espera de un desfogue de significado. ¿Podemos
pensar igual del rostro Paracas, como de un rostro fálico ansioso por eyacular
las palabras de la tribu? ¿Cara de pinga? Mientras esperan la palabra capaz de
comunicar hacia el futuro, los rostros que estiran sus lenguas Paracas se colman
de adornos proliferantes. Dioses, animales, diseños. Para nuestra mirada esa
lengua está dos veces muda, dos veces deseosa de hablar. La cultura está en la
punta de la lengua, seca. Una cervecita por el amor de Dios.
RDVF: Gracias amigo Alzábal.
Deje la lengua allí, metida en la cola de su rollo, que no se siga secando de
tanto moverla. Pero no podemos despedir esta parte de la reunión sin pedirle
algo a nuestro ilustre visitante, que ya me han dicho que se va a tener que ir
temprano por un compromiso. Quizás un alcance de algún expediente periodístico,
de su vida seguro tan llena de aventuras, siempre lo más apropiado, que nos
enriquecería.
Mi primera reacción es rechazar
el falso micro, que en realidad nadie me está ofreciendo. La segunda es pedir
que alguien conteste, o por lo menos descuelgue ese teléfono. Pero en ese mismo
momento, como si me hubiera escuchado, el aparato deja de sonar. He visto venir
el pedido desde el inicio, en realidad desde que Chumpitaz me describió
bastante por encima esas reuniones, y en cierto modo me he preparado, y ahora me
dispongo a la oratoria con la actitud displicente de quien está dispuesto a que
su relato se vuelva incoherente en cualquier momento. Los veo y los oigo retener
el aliento como si fueran a oir mi voz por primera vez. Como ese momento en la
oscuridad prelúdica de una sala de conciertos en que los instrumentos de cuerda
inmóviles suenan todos a golpes sobre las cajas de madera que realmente son.
Con ese pasmo el aire se despeja un poco de sus tufos y
les empiezo a contar sobre mi frustración literaria en relación a una
mujer a la que nunca conocí. Una frustración que fue académica, además, les
digo, con la esperanza de que puedan entenderme. Yo había juntado algunos datos
y borroneado unas pocas páginas sobre ella, una escritora vinculada a Cerro
Azul, precisamente, desconocida y hasta en vías de desaparición como personaje
de la historia literaria, cuando se me ocurrió consultar con un pariente suyo
del extranjero que aparecía con cierta frecuencia en las versiones que yo recogía
de contemporáneos. Porque era una historia que empezaba muy antes de los años
30. Cuando emprendí aquel viaje de 1988 pensaba que una entrevista con aquel
pariente suyo californiano –un hallazgo, pues el individuo era un tremendo
alcohólico indiscreto que además hablaba con la prosa de Truman Capote- le daría
un empujón decisivo a mi trabajo sobre la escritora. Pero luego de vuelta en
Lima, al sentarme a revisar mis notas (mis grabaciones con
Fue por entonces que busqué a mi
querido amigo, compadre y director de tesis Enrique Gutiérrez para pedirle que
me ayudara a volver con provecho a uno de mis temas previos, del cuál él mismo
me había desanimado con buen criterio: una exploración de la vida diaria de
José María Eguren, en la hacienda Chuquitanta, lo que ahora está más allá
del aeropuerto de Lima. Más que un tema erudito es un tema aburrido, de pronto
hasta cruel, me había dicho con toda razón, y que no le puede interesar a
nadie. No se si por obligación o sincero sentido de la responsabilidad, se
ofreció a imaginar algún otro tema que me reconectara al mundo de las letras.
Pero en el tiempo que le tomó sopesar las cosas, y por supuesto antes de que
pudiera terminar de ilustrarme sobre ese tercer tema mi director, que era un
hombre atlético y de hábitos saludables, sufrió una carambola de graves
males. Una peritonitis mal tratada devino una septicemia galopante, que desembocó
en una meningitis asesina, y Gutiérrez entró en coma. Tragedia que me heló el
corazón y luego me quitó toda gana de trabajar en cualquier tema de tesis por
varios dolorosos meses, que luego fueron años. Los pasé acudiendo de cuando en
cuando a la clínica Stella Maris y más tarde cuando le dieron de alta,
participando en las visitas semanales que le hacíamos tres desolados amigos y
antiguos alumnos comprometidos con el dramático sesgo que había tomado su
vida, y decididos a verlo repuesto.
En algún punto de esta historia
mi director recuperó la conciencia y fue posible empezar a sacarlo periódicamente
a tomar capuchinos y bocaditos en inhóspitos salones de té de las
inmediaciones de su casa. Sus dos hijas lo cuidaban con cierta ayuda de la
abuela. La madre de las muchachas se había ido, inexplicablemente con un colega
en el fondo idéntico a Gutiérrez, el cual a su vez había abandonado a una
esposa bastante parecida a la de Gutiérrez. En esos encuentros Gutiérrez nos
acompañaba con las facultades muy limitadas en lo neurológico y, como era de
esperar, con ningún interés en mi tesis. La verdad es que para entonces yo
mismo ya me había olvidado de la escritora y, mucho más importante, de la idea
misma de una tesis. Por eso me fue tan fácil persistir en la espera, en parte
por inercia y en parte porque en el fondo de mi mente, ustedes comprenderán,
sabía que tarde o temprano tendría que pedir otro director a la facultad, y
producir alguna tesis a medias convincente si quería seguir enseñando. En eso,
como habíamos temido que sucediera, la situación de Gutiérrez se complicó de
nuevo. Volvió a los silencios melancólicos del tiempo en que había salido del
coma, y eso fue dificultando cada vez más los capuchinos con bocaditos. No por
falta de apetito, que iba en aumento, sino por el clima lúgubre producido por
las dificultades para la comunicación, y a partir de un momento incluso para la
deglución, y deprimiéndonos también
a los amigos, al grado que uno de ellos no reapareció más. A esas alturas los
neurólogos sostenían que mi compadre no era víctima de las sucesivas
mini-trepanaciones que servían para acomodarle una válvula de drenaje, sino de
una profunda depresión. Los silencios melancólicos terminaron por tragarse
también mi entusiasmo por aquellos temas en que él hubiera podido ayudarme,
escritora incluida.
