PREMIO EL FOGÓN

 

" Sepia al Alipebre "

 

de Álvaro Lion-Depetre

 

 

 

 

 

 

Cantaba Fígaro como nunca, que le estaba dando la sombra de un sol radiante, cuando me puse el delantal y pasé lista a los ingredientes, yo soy desordenado para todo, excepto en la cocina. La cocina necesita orden y tranquilidad.

Con esto del chapapote – consecuencias del naufragio de un petrolero por estas costas y la consiguiente marea negra – han pasado muchas desgracias, la suya de por sí, o sea, no sólo lo que el chapapote ha sido, que lo que toca lo arruina, sino que ha habido también, como con las guerras, daños colaterales. El tío Petit, por ejemplo, perdío un cargamento entero de farlopa que se quedó inservible con el fuel. Parece que en esto del matuteo, no hay seguros que valgan. Al tío Petit se lo cargaron. Apareció en la playa con un tiro en la cabeza y una bola de chapapote en salva sea la parte, que dicen que es la marca (chapapote o el asunto que se maneje) que deja la mafia de aquí a los que quieren hacer negocios ilegales, o sea, ya me entienden. Cerca había un poste clavado en la arena, donde la policía suponía que lo habían tenido atado toda la noche.

Yo lo leí en "El Faro de Vigo" y me vinieron los recuerdos, porque el tío Petit era un nota muy curioso, al que yo había conocido hace años, siendo un hombre joven él y yo casi un chaval, en su tierra levantina, que, aunque llevaba muchos años aquí, él era de otros mares, más dulces y cálidos, y los echaba de menos, muchas veces me lo dijo : "Esta mar es muy traicionera y, además, no tiene la cultura que tiene la mía, que es la mar del olivo y la democracia".

 

 

Me vinieron los recuerdos de golpe y la gana de la sepia también, así que a la plaza y encontré sepia – que aquí llaman xibia o choco – bastante buena donde Benvido, mi pescadero. Es lo bueno de vivir solo, que los caprichos te los das sin rendir cuentas a nadie y a mí el tío Petit me había abierto el apetito de la sepieta al alipebre. Entonces el tío Petit también se ganada la vida con la mar, pero no como aquí con el contrabando, sino con la pesca. Claro, era otra vida, que ahora el Petit era uno de los contrabando, sino con la pesca. Claro, era otra vida, que ahora el Petit era uno de los grandes y le chorreaban los millones.

Había ido yo a aquel pueblo del Mediterráneo a pasar unos días, lejos del mío, tan capital y ajetreado, con la intención de escribir unos artículos que me habían contratado

- de mis primeros trabajos – sobre la gastronomía de la zona. El tío Petit suministraba el pescado a un restaurante, más bar que otra cosa, "Casa Vicente", que tenía un cocinero artista, Vicente Chuila. Un amigo me había prestado su casa que estaba en la calle del Enpaño, pensándolo bien ese, engaño, es el término que siempre me unió al tío Petit. Con sus engaños pescaba, del pueblo tuvo que huir por un engaño, que él mismo lo decía, un engaño que aquella nunca le perdonó – aquella era, entre todas, la que a él más le tiraba y, por lo tanto, la que más peligros tenía - , y por un engaño murió, que estos otros de aquí tampoco lo perdonaron. La calle del Engaño tenía el nombre bien puesto, pues a poco que te descuidaras te la pasabas ; estaba como por sorpresa al volver una esquina y, luego, no tenía salida. Era estrecha, como todas las de la parte alta del pueblo, y desde la ventana de la habitación se veía un cuarto de la casa de enfrente, donde un hombre escuchada por la radio una emisora extranjera. El guiri me sonrió y me mostró un cigarrillo apagado : me estaba pidiendo fuengo. Le lancé, que casi hubiera podido dárselo alargando el brazo, el bic de plástico y él me lo devolvió después de encender el cigarrillo de la misma manera, añadiendo una cajetilla de "Gauloises", que no sé por qué se creen los franceses que es un tabaco bueno, total, por no ofender cogí

 

uno y le devolví la cajetilla, el franchute sonrió y bajó la persiana de cañizo verde, para tener un poco de intimidad, que enseguida les oí yo su intimidad y me puso hecho un burro. Para no seguir oyéndoles bajé al casco viejo por la calle del Suspiro, que tiene la longitud de los dos edificios que la costean, y en una de esas tiendras donde se vende de todo me compré unas alpargatas de tirillas, de las de toda la vida, que entonces aún las había.