De bimestre en bimestre, en que
los silencios se iban volviendo lagunas cada vez más extendidas, mi director
volvió a hablar con cierta fluidez, pero solo de temas eruditos, de preferencia
de sus célebres fichas sobre literatura colonial. Lo cual al comienzo pareció
una bendición, sobre todo porque parecía tener relación con una mejoría,
pero pronto demostró ser lo contrario. A Gutiérrez le dio por enfrascarse en
abstrusos debates consigo mismo sobre las letras sagradas en la Colonia. La
angustia de los amigos se empezó a convertir en franco tedio. Frente a mi
propio tema primero empezó a sostener, con la intrincada morosidad que le
causaban sus limitaciones, pero con el mismo aplomo de siempre, que el personaje
de mi tesis nunca había existido. Ante mi protesta y la promesa de traer
libros, recortes, fotos, documentos oficiales, prometió revisar sus papeles, y
unos meses más tarde (a estas alturas los plazos ya eran verdaderamente
atroces, y la universidad de todos modos ya no le iba a permitir asesorar una
tesis) concedió que quizás todo se debía a un error en el nombre, y se ofreció
a seguir buscando por su cuenta. Por último empezó a no reconocer el nombre, y
a esas alturas cada mención mía de la palabra le malograba un poco más un
humor ya de por sí estragado por el hartazgo frente a la enfermedad y su
secuela. El día que mi director se puso vociferante y blasfemo en una cafetería
de
En algún momento, mucho antes de
que llegaran las desgracias, había
hablado de la suciedad de la escritora, y el comentario me hizo volver a las entrevistas
que hice en la primera etapa de mis estudios. En efecto, algunas de las mujeres
que la trataron más, que ya eran viejas cuando las visité, me contaron cosas
concretas y crueles, como que era sucia, en el sentido de descuidada en su aseo
más personal, que no le gustaba usar calzón, que no se afeitaba los sobacos ni
el desborde del vello pubiano, lo cual se prestaba a malévolas anécdotas y
comentarios, y que compraba toda su ropa de segunda mano en Londres. Yo no tenía
cómo saber cuánto de eso era cierto, pero en mi fuero interno nunca desmentí
nada, pues me fascinaba la manera en que esas historias construían, acaso con
ignorancia pero con obvia imaginación, un personaje que competía con el que yo
me había construido desde el lado académico. Que la escritora fuera sucia
nunca me había cruzado por la cabeza, ni me parece relevante. Al contrario,
siempre me había parecido que tendría la pulcritud desaprensiva de los
deportistas: sudores frescos, la ducha en lugar de la tina. Lo que me fascinaba
era fantasear sobre cómo se había ganado esa fama, y mi teoría preferida
todavía es que sucia sólo quería decir diferente de las mujeres más locales
de la época. Pero también pudo ser a causa de un prurito por mostrar el
cuerpo.
Así llegué a las antevísperas
del siglo veintiuno. Habían pasado diez años desde mi entrevista en San
Francisco. Para entonces yo ya había conseguido otro tema de tesis, no quisiera
mencionarlo aquí, había redactado y me había graduado. Cierto día en uno de
esos rastreos por entre los buscadores de Internet leí que mi entrevistado el
pariente de California había fallecido. Fue como si recién en ese momento la
historia terminara. La sola idea de que hubieran fallecido todos los personajes
de mi antigua curiosidad me dio bríos para volver a mis pesquisas, por unas
cuantas semanas. Al final, aburrido de tanta interrupción, me prometí no
volver a tocar el tema por ningún lado, y he cumplido hasta este momento.
Aunque a veces recuerdo a la escritora con un suspiro.
Cuando reaparezco en el presente la docena de oyentes
viene al encuentro de mi suspiro con otros tantos, y un aplauso cerrado: creo
que los he superado a todos en el cartón-piedra de lo oratorio. Mientras
hablaba advertí que varios tomaban notas, obviamente para incorporar secciones
de mi perplejidad a la suya, acaso convencidos de la mendacidad de mi cuento. No
importa. Probablemente una parte importante de mi propio relato no sea cierta.
Si me plagian no harán sino llevarse esa mentira mía trenzada con la suya, dos
serpientes médicas enmudecidas ante la verdad.
En el instante en que dejo el aposento, entre apretones de manos y
promesas de volver, el teléfono vuelve a timbrar, ahora sí para siempre.
*
Salgo de San Luis con los oídos cargados y tomo la
mototaxi que me espera a la vuelta de la esquina, de vuelta a Cerro Azul, a
hacer tiempo hasta la hora de recoger a Chumpitaz, quien vive al fondo del
pueblo, más allá del imperio de aceites oscuros del bicicletero que trabaja
bajo un árbol de mimosa. Es temprano para la cita, y aprovecho para volver a la
casa donde almorcé. El guardián me informa que todos han partido. Doy un paseo
por la casa ahora oscura y deshabitada, lo cual no a matar mucho tiempo, a lo más
unos pocos minutos, y decido salir a
la playa, pues pienso que las olas hacen menos angustiosas las esperas. El
mototaxista se ha quedado cerca de la puerta con la esperanza de una nueva
carrera. Desde esa distancia la antigua aduana en cuyo segundo piso ahora vivo,
con sus palmeras delante, parecería una postal del Caribe, si no fuera por unas
luces de magnesio que alumbran la escena de lleno y le devuelven un resabio
agroindustrial. Sombras de la British Sugar Co. Se me va el tiempo en ese tipo
de reflexión y ya es hora de buscar a Chumpitaz para emprender el camino hacia
las dunas del Iguanco.
ACH: ¿Y? ¿Qué le pareció la tertulia sanluisina?
ML: En cierto modo la disfruté, pero no la termino de
comprender. Me hubiera gustado tomar notas.
ACH: Tómelas en una próxima reunión, porque en todas
dicen más o menos lo mismo, o así me parece al menos. Unos, como la gorda,
porque están obsesionados con un tema, y otros porque alguien les ha escrito un
guión y no pueden salirse de allí. Tengo entendido que el rollo de Don Bala se
lo escribieron entre dos mujeres, hacendadas ellas,
hace ya decenios, y que él se lo memorizó, y lo va repitiendo con
algunos cambios. Incluso hay una historia según la cual una de las mujeres
aparece cada tantos años para refrescarle el discurso, lo cual es probable,
porque mi compadre no es ninguna bala, sino más bien lento y limitado. Pero
siempre hay que caer de vez en cuando, porque aparecen visitantes infrecuentes,
y hasta contertulios completamente nuevos, jóvenes incluso. Ya le pasarán la
voz.
ML: ¿Y usted? ¿Cuál es su tema en esa peña?
ACH: Mi rollo no es en la peña, porque no tengo mucha
labia ante un público, sino fuera de ella. Yo los voy siguiendo, como si le
llevara la cuenta a sus espíritus, y hay una noche cada semestre en que algunos
de ellos, y unos cuantos otros, pueden traer a su gente querida que necesite que
yo la vea. Aunque hay gente que no viene y solo llega en alma, buscando lo que
quiere. Hay uno que me envía a su perro con un sobrino, cargando toda su
espiritualidad entre las pulgas. Viene rabioso con un bozal de soguilla puesto,
y lo regreso moviendo la cola, sin bozal.
ML: ¿Y en este primer semestre cuándo es que cae esa
noche?
ACH: Esa noche es esta noche.
ML: ¿Y a quién le han traído?
ACH: Para ponerlo como usted lo pone, es a usted a quien
me lo han traído, con todo respeto.
ML: ¿Quiénes? ¿Para qué?
ACH: Ya le dije anoche, don, para que le entreguen el
objeto que había encargado. En cuanto a quiénes, supongo que son los
personajes de sus sueños, que quieren unas vacaciones.
ML: Oiga don Alejandro, ¿y ese teléfono que dejan joder
con sus timbrazos toda la noche?
ACH: Es el dueño, que le tiene fobia a los números
equivocados, y ese es su teléfono.
ML:¿Y por qué no manda contestar a otro?
ACH: Creo que no es una cosa personal, ni práctica, sino
que es la equivocación en sí misma la que le repugna.
Chumpitaz se trepa a la mototaxi, saluda al conductor con
gran familiaridad y cariño, y me
informa que es hijo de una sobrina establecida en Imperial con nuevo hijos
mototaxistas. Por el camino paramos por un hostal del Jirón Jorge Chávez a
recoger a quien descubro que es el
mismo arqueólogo Alzábal con el que hemos estado poco tiempo antes. Se ha
puesto un mameluco caqui lleno de bolsillos, y en general su estampa ha
cambiado, como si se hubiera acicalado para la noche, lo cual quizás es el
caso.
El vehículo
cruza la Panamericana frente a la perricholesca entrada principal del pueblo y
empieza a subir unos pocos minutos hacia la dunas por entre campos donde las
motas de algodón sin cosechar replican el fósforo de la luna llena. Chumpitaz
detiene al conductor, que se llama Hermes, al borde de un terreno que se
extiende duna arriba. La mototaxi parte y nosotros dos empezamos a avanzar hacia
el único punto iluminado en medio de un bosquecillo de huarangos. Allí
encontramos a unas ocho personas con los torsos desnudos y los rostros cubiertos
con bolsas hechas del tocuyo blanco de los sacos de harina, en torno de una
tumba ya medio abierta. Por las
cabezas embolsadas la escena parece
una reunión del Ku Klux Klan. Hay dos lámparas Coleman colgadas de uno de los
huarangos como extraños frutos, y bajo ellas un olor a sudor, pisco y salsa
criolla, cada persona con un ramo de ruda en la mano izquierda, para pegárselo
a la cara cuando se acerca demasiado a lo mortuorio, me explica Chumpitaz,
canastas para cargar el esperado botín, y en el borde del círculo exterior de
la luz una señora que mantiene calientes choclos en una olla de aluminio. Las
pintas son de pescadores moviéndose con cierta agilidad, como esquivando los
rayos de luna que perforan las sombras de algarrobo. Chumpitaz me presenta con
un nombre falso. El arqueólogo de la peña de San Luis y yo no nos inmutamos al
ser ambos presentados con nombres distintos de los de hace unas horas. Chumpitaz
me ha contado que el arqueólogo es en realidad un huaquero que de cuando en
cuando escribe con seudónimo sobre sus hallazgos más interesantes, todos
intensamente desconocidos por el gremio. Me extiende una mano enguantada y me
dice Astor Hernández, arqueólogo natural, como si recién nos conociéramos.
Le digo el nombre que me acaba de poner Chumpitaz y me quedo dudando sobre si
ese Hernández es su nombre o su seudónimo. Tiene ojos verdes, partes de la
cara marcadas por la viruela, barba y bigotes a la Bolognesi, una enorme melena
canosa, y un tic muy preocupante que consiste en pegarse sin parar lamidas a las
yemas de cuatro dedos de cada mano, como si estuviera a punto de hojear un libro
polvoriento. El libro del desierto, pienso.
A pesar de la suma de rasgos incómodos,
el arqueólogo natural es persona culta, de obvia inteligencia, y un narrador
animoso, que me empieza a contar el origen del hueco que estamos rodeando: un
individuo con fama de compactado se ha pasado el anterior otoño cañetano
perseguido por el sueño de una mujer oscura que lleva en la mano un objeto que
nadie conoce, un objeto que viene del sur. El individuo decide no contarle a
nadie, pero con la llegada del invierno el sueño aumenta en intensidad, en el
sentido de que se repite, por momentos hasta dos veces en un mismo día, y
prolifera en detalles de manera atosigante. Cuando empieza a llegar el fin del año,
el sueño se le vuelve insoportable, al grado que un día decide quintuplicar su
dosis semanal y apurar tres vasos llenos de jugo del cactus de San Pedro
macerado, traído desde el norte. Emprende el vuelo como siempre, caminando
entre las dunas y los sembríos, y en ese paseo se le aparece lo que podría ser
la clave de su sueño: la mujer, que venía siendo oscura, se pone rubia como el
otoño en almanaque gringo, y de allí pasa a transformarse en un enorme pájaro
negro (¿un guardacaballos?) que se pone a planear sobre el dunal y luego de
muchas vueltas llega a posarse sobre una alta zarza de huaranguillo, enredada en
torno de un huarango. El muchacho se pasa unas tres semanas reponiéndose del
sampedrazo, tomando sobre todo leche de cabra cruda que la da su mamá. Al mes
siguiente, cuando vuelve la luna llena, que fue la que lo loqueó para comenzar,
opina el arqueólogo natural, el hombre empieza a cavar con las manos a unos
veinte metros del árbol, donde la
arena era más blanda, poseído de visiones furiosas de los perros piuranos
llamados perros chinos calatos.
En su embrutecimiento le toma
unos quince días más de lampa darse cuenta que por algo se ha posado el pájaro
justo sobre la copa espinosa del huarango. Acerca su excavación a ese punto, y
empieza a desbrozar el campo con un machete al lado para cortar raíces. Dos días
más tarde ya tiene una pequeña cancha despejada en torno del árbol. Apenas
levanta algo de tierra del fondo el zonqueado muchacho la encuentra fofa y húmeda,
apestosa incluso, a caca de animales, y luego descubre un boquete ya trabajado
tiempo atrás que se alarga bajo la penumbra lunar como una segunda sombra. Un
metro y medio abajo encuentra 29½ esqueletos de perros (“Uno por cada día
del mes lunar”, precisa un estudioso de este tipo de descubrimientos). Debajo
de los perros, esqueletos humanos con los pies amputados: guardias que ya no se
moverán de su puesto. Más abajo algunas joyas y los primeros purés de madera
descompuesta. Mientras progresa en la confección de un forado razonable, al
muchacho le vuelven y se le multiplican las visiones sanpedristas (se ha estado
ayudando con un resto de botella de San Pedro macerado en aguardiente que
encontró por el camino), entre ellas luces y luciérnagas, anunciadoras de oro
en las inmediaciones. Pero hay en el aire un vientecillo frío que es un límite,
que le desaconseja meter el cuerpo al hueco, por miedo a las perturbaciones en
el conocimiento. Además hay que hacer primero el hueco, y eso es imposible sin
una ración suficiente de pisco, que en ese momento se le ha agotado.
Mientras Alzábal relata, el equipo KKK ha estado
trabajando en silencio. Cuando le pregunto a Chumpitaz qué va a pasar con eso,
me dice que vamos a seguir hasta entrar al vientre del entierro, que esta noche
se va a terminar de destripar. Le pregunto si el adicto al San Pedro está entre
los reunidos, y me informa que ya lleva semanas en el hospital de San Vicente. Me
acerco al borde de la excavación. No parece una tumba profanada, sino un túmulo
revuelto, todavía hediondo de una humedad hermética y funeraria. Al borde ha
aparecido parado Antofagasta, en la misma ropa de baño de la mañana, tomado
por una inmensa excitación. Llevo a Chumpitaz a un aparte.