Al tío Petit lo conocí por Vicent. Tíos Petit habían sido su abuelo y su padre, hombres con la talla justa para el servicio, y él por herencia, aunque mideria un metro ochenta. Hicimos buenas migas, me invitó a salir a la mar, como él decía, cosa que me venía muy bien para los artículos, así que a pescar me fui. El tío Petit sólo pescaba para él y para Vicent, no era entonces hombre ambicioso, necesitaba el dinero justo para vivir. Disfrutaba del mar, del sol y de las cosas pequeñas, le gustaban las mujeres, aunque ya entonces aquella le tenía muy cogido y, decía él, que era cosa que no terminaría bien. "Quítate las alpargatas antes de embarcar, chaval, que te se van a joder", me advirtió, pero yo no sé andar descalzo, y, además, para eso me las había comprado. No estaba buena la mar, y la red fina – el engaño sutil – del langostino no pudo echarse, pero el tío Petit sacó doce lenguados más que racioneros y una caja grande de mabres, mabres rayodos en plata vieja, de ojos asombrados. Las alpargatas cogieron el tufo del pescado y del marisco de la barca y quedaron para siempre inútiles, con un olor que no se quitaría jamás, aunque las dejé aquella noche – qué menuda noche me dieron el franchute y su novia lugareña – en remojo en jabón de la vajilla.

Cenamos con Vicent unos dátiles de mar que son molusco bivalvo muy especial y buscado, como un mejillón, pero en fino, y los lenguados fritos nada más, pero bien fritos, y una ensalada. Para el artículo, Vicent propuso su "sepia al alipebre", que era plato de su invención, porque podíamos ir a pescarlas de noche y así mañana

 

dedicábamos el día a la cocina. El petit se fue a aparejar y nosotros hicimos tiempo tomando una copa larga y contándome Vicent cómo había llegado a esto de la cocina él que había nacido para mecánico, pero que le tocó una mujer sin gusto para los fogones, ni para casi nada como me fui enterendo y no les cuentos porque no viene al caso ; a la hora el Petit estaba de vuelta y andando nos fuimos los tres hasta el puerto. Íbamos a salir en un bote, de los grandes de quilla plana. Llevábamos un par de botellas de whisky de malta, una nevera con hielo, las cocacolas y tabaco. La noche estaba nublada y apenas nos reflejábemos en el agua oscura. Nunca había estado yo en el Mediterráneo de noche. Contra la oscuridad más clara del cielo, se recortaba el castillo, según nos alejábamos a golpe de remo. "Aquí es buen sitio. Cada uno a lo suyo", Vicent encendió una lámpara de esas con pantalla, para dar luz sólo en un sentido y se puso a preparar las copas. El Petit echó mano de navaja y sacó una sepia pequeña de un cubo, de un solo tajo la abrió a lo largo, rompiéndole la bolsa de tinta y la olió, riéndose : "¡Apesta!" dijo, le sacó el hueso que me dio "para el canario", le hizo un nudo con el cable y la lanzó al agua. "Apaga", ordenó, luego cogió los remos y bogamos muy despacios, callados que era importante el silencio, sin más sonido que el muy suave de las remadas, las olas golpeando contra la lancha y el clink-clink anacrónico – pero perfecto – de los hielos en los vasos. De pronto el Petit paró y susurró : "Ahora". Vicent encendió la lámpara : tras la lancha, a la luz, relucieron lenguas de plata. Petit metió el salabre y las sepias fueron llenando el cubo : "¡Venid, aquí, cabrones! Estos os pasa por juerguistas. Por cachondos, por libidinosos, por salidos. ¡Que sois todos unos salidos!". Y así aprendí a pesca "a la femelleta", que no es cosa que pueda enorgullecer a nadie, pero que resulta pesca muy eficaz, como pude comprobar : La sepia que el Petit había rajado y que arrastrábamos con el cable a un metro de la popa era una sepia hembra y a su olor acudían los machos, que están en celo de enero a

 

 

marzo. Cuando por el sonido el pescador supone que hay varios machos reunidos enciende la lámpara, las sepias quedan un momento desconcertadas y es el instante en que con el salabre – una especie de caza mariposas para peces, para que ustedes me entiendan - , el pescador las recoge del agua. Ocho machos hermosos cogimos. Y una merluza importante, que cayeron las dos botellas.

La sepia es un cefalópodo, dibranquial, o sea que respira por dos branquias y tiene diez brazos, dos pedunculados y más largos que los otros ; tiene un hueso libre, esponjoso, opaco, frágil, y ligero, de forma oval, oblongo, deprimido y adelgazado en el borde, que se halla encajado en el interior del cuerpo y se denomina jubión – el que el Petit me había dado, que tuve que comprarme un pájaro para aprovecharlo y hacer honor al regalo, y desde entonces me aficioné al canario cantor -. Se parece mucho a los pulpos y calamares, como ellos, tiene cerca del corazón una vejiga que contiene la tinta, que se emplea, desecada, en pintura con el nombre de sepia, cuando el animal se halla perseguido la comprime y sale la tinta y enturbia al agua y de ese modo escapa de sus perseguidores. En este caso no tuvieron ocasión, porque, yendo a lo que iban, se distrajeron los pobres.