ML:
¿Qué hace aquí este cojudazo?
ACH:
¿Lo conoce? Aparece aquí con dinero para excavar de cuando en cuando, al
parecer enviado por un coleccionista de San Francisco, de quien es sobrino y
proveedor. Este es el que va a separar todo y llevarse lo que quiera cuando
acaben de trabajar los muchachos. Pero no lo veo separando más que los objetos
metálicos de los demás, pero quién sabe. Unos días más tarde va a aparecer
un chileno, el doctor Sergio Sanpatricio, quien perfecciona la compra misma, es
decir la termina de pagar según lo que se encuentre, y la carga en un
camioncito que contrata en San Vicente. Hasta allí llego yo.
ML:
¿No sería más fácil que viniera el propio chileno de una vez? ¿O es que
este selecciona y decide?
ACH:
No, este señor Sáenz no selecciona ni decide. Más bien hace problemas con el
personal por los disfuerzos que ya verá en un instante. Pero esa es la condición,
y esta es la séptima desenterrada que nos compran en diversos puntos del sur.
Pero el pastrulo, como dicen los chicos, es una verdadera joda. Tengo que buscar
lampeadores nuevos cada vez, lo cual de por sí es complicado, y apenas el tipo
se pone a hacer sus gracias empiezan a persignarse y sobre todo a buscarme la
mirada exigiendo explicaciones. Ya es bastante joda que el negocio esté cargado
de temores supersticiosos, usted los conoce. Los peones para estas cosas ya no
son muchos, y se pasan la voz. Ahora lo que hago es duplicarles el pago y rogar
que el susto los deje callados, sobre todo frente a la policía. No sabe, esta
gente es brava. Sé de organizadores de excavaciones que los han asesinado
porque le pareció a los peones que había profanación y mal agüero. ¿Nunca
le conté la historia del tipo que perdió
la compostura y se puso a convulsionar junto a su lampa prendido del rosario que
llevaba al cuello?
ML:
Bueno, cambio de tema. ¿De dónde así tumbas con cosas vendibles en el valle
de Cañete? Nunca me ha contado.
ACH:
Comenzaron a aparecer hace unos tres o cuatro años. Parece que son momias
viajeras de muy otros siglos, tumbas traídas completitas de otras partes, de
Ica, de Chiclayo, ya bastante avanzada la Conquista. Como si esta parte del
valle fuera una especie de lo que llaman un cementerio cosmopolita, o mejor, un
cementerio de cementerios, algo así como una falsa huaca,
precisamente para salvar objetos preciosos de los huaqueros de otros
lugares en diversos tiempos, y los tiempos que vinieran después, como ahora
nosotros.
Uno
de los lamperos se acerca a don Alejandro y le hace notar un fardo pequeño
colocado en el umbral de la parte visible del boquete excavado. Con un solo
gesto de la mano el brujo le indica que lo separe y lo oculte dentro de la
propia excavación. Luego pasamos a saludar a Antofagasta, quien sigue sin
reconocerme. Se le nota el pulso acelerado en el temblor de los finos bordes
cartilaginosos de las fosas nasales, una suerte de excitación sexual que debo
pensar es de origen arqueológico. Con la hiperventilación pasa a desvestirse
–más bien a arrancarse los pocos botones y luego la ropa toda- para lanzarse
excavación adentro con gran aplomo, como si supiera qué es lo que le aguarda
en esa oscuridad. Antes de zambullirse mira para arriba y su mirada me da de
lleno en la cara, pero aun así no me reconoce, en hora buena, pues yo estoy
mirando todo esto con cierta repulsión, más todavía a partir del momento en
que ya solo puedo intuir cuando escucho cómo tritura los huesos regados, con
mordiscos secos que suenan a galleta partida en medio de tanta humedad. Un
revolcón entre postmurciélago y exhibicionista, con literal nostalgie
de la boue. Así se pasa una buena media hora entre los restos, que va
mondando de sus pieles apergaminadas, como de otros tantos pollitos a la brasa,
aunque Chumpitaz se me acerca al oído para decirme que son perros, un dato que
yo ya tenía, gracias al arqueólogo Astor.
Todo esto mientras Chumpitaz me va haciendo inmutable conversación
ligera, como si estuviera esperando que un niño terminara de ir jugar. Desde
arriba percibo que de la osamenta de los animales menores la atención de
Antofagasta se ha desplazado hacia el fardo del muerto principal, apelmazado con
amarillenta tierra muerta. A ese le hinca los dientes con guturales aullidos de
placer. Entonces insiste en que dos menudos peones de rasgos algo asiáticos,
cuya presencia recién advierto, desenfardelen la momia grande en ese mismo
momento, al fondo del hueco, en lugar de llevársela a un lugar seguro y bien
iluminado, como suele hacerse. Acatan su pedido a regañadientes y Antofagasta
sigue ese trabajo desde la inmovilidad de una fiera salvaje. Una vez pelado el
bulto, pega un salto y muerde a la momia desfardelada en el cráneo. Extrañamente
la calavera lleva un velo de tela pintada sobre
el rostro, en el estilo de los artesanos Mochica. Recién entonces, con las encías sangrando por el daño
que le ha causado dar tantas dentelladas inútiles, se calma. Levanta la cabeza
con el contorno de la boca pegoteado del polvo amarillento y resbaloso de la
excavación, y lanza en torno suyo una sonrisa inocente, como buscando aprobación
para una travesura infantil, como si todo fuera solo una payasada, que acaso es.
Luego permanece inmóvil unos minutos hasta dar la voz para que le arrojen su
ropa y lo ayuden a salir.
Antofagasta
sale del agujero, conferencia en un aparte con Chumpitaz y el arqueólogo
natural, y parte sin despedirse, a paso acelerado y entonces comienza un ajetreo
de otro tipo en torno de la tumba. Luego de una hora de lampeo y barrido más o
menos cuidadoso Chumpitaz le indica con un silbido a los peones que detengan la
obra y me inviten a entrar a la caverna, para lo cual primero tienen que salir
del hueco ayudados por una soga. A estas alturas ya estoy saturado de un cañazo
atroz pero indispensable para participar en la faena, lo cual me hace
presentarme ante aquellas tinieblas interiores de un salto. Al final de la caída
piso de golpe una concavidad acolchada por la arenilla y me mantengo inmóvil
hasta que con gritos de entusiasmo los peones me bajan una linterna. En una
esquina del recinto, que es como el
interior de un gran huevo, con unos dos metros de diámetro en la parte ancha,
pegado a una de las paredes encuentro el pequeño fardo que ya había visto a
los peones separar un momento antes. Alentado por el cañazo y las
circunstancias (encima mío hay media docena de peones siguiendo lo que pueden
del espectáculo) me sobrepongo a cierto asco por la cosa fúnebre y empiezo a
tantear el fardo, sin una idea clara de cómo vincularme a él. Considero
llevarlo arriba, pero pesa demasiado para hacerlo solo. ¿O no debo hacer nada y
volver a la superficie? En medio de mis dudas advierto que el fardo tiene un
agujero en el costado, más o menos a la altura en que uno imaginaría las
costillas. Luego de algunos tanteos avanzo una mano que se siente algo necrofílica.