Total, que me salieron lucidos los artículos y, desde entonces, sigo escribiendo de gastronomía.

Para cocinar lo primero es tener los ingredientes claros, bien puestos en la encimera, por orden :

500 gramos de sepia limpia y en trozos – Pienso congelar lo que sobre, pues con esta cantidad comen más que bien dos personas y tres si no son exageradas - ; un cuartillo de aceite virgen de oliva ; 3 cebollas medianas ; ¼ de pimiento verde pequeño; 2 dientes de ajo medianos y sanos ; 6 almendras ; 1 hoja de laurel y fresca, 1 clavo

 

de olor, sal gorda, pimienta negra en grano, unas hebras de azafrán. Un cuartillo de vino blanco seco, por ejemplo de Rueda, que se reparte mitad para el guiso, mitad para el cocinero. Unas ramitas de perejil y un poco de cilantro. Y, naturalmente, la tinta de la sepia.

Mientras doraba en el aceite a medio fuego la sepia cortada en trozos, salada con tiento, puse la tele para oír las noticias. Hablaron de lo del tío Petit, Francisco Escrivá González, que era la del día. Poco a poco se va aclarando el asunto : por las declaraciones de su esposa – la pobre hecha unos zorros, pero ni aún así pudiendo disimular su categoría de hembra, embarazada, además, dijeron los de la tele, de unos tres meses - . Debía de ser mucho más joven que él, porque el tío Petit, ya no cumplía los sesenta y cinco. Parece ser que la que la que estuvo atada en el poste fue ella, desnuda en la noche de luna, oyendo las olas que llegaban, sucias de chapapote, contándolas como había contado las de la playa mágica de la Lanzada, siete olas nocturas bañando su hermano cuerpo desnudo, pero libre, no atado, prisionero, como ahora, para conseguir quedar embarazada, para que la mar hiciera el milagro de hacer fértil la semilla del tío Petit, que por mucho que él dijera : "Antes pierde el viejo el diente que la simiente", no coseguía engendar descendencia en ésta a la que había llegado a amar más que a aquella.

Retiré los trozos de sepia que aparté en un plato, y, en el mismo aceite, doré la cebolla, sin permitir que se arrebatara y, al final, añadí el pimiento en tiras finas y la hoja de laurel. Mientras se vigila que no se pase, se prepara en el mortero una picada con la gorda, los ajos, las almendras, el clavo, la mitad del perejil y el azafrán. Cuando está hecha se deslía con el vino blanco y la tinta, y se añade a la cazuela con los trozos de choco. Se deja hervir a fuego lento, que la sepia pide tiempo.

 

Siguen siendo todo conjeturas, según el locutor, pero se supone que en cuanto el Petit comprendío que la marea negra era inevitable se sacó del agua los paquetes de cocaína y los remplazó por otros similares de harina. El chapapote los cubrió completamente comiéndose el plástico y el polvo, pero sus colegas no tragaron y sospecharon que los hacía victimas de un engaño. Así que raptaron a la persona que más quería : su esposa caribeña y reventona, Nancy, y le ofrecieron el canje. El viejo estaba muy enamorado y hubiera hecho cualquier cosa para evitarle daño a la mulata. Acudió, pues, a la cita que no se desarrolló pacíficamente, vaya usted a saber por qué, pero los mafiosos no cumplieron, o cumplieron a su manera, porque a la mujer la dejaron libre y viva. Y pienso yo que rica, que el tío Petit era un nota duro y difficil de matar, y si hizo lo que hizo por algo lo haría.

Se prueba para ver si la sepia está tierna, se corrige de sal, si es necesario. Se apaga y se cubre con un trapo limpio, para que se le vayan los calores. Al servirla, se espolvorea con el perejil picado. El toque maestro del plato es añadirle el poquito de cilantro, picado también, y unos granitos de sal cruda, truco que Vicent aprendío de cuando navegó con los portugueses y que le da a la sepieta un gustillo diferente y especial.

En fin, el que a hierro mata a hierro muere. Al tío Petit lo cazaron con el engaño de "la femellata", que es cosa a la que no hay derecho, pero ya se sabe lo que pasa.

La sepia al alipebre la acompañé con un albariño del año, que le va bien al entramado de la salsa.

Y brindé por el Petit yo solo en la cocina, escuchando el canto del canario Fígaro, que ya me tiene ganados dos concursos. Por cierto que he de cambiarle el jubión, que es muy bueno para la salud  de los huesos y   el pico por el carbonato que contiene.