El agujero en la momia de la joven cacica –es lo que imagino en ese momento
para suavizar las cosas- me lleva directo hacia una cavidad traposa donde toco
una evidente mano crispada con los relieves de una canastilla de huesos resecos,
calcinados por el tiempo, que presionada por mi mano hace una vibración de
hojarasca estrujada, y otra igual pero algo más fuerte al ser abierta. Aún
antes de verlo advierto que podría ser el mismo objeto que he venido conociendo
en sueños. Por un impulso me meto rápido el hallazgo al bolsillo y sigo
buscando, o más bien rebuscando, sin mucho entusiasmo, hasta que uno de los
peones cae a mi lado de un salto en la medialuz, como una fruta desprendida del
árbol.
PEON: ¿Lo ayudo a salir, don? ¿Encontró
oro? A veces hay, en collarcitos, no crea. Oro blandito, casi parece chocolate,
don, que se lo puede acomodar uno entre los dientes medio masticado, o quedarse
masticándolo como un chicle.
ACH: No lo
jodas al señor, ya vete. Perdone, don. Se aprovecha porque en el fondo se nota que usted no es de aquí, se lo repito siempre,
porque es de importancia. La migrantéz está en su mirada, que se detiene más
de lo que se usa, una mirada que siempre está extrañando, aunque no lo sepa,
siempre está pidiendo lugar. Yo soy también de Acobamba, de por Tarma, y allá
también tengo unas tierras cerca del santuario del Señor de Muruhuay, que las
cultiva un hijo. Usted lo que necesita don son unas tierritas en su pueblo. Si
me dice cuál es, yo se las ubico.
Me quito la tierra de encima, todo lo que se puede, acepto otro
trago de cañazo, quedo con Chumpitaz en que él vendrá a casa más tarde, o mañana,
y emprendo el regreso. Luego de tres cuartos de hora de caminata ya estoy en
medio del pulular entrecruzado de la calle con la noche. Se me han pasado las
horas seguras de refugiarme en el sueño y de salir de él, pero por algún
motivo no me importa. Estoy recorriendo un boulevard populoso donde la energía
más intensa la proporcionan las desordenadas expectativas de los jóvenes.
Tablistas varados, habitúes deslumbrados, amantes ensimismados, familias
reunidas, anticucheras reconcentradas, curiosos insaciables, chiquillos prófugos
que se recuestan contra la oscuridad en paseos relajados y pascanas mosquísimas,
bebiendo de la protección maternal que flota en el balsámico ambiente de una
canícula fuerte. Muchachas feas corren a paso decidido, en grupos emprendedores
y reilones la ola tentadora de la penumbra. La playa, acogedora y decisiva para
los adolescentes, nunca está a más de dos cuadras para quienes conocen el
dato, sin faroles, abierta como una mano húmeda y decidida contra la piel del
valle. Casi una de cada dos casas tiene algo que vender a la calle: comida y
tragos, música, ambiente del familiar o turístico, descanso, todos los
negocios conmovedoramente iguales en su relación esforzada y amateur con un
turismo aún sin forma definida. En algún lugar no tan lejano una anticuchada crepita su
esplendor. El rumor de las conversaciones apaga un poco el siseo de la carne
sobre el brasero, pero no del todo. Cada dueña de casa es la mamá cocinando la
acogida a niños vagamente desamparados, prófugos de una Lima remota. Los
precios son bajos para los veraneantes, que pagan sin comentarios y piden más,
con timidez: uno de los placeres de la provincia sigue siendo la idea
inconciente, en el sentido de secreto bien guardado, de que todavía puede
existir una pequeña burguesía psicológica o económicamente viable. Resulta
de todo ello una calle de doce o trece cuadras iluminadas por los enrojecidos
braseros, al lado de los cuales los visitantes son un pequeño río humano
esperando desembocar en otro día. En una esquina, a la sombra de la orquesta de
las cervezas Backus, bullanga tropical gratis en la vía pública, unas cuantas
parejas incapaces de timidez bailan sin picardía, aprovechando sabias y
solemnes una burbuja de alegría. La noche avanza disfrazada de feria vacía e
interminable, de esperanza irracional, de promesa que no puede defraudar. A un
extremo del pueblo doce mesas de fulbito de mano esperan a las parejas
indecisas, a las bandas de adolescentes que ignoran la magia consensual de la
noche, a los viejos cansados de descifrar los remolinos reincidentes de personas
que forman el pueblo, el puerto, el balneario, la playa, el municipio, la
pobreza, la amnesia, el cansancio, la vida.
SOLEDAD: Aloooo…
(silencio
15”)
S:
No sé, tal vez en marzo
(silencio
15”)
S:
Eso es cosa tuya
(silencio
10”)
S:
Claro que es cosa tuya
(silencio
15”)
S:
Yo te digo que no-es-co-sa-mía
(silencio
50”)
S:
Háblale tú. Tú háblale.
(silencio)
S: A ti te
va a escuchar. Yo cuántas veces le he dicho.
(silencio
30”)
S: Bueno, si
esa es la situación, pues que sea.
*
A medida
que me voy acercando a casa empiezo a sentir los efectos de las 24 horas sin
dormir, sobre todo en el leve entumecimiento de algunas facultades habituales.
Esta noche es muy distinta de la anterior, pues ya no hay mar oscuro y
campiña clara, sino una sola astronomía de estrellas titilantes, como
en el madrigal de Claudio Monteverdi, inferno
d´amore. Siento sobre mi cuerpo las vueltas que he dado por buena parte del
valle de Cañete., las partes más alejadas en el agarrotamiento de las piernas,
la playa próxima en algún lugar del cuello atorticolado, los diversos arenales
y terrales por los que pasé en la humedad pringosa de las manos. Pero la
esperable sensación de frío nocturno en pies y manos ha cedido el paso a una
temperatura insólitamente pareja por todo el cuerpo, novedad un poco sofocante.
Además me ataca un vivo deseo escapista de no estar pensando ni sintiendo
absolutamente nada, y por instantes la engañosa ilusión de que lo estoy
logrando.
Mientras camino me envuelve,
a milímiteros de mi piel, una calma profunda que es también un malestar.
La impaciencia me lleva a detenerme bajo un poste
a la entrada del Puerto Viejo y darle una primera revisada al objeto: es,
como en el fondo ya sabía, una suerte de moneda
de concha perforada, montada sobre un eje, todo a su vez instalado sobre
un pequeño bloque de concha spondylus ,
uno de cuyos lados muestra una sola talla en el estilo Paracas: el capitán
lengua larga. La parte más evidente de la forma ya me había sido comunicada
por el tacto, agujero de momia adentro, pero es distinto verla ahora bajo la luz
lechosa de un foco de mercurio. Pues recién en el contacto con la mirada puede
comenzar una curiosidad en serio. Los faros de un bus de la línea Cerro
Azul-San Luis-San Vicente me hacen volver a ocultarlo, y apretar el paso.
Cada tanto vuelvo a meter la mano al bolsillo donde está el disco,
al que ahora ya llamo así con tranquilidad, hasta con seguridad,
aunque le voy rotando nombres
tentativos con cada reencuentro de la mano: disco solar, disco funerario, disco
Paracas, disco ornamental, disco marino. Pero
no es cierto que yo no esté
sintiendo nada, como quisiera. Está la sensación de que comparar el objeto que
cargo con el que recuerdo de mis sueños puede resultar una delicia, se parezca
o no. Luego el placer sin rostro de ser el dueño de algo extraordinario,
obtenido a cambio de nada, además.
Luego un sentimiento de zozobra
frente al curso evidentemente esotérico que están tomando las cosas, y un
cierto cansancio ante el peligro de
tener que revisar mis sueños con disco, lo que me quede de ellos. Aunque no me
consta que el objeto que traigo sea el mismo que
este día apareció cargando la niña rubia recién desembarcada, o la
dama mandibulona que recibió al aviador, sería una locura no vincularlos. Lo
cual me condena a transportar algo que me ha llegado, para decirlo de alguna
manera, por encargo. Me viene la idea del pacto con el diablo, en este caso el
bondadoso Chumpitaz. ¿Pero pacto a cambio de qué? Todavía si en vez del disco
se hubiera aparecido la gringa fea. Pero quizás es el comienzo de una carrera
en la arqueología y el prólogo a una venta fabulosa: la única prueba de que
el mundo prehispánico sí conoció la rueda, con eje y todo. La posibilidad
siempre me pareció portentosa, hasta este momento, en que la siento como una
suerte de banalidad contrafáctica.
Ya al pie de la casona me pregunto si la muchacha
delgada habra dejado el brebaje junto a la puerta. En el fondo deseo que la
botella no esté allí cuando yo llegue. Cruzo el portón, bordeo el jardín, me
dejo hipnotizar un instante por la piscina, estoy
de vuelta en casa. No está la botella, lo cual me sugiere que el tratamiento de
Chumpitaz ha terminado. Me descalzo, me quito la camisa, me saco el botín del
bolsillo y lo coloco sobre la mesa. En
efecto es el objeto que carga la mujer en el sueño de los barcos a la espera.
Pero ahora soy yo el que lo tiene, como un personaje de mis sueño, y no sé cómo
explicármelo. Ha pasado del mundo de los sueños al de la vigilia a través del
conducto de una momia Lo alejo un
poco sobre la palma de la mano. Empiezo a preguntarme por su funcionamiento.
El objeto no podría bailar sobre sí mismo, pero tiene todos los
atributos para rodar a trompicones: es una rueda a la que se le puede enrollar
una pita en la ranura, y luego jalarla para ponerla a girar. Si es lo que
parece, por lo menos alguien en el mundo prehispánico conoció la rueda, y
fabricó una de laboratorio. Por lo menos dos personas, el artesano y la cacica,
si no fueron una misma persona. Le
doy vueltas en la penumbra por un largo tiempo, y al tacto llegó a la idea de
que puede ser una suerte de cetro sin mango, un símbolo del poder, un objeto
incomprensible para los demás. Sombras del Atón en la historia del faraón
monoteísta. Pero sería demasiada historia escamoteada como para ser verosímil.
Me lo imagino llegando de un enterrado mundo de pérdidas
y hallazgos al azar, una acumulación de objetos reunidos por ese viento que se
desliza justo debajo de la superficie de la arena, un
murmullo enterrado entre diversas dunas, bañado por la Paraca oscura, el
viento de la muerte. De todo
el silencio de esa riqueza sin registro siempre prefiero el objeto sorprendente,
aquel que disuena de la coherencia del conjunto, la pieza que traiciona al velo
protector de la coherencia y revela la intemperie del individuo. Piezas como la
pinza de tres puntas, el artefacto inexplicable que parece una batidora de
huevos antigua hecha con alambres de oro, el guacamayo rojo con escamosa cola de
sirena, el minúsculo cadaver de lapislázuli con una pieza de oro martillado en
la boca. Se me ocurre simplemente no
pensar nada sobre el disco, y guardarlo, o más bien mostrarlo a mis visitantes,
en un museo de un solo objeto. Pero siento que una vez presas
las piezas en vitrinas, sus lógicas se multiplican. La lógica económica de la
violencia estética: lo más bello mata nuestra atención por lo menos bello; la
lógica de los materiales: el oro y las piedras valiosas nos llevan a ignorar lo
demás; la lógica de las inutilidades: nos atrae más aquello cuyo uso no
comprendemos; la lógica del llanto por los seres queridos: cuerpos bañados por
un polvo rojo de cinabrio aguardan que la carne desaparezca para mudar los
adornos a la siguiente tumba. Por último la lógica de la falsa codicia:
a pesar de que han
demostrado ser tan abundantes, y en
última instancia baratos, hay una pasión por falsificar estos objetos que
invitan a jugar como suele hacerlo en nuestra infancia aquello que es
barato y valioso. Mueven a la falsificación, porque son objetos que vienen de
la muerte, y hay una pasión por copiar la muerte, como dice Roberto Juarroz:
“La vida dibuja un árbol , y la muerte dibuja otro.
La vida dibuja un nido, y la muerte lo copia. La vida dibuja un pájaro
para que habite el nido, y la muerte de inmediato, dibuja otro pájaro”.
Sigo
acumulando hipótesis, y sobre todo fantasías,
con el paso de las horas: un juguete, el prototipo de algo que nunca fue
construido, algo traído de algún punto de la costa al norte de Panamá donde
abunda el spondylus, la imagen de algo
que fue copiado, un trompo estacionario. El objeto tiene una solidez inusitada
para ser tan pequeño, no la fragilidad de algo hecho para ser exhibido, sino
construido para funcionar, girar. Lo que no revela por ningún lado es para qué
girar. Pero desde el punto de vista del tamaño no es realmente una máquina
sino un bibelot, una maqueta, una joya, aunque podría tener algo que ver con la
producción textil. Un huso quizás. Pero más se parece a los tractorcitos que
me enseñaron a fabricar de niño, haciendo muescas en los bordes de madera a
carretes vacíos de hilo Tren que mi madre descartaba. Era un juguete que pasaba
a través del centro hueco del carrete un elástico trenzado hasta encarrujarse
y luego encogerse sobre sí mismo, y que al desenrollarse le daba al conjunto la
energía para hacerlo avanzar, con torpeza. Como el elástico estaba sujeto por
dos palitos de fósforo que hacía de pines uno en cada extremo, y uno de ellos
era más largo que el diámetro del carrete, el juguete avanzaba dando algo así
como saltos, o más bien sobresaltos, elevándose a la altura de los extremos de
cada palito, y volviendo a caer. El tractorcito no avanzaba hacia ningún lugar
que no fuera la demostración de que podía funcionar, y hubiera sido perfecto
en un espacio de arenales como Cerro Azul. Tras algunas cavilaciones me ilumino,
enciendo la luz, y salgo a pedirle al guardián de la noche una pita para hacer
girar la rueda (¿siempre el disco?). Como siempre, el guardián vuelve con el
encargo. Entonces confirmo en los hechos que la rueda gira, pero que igual al
girar no va a ninguna parte ni suena en un sentido significativo, ni se queda
girando mucho tiempo.
¿Por qué quiero que el disco sea algo definido
desde más allá de sí mismo? Quizás porque es la única manera de encontrarle
algún sentido al tema de su búsqueda y hallazgo, del que me ha convencido
Chumpitaz. Además está la obvia importancia arqueológica. Una pieza así debe
intentarse conocer a fondo, sobre todo por ser tan distinta de todo lo que ya se
conoce. Sin quererlo he tomado el triste partido de la ciencia frente al
misterio, y esa sí es una actitud fáustica, fuera de lugar en los mundos
comunicantes de los sueños y de los deseos.
Pero
cuando dejo el objeto sobre la baranda del balcón delantero, el viento sopla
como a través de la rueda, y le hace dar por su cuenta, digamos, unas vueltas
lentas, como poco convencidas. Como que es una suerte de rueda Pelton, con
diminutas escamas de spondylus. No
parece haber, pues, mayor magia, más allá del misterio de su origen, es decir
su presencia fuera de contexto. Quizás
algún bromista post-hispánico haya abierto el fardo y colocado la pieza. O que
se trate del entierro post-hispánico de una dignataria autóctona de la zona. O
acaso un satánico en que Chumpitaz
lo ha organizado todo para mi beneficio, o maleficio, según quiera verse.
*
Detrás
mío la fortaleza vacía. Vaciada ya por los Inca 1470, verdugos del pueblo
desconocido de Guarco, demasiado orgulloso o demasiado tonto para entrar al
imperio. “La más agraciada y
vistosa fortaleza” dice Cieza de León, que la vió,
cuando “abajaba una escalera de piedra que llegaba hasta la mar”. Aquí
la tierra arqueológica no es rica y no vomita sino un continuo de fragmentos
marrón oscuro, que incluso extendidos sobre la palma de la mano no revelan al
observador sino las perplejidades de una vida indescifrable. Aun si uno lograra
imaginar los altos de muertos en esta península, no es un cementerio donde los
cuerpos viajan hacia el más allá envueltos en la belleza que dejan detrás,
sino una explanada de violencia sobre la que los cuerpos caen y nunca dejan de
transpirar el polvo rojo del mundo por la eternidad histórica. Pero los dos o
tres muros que siguen en pie evocan las imágenes que Mariano de Rivero y Johan
Jakob Tschudi mandaron publicar en 1851, y que tienen la capacidad de evocar un
gran número de otras culturas surgidas de las arenas y luego engullidas por
ellas. Suelo recorrer la fortaleza derruida discriminando una mezcla de orines
recientes y adobes centenarios. Cada tanto salen al paso trapos antiguos que no
alcanzan la dignidad de lo arqueológico. Por un brevísimo instante despiertan
una suerte de codicia, que muy pronto se aplaca. Son restos sin arte, retazos de
una vida de soldado, probablemente despreciables cuando aun circulaban de mano
en mano: toscos jubones, bolsas para faenas comunitarias, envoltorios
desechables. La indiferencia de los paseantes dice a las claras que quienes los
usaron no interesan, porque no tuvieron herencia que dejar a los siglos. Es
decir, la fortaleza está realmente vacía. Por ninguna parte asoman formas
habitadas por el espíritu, con mensajes, fúnebres o festivos, para la
posteridad.
Ya llevo algunas horas de lectura, esperando dormirme,
deseando no pensar en el objeto, frente al cual siento que no he avanzado
nada. Interrumpo mi lectura. Vuelvo a hacerlo girar sobre
la mesa de mármol, lo coloco en esquilibrio inestable sobre el peligroso borde.
Me distrae un pájaro diminuto – quizás una golondrina- que ha entrado por
error al inmenso cuarto, y ahora aletea desesperado por huir. La puerta de tres
hojas por la que ha entrado da al balcón y a la bahía, , sigue abierta de par
en par, pero el intruso se siente más seguro en las alturas del aposento, y se
desplaza pegado al cielorraso, esquivando las vigas en su vuelo. Un metro y
medio más abajo y se salvaría. Pero la posibilidad no se le ocurre, o lo
aterra, no hay cómo saberlo, y el ciclo se repite en las alturas. Hasta que una
mezcla de pánico y cansancio va reduciendo la altitud de sus vuelos entre pared
y pared, lo cual le permite en un punto del trayecto empezar a posarse en la
parte superior de la puerta, al filo de la libertad, si lo supiera. En un
instante duda si instalarse sobre una pequeña rejita de spondylus (mullu) que
estoy mantengo como un adorno sobre el mármol, y desiste de ello. Entiendo que
el objeto circular que acabo de traer y está sobre la mesa es un corazón,
un diminuto corazón mecánico. El objeto en su inmovilidad parece pulsar
sereno, como el pecho de una madre. Me pregunto si pulsaba así en la mano de la
momia, y llego a la conclusión de que no: soy yo quien lo ha traído a la vida
con mi obsesión, soy yo quien está pulsando realmente en medio de la noche y
quien logrará hacerlo girar dentro de mí, único, imposible, mágico, mañana
por la mañana. Ahora soy yo, que he mirado al pájaro intentar y errar
por unos 20 minutos, quien empieza a angustiarse. Pero ayudarlo me exigiría
asustarlo, enfrentarlo aún más intensamente a su desesperación, y eso me
desanima. Siempre puede venir el guardián nocturno del condominio con un
escobillón a resolver el asunto, cuando yo me haya ido. La idea me tranquiliza,
pero igual vuelvo a seguir los desatinos del ave, que empiezan a ser los míos.
Hasta que sucumbo al tedio de esa preocupación y me termino de hundir en mi
libro. La siguiente vez que levanto la mirada, el pájaro ha desaparecido. La
hora me devuelve a la misma somnolencia.
Sobre
un sofá detrás mío está extendida mi versión de lo que sería el traje de
fiesta tradicional de mi pueblo. Sin duda un mamarracho antropológico.
El sastre limeño ha entregado un disfraz carísimo de algo así como un
abogado-demonio-swat: un pasamontañas tejido en fibra sintética con un boca
sonriente y ojos circulares, aunque algo inyectados con círculos de lana roja,
una chaqueta color cinabrio con alamares de los que cuelgan borlas con los
colores de un arco iris virado varios grados al verde, un pantalón bolsudo que
arrastra una tercera manga vacía al centro, en otro avatar acaso una cola mal
cosida. Como no voy al pueblo desde mi infancia y no sé cómo se llega,
no tengo manera de saber si se sigue usando igual, ni tiempo ni nadie con
quién consultar. Apago la luz y me lo empiezo a poner lentamente, decidido a
dormir con él a pesar del calor. Poco a poco me voy durmiendo y los barcos
comienzan a reaparecer en la distancia. Es la flota del pirata holandés
Spilimbergo que viene desde el sur. Afuera hay voces que no llego a
descifrar.
(Las
mismas dos parejas de la noche anterior, pero ahora sombrías junto al auto
estacionado frente al mar, delante de mi casa. La radio suena en volumen alto,
casi no deja escuchar la conversación. Una de ellas llorosa y visiblemente
ebria, habla con un policía)
SOLEDAD: Jefe, ¿no ve que está muerto?
POLICIA: Sí, me ha dicho el muchacho que mandaron. ¿Qué
le ha pasado?
S: Le digo que está muerto.
P: ¿Pero cómo ha muerto? ¿Ingirió mucho licor? ¿La
droga?
S: Nada de eso. Se ha muerto por no poder sentir el amor
de los demás.
P: ¿Qué quiere decir, señorita? Los que llamaron a la
comisaría dijeron que lo había matado un fumón.
¿Usted qué sabe de eso? ¿Dónde
lo llevamos?
S: Todos somos fumones, la cosa es si entra en la
camioneta.
P: No se va a poder, atrás está lleno de habas. Además
casi no hay gasolina y el chofer aquí ya está fuera de turno. ¿No lo pueden
llevar en su auto de ustedes?
S: Sí podemos, ¿pero a dónde?
P: Mejor no lo movemos, llamamos al fiscal.
S: ¿Hasta mañana? Va a pensar que nunca lo hemos
querido.
P: ¿Nombre?
S: Oscar
P: ¿Apellido?
S: Arévalo
P: ¿Usted señorita?
S: Soledad
P: Apellidos también.
S: López Góngora
P: ¿Y el fumón?
X: Yo le digo, jefe. Le preguntó a Oscar si era
periodista, y le empezó a reclamar una cosa. Oscar le preguntaba ¿Cuál cosa?
, y el otro solo gritaba repitiendo “!Una cosa! ¡Una cosa!”, y Oscar dale
con preguntarle, hasta que el fumón sacó ese fierro que hay allí y le metió
el golpe que lo ha matado.
P: ¿Y de allí?
X: Le mordió entre el cuello y la oreja, eso que usted
ve allí, pero nosotros empezamos a gritar, y se apartó. En eso llegó una
pareja de gringos en un carro, lo recogieron y se lo llevaron medio a empujones.
P: ¿Marca y número de placa?
X: Nissan oscuro, no me acuerdo. Parecía un número
medio religioso.
El cambio de palabras en la vereda ha terminado por despertarme. Los
personajes están dedicados a hacer conversación extrañamente ligera. Por último
ha llegado un abrumado fiscal en motocicleta y prácticamente en piyama, y ahora el grupo se
está llevando el cadáver en caravana. El auto de las dos parejas, que ya son
una y media, a la cabeza. Al medio la camioneta policial de Cerro Azul. Cerrando
el cortejo, por alguna razón, la mototaxi de ayer, y la moto del fiscal.
Cuando el cortejo desaparece camino de San Vicente, me
dan unas intensas ganas de volver a dormir, ça
commence, una joven que sueña
que pesca tres lenguados, a la misma hora que su padre está dedicado a lanzar
serena e infructuosamente un anzuelo desde la punta de su caña, en el extremo
del muelle desierto. Los peces han saltado sigilosos desde la fresca agua verde
del mediodía en la costa sur, y se han deslizado bajo los párpados de la
muchacha, que luego cuenta la historia con una sonrisa en los labios.
Pero
me acaban de despertar unos timbrazos: es Chumpitaz que acaba de llegar. Me pide
disculpas por no haber podido enviar la botella con el brebaje,
y con gran ceremonia me pregunta si deseo conservar el objeto que está
sobre la mesa, al cual mira con curiosidad, y me pregunto si lo hace por primera
vez. Le ofrezco una copa de la cave de
tequila que me dejaron mis amigos los Villanueva. Le digo que más me importaría
saber qué es el objeto, y le cuento de mis elucubraciones. Me dice que no lo
sabe, pero arriesga la tesis de que es un aparato astronómico, “como un
sextante o teodolito”, y repite que la decisión de conservarlo o dárselo es
toda mía.
ML:
¿Se lo puedo cambiar por algo?
ACH:
¿Otro objeto?
ML:
No no. Un dato. No me lo tiene que dar ahora, don Alex.
ACH:
Si está en mí, encantado.
ML:
Ahora que el objeto es suyo, o quizás debo decir otra vez suyo, ¿qué va a
hacer con él? ¿Colocárselo de nuevo a la momia?
ACH:
Qué pasa don Mirko. Sucede que tengo un encargo y creo que esta como brújula
es el tipo de cosa que están
buscando. Son clientes que me esperan en Montalbán. Ya después le cuento, por
si vuelve a interesarse. Y sobre el dato que quiere que le busque, tiene que
decirme cuál es.
ML:
De una vez. Ubíqueme un lugar exacto.
ACH:
¿Lugar exacto?
ML:
Exacto.
ACH:
Eso lo voy a tener que pensar un poco. ¿Alguna orientación?
ML:
Ese es parte del problema.
Me quedo callado un rato,
hasta que empiezo lentamente a envolver el disco en una bolsa de papel, y se lo
entrego.
Lo
acompaño hasta la escalera. Antes de partir levanta la bolsa blanca y me dice
“Ahora tengo que irme un tiempito, todavía no tengo claro a dónde. No voy a
poder estar viniendo, pero usted visíteme siempre, doctor, cuando se pueda”.
antado.
Todavía tiene tiempo para
hacerme un saludo con la mano desde el mototaxi que se lo lleva.
*
Me acabo de despertar, unas horas
después del mediodía. Los bañistas
de esta parte de la playa están estáticos en una inmovilidad de lagartija. No
tengo el extraño objeto que pasó por mis manos unas horas, y lo más probable
es que nunca más lo tenga. Pero no lo quiero. Tampoco se ha producido esa
especie de siniestro total que yo temía de mis sueños. Ahora avanzo pegado al
muelle hacia la línea donde empiezan las olas, arrastro un poco los pies para
protegerme de los pastelillos, que en esta época llegan a confundirse con los
lenguados del fondo. El agua está fría y cristalina, las olas muy altas y
delgadas, con un trasluz verdoso de porcelana antigua que permite ver al sol de
la tarde como un círculo de jade. He llegado al punto en que las olas se alzan
segundos antes de reventar y donde el viento se lleva de un soplo la parte más
alta de su labio, la que parece un borde de encaje que se desteje a toda
velocidad. No puedo evitar pensar en un poema que publiqué en 1985, donde una
ola cargada de dioses varios me va llevando hasta mi propia parodia. Avanzo unos
pasos más, hasta donde un tumbo espléndido está empezando a alzar un lomo
liso, y me dispongo a descolgarme por la pared instantánea que produce. Antes
de lanzarme de lleno a correr la ola, le pego una rápida, oblicua, furtiva
mirada a la orilla que me espera.